Víctimas, testigos y comunidad (#tecreemos)

Qué quietud debería merecer la reparación. La justicia, si su sentido pasara en verdad por reparar. Si tuviera respeto, respeto por los cuerpos y sus duelos, sus vivencias desesperadas a merced del odio de un otro, que no se olvida jamás.

“Daño”, “víctima”, no dicen mucho. Tampoco alcanzan “femicidio frustrado”, “mutilación, “agresiones graves y gravísimas”. Todas las violencias que ha debido vivir Nabila Riffo.

Lo “inenarrable” del horror debe ser contado en voz de la víctima, testigo único durante un juicio oral del cual hemos debido repetirnos constantemente qué crimen se juzga, quién es la víctima, quién el imputado (con un historial de agresiones previas, VIF, acoso y ejercicio del terror del cual también cuatro hijos han sido víctimas).

Las localizaciones son categóricas. Inocente es inocente. Culpable es culpable. Las incitaciones a la confusión nunca debieron ser. Ni el bordado escarlata, ni su aguja e hilo temblorosos que rozan una y otra vez el cuerpo equivocado.

¿Qué vestía la víctima, fumaba cigarrillos o no, qué posteaba en Facebook, salía o no y con quiénes durante fines de semana, cómo vivía su sexualidad? ¿Qué clase de preguntas son éstas? ¿Han puesto atención a lo que está pasando en Chile, en Latinoamérica, en todo el mundo? Cuántas muertas van. Cuántas niñas, jóvenes y adultas al borde la muerte, han contado lo vivido sólo porque alcanzaron a escapar minutos antes de desangrarse.

Después de sobrevivir las violencias más horribles, ¿qué debería seguir, qué soportes amorosos, qué escucha con respeto de la voz o del silencio? Pero no hay descanso, ni se puede bajar la guardia para convalecer, llorar las pérdidas. Todavía habrá más espacios de riesgo, de daño.

En Chile, durante audiencias penales públicas, a Nabila Riffo se le preguntó por su vida hasta el desuello, o para el desuello parecía por momentos. No hay cómo dejar de ver la destrucción intencionada de la credibilidad de la víctima, y la “credibilidad” no flota en el éter: habita un cuerpo, una persona. Lo destruido no es sólo simbólico. La herida es moral, y nuevamente física.

Fuera de tribunales: “teorías alternativas”, perfiles de personalidad, narrativas obstinadas y arrogantes acerca de una experiencia que sólo la víctima podrá relatar íntegra algún día (más allá del recuento de eventos brutales que ha sido necesario para que la justicia dicte sentencia).

La confusión es la amenaza mayor, una violencia más, una oscuridad. El cuidado necesita ser también por nuestra cordura y la precisión de límites en las realidades que observamos.

El crimen –cualquiera- es el crimen. El culpable puede ser misionero, héroe deportivo o ídolo rock, y en nada cambia su responsabilidad. Del mismo modo, la víctima podría tener una historia de vida tranquila o difícil, equis filiaciones políticas o religiosas, o hasta haber cometido algún delito en el pasado, y en nada cambia su condición actual de víctima. De los más chiquitos se dice “no fue para tanto”, de los adolescentes “se dejaron hacer”, de las mujeres “ella se lo buscó, se arriesgó”: en la violencia sexual, son ejemplos frecuentes y suman heridas por las cuales nadie responde. Por mucho menos se acogen querellas e indemniza a algunos por injurias y daños morales.

Tanta es nuestra intemperie: violencia sexual, de género, institucional, mediática, o de vecinos y semejantes que sospechan de las víctimas, que las condenan cada vez que una pregunta o un comentario deja en el aire la posibilidad de que inocentes compartan responsabilidades criminales, como si en alguna medida la víctima (mujeres, niñas, niños) hubiese causado o merecido lo que padeció, o como si ciertas agresiones pudieran explicarse como “inevitables”, o hasta justificadas (¿o “justas”?).

¿Y si se tratara de nosotras, de nosotros, o de nuestras hijas e hijos?

Abogados defienden rigores procedimentales; el derecho a establecer la “duda razonable” que absuelva a clientes (así sean culpables, y así su liberación ponga en peligro a víctimas y toda la sociedad). “¿Cuántas parejas sexuales?” podría ser una pregunta para indagar sobre posibles autores de un crimen, pero “¿las relaciones fueron genitales o anales?” es una pregunta sólo cruel. Destinada a destruir.

