Un fan incondicional (autoestima infantil y educación)
“You is smart, you is kind, you is important” (Nanny Aibileen en “The Help”, film 2011, ojalá puedan ver el video).
“La condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño, es estar con gente que ama la vida”. Erich Fromm
Tanto se habla de autoestima, de su importancia, a toda edad, y en especial para los niños: “hay que” fomentarla, decenas de tips, entrevistas a expertos, etc. Yo escucho nada a estas alturas, un eco lejano, casi un ruido ambiente como el de los autos que pasan y pasan cerca de donde vivo en Santiago.
Seré muy concreta tal vez, muy dependiente de las claves del cuerpo, del mío y del territorio -ciudad, país- donde me encuentre. Pero no siento que por estos lares la autoestima importe mucho, la de nadie. La autoestima que como concepto me remonta a textos o inventarios de mi disciplina. Pero de lo que habla es de amor. Amor. ¿Cuánto de este sentimiento nos rodea, qué amor se expresa en obras y dichos que entran a nuestras psiquis y cuerpos cada día, y más importante, a los cuerpos y psiquis de los más pequeños?
¿Nutrimos el cariño y confianza en sí de unos y otros?, ¿es un tema para los gobiernos, las escuelas, o una meta de nuestros hogares tan importante cómo asegurar alimentos, acceso a salud, etc? ¿Fortalecer la autoestima, really? No lo veo.
En un país donde sabemos cómo sufren miles de niños que han sido confiados al cuidado del Estado y su sistema de “protección”, o donde 71% de los niños vive algún tipo de violencia (Unicef CL 2012), cuántos pueden llegar a sentir amor, confianza, aprecio inmoderado por sus vidas. Me lo pregunto. Cómo insistir en el amor, cómo verse con ojos afectuosos, cuando el cuerpo es golpeado, abusado sexualmente, o pulverizado por palabras, negligencias, o la indiferencia.
Estos últimos meses en Chile, simulacro a duras penas, de cuidado. Se habla de la niñez casi en términos de vidas más/vidas menos, o “stocks”. Vergüenza. Y no cede espacio la fragilidad. Son 4.4 millones de niños, niñas y adolescentes en Chile. ¿Cómo aprenden a aprender, de sí mismos también?
Las encuestas de bienestar de Unicef, OMS, OECD, entregan algunas orientaciones. Para los niños del mundo siguen siendo importantes sus familias, sus escuelas, la posibilidad de aprender. Estos entornos inciden en cómo se perciben, y a sus vidas, en el presente y futuro.
En 2006, a la pregunta de ¿te gusta la escuela?, una mayoría de niños –de países OCDE- respondió que no mucho. El promedio de “me gusta”: 27,2 % (ver datos OECD, pg 58). Una década después, los resultados son mejores, con más países sobre el 50% (ver informe). Importa. No es un sentimiento menor el “me gusta”. Las preferencias son un territorio esencial de construcción de la identidad, a toda edad, y más durante la niñez y adolescencia. Dieciocho, veinte años, la mayoría de ellos, en escuelas e instituciones de educación.
“Me gusta la escuela”: al impulso humano de la curiosidad –que viene con cada niño-, sumar el placer, la emoción, las ganas. La experiencia en la escuela es determinante de la autoestima, la autoimagen, la eficacia, las conductas saludables de los y las estudiantes (ver OMS, 2009/2010, Informe Determinantes sociales salud y bienestar), la capacidad de hacerse responsables por sus cometidos, y un día, por su autocuidado y sus proyectos de vida. O bien, esta experiencia puede ser un factor de riesgo que mina la salud física, mental, espiritual, el presente y futuro de los estudiantes de distintas edades (a mayor disgusto y desconexión de su proceso educativo, por ejemplo, mayores tasas de deserción).
