Creo que tú y yo lo hacemos bien

Hay una antigua canción de Rod Stewart llamada “Have I told you lately that I love you?”. Personalmente, no me gusta mucho ni Rod Stewart ni la canción, pero el mensaje -¿te he dicho últimamente que te amo?- me toma desde los huesos siempre igual, cada vez de escucharlo o recordarlo.

En el jardín infantil de mi hija mayor, cuando tenía menos de dos años (hoy tiene veintidós) murió un compañero suyo de leucemia. Los apoderados supimos del diagnóstico terminal apenas les fue entregado sus padres. Ellos tenían la tarea titánica de decidir cómo pasaría su hijo los 6 meses de vida que le quedaban. Actos que sólo el amor es capaz de explicar, optaron como familia por no encerrarse en la casa a exprimir cada último segundo de su chiquito –mi primer instinto cuando conocí del caso y me puse en el lugar de esos padres-, sino permitirle hacer la vida más normal y feliz posible, mientras pudiera.

Así fue que su hijo asistió al jardín y jugó y pintó hasta que no tuvo más fuerzas. A mí se me hacía agua el corazón sintiendo cómo esta llamita de niño iba cediendo a una muerte que llegó como tornado, sin dejar tiempo para sonar alarmas ni buscar refugio. En medio de la ventolera tristísima, fui aprendiendo sobre una clase de amor que a mis escasos veintiún años apenas echaba sus primeros brotes en mí: el dejar al otro ser y que importe tanto-tanto su felicidad que aunque ésta no sea a nuestro lado, igual nos deja regocijados y serenos. El desapego en el más budista de los sentidos –como acto de compasión; no de indolencia-, el respeto por otra vida en sus términos y el amor como acto de honor, eran descubrimientos que yo todavía debería esforzarme más por asentar en mi alma. Esa primera lección, no obstante, fue el tramo más decisivo del camino. Sobre todo, porque ante la constatación de que es absolutamente cierto que NO tenemos el tiempo comprado, no queda más alternativa, y realmente no la hay, que hacer lo mejor posible del presente que tenemos a la mano. Minutos, horas, cualquiera sea la métrica.

Desde esa época sobrecogedora, me hice el firme propósito de jamás dejar de decirle a mi hija, cada día sin excepción, cuánto la quería y cuán afortunada me sentía por conocerla. También decidí jamás permitir irnos a dormir o partir al colegio enojadas, algo nada fácil considerando las resistencias de los niños para irse a la cama –sin jugar “otro ratito más”- o para despertar y alistarse a partir a su jornada escolar.

No importa cuán difícil fuera a veces –mi chiquita tenía muy mal humor por las mañanas, y aún lo tiene-, no hay nada que la buena voluntad y un sereno y profundo sentido de práctica o disciplina, no puedan lograr. Sin embargo, lo que fue tan natural lograr con mi primera hija, y ahora con la segunda de apenas dos años, nunca me ha sido igual de fluído con mi compañero de vida y lo confieso con algo de vergüenza.

Puedo justificarme en mi biografía, desafiante de la confianza y valorización de lo masculino. Más tarde vendrían las reflexiones sobre mi género, la participación en el colectivo feminista de la universidad y los estrellones contra una realidad que, mientras iba inaugurando mi adultez, se fue revelando muy habitada por la inequidad entre hombres y mujeres. Tuvieron que pasar años de cotidianeidades y terapia, y también años de tiempo, sencillo e incondicional como el que nos apoya en ganar madurez, para ir venciendo mis recelos y ceder al cariño completamente. Lejos la mejor rendición que uno puede experimentar en una vida. Con los hijos, la pareja, los amigos…

Como me costaba hablar –y más tocar o abrazar- por pudor, autocensura, incluso falta de práctica simplemente, durante años expresé mi cariño en gestos y actos que, aunque bienintencionados, a veces pasaban desapercibidos. O quizás sólo necesitaban ganar presencia y contorno en el énfasis que sólo las palabras y las caricias son capaces de dar.

