Cuestión de fe, cuestión de vida (relación ética adultos-niños)

1. Una historia real.

– Estoy convencido de que el padre xxxx jamás tuvo una conducta impropia. Cuántos retiros compartimos en la playa y nunca vi algo extraño. Imposible que haya abusado de nadie.
– ¿Y cómo era la vida en la casa de retiros?
– ¿De qué estás hablando?
– Por ejemplo, la hora de acostarse o levantarse, el uso del baño…
– Todo tranquilo. Jamás vi algo raro.
– ¿El padre xxxx se paseaba en pijama, ropa interior o con la toalla en la cintura al salir del baño?
– ..sí… pero nosotros también nos paseábamos así.
– ¿Qué edad tenían ustedes?
– Once años.
– ¿y el padre xxxx?
(Silencio)
– Tu hijo tiene 11. ¿Estaría ok si el sacerdote a cargo de un retiro se pasea en calzoncillos? ¿O un jefe/a scout, o un profesor?
– (silencio)…. Quiero pensar que es parecido a andar en traje de baño
– Parecido. Pero NO igual.
(Silencio mayor)

2.

Esta fue una conversación que sostuvimos con un amigo de mi generación hace no mucho tiempo. No era la intención desmoralizarlo pero sí compartir preguntas en voz alta; reflexionar, juntos, sobre el cuidado.

Los límites de lo privado, lo público, lo íntimo, si no les dedicamos atención, no se dan por generación espontánea, ni son tan sencillos de dibujar, proteger o defender y uso esta palabra – “defender”- con la mayor carga de intención en un país donde un niño o niña es abusad@ cada 33 minutos (según datos de Ministerio Público).

Vamos a algo más cotidiano: el saludo de beso al que muchos niños son obligados, en pos de una supuesta cordialidad que debería pasar por decir buenos días/tardes/noches, por favor y gracias, pero que no tiene nada que ver con el número de besos o de personas besadas por día, por mandato, más encima. Llevamos años y todavía hay que explicar este estándar de respeto una y otra y otra vez. Pero a cualquier edad, no siempre es bien recibida la franqueza de un NO ni éste nos es tan fácil de expresar: “Puedo hacer esto que me pides, pero no lo haré, declino” (sin más excusas o argumentos),  o bien “no voy a hablar de esto porque es personal (no “secreto”, “confidencial” o “de alta seguridad”: sólo “personal”), y una aclaración más sensible, pero necesaria: “no somos amigos (ni ‘amiguis’), somos conocidos y está bien. La amistad toma tiempo, y experiencias que no hemos compartido todavía”. No es fácil, queremos ser precisos y también sensibles; un equilibrio que las más de las veces lleva esmero.

No se trata de ser quisquillosos, caprichosos, hoscos, desconfiados, extremistas, antisociales, “enrollados” (y hay otro término vulgar muy usado en Chile) o sólo “fríos”, una calificación casi automática y muy recurrente cuando se trata de cuestionar –y en realidad, invalidar- el derecho a poner límites ejercido por otras personas, sean niños o adultos. Se trata de respeto, de cuidado mutuo, de reconocernos dignidad y al menos la libertad, si otras son más escasas, de trazar preferencias en cómo nos relacionamos y cómo expresamos nuestra cercanía con otros. En relación a los niños, este respeto es vital para su construcción como personas, y puede además hacer toda la diferencia en materia de prevención de abusos.

Reflexioné mucho sobre esto en “Agua Fresca en los espejos” (abuso sexual infantil y resiliencia) a propósito de confusiones que me acompañaron gran parte de mi niñez y vida adulta y que sólo viene a dilucidar lejos de mi país, en mi segundo hogar (EEUU), donde los “sí” y los “no”, para mi sorpresa, la mayor parte del tiempo (no la menor, y por cierto hay excepciones espantosas como en todo lugar del mundo) eran igualmente aceptables, valiosos y tenían un solo significado, inequívoco, sin necesidad de segundas lecturas y sin derecho a interpretaciones antojadizas.

La mejor sorpresa, fue que los niños no fueran obligados a aceptar que los tocaran adultos (palmadas, pellizcos “tiernos”, cosquillas, nada), y que los padres y madres explicitaban esa expectativa si no era respetada. Una mayoría de adultos, además, adhería a términos muy precisos de relación física, emocional y social con los más pequeños y jóvenes. Y no: no estaban excluidos el cariño y la sensibilidad en estas interacciones.

