Cuerpo, cuidado y comunidad

Digna rosa es el nombre de una población en la comuna de Cerro Navia en Santiago. Su nombre, inevitable, evoca a la flor del Principito. Al partir, un ramo de rosas de regalo que me acompaña, ahora, mientras escribo.

Nos reunimos cerca de cien personas: padres, madres, abuelos, y docentes prescolares. En día sábado, se valora especialmente la voluntad de querer reunirse –sin mirar relojes, con plena atención- para conversar sobre la ética del cuidado como una fuente de protección y empoderamiento para nuestros niños (desde el día que nacen), y también como un marco efectivo desde el cual materializar la prevención del abuso sexual infantil (o responder en procesos de detección, intervención y reparación del mismo).

Debo este regalo a un pequeño jardín infantil, con una historia inmensa de veinte años de relación con la comunidad. “Tricahue” es un proyecto educativo Montessori que además tuvo la generosidad de convocar a monitores y educadores de otros proyectos y poblaciones.

En general, admito mi preferencia de encuentros especialmente dedicados a familias, y otros, diferenciados, para educadores (sobre todo para promover la confianza de preguntas que más de una vez los pa/madres no harán en presencia de l@s profesores de sus hijos). Pero aquí, la combinación de voces resultó un trino.

Las proposiciones de la ética del cuidado, acompañadas de “Mi cuerpo es un regalo” no sólo fueron hilándose para relevar la protección amorosa y maravillada de las vidas de los niños y niñas (sus cuerpos, mentes, su emocionar), desde el círculo adulto que contiene y nutre.

Asimismo, tendimos un puente entre toda vida humana –de cualquier edad-, su “hogar primario” en el cuerpo, y los vínculos con el mundo. El cuerpo propio y el cuerpo de la comunidad, inseparables en la vida de toda persona, pequeña o grande.

Habitamos un barrio, territorio, un país: nos afecta, para bien o para mal, lo que ahí ocurre. Influye en nuestra salud (pensemos en el aire que respiramos todos, solamente), bienestar, oportunidades, calidad de vida, proyectos de vida, felicidad.

No somos indiferentes ni inmunes a nuestro hábitat. Si el sistema educacional se deteriora (y mengua la imaginación de los niños y niñas), a todos nos impacta. Si hay una crisis económica en nuestro país (o en el continente, o el mundo), lo mismo. En relación al cuidado, la comunidad también tiene un peso determinante.

La comunidad no sólo cuida directamente, sino que nos contiene o debilita en nuestras formas de cuidar: si hablamos a nuestros niños de su derecho a la salud y no es posible acceder a atención oportuna y de calidad en cualquier hospital, se produce una brecha.

Si las plazas están abandonadas y sucias, si el aire está contaminado, si el transporte funciona mal y no podemos llegar a horas humanas y razonables para acompañar a nuestros hijos, o verlos antes de dormir: más honda la brecha.

Si como pa/madres elegimos una crianza respetuosa y bien tratante, y en nuestros entornos se validan los gritos o golpes a los niños junto a su obediencia ciega (y nadie intercede en defensa de un niño), es muy posible que nos cuestionen continuamente, y por más seguridad que tengamos en nuestras elecciones, se volverá un esfuerzo o una lucha (y una soledad, más de una vez), a lo menos dar explicaciones constantemente acerca de nuestra ética para cuidar. Eso sucede más o menos de modo frecuente con el tema de los saludos en nuestro país, y de modo transversal.

La cordialidad, esencial para la convivencia, no está en cuestionamiento. Pero podemos enseñar a nuestros niños a decir por favor, gracias, y especialmente buenos días/tardes/noches, sin que ello implique obligatoriedad en dar besos a medio mundo, indiscriminadamente. Hay otras formas de saludar. Es más: hasta pueden inventarse unas nuevas. Los adolescentes lo hacen todo el tiempo. He visto a niños chiquitos, con espacio y pausa promovidos por sus ma/padres, hacer lo mismo.

