Los gritos hieren

Me habría gustado que el título del libro fuera “adultos gritones”, sin concentrar todo (para variar) en las madres. Pero dejando de lado el título -“Madre chillona” en español, “Schreimutter” versión original en alemán-, este libro es un excelente recurso educativo y nos invita a revisar qué significa que los “grandes” gritemos a los más chicos, y no me refiero a hogares que funcionan “a la italiana”, sino al grito que es agresión, exasperación, o una modalidad de discusión entre adultos que tampoco deja indemnes a los niños y adolescentes que son testigos de estas dinámicas violentas.

Este libro ayuda mucho a entender la experiencia, desde la perspectiva de los niños. El protagonista -hijito pingüino- lo establece en las primeras págs. “me gritó de tal forma, que salí volando en pedazos…mis alitas para un lado, mi cuerpo, mi cabeza…”. Los gritos pueden pulverizar, doler, aterrar, humillar, angustiar. Agitan el corazón y dejan un eco que no es llegar y desoír, que resuena y deja marca en todo el ser.

Pensemos en cómo recibirán un grito los niños si a veces, sin gritar pero ante una voz que tiene un tono más categórico, o bien frío, desapegado, sin siquiera usar palabras más duras, hay pequeños que dicen “no me grites, no me reten”. Es porque así lo sienten: una estridencia íntima, un rechazo que es casi un alarido. Y no es de extrañar que muchos niños pequeños, luego de que les gritan, compartan un relato que omite el grito pero expresa “me pegaron”, aunque sepamos o constatemos que no fue así, que no hubo golpe. Pero así se sintió. No es que los niños estén confundidos o fabulando: a muchos realmente les duele, y lo viven como si la agresión hubiese sido física. Y lo es, si consideramos que al fin y al cabo, todo lo experimentamos desde el cuerpo.

Los gritos, todavía demasiado frecuentes en nuestros hogares y aulas, se conciben como una forma de maltrato o abuso emocional y psicológico por sus efectos en la autoestima, seguridad y estabilidad emocional, en la conducta de niños y adolescentes –retraimiento, agresividad- y en su salud (depresión). El impacto y daño que inflige un grito es comparable y muy similar, según diversos estudios, al impacto  del maltrato físico.

Por eso es preciso que el mundo adulto y como sociedad revisemos creencias como que la “disciplina verbal severa” (gritos) puede ser menos lesiva o hasta “reemplazante” de los golpes (como si se tratara de una mejora), y examinemos concienzudamente la evidencia científica, abriéndonos al autoexamen y el cambio colectivo de actitudes a este respecto. Eso significa, también, no sólo promover los buenos tratos o hablar de los efectos del maltrato infantil en cualquiera de sus formas, sino ojalá revisar qué pasa con los apoyos al cuidado, qué tipo de modelo de sociedad determina formas de relación, de trabajo, que pueden ser estresantes y abusivas, qué pasa con nuestra salud, de qué manera se acompaña o sabotea nuestro rol de padres y madres, qué actitudes son frecuentes en diversos en relación inclusive a la presencia de niños. Podemos tener la mejor voluntad, pero entre el cansancio, las preocupaciones, o el solo navegar la cotidianeidad observando reacciones de otras personas al llanto o inquietud de un niño en viajes largos en micro, buses o en aviones, o en una sala de espera, en un cine, ¿cómo termina siendo afectada nuestra capacidad de contención, de acogida, frente a nuestros hijos? Más de alguna vez podemos terminar retándolos o subiéndoles la voz, y luego sintiendo mucha pena y culpa por haber cedido a nuestro agobio.

Actualmente, la evidencia nos permite entender que no sólo son inefectivos los gritos (que muchas veces terminan convirtiéndose en un refuerzo del problema que supuestamente esperaban corregir) sino sobre todo son dañinos para el desarrollo intelectual y emocional de los niños y adolescentes.

