Prevención de abusos sexuales: Relación ètica adultos-niños (posteo 1)
“La condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño, es estar con gente que ama la vida”. Erich Fromm
Hubo que llegar a develaciones masivas, desgarradoras, en los últimos años, y este 2018, en particular, para finalmente entender lo que significa la indefensión de los niños y niñas en un mundo adulto que no ha impedido, no como deberíamos, que se cometan abusos sexuales sistemáticos, al amparo de instituciones, por figuras de autoridad respetadas incluso en sus comunidades, o por los propios padres, madres y familiares de niños y niñas víctimas.
Se habla de “nuevas medidas”, protocolos, reglamentos. La exactitud nos parece cobrar dimensiones descabelladas cuando hace muy poco, la Iglesia chilena señala en una guía -ya retirada- que no se debe tocar los glúteos de los niños ni dormir con ellos. ¿No estaba eso claro? Pues no. Y no es sólo la iglesia chilena, o del mundo, o los adultos en instituciones. Recordemos que el ASI sigue teniendo su mayor prevalencia en el ámbito intrafamiliar.
¿Qué ha pasado, qué está pasando con nosotros como humanidad que todavía los índices de abuso son los que son? Las únicas disminuciones en las cifras de ASI –algunas muy significativas, otras más lentas- se observan en países donde en paralelo a procesos legislativos (que por sí solos no cambian conductas ni actitudes), se han implementado programas de educación y prevención con involucramiento amplio del mundo adulto en el cuidado de niños y niñas.
La conclusión se repite en una y otra medición: la posibilidad de éxito está en la claridad de los estándares de cuidado como suelo para el desarrollo del consentimiento (que requiere años, como todo aprendizaje) y en la acción colectiva: desde la política pública, los cambios en instituciones, la participación de toda la comunidad (familia nuclear y extendida, escuelas, medios, barrios, centros de apoderados, magisterio, asociaciones profesionales, universidades y centros de educación superior, fundaciones, etc.). De otro modo, vamos siempre cojos. Si el ASI es un gran fracaso colectivo en el cuidado, es sólo sensato que de esa manera debamos enfrentarlo. Los adultos. Los niños no pueden por sí solos cambiar ninguna circunstancia de sus vidas. No en el marco de indefensión, disparidad y dependencia inexorable que tienen en relación a nosotros. Mundo adulto que ejerce su poder en el contexto más asimétrico imaginable.
Pocas relaciones podríamos imaginar más desiguales -en tamaño, resiliencias, capacidad de provisión y de respuesta a necesidades vitales-, que aquella entre adultos y niños. En las mejores condiciones, inclusive, con la mayor contención y abundancia de recursos morales y materiales, esa relación sigue siendo inefablemente desigual. Esa desigualdad, pensaríamos, podría bastar para impulsarnos a cautelar el estándar más alto de relación humana, de relación ética con la infancia.
Es sabido que el origen de la palabra infancia, infante, se relaciona con la ausencia de voz: “quien no habla”, no tiene voz. Los adultos en cambio contamos con voz, voto, consentimiento, podemos cambiar situaciones, o al menos vocalizar nuestra exigencia, o indignación, y en la realidad más adversa u opresiva, si no podemos hablar alto, todavía podríamos manifestar nuestro reproche y escucharlo en nuestro fuero íntimo. Frente a carencias y padecimientos ¿qué podría decir o implorar un niño o niña de unos meses de vida? ¿Cómo se hacen escuchar? ¿Cómo se defienden? ¿Cómo pueden cambiar lo que viven si así lo quisieran? No pueden.
La vulnerabilidad es una condición humana que todos compartimos, pero es mucho mayor en la niñez. Entendemos en general las necesidades, fragilidades e indefensiones que hacen indispensable nuestro cuidado durante el tiempo de crianza y formación de cada nueva generación. Sin embargo, dedicamos todavía muy poco tiempo al examen sobre las coordenadas que definen el espacio donde adultos y niños nos vinculamos. Ese espacio donde existe, siempre, la posibilidad de incurrir en vulneraciones que malamente podremos reconocer como tales -o que comprenderemos demasiado tarde- si antes no hemos dedicado tiempo a definir, de la forma más completa que nos sea posible, como individuos, familias y sociedades, los límites y estándares que necesitan estar presentes en esa relación nuestra, inevitablemente asimétrica, con la niñez. No sólo para prevenir abusos y daños, sino para acompañar de la mejor manera, el desarrollo de cada niño y niña, mientras crecen y hasta que puedan cuidar de sí y de sus vidas un día.
En la infancia temprana, es nítida la relación entre cuidar y enseñar, entre ser cuidado y aprender. Las primeras tareas imprescindibles para el desarrollo infantil transcurren en compañía de uno o más adultos cuidadores y educadores, dispuestos a compartir las vidas de los niños mientras ellos dan sus primeros pasos conociendo el mundo, y a sí mismos. Sin embargo, conforme avanzan las etapas, edades, los ciclos escolares, el vínculo entre formación y cuidado parece desdibujarse.
