Divorcio y vacaciones (I)

“Odio el sofá. Ahí mis papás me dijeron que se divorciaban. Nunca más me sentaré sobre ese sofá”    Niño de 9 años.

“Ese silencio tiene un sonido real, el sonido de lo que ha desaparecido” Suzanne Finnamore.

Decir adiós debería ser un rito sagrado: en las palabras que acompañan; en el tono puesto por un alma capaz de ser generosa a pesar de su dolencia; en los gestos y la mímica de un cuerpo que antaño se dejó arrullar o incendiar por otro cuerpo del cual, por un tiempo que parecía sin fin, jamás pensamos que deberíamos despedirnos.

La forma en que llevamos un adiós habla de nosotros; cuenta quiénes somos y relata, también, esa historia de una familia que, en plena separación, necesitarán comenzar a integrar nuestros hijos y seres queridos. En el magma de cualquier proceso, el cuidado que no se detiene. El amor tampoco.

Muchos especialistas recomiendan, cuando es posible, materializar separaciones y divorcios en período de vacaciones, de años escolares ya terminados, e inclusive, en algunas familias donde el único hijo, o el menor se acercan a su graduación de la secundaria, la sugerencia es hacerlo después. Puede sonar contradictorio, la versión más cruel de un aguafiestas, pero conforme pasan los años reconozco sentido en estas recomendaciones pues se trata de dar tiempo de asimilar y comenzar a adaptarse –con toda la demanda de energía emocional que ello implica- a un cambio mayor para nuestros hijos, cualquiera sea su edad.

Pienso en períodos de fin de ciclo o de vacaciones, también, como un espacio para conversar, repasar historias. A veces un divorcio habrá ocurrido un año atrás, o diez, y conforme nuestros hijos crecen, también lo hacen sus preguntas, sus re-escrituras de la historia personal y familiar. En momentos de pausa, de mayor quietud (como el verano, por ejemplo) volverán sobre experiencias, explicaciones, resignificaciones de lo vivido. Y junto a ellos, nosotros.

Dejando fuera casos extremos, explicar las causas de un divorcio puede ser un buen ejercicio de elección entre versiones muy humanas, sobre personas y procesos; con  palabras que cuiden, que den aire, y tomen en cuenta edades y resiliencias de quienes las reciben.

Nunca será lo mismo decir de un ex marido o ex mujer que es un infiel a secas, que hablar de faltas mediadas, por ejemplo, por una crisis personal (o sencillamente porque a veces el amor es abrupto, irrumpe, y no queda más que postrarse). Tampoco será igual decir de una ex esposa o compañero que se volvieron agrios, fríos o descuidados (motivos que he escuchado en más de una ocasión), que reflexionar sobre personas que se diferencian al punto de la legítima pérdida de afinidades con quien era su pareja.

Es necesario recordar que cualquier cosa que digamos, no es sólo sobre un o una “ex”, sino sobre la madre o el padre de nuestros hijos. También, sobre nosotros mismos, que elegimos a esas personas alguna vez.

No hablo de mentir ni de azucarar el dolor de un divorcio; sólo de humanizarlo, exorcizándolo de demonios, villanos y otros estereotipos que deprecian lo vivido, y que pueden tener un impacto negativo sobre la identidad de nuestros hijos al no permitirles una percepción justa sobre su historia, tanto en relación a sus padres como en relación a sí mismos. Será distinto reconocerse como hijos de “victimarios” o “víctimas”, que de seres humanos, simplemente. Personas que, a veces, deben decir adiós.

Nadie comienza una relación o un matrimonio pensando en finales -si bien con los años he valorado el ejercicio de imaginar cómo el otro, o uno misma, podría actuar frente al embate de una separación-. Sin embargo, cuando la realidad ya no resuena con posibilidades de una vida común -por más que lo intentemos-, el adiós emerge desde el cuerpo casi como un llamado a la supervivencia. Una convocatoria que apenas admite apelación porque cada célula siente que no puede continuar -no, sin marchitarse gravemente- omitiendo la urgencia de cerrar un ciclo, de dejar a alguien ir, o de aceptar que ese alguien nos ha des-elegido. Muchas personas interpretan el conceder a esta urgencia, como una derrota. Pero es más bien un acto victorioso y honorable, de autocuidado (y auto amor también). De protección sobre la propia vida, y muchas veces, sobre las vidas de otros.

Admito que homenajes y gratitudes cuestan más cuando duelen hasta las vértebras y vemos sufrir a nuestros hijos (que frente al divorcio, a los 20 o 40 años todavía pueden llorar como si tuvieran cinco). Precisamente por ellos, es que el rito del adiós nos pide la mayor rectitud posible, o el mayor amor. Claro que puede ser difícil, pero no es imposible.

Se puede entregar un mensaje coherente, acordado por ambos miembros de la ex pareja (que en privado, siempre podrán decir “para tu abuela”, ojalá no, pero si es así, que sea entre dos). Y sabemos que una mayoría de madres y padres tendrá el deseo compartido de no levantar nuevas trincheras donde, en vez de sacos de arena y alambradas, sean nuestros hijos los que yazcan en medio del fuego cruzado. No hay pretexto -ni conseguir el pago de alimentos, zanjar una disputa por visitas, o hacer la vida imposible a la nueva pareja del o la ex- que excuse esta utilización que vulnera el cuidado.

