Todo un pueblo
Ora na azu nwa: It takes a whole village to raise a child, el proverbio de origen africano (Igbo, Nigeria) que no tiene, hasta donde sé, un equivalente en español, me ha sido familiar por dos décadas.
En todo tono imaginable -amoroso, divertido, crítico, reflexivo-, es parte del cotidiano en EEUU. “It takes a village”: hace unas semanas sin ir más lejos, ésta fue la respuesta de una mamá a quien venía conociendo, cuando le agradecí por el dato de un dentista para mi hija menor. Algo que parece sencillo pero mucho menos cuando uno llega a residir a un nuevo lugar y no cuenta aún con redes.
“It takes a village to raise a child, and it takes a village to abuse them” es tal vez la línea más memorable del guión de una película, en todos mis años de ver cine. Nunca escuché el proverbio con la resonancia que le dio Stanley Tucci -en el rol de abogado de víctimas de abuso sexual-, en Spotlight, ganadora del Oscar 2016 a la mejor película.
Hay que verla. La historia ocurre en Boston pero es universal, también nos alcanza y es un orgullo recordar el rol de la prensa en la develación de abusos en nuestro país (Informe especial, Tolerancia Cero) y a la vez, triste ver el nombre de Chile en los créditos finales, entre otros países donde han ocurrido abusos de niños y adolescentes a manos de sacerdotes pederastas, habilitados por la Iglesia Católica (ignorar, encubrir, no sancionar a abusadores, son todas formas de habilitar). En la ceremonia de premiación, el productor Michael Sugar habló por las víctimas y emplazó a Francisco I: “Papa Francisco, llegó la hora de proteger a los niños y restaurar la fe” (ver texto completo).
Spotlight hay que recibirla también desde su ofrenda en la posibilidad de recordar el enorme poder que habita a cada persona, una, dos, una decena, da igual el número cuando existe la determinación de actuar desde la cordura del cuidado, y de lo justo.
La sola línea de Tucci –junto a la alocución de Mark Ruffalo “es tiempo” (“pude haber sido yo, ustedes, todos”, ver escena)- es una granada de racimo, si cabe la comparación. Vi la película dos veces, y en ambas, al oír esa línea, físicamente, mi sensación fue de átomos separados, disparados lejos en un segundo, y luego uno por uno volviendo al cuerpo, para acomodarse entre la memoria y el presente.
“Se necesita de toda una tribu, todo un pueblo, un poblado, de todos los que viven en un lugar”… para cuidar o para abusar a un niño. Por acción, por omisión, por olvido: de cualquier manera somos co-responsables como adultos, de cada nueva generación y su buena o mala vida.
Pasaron por mi memoria pacientes, familias, tantas historias. Mis propios años de mirar, con ojos de niña justamente, a parientes, pediatras, transeúntes, alguien a quien sin necesidad de decir nada, le llegara ese pedido de intercesión que intuía podía hacer toda la diferencia entre una vida posible y otra, si caía en el corazón correcto y era “traducido” por un adulto o adulta capaz de responder (no hubo eco). Pero también llegaron los recuerdos vívidos de buenos maestros, libros, escritores y poetas, mentores, los buenos papás y mamás de compañeras de ballet y colegio, su afecto diáfano y el estímulo a nuestras vidas y talentos durante la niñez. Ese fue el legado mayor.
Cuán importantes fueron, para muchos de nosotros, y cuán importantes siguen siendo para los niños de hoy, tantas personas adultas de un “colectivo”, o “village”, visible e invisible, que se siente responsable de cuidar, que se sabe necesario para sostener esa función, y concurre.
Es todo un pueblo, un colectivo, el que permite a cada ser humano que nace, crecer, ser protegido, no ser abusado, y si llegamos a fracasar, es todo un pueblo también, toda una comunidad, la que necesita contener, apoyar, volver a lo justo y ayudar a elaborar, resignificar aun lo más inenarrable en un huerto interno donde junto a buenas experiencias y cariños, pueda el horror no sé si redimirse, pero sí al menos convertirse en energía de empuje, de acoplamiento a algo más conectado con el deseo de vivir. Llego a imaginármelo, enjuto y harapiento, esbozando una sonrisa humilde junto a otras presencias radiantes que habitan el espíritu. Presencias que le tienden una mano amiga al espanto, y lo obligan a transmutar junto a ellas, para seguir vivos, día tras día.
Dentro de cada uno y una: villages, pueblos enteros.
“It takes a village” para criar, para abusar, o para sanar. La referencia continúa siendo desde el universo fílmico en la canción compuesta por Lady Gaga para el documental “The hunting ground” (sobre la violencia sexual en campus universitarios). Ganó también un Oscar, la misma noche de Spotlight.