Aprecio, afecto, uno siente por los niños, y por sus alumnos, específicamente, y éste puede expresarse de distintas maneras (hay decenas de ellas que no involucran contacto físico). También apertura al diálogo y confianza, siempre de la mano del respeto, en hogares y escuelas, y todo lugar. Por eso las preguntas a mi amigo. Porque, como a muchos de quienes leen, no se me habría ocurrido jamás, como psicóloga o profesora (ni como mamá, en mi casa), pasearme en paños menores delante de niños o adolescentes, alumnos, o compañeros de mis hijas. ¿Cómo un sacerdote podía perderse tanto? Mi amigo, recordaría que, de niño y adolescente, nadie fue muy exacto en relación a qué esperar de los adultos. Es muy cierto.

Mi amigo de la historia iba con sus pares, fuera de Santiago, de campamento con el sacerdote. Sus padres no les hacían mayores recomendaciones excepto “portarse bien”, “hacer caso”, “no hacer travesuras”. Dependían totalmente del sacerdote, estaban bajo su responsabilidad (o a merced suya, también). Y no, no abusó de mi amigo, pero su estilo de interacción sí era inapropiado y de contornos difusos: muy “amistoso”, “juvenil”, “siempre con muestras de afecto”, “más relajado que nuestras familias”, “como un hermano mayor, un papá buena onda”. El problema es que él no era nada de eso: era un sacerdote adulto, una figura de autoridad, y también un cuidador. Años después se conocerían las denuncias por su conducta impropia y abusos sexuales a adolescentes y adultos jóvenes.

De entre esas denuncias, espacios como la cama fueron mencionados como un lugar de “acercamiento”, o invasión deberíamos decir. ¿Qué motivo podría, seriamente, justificar que un sacerdote llegara a tenderse o a dormir en la cama de muchachos bajo su responsabilidad, o entrara a lavarse los dientes en el momento en que estos tomaban una ducha? Sólo veo la imposición de una intimidad que no debió ser.

No será igual ni comparable, ir a la playa con el sacerdote o profesor en traje de baño, y compartir una cabaña con el mismo señor en calzoncillos (o sostén y calzones si hubiese sido una profesora) o bien, semi desnudo con una toalla a la cintura. Estas prendas son marcadores diferentes, y sólo con verlas en un armario, evocamos imágenes de actividades o espacios públicos, y otros privados –donde nos vestimos, desvestimos-; distintos unos de otros. ¿Qué le “dice” a un niño o niña, ver a su maestr@ en shorts en el contexto de un paseo? Poco y nada. ¿Qué puede comunicar la imagen de los mismos adultos/as en ropa interior, ligera o desnudos?, ¿qué límites se trasgreden, cuáles confianzas, o bien, qué expectativas imprecisas o incorrectas de cercanía pueden quedar en el aire? No es ya tan categórico el “poco y nada”.

El espacio público y el espacio privado no deberían suscitar confusiones. Sin embargo, éstas se dan inclusive entre adultos. Y para los niños puede ser mucho más difícil establecer precisiones.

3.

Fue inevitable recordar la historia de mi amigo con la cual comienzo este posteo, el día del estreno de “El Bosque de Karadima” –y gracias a Matías Lira porque un film así se haya realizado en nuestro país-.

Ése fue un día duro. Nunca es fácil enfrentar libros o películas que tratan sobre tragedias como el abuso sexual para quienes lo hemos vivido, en cualquier entorno. Es casi inevitable que el cuerpo en algo resuene, y recuerde.

Quizás lo más duro de todo, ante una película como la que se estrenaba, era conectarse con lo que han vivido y sentido niños, jóvenes, personas a quienes queremos. Ese día, pensaba en James Hamilton, en Juan Carlos Cruz y en tantos otros seres humanos que se vieron atrapados en relaciones abusivas largas y devastadoras con sacerdotes, “mentores espirituales”, o con religiosas, y no sólo de la Iglesia católica, sino de cualquier religión (y ninguna, ni siquiera el budismo, se exime de denuncias).

En la Iglesia Católica, los sacerdotes se hacen llamar “padres”, las religiosas “madres” o “hermanas” (y ya basta, más aún si la historia de abusos continúa escribiéndose). Esto es una imprecisión riesgosa que no debemos avalar más: NO SON padres ni madres, no de esos niños (y de nadie, en general, excepto quienes hubiesen tomado los votos después de enviudar y tener hijos. Ignoro si existen casos así). Más aún, desde la fe, estas personas, hombres y mujeres, son casi la encarnación divina sobre la tierra. ¿Qué estatura pueden llegar a tener para un niño o niña? ¿Cuánto poder?