Por ejemplo, de las y los educadores de párvulos se espera indefectiblemente que cuiden. No así, o no del mismo modo, de docentes en séptimo, o tercero medio, y menos todavía de académicos en centros de educación superior. En espacios como la escuela, la universidad, las iglesias, aun hoy en día ante denuncias de estudiantes jóvenes por abusos sexuales, acoso, conducta impropia, etc., la responsabilidad no suele sancionarse categóricamente como adulta y tiende a percibirse como algo a lo menos compartido, así se trate de adolescentes menores de edades (porque “se expusieron”, “exageran”, “algo habrán hecho”, etc.), amparados por la ley en el imperativo de protección. Dicha protección es integral y no sólo abarca necesidades de provisión, derechos, y el resguardo de la integridad física o sexual. ¿Dónde queda la manipulación emocional, de consciencia, las presiones diversas que puede ejercer alguien adulto y mayor de edad y en posición de ventaja en relación a alguien que todavía depende de una serie de soportes, familiares, escolares, materiales, etc., mientras termina de crecer o lograr una autonomía todavía parcial, todavía en progreso?
Todavía son muchas las confusiones que nos rondan. Desde el forzar a los niños a saludar de beso –quieran o no- hasta confianzas gratuitas conferidas a adultos de nuestras familias o de colegios, pastorales, scouts, grupos deportivos, etc. Es humano y hace bien esperar lo mejor de las personas, pero cuando se trata del cuidado de los niños, las preguntas, la información sobre normas y leyes, los acuerdos de buen trato y los límites, así como los cursos de acción a seguir en distintas situaciones, son cuestiones acerca de las cuales necesitamos conversar y estar claros desde un primer momento, para luego realizar todas las precisiones y actualizaciones que vayan siendo necesarias.
¿En qué situaciones se da el acceso corporal, la interacción física adultos-niños? ¿Importa precisar cómo se expresan afectos, consuelos, amonestaciones, cómo se despliega la ayuda en el baño para los más chiquitos, o el auxilio en caso de accidentes, o el apoyo post traumático?, ¿Qué es esperable en espacios como camarines, o campamentos, paseos, u otras instancias donde duermen cerca o en el mismo espacio cuidadores y niños, docentes y estudiantes? ¿Se desvisten juntos, no, por qué, hay excepciones y cuáles son? ¿Qué normativas o recomendaciones, a lo menos, existen en colegios acerca de interacciones sociales entre docentes y estudiantes fuera del espacio escolar, o en lo referido, por ejemplo, a relaciones como “pololeos” entre profesores y alumnos? Algunas preguntas parecen obvias, otras deberían ya en este siglo resultar ajenas, extemporáneas. Pero toda pregunta, por incómoda o extraña que nos resulte, si es pertinente al cuidado y la relación ética, sin abusos de poder, entre adultos y niños, sigue siendo imprescindible.
Recuerdo que de niña, los “coqueteos” o “pololeos” profesor-alumna o profesora-alumno (esos eran menos conocidos) o bien pasaban desapercibidos, o eran observados en tono celebratorio: por otros adolescentes, como algo misterioso y hasta envidiable, y por adultos, especialmente entre hombres, como un “logro” si se trataba del hijo o nieto que había “conquistado” a una mujer mayor. Esas iniciaciones sexuales, en quienes las vivieron –y se repiten esos testimonios en la terapia-, dejaron huellas. Profesor de teatro de 30 años, con una niña de 13. Profesora de filosofía de 35 con niño de 15. Hoy cambian las asignaturas o disciplinas, pero todavía conocemos de estos casos sin que parezcan preocupar ni ocupar mayormente a nuestras sociedades. Seña de ello es que cuando asumió el Presidente Macron en Francia, eran innumerables las columnas (en medios inteligentes y no tanto) sobre la “hermosa historia de amor” con su esposa. Había comenzado siendo él un menor de edad, y ella su profesora. Otros adjetivos y nombres me rondaban, la total omisión y trasgresión de límites del consentimiento cuyo ejercicio es muy distinto –en su ejercicio, comprensión, capacidad de lidiar con consecuencias, etc.- en un adolescente de 15, versus una mujer adulta-madura de cuarenta años, y en posición de autoridad y ventaja. Asimetría de poder. Y abuso de éste.
