Un pedazo de Cielo…
Comenzó la mañana notando la lluvia torrencial (dicen que podría nevar también) y leyendo sobre la muerte de Pedro Lemebel. El tono del amanecer, pura melancolía.
Hice retuit de un mensaje hermoso de Andrea Insunza, y luego me agarró una pena que se me quedó atorada por horas, desde que preparé a mi hija para el colegio y hasta que regresé a casa.
Recordé de inmediato que hace apenas dos días, 48 horas, un joven diputado, Gabriel Boric, había citado (y honrado) a Lemebel durante una sesión en el Congreso. Ese honor, coincidente con la aprobación del acuerdo de vida en pareja, o pacto de unión civil en Chile (no equivalente al derecho igualitario de todos los ciudadanos al matrimonio, pero un avance al menos), traía pura vida, pura presencia:
Lemebel fue/es/será por siempre, un grande de las letras. Yo lo leí por primera vez cuando la generación de Gabriel Boric –misma de mi hija mayor- no imaginaba venir al mundo. Pero más que sus letras, fue su congruencia, su lucha y mensaje, su abrirnos los ojos a grafito calado (pulverizando el lápiz en la hoja), lo que se queda aquí.
Su nombre lo conocí vinculado a la oposición a la dictadura, a maestras como Pia Barros y Diamela Eltit. Finalizando mi primer año de universidad, no recuerdo exactamente cuándo, pero sí que circulaba el texto de Lemebel “Hablo por mi diferencia”: un manifiesto único en Chile (incluso con los ojos de este milenio) que describía un universo del cual, entonces, podía comprender sólo algunas claves.
Venía, a mis 18 años, apenas elaborando mi propia historia de los últimos diecisiete, otras pérdidas. La balacera no resonaba solamente fuera, en las calles. La sentía por doquier. Para cambiar los sonidos, siempre las letras. Y recuerdo a Lemebel porque él, sus yeguas del apocalipsis, sus palabras, me llevaron en el cambio de 1986 al 87 a aceptar la inusitada proposición de un amigo -nunca supe por qué- de ir a caminar al barrio de San Camilo.
Caminar, solamente, en un área de la ciudad de la cual yo ignoraba toda existencia; también, de sus habitantes. La presencia de la diversidad sexual, lo he compartido antes, me era cercana desde el ballet, ese mundo bello pero contenido; de todos modos distante. Y algo de marginalidad había ahí, mágica, glamorosa si quieren, pero su lejanía de otros territorios se dejaba sentir. Más allá, otra, otras marginalidades, lejos, o eso creemos, y corremos el riesgo de olvidar. Tanto olvidamos, que de pronto es 2015 y la mitad de la riqueza global está en manos de un 1% de la población (388 personas, ver).
En Chile, es bastante similar la situación: un 1% es dueño de un 35% de la riqueza nacional (ver, “el país más desigual”), y todavía 23% de niños, niñas y adolescentes viven en situación de probreza, esto es, más de un millón de niños (ref: Observatorio Niñez, 2013). La brecha sobrevive, sana y salva, implacable. Lemebel miró detenidamente el margen, lo habitó, no cesó su declamación y resistencia (“A pesar de los homenajes, sigo estando al borde del camino letrado” dijo en 2013)
El margen inagotable en su capacidad de desplazar, o desplazarnos. Pero eso no lo tenía tan claro entonces como ahora. Aquello de lo que escribía Lemebel treinta, quince, o unos pocos años atrás, no es historia pasada, no del todo, no todavía: distraídos o desconcertados frente al viento de un tiempo tremendo, dispersos unos y otros, en vez de concurrir a un punto donde sea posible resistir el vendaval, amortiguar soledades, incertidumbres, tantas injustas desprovisiones. Un punto donde sentirnos, constatarnos al fin, iguales: responsables unos y otros de cuidarnos, y en el centro de un círculo de todos, a quienes más necesiten (los niños, por ejemplo. Siempre).
Debería ser el margen sólo hacendoso en delinear prioridades -la vida, los afectos-, protegernos, contenernos. No servir para apenas aferrarse a la supervivencia mínica, o avalar desplazamientos hacia el vacío (o cualquiera sea el lugar de fuga donde perdemos la noción de miles de los nuestros, humanos de todas las edades, sus vidas, sus muertes también). Hice memoria de esa sensación de divisiones invisibles, innecesarias siempre, y esa salida a caminar con un amigo por San Camilo el 2014, veintiocho años después.