Recuerdo de mi infancia, aún vinculada a la Iglesia –debido a mi familia-, lo que representaba el “padre” Larraín para todos los vecinos del barrio. Era un líder, y un buen hombre, y no obstante, ignorábamos si era posible pedir su ayuda o intercesión ante daños en nuestras familias, o viceversa. No sabíamos si podía o debía ser alguien habilitado para cuidar. Y más allá de doctores y enfermeras, bomberos y carabineros, no nos hablaban mucho de “cuidadores”. Tampoco del cuidado, en realidad.

Recuerdo mi propio rito de confesión, antes de la primera comunión. Éramos citados a una cierta hora, esperábamos en la oficina parroquial, y ahí nos iba a buscar el sacerdote para ir a otro edificio, tras la Iglesia, donde había un pequeño confesionario que a él le quedaba estrecho: se veían sus pies, rodillas, manos, y en cualquier momento podía asomar la cabeza, para preguntarnos algo (y hasta para sentirse menos claustrofóbico, ahora que lo pienso). Las citaciones eran cada dos horas. Nadie nos acompañaba, nadie interrumpía, no había nadie cerca. El sacerdote podría haber hecho lo que hubiese querido con nosotros (no fue así, menos mal), y lo habría protegido el peso de su figura de autoridad, su ser “padre”, y el secretismo que marcaba la confesión. Tanto era así, que al salir y regresar a la oficina, cuando tratábamos de comentar algo a nuestra profesora de catecismo -cómo nos sentimos, una característica del lugar, o cuántos rezos nos habían dado como penitencia- ella nos decía “esto es entre ustedes y Dios”.

4.

Para los cachorros humanos, el riesgo jamás debería estar asociado a alguien a quien se ama, de quien se depende y en quien se confía sin condiciones, y en realidad, casi sin más alternativa.

La vida de cada niñ@ que nace depende de cuidadores adultos, y una necesidad central para la supervivencia es llegar a distinguir entre quienes cuidan, y quienes no. Éstas son distinciones imprescindibles para todo ser vivo que puede enfrentar algún peligro.

El “acierto” en reconocer a los “grandes” que protegen, alimentan, cobijan, aumenta la posibilidad de seguir vivos. El “error” o la confusión –imaginemos a un patito siguiendo a una mamá zorra o murciélago- puede costar demoras importantes, carencias, sufrimientos que pudieron ser evitables, o la propia vida.

Una película hermosa, basada en una historia real (Fly Away Home, aquí, ver clip), cuenta la historia de una niña y unos gansos que al nacer, la reconocen como “mamá”. El “error”, enternecedor, de todos modos necesitará enmienda: los pequeños, para sobrevivir como gansos, deben aprender a volar y migrar como todos los de su especie.

Quienes cuidan, lo hacen para dar alas a las generaciones más jóvenes en el cuidado de sus propias vidas, cuando terminen de crecer.

Maravillosamente, en las relaciones de apego seguro, de vínculos y límites claros, de afectos y lenguajes precisos entre adultos y cachorros (la ternura, el amor), se da que los más pequeños pueden confiar en nuestra protección y presencia: saben que si sienten hambre o sed, serán saciadas; que si sienten soledad o temor, serán acunados y consolados; y si alzan la vista, nos encontrarán, mientras ellos aprenden a caminar, hablar, trepar, etc.

Inclusive antes de las palabras, los más pequeños aprenden a tenernos fe, confianza: cada vez que sus llantos, gorjeos, y todo sonido, opera como “llamado” y señal para quienes los cuidamos. Ellos reconocen nuestras voces también (poco a poco timbres distintos, inflexiones, tonalidades), y al llegar las palabras, otro paisaje de confianzas se expande: lo que decimos, nuestros niños lo escuchan, lo atesoran, nos creen.

Tanto nos creen, que pese a no saber nada –porque TODO es nuevo al llegar a la vida y durante muchos años-, nuestros hij@s comerán lo que les demos (sin temer intoxicaciones), cruzarán la calle tomados de nuestras manos (confiando en que esas moles que son autos y microbuses para ellos, no representan peligro) o aceptarán que deleguemos su cuidado en completos extraños como, por ejemplo, el o la pediatra que los examina o con docentes de párvulos en jardines infantiles, y profesores de básica, al comenzar la escuela.

Nos creen, también, completamente,  –y esto es de la mayor delicadeza- si decimos de alguien que “no es bueno” ni confiable, o aunque no lo digamos, percibirán nuestra emoción al respecto de esa persona y se guiarán por esa señal.