Por su lado, los medios se amparan en el derecho a informar, en el interés público, bastante desconectados del sufrimiento; o del esfuerzo por incidir deliberadamente en la reparación de víctimas y colectivos (que también viven el trauma), o en la promoción de una educación y cultura de cuidado que ayuden a prevenir la violencia, o en la reflexión en torno a procesos de justicia por los cuales necesitamos sentir confianza como sociedad, y no temor o repulsa.

Esperar mayor cuidado ético frente a atrocidades, víctimas con estrés post traumático y secuelas permanentes del daño vivido, no es una apelación aprovechadora, melodramática o exagerada. Es el mínimo humano, justo y sensato, un imperativo de salud, en condiciones de extrema vulneración y vulnerabilidad, física, psicológica, social.

La respuesta esperable, cuerda, habría sido, es siempre el cuidado -por víctimas, sus familias, comunidades-, inseparable del proceso de justicia. Pero hemos visto más abusos, egos, morbos, exhibiciones patéticas sobre todo de quienes están en ventaja y tienen más poder, o no han sido simplemente mutilados y fallan en el respeto más elemental por otro ser humano cuya historia y tragedia tienen ante sus ojos.

En medio de tanta disparidad ¿importa preservar la integridad, la dignidad humana de quienes atraviesan una etapa horrible? Esta es una pregunta fundamental. La indefensión o las vulneraciones no suspenden derechos de una persona. Las víctimas no se reducen a “casos” o a “pobrecitas”.

Hoy se ha determinado la culpabilidad de M. Ortega por el femicidio frustrado de Nabila Riffo, y sabemos que en realidad no hay sentencia ni pena que sirva de alivio o indemnización. Pero el desasosiego y la furia de este día, sentencia y todo, no son emociones desmedidas ante la violencia de la que hemos sido testigos durante el juicio. Qué alto el precio de añorar justicia; y qué vital se vuelve la pregunta más sencilla: ¿para qué? Para qué sirve todo esto.

Con la sentencia emitida, la sensación es de bruma, todavía; de pobreza de respuestas ante la violencia desbordada de este ciclo en nuestro país (basta ver las cifras de femicidio, VIF, violaciones, abusos sexuales). Podríamos también preguntarnos por Aysén, y la no-coincidencia de dos crímenes horribles que ocurren en un mismo año, en una misma región, ambos contra mujeres (Nabila y Florencia). ¿Qué está pasando ahí? Desde 2014, las tasas de suicidio más altas del país corresponden a esta región (ver informe 2015 PUC: “Aumento sostenido del suicidio en Chile”, y resumen gráfico del 2014), y son también las más altas entre los hombres, y entre adolescentes (de ambos sexos) de 15 a 19 años.

En la prensa, en la televisión, poco se conversa de estas realidades. La sensación es de exceso de información, horas y horas de transmisión de las cuales muchas son dedicadas a la especulación, manipulando emociones, jugando a anticipar resultados y sentencias de la justicia, como en un casino macabro. ¿En qué ayuda esto, a quiénes?

La crueldad desborda. un matinal comparte el informe ginecológico de Nabila Riffo y es como si hubiesen expuesto su cuerpo sobre una piedra sacrificial. En el estudio, nadie se indigna ni pide detener la transmisión (como ocurrió antes en otro canal), ni hombres ni mujeres, y aunque la indolencia no tiene género, más cuesta aceptar que las mujeres presentes –con capacidad de comprender qué es la misoginia, la violencia machista, o al menos lo que significa una visita al ginecólogo- no hubiesen mostrado la menor empatía ni solidaridad, y no sólo para condolerse del destino de Nabila (como niña, joven, adulta), sino para defenderla, para negarse terminantemente a exhibirla y violentarla; a siquiera rasmillarla con un atropello más.

Fuera del canal, los ciudadanos sí reaccionaron. En menos de 24 horas llegan al Consejo Nacional de Televisión (CNTV) 500 denuncias contra el matinal “Bienvenidos” (y no es tarde para continuar denunciando). Los cambios pueden ser lentos, pero van años de sumar gestos cada vez más enfáticos e inmediatos como comunidad. Hombres y mujeres de diversas edades, violentados por el sufrimiento de la víctima, dispuestos a cuidar, a concurrir, a hacer lo que estuviera a su alcance, por modesto que fuera, frente al daño. Otras voluntades no llevan igual firmeza.