Fue a propósito de la primera marcha por la diversidad del 2014. Alguien me comentó “yo creo que soy bastante más protector que tú con mis hijas” y agregaría: “no sé cómo dejaste que un travesti tomara en brazos y tocara a tu niña”, a propósito de la fotografía donde aparecen juntas mi niña y la artista conocida como “La póstuma muerte” (un cruce de caminos del cual escribí en un posteo pasado “Niñ@s, el cuidado, el amor y la diversidad sexual” ). En un correo de comienzos de septiembre, me preguntaba además por cómo lo estaba haciendo con “todas esas realidades a las que mi hija sería expuesta” viviendo en Nva York. Una profesional a quien conocí al llegar, a todas luces moderna y progresista (y full new yorker), me advirtió sobre evitar arrendar en ciertas áreas porque los travestis se paseaban “a plena luz del día” y “obviamente” las familias con niños debían evitar esa cercanía.
Antes de protestar, o de sentirme juzgada como mamá (y con la culpa en alerta máxima), preferí detenerme y preguntar, en cada ocasión, por qué o dónde veían problema o peligros. En realidad, no había grandes argumentos de peso, pero rondaban palabras como “depravación”, “desviación”, “vida desordenada” y “…quizás qué enfermedades de todo tipo”.
A pesar de todo, llamó mi atención el que en ambos discursos no hubiese odio ni agresividad, y aprendí, disolviendo mi propio prejuicio acerca del “prejuicio”, que no todos –muchos sí, pero no todos- se acompasan ineludiblemente con la violencia o el desdén. Sinceramente, en este hombre y esta mujer, ambos jóvenes, no había desprecio, tampoco afán de exclusión, sólo desconocimiento y temor, tan humano, ante aquello que nos resulta desconocido, justamente.
Fueron buenas conversaciones. Horas bien dedicadas en las cuales todos dejamos atrás pre-nociones, como si hubiesen sido pequeñas y triunfantes pilas de piedritas, cemento y cartón, tal cual los niños cuando ven un pequeño agujero en la muralla y no pueden resistir la tentación de escarbar un poco, y otro, y así, hasta dejar un forado mayor. A veces, hasta poder mirar hacia el otro lado.
A propósito de la aprobación del AVP/PUC en el congreso, me escribió el papá “protector”, valorando el avance, y contándome que finalmente había compartido la foto de “La póstuma muerte” y mi hija con las suyas. “Encontraron a la artista ‘notable’. No me preguntaron nada, no hubo complicaciones…en realidad los niños son harto más generosos que nosotros”. Volver a mirar, con ojos de niño. Ese retrato, Emilia.
El día martes de la aprobación del AVP o PUC en el Congreso, pasamos gran parte de la tarde en un parque con juegos infantiles. Cuando llegaba al máximo mi capacidad de resistir el frío, mi hija pide “cinco minutos más”, no para continuar en los columpios sino para mostrarme algo que había visto con su hermana, unas semanas atrás.
Caminamos un trecho y llegamos a un memorial para veteranos de guerra de este pueblo perdido en las montañas. Sin entender mucho de guerras –su hermana prefirió omitirlo-, me cuenta que ahí están enterrados muchos “viejitos muertos” y que como los querían mucho, les construyeron un puente especial con sus nombres para recordarlos. Pero lo más importante, me dice, es que en este punto (la mitad justa del puente) “se ve el cielo y la puesta de sol más linda”. Era su regalo.
Quedé sin palabras y es cierto que en mis cuarenta y siete años, pocos lugares como éste (en tierra Cherokee) me han emocionado tanto con su cielo y sus distintas luces a diferentes horas del día: especialmente el crepúsculo. Lo que jamás imaginé, a esta edad, es la emoción que vendría con una hija que apenas emprende camino. La felicidad, y la preocupación también, indecible (como para muchos papás y mamás mayores), de poder contar con suficientes años.
Recorriendo el memorial, como si adivinara, comienza un frase con “cuando te mueras como estos viejitos…” y de inmediato, con toda alegría, promete que nada cambiará su amor y que siempre cuidará del árbol que crezca donde yo quede. Entonces agradezco este puente, los cementerios en el camino, y las leyendas cherokee, y todo aquello que hace que mi niña, como muchos niños de su generación, vean la muerte de la mano de la vida, mientras una inútilmente se deshilvana un poco temiendo la mortalidad.
Como a muchos, no se me hace fácil asimilar pérdidas, ni soy buena con los homenajes, y tampoco tengo religión desde donde articular palabras o ritos para este tipo de ausencias. Sólo me queda escribir, buscar entre lo que traigo conmigo y ver qué sirve. Pensé hoy en el cielo que me regaló mi niña, en cualquier cielo, de cualquier color, todos los colores ojalá: un pedazo de cielo o un cielo entero (sin pensar en paraísos improbados, sólo en espacio de vuelo) como ofrenda para Pedro Lemebel en su partida. Y sus propios versos donde mucho antes de nacer, ya existían todos nuestros niños, hijos de todos, que él nos ha pedido también cuidar:
A usted le doy este mensaje
Y no es por mí
Yo estoy viejo
Y su utopía es para las generaciones futuras
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alita rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.
Pedro Lemebel (de Hablo por mi Diferencia)
Fotografía del título: Morro Bay Sunset