El cuidado en los detalles, el buen humor (trataba de ir al río o a caminar para vaciar penas y enojos cosa de que no quedaran por ahí atrapados como duendes o ánimas en pena en el hogar de mi familia), la solidaridad de escuchar historias muchas veces contadas sin hacer notar la reiteración porque asumía que por algo ese contenido se colaba de vuelta a la superficie, una y otra vez, y tantas otras coordenadas que dirigían mis buenos esmeros, no lograban completar el espacio donde el corazón de mi compañero necesitaba llenarse de mí, mi voz, mis manos.

Poco a poco, comencé a escribir tarjetas, post-it, incluso con el jabón del baño dejaba mensajes en el espejo por si el otro se levantaba más temprano que yo. Más tarde fueron las palabras dichas. Justo leí por ahí que nadie que no fuera un coro de alabanzas, merecía estar en la vida de uno, y me hizo bastante sentido. Obviamente uno no anda con una bolsa de laureles y pétalos de rosas por la vida, pero sí me di cuenta de que podía andar con una bolsita de palabras, al menos. Palabras dichas con dulzura, que paulatinamente se acompañaron de un tacto, una pasada de manos, un abrazo porque sí. Y puede sonar tan elemental, pero a veces hasta lo más simple se puede desaprender u olvidar en lo urgente e inmediato de nuestras vidas adultas.

Tal como con mi hija, comencé a decir “te quiero” a diario al hombre de mi hogar, cada vez que podía. Irse a dormir o partir a los trabajos sin enojos, sé que me resultaba la mayoría de las veces, no sé, un 90% quizás. No me vuelco en la negación delirante con tal de mantenerme optimista o de preservar ciertos recuerdos. O quizás sí, más de alguna vez =). Pero generalmente, lo que hago es porque elijo hacerlo, porque me acomoda vivir así y porque de verdad, ante la carencia de éste en mi llegada al mundo, la posibilidad de hacer hogar me resulta un agasajo infinito. Creo que dos bueyes llevan mejor la yunta que uno solo. Las risas de los niños acompañan y pueblan paisajes mejor que cualquier música. Las rutinas más pedestres, hechas con atención y con afecto (y porque quiero, más que porque deba hacerlas), pueden ser una fuente de alegría para otros, y también de aplomo y amparo, lo que no es menor para mí. El nido me provoca la mayor gratitud; cada rama me contiene y anima al vuelo, aunque los míos sean más bien bajitos y prudentes. Al menos, por ahora.

Creo que en la balanza, hay equilibrios entre lo que he amado y he sido amada. No dejo de aprender, ignoro muchas cosas y hasta yo sigo siendo bastante misterio para mí. Pero sé reconocer uno que otro milagro cuando me salen al paso y necesito compartir uno, por si a alguien sirviera tanto como a mí.

Hace poco oí a un hombre decir a la mujer que ama “creo que tú y yo lo hacemos bien”, luego de una conversación sobre inseguridades, necesidades mutuas de ir afinando las emociones y los pedidos (incluso de los cuerpos, un tema que cuesta hablar con candidez en las parejas). En ese intercambio hubo cuidado, muy recíproco; también autocuidados.

No puedo traducir una conversación realizada en un idioma indescifrable como suele ser la lengua que construyen dos personas que se aman (con sus bromas, sus silencios, sus frases incompletas que sólo ellos pueden completar, sus palabras preferidas, sus tradiciones más cómplices), pero desde las sensaciones puedo atestiguar que entre ellos había, hay, un buen amor, o una buena semilla de amor. Los espejos que ambos usaron para devolverse reflejos, eran cristalinos en ternura y respeto. Y aunque no tuvieran respuestas ni soluciones a todos sus dilemas y miedos –que también los había, se notaba-, esa frase que él le regaló a ella vale por mil millones de canciones Rod Stewart. “Creo que tú y yo lo hacemos bien”.

Muy dentro, yo iba subtitulando ” nos queremos rico, confiamos, nos alentamos, podemos salir de escollos, podemos crecer. Tratamos, like everyone else, de hacer algo bueno del vivir y vivirNOS”.
Confieso que me emocioné muchísimo y a modo de homenaje con ellos, decidí tomar prestada esa frase -que poquito a poco iré haciendo mía- para decir cada vez que pueda, mis te quiero, requiero, me gusta verte bien…yo te cuido, nos cuidamos…tú no te preocupes. O sólo de caminar.

Sólo de caminar.


Fotografía del título: A shoebox of photographs with sepia-tone loving