Con las denuncias en curso durante horas, el canal pide disculpas (los conductores, un día después, y de forma bastante confusa) mediante un pálido comunicado. El despido de un director –expiatorio- confunde límites de una responsabilidad compartida: canal, producción, conductores, panel de comentaristas en el estudio, todos fallaron en la protección (y las sanciones, por ende, deberían ser inclusivas), hoy, de Nabila Riffo, pero no podemos olvidar a todas las víctimas cuyos derechos son vulnerados frecuentemente, rara vez considerados.

La privacidad, la intimidad, el resguardo de su dignidad, la protección de las personas frente a mayores daños y sufrimientos: la negligencia es vasta. Se ha dicho que si Nabila Riffo hubiese pertenecido a una familia acomodada, no habría recibido ese trato. Pero recordemos la publicación del expediente completo del caso Karadima (incluidas direcciones, teléfonos, y los detalles más sórdidos de actos de sodomía y perversión sexual y psicológica), del caso Orellana (con descripciones de conductas hipersexualizadas y de masturbación compulsiva de una niña, sin pensar en consecuencias como por ejemplo, la reacción y aprensiones de apoderados y familias de sus compañeros de curso), o la televisación de audiencias del juicio contra John O´Reilly (de las cuales fue posible inferir la identidad de las víctimas).

Hombres, niñas, mujeres, todas las edades y todas las avenidas: la justicia no los cuidó, y para los medios nada hizo diferencia en circunstancias donde lo más importante resultó ser la lectoría o el rating. Queda la pregunta mirándonos a los ojos: ¿y para nosotros: son todas las víctimas dignas del mismo respeto, de la misma voluntad de cuidado y defensa, de los mismos derechos humanos, de nuestra igual indignación ante toda violencia que hayan sufrido, sin silencios ni concesiones según qué persona o grupo la perpetre?

¿Es más o menos víctima un ser humano u otro? Me parece una pregunta siempre vigente, siempre urgente. Concedo que cualquier crimen, cualquiera, siempre me parecerá peor si es sufrido por niños y niñas, que por adultos. En todo lo demás, no entiendo distinciones.

Quizás me cuesta ir más lejos y salir del cuerpo, de la piel y huesos que nos asemejan, cada músculo, cada ligamento, las formas de sentir dolor, de sangrar, de gritar, de resistir o ceder ante la inminencia de la muerte (llegado el momento). Entonces la tortura de quien sea, sigue siendo tortura (la perpetren agentes del estado, o psicópatas, o ciudadanos comunes y corrientes), y quemar vivo a alguien, o no hacer algo por auxiliarlo, sigue siendo la misma atrocidad (y hasta el día de hoy sigo sin comprender la resonancia distinta que se deja sentir frente al crimen contra Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas, que contra el matrimonio Luchsinger).

La codificación y reconocimiento de los derechos de las víctimas es relativamente reciente (muy recomendable, Digesto de jurisprudencia latinoamericana sobre derechos de las víctimas, 2015), pero no justifiquemos nuestras demoras y menos la falta de protección y trato digno –de parte del poder judicial, de los medios, del propio colectivo- que viven cientos de víctimas durante procesos de justicia en nuestro país.

En Chile, se explicitan algunos derechos de las víctimas de manera muy general (ver web fiscalía CL), sin mayor desarrollo acerca de su ejercicio -para cada etapa: denuncia, investigación, juicio, y posterior a la sentencia, en instancias de reparación- y tampoco de los deberes exigibles a nuestra justicia (para hacerse una idea de lo que falta ver ejemplos en la UE, EEUU).

Es insuficiente la denuncia ciudadana o el esfuerzo de algunas escuelas de periodismo (que exceden el mínimo requerido en formación ética) para garantizar la no vulneración de derechos (recomendamos revisar los materiales disponibles del Dart Center para periodismo y trauma). ¿Qué cambios empujarán las asociaciones de prensa, el colegio de Periodistas, o los propios medios?

Los equilibrios son un desafío y si bien podemos valorar el rol que los medios han tenido y tienen en la develación de realidades terribles (abuso sexual infantil, eclesiástico, del Estado en Sename, etc), eso no los exonera de responsabilidad cuando vulneran derechos y revictimizan. Las distinciones son éticas, legales, e imprescindibles: jamás será igual cubrir noticias deportivas, políticas o de farándula, que informar sobre tragedias (incendios, terremotos, crímenes atroces). Necesitamos criterios y distinciones que sean exigibles a todos los medios por igual.