Si nuestras palabras y gestos reflejan malestar ante la fotografía o presencia de alguien merecedor de desconfianza, qué bien. Pero es preciso poner atención, especialmente en casos de separación entre parejas de padres/madres (y me refiero a toda la diversidad de familias posible), en el cómo nos vinculamos con esa experiencia de ruptura y distancia, y en el cómo nos referimos a ex-parejas que jamás serán ex-padres ni ex-madres.

Nuestras palabras, emociones, aprensiones, los niños las reciben con un valor de verdad absoluta, por mucho tiempo. Es nuestra responsabilidad ser muy precisos y cuidadosos con esas “verdades”.

5.

Niños y niñas aprenden de nosotros. Nos miran sin saber sus ojos cuántos millones de haces de luz e imágenes nuestras quedarán registradas en lo más profundo de sus seres: como una suerte de batería o nube de la cual saltan diminutos relámpagos que ponen en acción conductas, movimientos, gestos, elecciones, emociones. Ahí estamos nosotros, grabados para bien o para mal, sean o no conscientes nuestros hijos de nuestras huellas.

Una chiquita que sufrió maltrato físico de su padre a los meses de nacida (luego nunca más), siempre se preguntaba mientras crecía, por qué sentía tanto miedo si “él nunca me ha hecho nada; nunca me ha pegado”. Otro pequeño se fascinaba con el olor a lavanda, y era capaz de percibirlo a distancia, toda su niñez. Era la flor favorita de una abuela a quien no recordaba pues falleció cuando él tenía apenas un año de edad, pero con la que pasaba casi todas sus tardes.

Nosotros mismos, en la adultez, ¿cuántas veces nos detenemos sorprendidos al sentir que estamos diciendo algo de una forma o en un cierto tono que no nos pertenece, pero que luego recordamos sí era característico de uno de nuestros padres, abuelos, o maestros?

Hay “lecciones” que conservamos a consciencia, con plena memoria, y con gratitud o rechazo según nos hayan sido de utilidad o nos hayan restringido y hecho sufrir. Cientos más, sólo se abrieron paso en nosotros: psiquis, sangre, órganos, neuronas, alquimias, y ahí quedaron, para fortalecer nuestras vidas, o para dejarnos ir, casi sin darnos cuenta (o sin sentirnos capaces de evitarlo) en direcciones dolorosas. A cualquier edad.

No basta llegar a la adultez para borrar o debilitar un registro grabado a nivel profundo, en nuestro sistema nervioso, en toda nuestra biología.

Sin mucha empatía ni conocimiento, habrá siempre personas que cuestionan y juzgan a las víctimas: “pero si tenía 17, o 30 años”, “¿cómo no iba a darse cuenta de que estaba mal, metiéndose en la boca del lobo?”. Ésos son argumentos inservibles para un organismo que ha vivido relaciones abusivas y perversas de larga duración (y esta reflexión da para otro posteo). El horror tiene otra dinámica, otro tejido, otras células inclusive, y una memoria que se impone, desde evocaciones traumáticas, o mecanismos para apaciguar angustias indecibles. Desde aquí es posible explicar el que muchas víctimas hasta se movilicen en dirección del abuso, del abusador, o de situaciones que puedan replicar la trasgresión, porque para el organismo eso es menos devastador que la “espera” aterrada del próximo daño que ya “sabe” ocurrirá, como ha ocurrido muchas veces, pero sin un “cuándo” exacto.

6.

La confianza de los niños en el cuidado y en distintos cuidadores, se cruza con su supervivencia, su integridad. ¿Y nosotros los adultos? No existimos separados del cuidado y también vale preguntarse dónde ponemos nuestra confianza, nuestra fe; en quiénes; por qué. Dónde, los límites. Dónde, nuestro consentimiento.

Me parecen preguntas de la mayor importancia: dan cuenta de nuestra responsabilidad en el examen de espacios seguros, y también de flancos expuestos y vulnerables. ¿Cómo podríamos enseñar a nuestros niños de cuidado y autocuidado, si vamos a tientas o nos dejamos tratar mal, abusar, robar, engañar una y otra vez, por personas cercanas, o por el propio Estado?¿Cómo podríamos proteger a los más pequeños, si no nos cuidamos nosotros?

Aunque trate de separarlo, no concibo el deseo de prevenir o reprochar abusos infantiles, sin el compromiso y la disposición a cuestionar nuestras propias relaciones, contextos, convivencia, qué nos pasa con el poder, las instituciones. Nuestras conductas pueden alimentar o restar fuerza a posibles abusos; todo importa, nuestros sometimientos y rebeliones, la memoria y la ceguera que quizás nos habitan o nos ahogan, y tantas preguntas.  Aun a riesgo de soledades y rupturas, no se puede renunciar a ellas. No quiero. Es una cuestión de vida.