Diversos estudios demuestran cómo los gritos activan estructuras cerebrales, específicamente el sistema límbico, que regulan las respuestas de defensa o huida ante el peligro. La activación reiterativa de estas áreas le “informa” al cerebro que su entorno no es seguro, y como resultado de lo anterior se deterioran conexiones neuronales necesarias para la regulación de funciones cognitivas superiores como la atención, planeación, toma de decisiones, pensamiento crítico. El perjuicio es emocional, intelectual, y junto a estructuras cerebrales, recordemos que dolores afectivos y el estrés agudo debilitan el sistema inmune, y hasta son capaces de dañar al corazón, literal, físicamente (ver).

Muchos de nosotros –generaciones criadas con “mano dura”- recordamos cuánto nos gritaron de niños, en todos lados, y cómo se iban nuestras manos instintivamente hacia los oídos (como si cubriéndolos, pudiésemos cubrirnos enteros) o cómo se recogía nuestro cuerpo ante la voz estridente, quizás del mismo modo en que nos ovillábamos antes de recibir una golpiza. Pasan los años y no deja de sorprenderme el poder de la voz, para gestarse y reparar, o para trizar el cielo, trizarlo todo. Lo más blando y humano, vuelto espina (no de gotita de sangre en la punta de los dedos; espina de Ruiseñor y la Rosa, esas espinas).

Aun de adultos, si simplemente evocamos qué sentimos cuando alguien nos levanta la voz y nos trata con palabras agrias (o con silencios despectivos y condenatorios), no será difícil ponernos en el lugar de los niños  y querer a toda costa, con todos los medios y trabajo personal que podamos desplegar (pidiendo ayuda a otros si es preciso), evitar la herida de los gritos a nuestros hijos.

Recuerdo al papá de una compañera de colegio que era el señor con la cara más bondadosa y la actitud más serena del mundo, y cuánto me sorprendió que contara, en tiempos de la recesión de comienzos de los ochenta, plena dictadura militar además, cómo vivía asustado de perder su trabajo sin poder más encima hacer nada frente al trato abusivo de su jefe. Por las tardes, antes de dirigirse a su casa, iba con su citroneta cerca de un cerro (no recuerdo cuál), y ahí gritaba y lloraba para dejar en el viento lo que no quería por ningún motivo llevar a su hogar, donde esperaban sus tres hijas. Los tiempos van cambiando, pero como adultos sabemos lo que es vivir muchas veces sometidos a estreses o experiencias que se sienten abrumadoras, sin salida cercana. Temblamos también. Y enfrentamos nuestra sombra más de una vez.

Aunque todavía hay quienes dicen que de niños “no fueron traumatizados” con golpes ni con gritos (naturalizando peligrosamente la perpetuación de nuestras violencias), una mayoría de adultos expresa sentimientos de culpa después de gritarles a sus niños; y muchos padres y madres comparten la promesa reiterada que se hacen a sí mismos, de “nunca más” volver a hacerlo. Fuera del impacto mayor para los niños, los adultos también sufren los efectos de sus propios gritos. Al hablar de los gritos de sus padres, muchos niños no suelen juzgarlos como “unos histéricos o violentos”, pero sí se preguntan por qué gritan “si a todos nos hace mal”.  ¿Qué cuida, qué no? Los más chicos no sueltan esa brújula ni en el peor temporal.

Alguien escribió (no recuerdo su nombre pero sí la emoción que dejó su reflexión) que todos podíamos considerarnos “buenas personas” sin mayor problema hasta que nos convertíamos en padres y madres y veíamos a diario nuestra falibilidad. Creo que este libro es una generosa oportunidad que se nos presenta, a cualquier edad nuestra y de nuestros hijos/as, para conversar sobre los gritos, las violencias que nos rondan, los vínculos y su vulnerabilidad ante abusos de poder, y por encima de todo, sobre la posibilidad que tenemos, cada uno y juntos, de cuestionar aquello que nos puede herir y minar, para transformarlo en cuidado.

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