Las disculpas, e inclusive las resoluciones de un CNTV o de tribunales (si corresponden acciones judiciales) no tienen el menor impacto en canales que aun cometiendo faltas éticas graves, continúan en lo de siempre. Canal 13, por ejemplo, hasta aquí no ha desestimado –al menos no públicamente- la realización de un programa con víctimas de violencia intrafamiliar que fueron convocadas a un casting hace menos de dos semanas. ¿Qué sigue: un reality de violaciones, de bullying de niños, de acoso sexual? ¿Cuál es el límite para la televisión?

La televisión, justamente, ha concentrado gran parte de la polémica durante el juicio en Coyhaique (aunque el problema mayor siga siendo la justicia).

La decisión de realizar audiencias penales públicas y televisadas es una atribución de nuestro sistema judicial (y no algo que hayan forzado los medios), y la justicia “en vivo y en directo” es a lo menos opinable; para muchos, reprochable, aun cuando la propia víctima quiera entregar su testimonio público pues lo considera un acto reparador o justo para ella (y esa deliberación adulta, más allá de toda opinión en contra, o intercesión disuasiva, merece respeto). Nabila Riffo así lo eligió, con una entereza y coraje admirables, y viéndola declarar sólo queda afirmarse de unos versos de Mary Oliver que han sido de ayuda muchas veces durante esta vida: hubo una nueva voz que lentamente reconociste como propia/que fue tu compañera mientras dabas pasos/más y más profundos dentro del mundo/determinada a hacer lo único que podías hacer/determinada a salvar la única vida que podías salvar”. No encuentro, hasta esta noche, otra forma de expresar el sentimiento de estas semanas, el aprendizaje, todo lo que una joven mujer (que tiene la edad de mi hija mayor) deja como un bien a disposición de todos, y especialmente de muchas víctimas con quienes uno comparte camino.

***

El juicio por el femicidio frustrado de Nabila Riffo va llegando a su término, pero la violencia no, y deberá continuar el alerta, la prevención, los esfuerzos por detenerla. También quedará trabajo en la reflexión acerca de los límites de cuidado de la intimidad y dignidad humanas, y de nuestra responsabilidad como sociedad, y desde los medios, y por encima de todo, desde un sistema de justicia que no sólo fracasa todavía en ser garante de protección para las víctimas, sino que además las vulnera.

Nabila testificó en audiencias públicas cuyo aporte o perjuicio para procesos de justicia, no resulta fácil de establecer (las opiniones están divididas incluso en países con mayor tradición de juicios televisados). Hay quienes defienden las cámaras en sala por transparentar procedimientos ante la ciudadanía y por ayudar a aumentar, supuestamente la confianza en la justicia (adicionalmente, sería una tendencia “inevitable” en la era de internet y de youtube). Otros consideran que estas prácticas son lesivas para las víctimas, testigos y los propios imputados.

En realidad, procesos tan delicados y determinantes en las vidas de las personas no veo de qué forma puedan verse beneficiados si son exhibidos y transmitidos vía radio, televisión o internet. Pero si deben serlo –porque el sistema judicial así lo decide- entonces necesitamos confiar en que existen regulaciones muy precisas sobre aquello que puede o no ser difundido, cómo, y de qué forma se cautela y evita a toda costa la revictimización.

Para Nabila, la revictimización ha sido una constante. Viendo actuar –o abstenerse de hacerlo cuando debieron- a abogados de la defensoría, fiscales, el juez, surge una pregunta muy sana, muy cuerda, que se niega a bajar su volumen: si éste es el trato en una audiencia televisada ¿cómo tratarán a otras víctimas a quienes no podemos ver? Igual o peor. Mucho peor. Pueden prohibir la televisación y quizás hasta sea mayor el descampado y los malos tratos en las salas.

Conocemos los relatos, las vivencias de sospecha y descrédito. Sabemos de los múltiples interrogatorios (evocadores de sufrimiento), de sentencias absurdas para agresores sexuales (luego de haber fallado una y otra vez en detener a los agresores en su escalamiento), de plazos de prescripción (una “gracia” que concede el Estado a los culpables de cometer delitos), de penas remitidas, beneficios carcelarios y liberaciones anticipadas de agresores que son un absoluto peligro para la comunidad.

Cuántas víctimas viven en el terror o se han terminado suicidando, sin que la justicia hubiese defendido para ellas su inocencia, su acceso a la justicia, o su derecho a “segundas oportunidades”. En estas condiciones ¿quién querría denunciar?