Los niños aprenden a caminar, hablar, leer, poco a poco. Lo mismo ocurre con sus formas de expresar simpatía, afinidad, o cariño por alguien; en establecer sus límites de cercanía o distancia física. Necesitan tiempo para conocer, reconocer y establecer sus preferencias. Y aún así, habrá días en que se sientan menos inclinados inclusive a ser muy demostrativos con nosotros, sus papás y mamás.

Qué forma de empoderarlos: si pueden decirnos “después”, “no ahora”, o “no” a quienes más los amamos y respetamos, podrán sentirse con mayor confianza para poner sus límites en otros entornos, con otras personas. Cuando no estemos cerca nosotr@s (y no podemos, es una realidad, estar 24/7 por 18 años).

Ahora, ¿cómo se vive esto en nuestra realidad? Nos falta. Uno suele escuchar a los adultos destacar a los niños “buenos”, “qué amor, se da con todo el mundo como si los conociera de siempre, y es la primera vez!”, “qué amable, qué servicial, qué bien-enseñado”. No da para loas.

La respuesta saludable es justamente la que es más injustamente evaluada: “hosco”, “tímid@”, “poco sociable”, escucho a decir a algunos adultos de niños y niñas que no quieren besar, o que se repliegan y se apegan a su papá o mamá (o abuelos), cuando un desconocido intenta un acercamiento sea para darles un beso, tocarles el pelo o apretarles las mejillas (¿qué sentiríamos nosotros de adultos, si alguien nos pellizca de la nada?).

Observemos si hay quiénes preguntan a los niños y niñas ¿cómo puedo saludarte, o de qué manera?, o sencillamente imponen un beso o abrazo. Pongamos atención si los adultos miran con reproche a nuestros hijos e hijas cuando no saludan como ellos esperan, o si son comprensivos, los felicitan, y junto a l@s pequeñ@s, a sus  mamás y papás: “qué bien que su hij@ cuide sus límites”, y no sólo ante personas desconocidas, sino conocidas también. Cuánto bien nos haría esa empatía y solidaridad.

Es difícil resumirlo todo, pero la jornada fue de diálogos sinceros, extraordinariamente abiertos y agudos al reflexionar sobre la diversidad y riqueza del cuerpo humano, y lo determinantes que somos los adultos en la clase de relación e interacciones físicas que establecemos con los niños, tanto como en torno a las dificultades y reservas (también miedos) que despiertan cuando se trata de la educación en afectividad/sexualidad de nuestros hijos e hijas, y a las emociones que nos acompañan cuando apenas imaginamos la posibilidad de un abuso, y más aún, cuando debemos enfrentarlo como una realidad.

Interacción física, besos en la boca, compartir las camas o no, la desnudez propia y de nuestros niños (y nuestra propia relación con la sexualidad y corporalidad de nuestra etapa adulta); los delicados equilibrios a preservar y promover en la enseñanza de derechos, preferencias y límites (junto a la pausada y progresiva adquisición de un sentido de responsabilidad), lo que es frecuente y no en los juegos sexuales de los más pequeños; las explicitaciones que necesitamos hacer, aun cuando jueguen en contra de nosotros mismos (poder decir y practicar el NO, saber que no siempre la verdad de los adultos es absoluta; no se debe “hacer caso” ciegamente a todos los adultos, entre otras), la fina e indispensable urdimbre de la privacidad (germen de la intimidad), la vitalidad y las aprensiones ante el deseo, la vitalidad, el entusiasmo de vivir que podemos alentar -¿podemos o no?- cuando más de una adversidad es parte de nuestra vida cotidiana.

Durante todo el taller habitamos el doble tiempo en que se mueven las vidas de los niños: lo que hacemos a los 3 meses de vida, el primer año, o los cuatro de edad, cómo afecta la salud y bienestar de un pequeño ahora, y cómo se proyecta hacia los 10, 13, 16 y mucho más allá.

Nuestro amor y cuidado tienen un poder atómico, de magma, génesis infinita.