Los hijos deben habitar un territorio protegido. Aunque el otro nos haya herido o se nos haya desdibujado; o aunque hayamos sido nosotros los causantes de la devastación y sintamos que por ello no tenemos derecho a pedir o proponer formas sensibles de ejecutar la despedida. En cualquier caso, somos responsables de al menos intentar separarnos desde nuestro amor de padres/madres que ése sí, aunque el de pareja haya muerto, sigue vivo por una eternidad.

Los grandes podemos llamarnos o escribirnos emails de desahogo (desgarrados o furibundos, y cada quien elegirá si los lee o responde), pero frente a los hijos debe primar un estándar de buen trato, de solvencia adulta y ética parental. No, no es “moralina”, sólo la proposición de una forma, un lente (y podrían ser otros), desde donde responder a estos dilemas. Ahí lo ético; y ahí el cuidado amoroso.

¿Esto cuida o no a mis hijos, cuánto?, ¿es por su bien, estoy pensando sólo en ellos? Una pregunta que sirve de compás, y aunque no siempre podamos responderla bien, al menos necesita estar presente. En lo personal (también lo he vivido), creo que esa pregunta ayuda a sincerar lo inconfesable, a despejar, o a medir o tasar intenciones: “esto es efectivamente 95% buscando el bien superior de mi hijo/a, pero también hay un 5% donde respira el desencanto o el rencor, mi condena del otro, el no hacerlo fácil, o alguna baja pasión”.

Se aprende el adiós; no viene en nuestro software. De niños, tal vez atestiguamos que muchas rupturas se asociaban a desgarros y estridencias: llantos, gritos, reproches, manipulaciones, violencias contenidas o desatadas. En la vida real y en televisión, los adioses carecían de decoro y misericordia; de asertividad, muy poco. Creo que algo se ha evolucionado en años recientes. Pero la gesta es gesta.

Cariño, ira, compasión, perplejidad, entendimiento, fantasías de revancha, solidaridades, se combinan y alternan en una suerte de patchwork algo arrebatado y desprolijo que, no obstante, nos pertenece. De su composición imperfecta, aprendemos: no para un próximo adiós (nunca tan pesimistas), sino para seguir íntegros, en la vida, habiéndonos calibrado mejor y entendido algo más sobre ese misterio gigante que es el amor, y el perdón. Al otro y a uno mismo, o a nuestra condición humana.

Si fuímos responsables de una separación -por nuestra decisión o nuestros yerros- más de un viaje haremos a ese inframundo sostenido por la culpa y los remordimientos. Si el divorcio nos cayó encima como un balde de ácido, igualmente nos preguntaremos ¿qué hice mal, qué dejé de hacer, qué hago ahora, inclusive, para revertir el naufragio? Cualquiera sea el lugar o las respuestas, se requiere de perdón para avanzar y, a veces, para aceptar que, más que faltas, había diferencias tan vastas entre quienes se querían que incluso, en pleno cariño, caminar juntos se volvió un esfuerzo de ciénaga.

Cometeremos errores, no cabe duda. Algunos menos si vamos con calma y observamos: qué nos pasa frente a cada tramo de experiencia; cómo actúa el otro; de qué forma podemos entre dos, humanizar un apocalipsis. A veces será piadoso callar o tomar notas antes de expresar un sentimiento que podría lesionar a más de alguien.

Servirá pedir al cuerpo espera: para negarse a actuar si no nos sentimos lo suficientemente sólidos como para hablar del otro, o tratarlo (desde las palabras) como querríamos que éste nos tratara. Si existe un margen para el reencuentro, no deberíamos llenarlo de escombros. Si este margen no existe, entonces hay que dejar ir; y ayudar a nuestros hijos –niños o adultos- a dejar ir también, con dulzura, sin mezquindades ni conflictos de lealtad, cuando un papá o mamá se autorice a una nueva oportunidad de hacer pareja, casarse o tener más hijos. El amor y la familia siguen siendo un regalo, en cualquier etapa y edad.

El divorcio no dejará de ser cirugía mayor. Una sábana, la juguera o un frasco de perfume, en ciertos momentos, podrían desencadenar ese sangramiento invisible y tenaz que ni el médico más competente será capaz de detener. Pero en este cobrar vida, los habitantes silenciosos del hogar podrían también verse con ternura, o aprecio: como símbolos de esmeros y momentos valiosos en el afecto, a los que ahora se deja ir como  lamparitas chinas que navegan los ríos en año nuevo.

Todavía quedan días de sol y verano por agotar. Puede que los niños hayan partido contentos con tíos o abuelos, mientras alguna pareja de padres/madres reorganiza objetos y residencias para un nuevo ciclo. Por un tiempo, el duelo del divorcio transcurrirá inefable bajo las vendas que proveen rutinas y vínculos, o sin protección, con la herida expuesta. Lo esperanzador con las heridas es que, a pesar de doler y supurar con una brisa o un grano de polen, dejan entrar la luz. Luz que podría quedar cautiva, a permanencia, bajo nuestras cicatrices.

(Gracias archivo ElPostCL, 2010)