Vinka Jackson: la víctima que descorrió el velo de los abusos infantiles en Chile
Recibe llamadas prácticamente a cualquier hora desde diferentes lugares de Chile para pedirle ayuda por nuevos casos de abusos sexuales contra menores y Vinka Jackson (Santiago, 1968) siempre está disponible: las 24 horas. “Si un niño despierta aterrado de madrugada con un relato horrible, su madre no puede esperar hasta el día siguiente”, explica la psicóloga infantil, que todavía no sabía ni leer cuando comenzó a ser víctima de su propio padre. Con el paso de los años, y gracias a una admirable capacidad de resistencia, se transformó en una activista incansable de la lucha contra los abusos sexuales sobre los menores.
Jackson conversa con EL PAÍS la semana en la que Chile promulgó la ley de imprescriptibilidad de este tipo de delitos, una iniciativa que ella misma lleva una década empujando. “En mi caso no hubo Justicia en el sentido tradicional, pero sigue siendo reparador, a mis 51 años, observar que una causa como la ley del derecho al tiempo para los sobrevivientes cuente con este nivel de apoyo y transversalidad”, señala sobre la normativa que fue publicada el jueves pasado por el Diario Oficial, presentada por parlamentarios de centroizquierda en 2010 y que, tras superar diversas resistencias, empujó con decisión el actual Gobierno chileno, de corte conservador. La nueva normativa no contempla la retroactividad, como hubiesen preferido las agrupaciones de supervivientes de esta lacra, pero permitirá que el paso del tiempo no se transforme en un impedimento para que las víctimas de abusos sexuales en la niñez y adolescencia denuncien en los tribunales.
Hasta hace algunos días, solo los delitos que la Justicia considera de mayor gravedad, como la explotación sexual comercial de menores, tenían un plazo de prescripción de 10 años desde que la víctima cumplía la mayoría de edad. Un tiempo francamente insuficiente, según los especialistas: “Hay víctimas que logran hablar a los 40, 60 u 80 años. No puede negarse a priori esa voz y su denuncia”, señala Jackson en una larga conversación en su departamento del municipio de Providencia, en la zona oriental de la capital chilena. “Los abusadores sexuales saben desde ahora que en Chile no hay límite de tiempo para asumir su responsabilidad”, agrega la psicóloga de la Universidad de Chile y discípula de Carol Gilligan, la pionera en la ética del cuidado con la que la chilena se formó en la Universidad de Nueva York.
La mayoría de víctimas son niñas y el 80% de los casos de delitos sexuales contra menores se producen al interior de los propios hogares, frente al 15% en entorno institucional —un rubro en el que se incluyen iglesias y colegios— y al 5% en el que los abusadores son totalmente desconocidos. “Solo una de cada siete víctimas lo revela durante su niñez. Del resto, algunas en la adultez y otras, nunca”, explica la activista. Según los datos de la Fiscalía, unos 50 menores sufren abusos a diario.
Hace apenas una década, los abusos sexuales contra menores no eran una prioridad ni para las autoridades ni los ciudadanos. Fue la época en que Jackson, con residencia en EE UU, publicó su libro Agua fresca en los espejos. Abuso sexual infantil y resiliencia, el primero en su género publicado en Chile y en el que relata su brutal experiencia como víctima de su propio padre entre los cuatro y los 13 años. Tras ser madre y después de una larga terapia, el libro de 2007 se originó como una carta a su propia progenitora, a la que en diversas ocasiones intentó contarle lo que sucedía en su hogar. Intentó hablarlo, pero Vinka no podía: quedaba a medias o, directamente, no era escuchada.
Un testimonio clave para descorrer el velo de los abusos
En Agua fresca en los espejos relata los episodios de violencia física y sexual, a los que su padre alcohólico se refería con una palabra: “Esto”. “De ‘esto’ no se habla, ¿me entiendes?”, le decía su padre, abogado de profesión, que se suicidó cuando ella tenía 18. “Con los años, los golpes ya ni siquiera importan tanto porque una termina acostumbrándose a todo. Lo que verdaderamente necesito es que me libren de ‘lo demás’; algo para lo que, al parecer, no existen palabras en el diccionario. Yo suelo nombrarlo como ‘lo otro’ —lo adicional a las golpizas— y mi padre como ‘esto”, escribe Jackson.
“Recién pude ponerle nombre a lo que me estaba sucediendo cuando leí Edipo rey“, recuerda la psicóloga en una tarde invernal de Santiago. El primer libro de Jackson contribuyó a descorrer el tupido velo sobre los abusos sexuales contra niños, niñas y adolescentes en Chile. Poco antes, las denuncias de dos hermanas actrices y la sentencia contra un senador habían ayudado a despejar el camino.
Con Agua fresca en los espejos sucedió algo impensado, relata su autora: “Nació una especie de susurró de ‘yo también lo viví’ que cada vez se hizo más fuerte”. “Fue sobrecogedor, porque a los dos días del lanzamiento tenía colapsada la casilla de correo. Leí relatos que hacían palidecer el de Agua fresca en los espejos”. Aunque pensaba continuar en su hogar en EE UU —donde trabajaba como orientadora con niños, adolescentes y familias—, la psicóloga decidió cambiar los planes y pasar períodos más largos en su país de origen.
Por consejo de su amiga María de los Ángeles Fernández, politóloga española, en 2008 tomó 30 ejemplares y los envió a congresistas de diferentes partidos políticos para sensibilizarlos, con contadas respuestas de empatía y agradecimiento. Su trabajo comenzó a dar frutos en 2010, cuando un grupo de parlamentarios presentó el proyecto de ley que decretaba la imprescriptibilidad de este tipo de delitos, entre los que se contaba el democristiano Patricio Walker. A la presentación de la iniciativa en el Congreso chileno la acompañaron los sobrevivientes del caso Karadima, el escándalo que destapó los cientos abusos en la Iglesia católica que investiga actualmente la Fiscalía. El médico James Hamilton, víctima del sacerdote, fue el principal compañero de Jackson en la causa de derecho al tiempo.
Aunque ha pasado mucho tiempo, Jackson, madre de dos mujeres de 31 y 11 años, duerme apenas cuatro horas cada noche —la herencia de su estado de alerta permanente de la niñez— y se despierta muchos días asustada. “Recién luego de algunos segundos me calmo, miro mi entorno y me doy cuenta de que todo está bien. Que estoy en la vida que amo vivir”.
Fuente: ElPais.com 23/07/2019