Cada rostro de niño cuenta una historia, su cuerpo, a veces mucho más que las palabras. Pero el relato –en cualquier forma- de la experiencia de cada día, apenas alcanzamos a escucharlo –o los niños a compartirlo- en las escasas horas de las tardes-noches, cuando una mayoría de familias recién se reencuentra. Si el engranaje de una semana pareciera menos una escalera mecánica y más un carrusel, una caja de música. Si solamente…
Jornadas excesivas (en CHile son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea luego de jornadas escolares de 8 a 9 horas, con “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos), curricula abultada y hasta inútil, la presión del SIMCE, etc. La sociedad del rendimiento llevada a su extremo, comenzando con los más pequeños. Ese sonido metálico, marcial, intentando en vano marcar el compás de lo que debería ser una danza. La educación y el cuidado. El cuidado como nutriente de la resiliencia, del autogobierno, del sentido de responsabilidad consigo y otros. Del amor.
En nuestra educación, cuánto de desequilibrio, de maltrato persiste (más o menos manifiesto), o más bien, cuánto de buen trato falta, de deseo franco por cuanta plétora sea posible. ¿Por qué no pedimos más? Sabemos lo que queremos, en el fondo siempre sabemos.
Una mayoría de quienes hemos buscado un jardín infantil o un colegio para nuestros hijos, no nos guiaríamos jamás por el criterio de “ojalá traten aaquí a nuestros niños lo menos mal posible”. No pues. En lo que pensamos es en un lugar donde sean acogidos, apreciados; donde puedan aprender a aprender, aprender a vivir. Con emoción, con amor. El primero: consigo. Desde ese pilar, todo.
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La autoestima. ¿Cómo enseñamos a nuestros hijos sobre ese vínculo amoroso, consigo? El de más largo plazo. Toda una vida. Qué nos hace sentir apreciados y no; qué nos hace sentir bien y qué no. O quiénes. Qué lugares. En medio del tráfago en que vivimos, del agobio en ciudades, hogares, escuelas, ¿cómo poder cultivar algo? Los vínculos requieren tiempo. El vínculo consigo también. La autoestima se desarrolla, como todo lo demás, desde que nacemos, desde el día uno.
La pregunta de ¿quién soy, quién quiero ser, elijo ser, cuenta con escaso silencio, atención. Para las nuevas generaciones, la dejamos a su suerte, o la presentamos en clave futura, algo de lo cual ocuparse hacia la adolescencia o adultez, como si el ser, como si la identidad, estuvieran en suspensión mientras los humanos niños crecen. Y no. Ya están conociéndose, aprendiendo de sí. Ellos mismos se preguntan, o nos preguntan desde muy chicos, ¿cómo soy? Tienen un nombre, un lugar en el mundo, son un mundo, cada un@. Nosotros también los ayudamos a conocer ese mundo, a contar parte de su histora, a escribirla.
El autoconocimiento es tan importante como el conocimiento de todo lo demás. Como el aprendizaje de las letras, números, las ciencias, etc. Junto al autoconocimiento, de la mano el autocuidado. El amor. La fidelidad, insisto.
Quizás no viene al caso, pero recuerdo un estudio de hace unos años, con seguimientos largos (en EEUU) donde se indicaba que la causa mayor de infidelidad conyugal –y divorcios, como consecuencia- no estaba relacionada a la sexualidad (en el sentido de falta de deseo, o baja frecuencia de relaciones) sino a la sensación de ser poco apreciado/a. El insuficiente “aprecio emocional” aludía a gestos ausentes de consideración, gratitud, generosidad, reconocimiento, entre miembros de la pareja. Para matrimonios casados durante décadas, se estimaba como un factor de “éxito”, además, el buen trato en las palabras expresado en una proporción de comentarios negativos/positivos de 1/5. Para quedarse pensando. ¿Cuál será esa proporción si se trata de cada uno, consigo? ¿Y para nuestros niños?
Cada día, o cada semana, qué ganas de saber más que acerca de los contenidos que aprendieron nuestros hijos en el colegio, cuántos comentarios positivos o negativos recibieron.