En la ceremonia, la performance de “Till it happens to you” fue rotunda: a media canción entra en escena un grupo de sobrevivientes de violación (video) que acompañan a la artista, ella, una sobreviviente también. Lo compartió el año 2014, pero no fue sino hasta ahora que la verdad se desplegó íntegra (aquí nota de prensa e Instagram de Lady Gaga).
Mientras escuchaba la canción, la señal del celular anunciaba la entrada de un mensaje tras otro desde Chile y EEUU: eran amigas, o ex pacientes, niñas y jóvenes que hoy son mujeres, hombres, sobrevivientes de incesto, abuso sexual y violación (en la niñez o adolescencia). Era como estar en mi living acompañada de todas esas presencias, dando gracias por haber sobrevivido, vivido, y porque fuera posible que una canción escuchada por millones, tendiera un puente no sólo entre sobrevivientes, sino con la emoción frente a una comunidad que acompaña.
Un “pueblo entero” capaz de amar, o dañar, y reparar. No es éste un proceso individual o que dependa sólo de terapeutas y/o familias de las víctimas: necesita de un colectivo donde ellas puedan volver a reconocer confianzas, pertenencias, conforme regresan a sus vidas.
“It takes a village, todo un pueblo…”, vuelvo a Chile y quiero encontrarlo pero me evade aterido entre ausencias de cuidado y la sensata desconfianza que esas traiciones provocan . Los resultados de la encuesta del Consejo para la Transparencia reportan que un 91% de las personas señala no confiar en la capacidad de los políticos para resolver problemas del país. Es desmoralizante, pero por otro lado si un 90 por ciento de personas reconoce sus vacíos de confianza, quizás ese reclamo y la añoranza que entraña, puede ser signo justamente de que no estamos tan desconectado o anestesiados frente al deseo de vivir mejor, aunque todavía busquemos el tono exacto de nuestra voz y nuestros actos de cambio.
“It takes a village…” también podría correr si se trata de una democracia, de un país. Se necesita de “todo un pueblo” para nutrirlo, acunarlo, para ayudarlo a convalecer y reponer bríos si está debilitado. Somos hijos de esta tierra pero también a ella podríamos cuidarla como una hija, un hijo. Ser padres, madres, cuidadores, es algo que muchos compartimos. Podemos ejercer esos roles desde diversos lugares, pero el deseo de bien, el amor por nuestros seres queridos, nuestras familias son un punto de intersección siempre disponible.
Quienes trabajamos vinculados a la infancia, cada día volvemos a aprender que el cuidado es incondicional y jamás ha importado ni se nos habría ocurrido preguntar si una niña o niño –o quienes les acompañan- provenía de una familia de X o Z religión, cultura, o partido político, y según eso desplegar nuestra entrega. La realizamos sin distinciones, sin condiciones, porque algo superior se dispone al cuidado, desde lo más profundo y con más firmeza de la que jamás imaginamos.
En los últimos diez años, en Chile, a pesar de nuestros procesos de duelo inacabados, hombres y mujeres de las más diversas avenidas, doy fe, han sido capaces de colaborar en pos del cuidado de la niñez y de la prevención de abusos sexuales. Personas que tienen hijos y no, solas y en pareja, familias hetero u homoparentales, creyentes, agnósticos, ateos, de todas edades, oficios, etnias y nacionalidades, todo movimiento y partido político, civiles y militares también, en fin, una diversidad de seres humanos que quizás en otros entornos no interactuarían y hasta se mirarían con reserva, pero que cuando se trata de ls niñez, simplemente han concurrido.
Si intentáramos hacerlo de igual forma con el país, ese país donde justamente habitan los hijos e hijas de todos…
Contamos con poderes que ya residen en nosotros, en las nuevas generaciones (no se trata sólo de edad, sino de formas de hacer, de abrazar el tiempo). Ahí el suelo y el horizonte.
Una esperanza mayor es que el amor y el derecho a cuidar son una constante en conversaciones sociales y demandas a la política pública. Los afectos son parte esencial de nuestras vidas y no da igual si estamos presentes o ausentes mientras crecen nuestros hijos, o si enferman nuestras parejas, o si debemos acompañar a madres, padres y abuelos en sus últimos momentos. Todos estos signos me hacen sentir que atestiguamos cambios importantes y que mayor es nuestra chance de fortalecernos desde el “juntos” del proverbio africano, esa “aldea, pueblo entero” que quiere escribir otra historia, una etapa distinta. Ya comenzamos a vivirla.