Es un fracaso país, a 27 años del retorno democrático, si los ciudadanos debemos llegar a plantearnos estas preguntas, o a considerar por un segundo que pueda ser preferible la impunidad -y la soledad en la reparación-, que arriesgar mayores violencias a manos del sistema judicial y sus profesionales. Hablamos de victimización secundaria, de la necesidad de evitarla, pero ante su recurrencia en procesos de justicia, la verdad no queda claro dónde es posible denunciarla ni qué sanciones corresponden.

No faltan quienes nos advierten que nadie puede venir a decirles a abogados o jueces cómo realizar su trabajo. “La ley es clara, las cosas se hacen así”, ok, pero sí tenemos derecho a preguntar, al menos, y a  cuestionar la violencia, y la creencia de que el daño a la integridad de las personas deba ser una condición o resultado inexorable del ejercicio de la justicia.  ¿Realmente no hay otra forma de hacerlo? Sabemos que sí. Que nadie nos convenza de inmutables o imposibles. Basta de confusiones. La eficacia del sistema judicial no puede necesitar o depender de tratos crueles y degradantes hacia las personas.

La respuesta comunitaria frente al maltrato de un canal es una gran señal y bien podría sostener su energía e interpelar ahora a la justicia. Preguntar, por ejemplo, ¿qué contenidos se incluyen en el currículum de escuelas de derecho, o en la academia judicial, relativos a derechos de las víctimas, prevención de victimización, cuidado ético de personas involucradas en proceso de justicia? ¿Qué exigencias éticas a nivel nacional, regional, internacional, han sido ya establecidas para  jueces, defensores, fiscales, cuáles faltan o no se respetan, cómo se fiscaliza?

Las preocupaciones ciudadanas pueden siempre encontrar cauces, y son más de los que imaginamos: defensoría penal pública cuenta con formularios online o descargables para consultas o reclamos; el colegio de abogados recibe quejas; y están el Congreso, el poder judicial, y hasta una comisión iberoamericana de ética judicial. Nada nos impide consultar o realizar una denuncia, y aunque no se verifiquen cambios inmediatos (y ni sanciones siquiera), mientras más acciones sumemos, mayor es nuestra probabilidad de que algún día, algo fundamental cambie.

En el abuso, en la violencia, no están solas las víctimas y sus victimarios: somos siempre más, testigos que podemos elegir ser pasivos o activos.

A veces por pudor, ignorancia, por sentirnos simplemente sobrepasados, cansados, o tal vez temerosos del juicio ajeno, no intercedemos a tiempo o no levantamos la voz ante los abusos. O de tantos que son, puede sernos difícil llegar a reconocerlos, y más si estamos enredados en su maraña por largos períodos, o desde niños. Pero en un siglo y milenio nuevos, la presencia de lo violento y lo abusivo del poder (en tantas formas y versiones) se dejan sentir como un gran obstáculo ya ni siquiera para nuestra evolución y progresos, sino para lo más cotidiano y básico de nuestras existencias.

Nada ni nadie puede prohibirnos ser humanos, estar preparados para responder; para defendernos entre todos. Jamás será naive (ni “populista”) aspirar a un país más bueno con su gente, no-violento, donde podamos cuidarnos unos a otros, a los más chicos sobre todo, o a quien quiera que sea o esté viviendo un período de mayor vulnerabilidad. Juntos -cada uno como pueda, en lo que pueda, pero juntos- el dolor o el peligro se viven distinto, con otra resiliencia; las injusticias se comprenden bajo otra luz y ganamos claridades, y todo lo que nos limita va con nosotros, pero se toma de la mano -y aprieta firme- de la voluntad y la convicción que todavía tenemos en que podemos hacerlo mejor, y que en gestos pequeños o expansivos se va erosionando el daño que nos embosca y nos separa.

Es una resistencia poderosa la que terminan movilizando cientos o miles de personas concertadas para no rendirse –por lento y rudo que sea todo, por agotadora y larga que sea la espera- hasta que la única indefensión sea la del propio abuso, y toda su violencia, todas sus confusiones.

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Entrevista “Última Mirada” Chilevisión, con Fernando Paulsen, sobre violencia de la justicia y derechos de las víctimas de violencia sexual (video). Abril 2017

Campaña SERNAMEG #Chilesinfemicidios (video

Naciones Unidas 2015, documento marco: apoyo a la prevención de la violencia contra la mujer (pdf para descarga