Y en nuestros hogares ¿sabemos? ¿llevamos una cuenta intuitiva de cuántas palabras hermosas, alentadoras, volcamos sobre nuestros hijos? ¿Cuántos gestos expresan aprecio incondicional por sus personas? Porque sí, y no porque se “portaron bien”, o porque son “buenos hijos, buenos hermanos”, ni porque “hicieron su mejor esfuerzo, o sacaron buenas notas”. Cuántas veces caemos, caigo en eso (cuánto de la voz interna, habla a cada uno, de esa forma)
El aprecio, la confirmación del otro: ¿cómo expresar todo eso sin arriesgar intercambios, comercio? o extorsión, y aunque sea una palabra muy dura, ayuda a ser más exactos en cómo nos relacionamos con nuestra incondicionalidad. “Yo te aprecio, yo te cuido”. Nada más. Y nada menos. No es una gesta menor, aunque en lo pequeño y cotidiano es que se engrana su historia
El cuidado es incondicional (si no, no es cuidado simplemente), y cada uno de los valores que lo habilitan, también lo son, y perdón que vuelva en uno y otro escrito sobre el punto, pero sigo sintiendo que es necesario. No hay más o menos respeto, compasión, empatía, según la conducta de los niños. No condicionaríamos el alimento o la atención médica a “buenos comportamientos”; ni el techo, ni el abrigo. Sería inhumano negar aquello imprescindible para la supervivencia y desarrollo de los más indefensos. También el amor es imprescindible. Su cauce en el buen trato.
Cada buen trato, cada señal de aprecio, cada “tono” en que sea compartida una enseñanza en los hogares, las escuelas, permite a los niños recibir un mensaje que valora sus vidas, su ser. En nuestras conductas de cuidado con ellos –y de autocuidado, de amor para con nosotros mismos- hay una semilla para cada niño y niña, y también para los hombres y mujeres que llegarán a ser.
Está de sobra establecido que los malos tratos en la infancia exponen a las personas a ser víctimas de malos tratos en el futuro (o al menos, a tener un punto ciego, o debilitado, para poder reconocerlos y enfrentarlos). Habrá quienes se nieguen a concebir que sus hijas o hijos sean adultos que sufran violencia física o psicológica de sus parejas (o lleguen a ser asesinados), pero está el abuso cotidiano en el trabajo, las humillaciones (a veces más letales), la explotación o el abandono económico (en casos de separación), o cómo somos tratados por gobiernos e instituciones.
Fuera de las pérdidas para cada ser humano, están las pérdidas que alcanzan a la comunidad, la humanidad. Ya me cuesta encontrar palabras para insistir lo suficiente sobre estos círculos adherentes a la vida. La vida buena.
El consejo de una vieja maestra al convertirme en mamá a mis veinte años fue: “nunca hay ‘demasiado’ amor, dalo a manos llenas”. No debía pasar un día en que mis hijas no sintieran la abundancia de cariño, de alegría, de aprecio por sus vidas. Una energía puesta al servicio del amor, el aliento, el autogobierno, y el consuelo, o el perdón, que ellas mismas aprenderían a prodigarse. El respeto más alto a su dignidad.
No una dignidad provisional (ni espejismo de dignidad como tanto es hoy en día). Dignidad de largo aliento tenía que ser, porque consigo mismas iban a vivir hasta el último día de sus vidas (y ellas elegirían sus vidas, “producirían sus vidas”, y la responsabilidad/libertad que entrañan esas tareas necesitaba estar bien asentada en cualquier situación: de satisfacciones y de derrotas). Ojalá contaran con un superávit de autoestima. Superávit, sí, porque muchos de nosotros sabemos cuánto más difícil fue construirse desde la escasez, el abuso, la soledad; cuánto más lento y tardío.