¿De qué manera convive nuestro amor y nuestras ganas de que nuestros hijos tengan las mejores vidas posibles, con nuestro temor ante frustraciones o sufrimientos que podrían actuar como impedimentos, y muy reales? Las preguntas compartidas son de una resonancia inconmensurable para la vida de cada niño y niña, de sus familias, y de toda una comunidad.

No es separable un amor de otro, una plétora de otra. (Si lo entendieran nuestras autoridades, si sintieran un enorme amor por sí mism@s (no vanidad), el país, o por su esfera de trabajo –amar la política por ella, no por la gallina de los huevos de oro-, cuán beneficiados nos veríamos como comunidad). Tampoco son separables del todo, distintos abusos.

El abuso sexual converge en la columna dolorida de muchos otros abusos. Una columna que es imprescindible poder reconocer para poder cuidar, autocuidarse. Hay criterios muy específicos para orientar acciones de prevención, y habilitarnos en la detección y respuesta ante el abuso sexual, junto a caminos que todos podemos recorrer junto a niños y niñas, durante su reparación.

Aun corriendo el riesgo de ser majadera: la reparación NO depende solamente de terapeutas, el niño, y su familia. La reparación es colectiva: ocurre en aulas, escuelas, en el sistema de justicia (durante procesos de investigación y juicio ante denuncias por ASI), y en todo lugar donde un niño o niña que ha sido víctima, puede encontrar posibilidades de protección, hospitalidad, confianza, contención, apoyo, reconocimiento, aliento, encuentro con sus pares, juegos, alegría.

Si por cada niñ@ que devela ASI, otros 5 a 7 permanecerán en silencio y no sabremos ¿cuántos niños con quienes interactuamos cada día podrían beneficiarse de nuestro cuidado, nuestra actitud respetuosa, nuestra alegría en el trato?

Pero adicionalmente a las herramientas propias que se comparten en un taller en torno al ASI, hay otras y muy poderosas que actúan como factores protectores y de prevención, y todas ellas provienen del cuidado ético:

Los derechos, la concepción de lo justo que ellos entrañan, lo que sabemos “está bien”(y no se trata de morales específicas: sabemos que el hambre no está bien, que la violencia, sólo mencionar dos ejemplos que nos son prístinos, no importa la historia o ancho de pupila de nuestros ojos), o el valor de todo lo vivo sobre la tierra (y en el espacio, no sabemos cuánto aún): éstas son formas perdurables y profundas de promover el autocuidado y el cuidado mutuo en los niños y las comunidades, yo lo creo así (y es sólo mi experiencia, no tiene por qué ser así para todos). Mucho más portentosas, que la sola insistencia sobre el espanto, males y tragedias –que no están bajo nuestro control- que se vinculan al vivir (y todos a una cierta edad, ya sabemos bastante de esto), o a un determinado entorno o momento de la historia.

Desde la luz se perciben más, muchos más matices de luz y también de sombra; no así desde la oscuridad: desde ahí, la luz puede encandilar, y hasta doler, pero es menor o casi inexistente la fineza para distinguir brumas y negruras, sus gradaciones.

Desde la luz, más importante aún, es posible observar y sentir gratitud, merecimiento, por igual para todo ser humano, de una vida buena, cuidada, abundante. Desde la magnitud de lo vivo y su riqueza, la exactitud para percibir desviaciones se agudiza y fortalece, y asimismo, la energía para desacatar escaseces y obstáculos, con todo amor.

Una educación con el centro en la maravilla y la plétora, en la imaginación, la reflexión, las preguntas, el discernimiento (un poquito más cada año mientras crecen nuestros niños) no sólo apunta a cielos altos, sino que además atenta, en realidad, contra la supervivencia de un sistema incompatible con el cuidado y respeto por toda vida, e incompatible también con el amor (y sólo observemos las exigencias de las cadenas productivas y su indolencia general –son escasas excepciones- para con nuestras necesidades de cuidar a nuestros niños, ancianos, parejas, cuando más nos necesitan).