Mejor la plétora, desde el comienzo: de estímulos, de afecto, de apoyo. Que tengan nuestros hijos e hijas la sensación de bienvenida, de fortuna por estar aquí (con todo sus duelos, el mundo es y seguirá siendo inexorable y abrumadoramente bello y asombroso) y de confianza en nuestro cuidado, nuestro apoyo. No se trata de encontrarlo “todo magnífico”. Cuidar/educar es hacerlo para la responsabilidad. Pero es distinto guiar desde el no-juicio y la no-extorsión, que desde la honestidad y el respeto por la integridad y persona del otro
Mi hija mayor decía desde pequeña, sabiamente, que cada niñ@ debería contar con al menos “un fan incondicional”, casi un groupie, cheer leader, una mini barra-brava como la de una propaganda que recuerdo de años pasados. Un fan incondicional: Al menos una persona que acompañe el camino con bríos, con afecto, esuchando y guiando sin reservas, sin condiciones. ¿Cuántos tienen nuestros niños, cuántos fans incondicionales? ¿Los podrán reconocer?
En su graduación de kinder, KINDER, sí, la rectora de su colegio (no sus profesores que eran un pilar de amor y saber), en tono severo, árido, les dijo “de ahora en adelante las notas son MUY en serio”. Los estaba “estimulando” para el primero básico. A mi hija, angustiada y nostálgica de su jardín infantil, le dije que no le hiciera caso. Lo lamento, pero hay veces en que des-autorizar a algunos adultos sí es imprescindible, y una responsabilidad.
Le expliqué (quizás la directora no estaba up to date) que aprender era una función vital más, maravillosa, tan importante como otras que sostenían su vida y la ayudaban a crecer, y que a nadie cuerdo –menos mal- se le habría ocurrido jamás poner un número para evaluar si un niño inhalaba o exhalaba mejor o peor, o para calificar su digestión, o rankear latidos del corazón. Lamentablemente, en algún momento de la historia humana la sensatez escaseó y muchos adoptaron el sistema de tasar los aprendizajes de los cachorros humanos. Absurdo: poner nota al vivir.
Las notas, además de extrañas y descabelladas, eran apenas una foto de un momento, y tal cual las fotos, las había con más luz, con menos, con cara feliz o cara de resfrío. Lo importante es aprender, asombrarse, dejar al impulso humano y milenario de la curiosidad, hacer lo suyo, y confiar en que aunque algunas cosas parecieran aburridas o sin sentido o un dolor de cabeza –como los logaritmos, imprescindibles en animación según aprendí de adulta gracias a PIXAR-, el cerebro sabría qué hacer con ellas; cómo darles buen uso para desafíos que ella ni siquiera podía avizorar o imaginar, pero que serían quizás los más importantes de su vida, aquellos de los que se haría cargo, los que le permitirían diseñar una vida preferida, cuidarse, cuidar. Me creyó, nunca puso atención a las notas, y fue siempre una alumna -eso decían los colegios- “de excelencia”. Para mí, ella y su hermanita (que sigue los pasos, despreocupada de notas, y atenta en aprender), son aves preciosas que vuelan muy, muy lejos de números y evaluaciones.
Ahora las notas, en realidad, serían lo de menos si, en el cotidiano de la escuela, otras evaluaciones tendrán un impacto más determinante, más difícil de borrar. Un promedio de notas siempre podría mejorarse en plazos relativamente cortos. No así los daños en la autoestima que vienen de la mano de palabras desérticas, limitantes, o de buenos tratos apenas rasantes en lo civil, desprovistos de emoción. Esos daños sí que serían, y son de consideración: para la salud, el bienestar o la felicidad de cada ser humano niño, y en los medianos y largos plazos, como pérdidas para la comunidad.
Recuerdo un estudio realizado en 2012, en Inglaterra con niñas de entre 11 a 17 años, que proyectaba costos del siguiente tipo para el país si el país no destinaba recursos y energías colectivas a mejorar la autoestima de las adolescentes:
- 14% menos de gerentas mujeres
- 16% menos en medallistas olímpicas
- 21% menos de mujeres en el parlamento
- 17% menos de mujeres médicos y abogadas
Me pregunto qué costos puede enfrentar nuestro país si continúa sin relevar el amor en la educación, por ella, de sus actores principales, docentes, familias, y en la cúspide y centro de todo: los niños, niñas y adolescentes que son estudiantes y viven gran parte de sus vidas ligados a las escuelas.
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Observemos por favor las siguientes imágenes:
Estas imágenes son parte de los resultados de un estudio con estudiantes de 7mo básico (y gracias a educacion2020 por permitirnos tener una mirada anticipada de los resultados). Niños y niñas las eligieron para representar lo que sentían en relación a su educación, a su capacidad de aprender, a cómo se percibían como estudiantes.
¿Qué estamos haciéndoles, en serio? La pregunta es sobre todo para nuestro sistema de educación, y para cada docente en cada aula, y también para nosotros, las familias quienes junto a los maestros podemos desacatar la lógica del rendimiento duro, por la de una educación para esta humanidad y milenio.
El aprendizaje debería ser motivo de tantas cosas, pero no de demolición, de masacre de asombros, talentos, ingenios. De dónde saca fuerza alguien para aprender, para materializar, para ser perseverante, eficaz, responsable de sí mismo -progresivamente- hasta las últimas consecuencias, sintiéndose menoscabado, con temor…no se puede asi. Ni chicos ni grandes.
La imagen del bote, en el Emocionario, alude a sentimientos de culpa (y agregaría, de deseseperanza profunda), y de vergüenza, la oveja. Que un solo niño o niña se sienta así en relación a su aprendizaje en la escuela -hundiéndose, o expuesto y avergonzado porque otros atestiguan que no lleva nada encima, y así se percibe ese niño o niña: desprovisto, carente, creyendo que no puede o no sabe o no aprende, aunque sí sepa y sí sea capaz- dan ganas de llorar, y debería constituir un motivo de emergencia nacional. No exagero.
Es una emergencia: en el sentido de la preocupación urgente que amerita y también del compromiso, de la dedicación, la inspiración de una buena vez, y la convicción de que necesitamos hacer las cosas de otra forma.
¿Y si los niños y niñas llegaran a responder, masivamente, que en su educación se sienten felices y empoderados? Por ejemplo, con imágenes como éstas (también del Emocionario):
La imagen del árbol representa el amor, la de los planetas la felicidad, la de las ardillas (yo veo ardillas, XD) haciendo malabarismo, el placer, y la del pavo real, orgullo. Soñar que imágenes así representaran para niños y niñas las emociones que la escuela, el aprendizaje, sus propios descubrimientos de intereses y talentos, despiertan. Que esas imágenes hablaran de la autoestima -académica, pero también en un sentido integral-, del amor consigo y con cada horizonte de sus vidas que, desde la educación inicial hasta la graduación de la secundaria, fue creciendo en cada nueva generación. ¿Cómo sería nuestro país?
Como muchos padres, madres y docents, también veo a la educación como una bandada infinita, millones de aves, ella y todos sus niños y niñas, y sus maestros y maestras, y todos nosotr@s que amamos a nuestros hijoes e hijas. Sueño con ver vuelos altos y libres, distancias enormes, llevando en las alas sus contribuciones y dejándolas caer sobre el mundo entero, para bien de todos. Una suerte de “polinización” atómica (las abejas son muy chiquitas pero también podrían colaborar). No puedo verla reducida a un corral de 8 tablas. No quiero.
No esperemos a que gobiernos, parlamentos y/o autoridades educativas concreten la reforma de la educación, o a que sean los únicos responsables de vitalizar o dejar morir la educación integral, de calidad, anhelada para este milenio en nuestro país. Esto se hace entre tod@s, necesita de tod@s. Somos nosotros también responsables, y tenemos una espléndida oportunidad si queremos verla así (una forma de rebelión también, de resistencia amorosa: no permitir ni permanecer indiferentes ante la mengua del espíritu de los más chicos). En todo espacio donde compartimos nuestras vidas con niños a quienes podemos apreciar y empoderar, cada niño y niña de quienes podamos ser “un fan incondicional”, partiendo por nuestros hijos y hasta alcanzar a los hijos de todos.
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Imagen, bandada de gansos