Me quedo pensando, una y mil veces, qué entendemos por humanidad, una vida buena, y qué entendemos por obediencia, subordinación, complacencia, sumisión. ¿Por qué esas palabras las siento rondar tan cerca, en tanto lugar? Se habla de disciplina, normas, sanciones, y en el subtexto me cuesta encontrar afecto, comprensión, paciencia, respeto sobre todo. Igual respeto para todos: grandes y chicos, seres humanos iguales.

Mientras criamos, los papás y mamás estamos moviendo pequeñas piezas de ajedrez en nuestro corazón, casi todos los días. Las inquietudes no cesan: “lo estaré haciendo bien o mal”, “cuánto es poco, o demasiado, cuál es el equilibrio”, “si le hablo de ser feliz quizás se vuelve un irresponsable o hedonista, pero si no le hablo, escondo el agua para un sed sana y justa”, “si le doy alas, por ahí se estrella o se quema vivo como Icaro, pero si no se las doy, por ahí la desesperanza torna las venas de mi hijo o hija, en ramitas secas”. Uf.

Puede que no tenga ningún fundamento, no más allá de mi propia experiencia de vida, pero dar me parece tanto más sencillo y coherente que no-dar; tanto más natural y delicioso seguir el instinto del amor por nuestros hijos, que objetarlo, resistirlo, cercarlo.

La vida se mueve hacia adelante, todo el tiempo: nos herimos y cicatrizamos, nos quedamos en cama resfriados y ya pronto queremos estar en pie, sentimos hambre, sed, o ganas de caminar, bailar, acariciar, de buscar calor o sombra fresca, y allá vamos. El movimiento es hacia el vivir, el bienestar, no hacia sus opuestos.

Podríamos quizás, mirando a la vida, otros seres (los mamíferos: increíble) , perder un poco de temor, confiar un poco más y atrevernos a transmitir a nuestros niños que ellos, sus existencias y su dignidad como personas son un tesoro y no menos. Sin dejar de lado la honestidad de advertirles, o contarles (y nuestra experiencia tiene mucho valor para la nueva generación, así lo señalan en uno y otro estudio) que más de una vez no podrán ejercer su albedrío pleno pero sigue siendo una fortaleza poder reconocer “lo que no está bien”, lo que no les hace bien, y escuchar esa voz interna seguriza infinitamente más que no escucharla. Por ejemplo, ante abusos, o malos tratos.

Quizás en más de una ocasión nuestros hijos no podrán  objetar o desacatar la instrucción de una autoridad (con la que ellos disientan, o a quien encuentren injusta), o responder a una ofensa, y pienso en la adultez, en situaciones de hiperdependencia de un trabajo, cuando no es posible llegar y decir “renuncio” porque hay una familia que depende de nuestro ingreso.

Pero sentir el eco interior de “esto no es justo, puedo equivocarme pero el buen trato no es renunciable, y sólo por cuidarme a mí, a mis hijos, mi pareja, me lo voy a bancar por esta vez, o por este tiempo. A futuro espero tener mucha más libertad”, es una asertividad que aunque sea sólo íntima, no pierde su consistencia como pilar de dignidad, ni su energía para ser declarada en voz alta en muchas otras oportunidades y contextos.

En distintos volúmenes, en distintas formas –con palabras, con emoción, desde el cuerpo- el punto es poder contar con una voz propia. Reconocerla y encariñarnos con ella en la niñez, para que se quede con nosotros la vida entera ojalá.

La riqueza del taller y conversatorio de hoy  se suma a gratitudes por innumerables encuentros en que he tenido la fortuna de participar. Lo que aprendí quizás podré recién ordenarlo y ser capaz de ponerlo en palabras en unas semanas, o quizás meses, pero sí tengo claro que casi cien personas terminamos la jornada compartiendo la sensación de que  “Yo te quiero, yo te cuido” es lo que querríamos escucharan nuestros niños de nosotros –en actos y palabras- durante todo el tiempo de su infancia y juventud, para en algún momento, firme y claro, reconocer nosotros en sus voces un “YO me quiero, YO me cuido”. Ese amor, indispensable y pilar de todos los demás.


Fotografía del título: Buganvilias, Población Digna Rosa, Cerro Navia.