Continuarán los abusos sexuales en instituciones religiosas como la Iglesia Católica, los sistemas de protección de los Estados, diversas disciplinas deportivas (recordemos a Larry Nassar y el abuso de niñas gimnastas olímpicas, durantes años), colegios y jardines infantiles, y la mayoría, en los propios hogares y entornos familiares, mientras no abordemos el abuso desde el reconocimiento explícito, el autoexamen, las acciones concretas que visibilicen y permitan ser conscientes y responsables en un contexto de asimetría de poder. Un poder que conlleva responsabilidades –exigibles desde lo mamífero, lo humano, lo ético, lo legal- que recaen en quien detenta dicho poder. Entre adultos y niños, en cualquier relación, esa asimetría está presente. Y en relaciones con otras figuras de autoridad, como los docentes, a cualquier edad, inclusive durante la educación superior. No porque exista una diferencia de edad mínima con los alumnos –y aun si éstos fueran mayores que sus académicos-, o mayores grados de autonomía y de consentimiento, desaparece la disparidad de poder.
Las realidades que hemos conocido han prevalecido por largo tiempo, entre muchas otras razones, debido a nuestro desconocimiento, desapego o indiferencia, excesos de confianza, o de aquiescencia, o por dificultades e inseguridades en nuestra propia historia y vínculo con los poderes. Muchos papás y mamás, todavía, en la consulta, llegan con inseguridades y miedos –muy reales, porque conocen las consecuencias- sobre preguntar lo más elemental en jardines y escuelas donde matriculan a sus hijos. Las familias o cuidadores que “preguntan demasiado” suelen ser vistos como problemáticos, complicados, sobreprotectores, obsesivos, y un largo etcétera donde entre tanto juicio, cuesta hacer lugar a la mirada del cuidado. Habría que felicitar a quienes “preguntan mucho”, no silenciarlos. Habría que agradecer su contribución a una cultura de cuidados.
En el trabajo con abusadores algo que ellos mismos señalan es que el disuasivo más fuerte es la presencia atenta de adultos cuidadores en torno a un niño, niña, o grupo de niños; que las mamás y papás que conversan y preguntan mucho son una “advertencia de peligro”, de “con ese niño/a, mejor no”. Que también son frenos las escuelas llenas de protocolos, actividades, hasta letreros de prevención por doquier, recordando a los niños que ningún maltrato ni abuso es “secreto” (tampoco el bullying entre pares) y que nos tenemos que cuidar entre todos, y esperar de los adultos cuidado (definido en conductas y términos muy precisos). En definitiva, el límite, la mayor protección, somos nosotros: el círculo de cuidado alrededor de niños y niñas.
Si todas las voces hasta aquí no han bastado –sobrevivientes, profesionales, sistemas de justicia, etc.- y son las propias personas responsables de abusar quienes comparten esta información clave ¿no sería tiempo de tomarla en cuenta de una buena vez? ¿Actuar desde el cuidado de una buena vez? La invocación más terrible la lei alguna vez en “Conversaciones con un pederasta”, donde el agresor sexual de más de mil víctimas –Alan, en el libro- arroja luces sobre las formas de actuar y abusar (suyas y de otros pederastas), admite que prefiere la desolación de la cárcel, en cadena perpetua, a la lucha con sus demonios (la que viviría en libertad), y conmina a los adultos a realmente hacerse responsables del cuidado de los niños y adolescentes porque en las fisuras de su soledad y abandono, el abuso encuentra por donde apropiarse de una vida, y quedarse en ella hasta destruirla.
Por eso, es indispensable que todos nos informemos y eduquemos en temas específicos del cuidado infantil como son la prevención, intervención y reparación en situaciones de violencia y abusos que hayan sufrido niños o jóvenes (entre los más prevalentes, maltrato físico y abuso sexual). No es suficiente el desarrollo de “protocolos” para enfrentar abusos de poder contra los niños si no somos -cada uno y como sociedad- capaces de atención, respeto, sensibilidad y ductilidad en nuestras respuestas frente a una diversidad de malestares y duelos en la vida cotidiana, dentro y/o fuera del aula, y en otros entornos donde viven sus infancias las nuevas generaciones. Ojalá con nosotros disponibles para transformar las crisis de cuidado que vivimos como sociedad, en oportunidades de agencia cultural, de promoción del cuidado como una ética y una herramienta útil y generosa, para abordar desafíos de la crianza, el desarrollo infantil, la educación, la salud. Toda esfera.
¿Y la conversaciòn sobre dignidad humana, sobre derechos, sobre el poder? Es necesario sostenerla entre nosotros y con los niños, también. Sería inolvidable aprendizaje, y una enorme plataforma para el desarrollo del autocuidado (y el consentimiento, la autonomía, la responsabilidad que irán ganando progresivamente, conforme crecen) si nosotros mismos decimos a los niños que no podemos abusar de ellos, y aunque seamos más grandes-viejos-competentes-responsables, etc., eso no nos autoriza a golpearlos, humillarlos, forzar acceso corporal, etc.
Las ausencias del mundo adulto nos enfrentan a la pregunta de cuánto podemos suplir, contener, o saciar, dentro de los límites de nuestro rol y de nuestro propio autocuidado, y de las consideraciones de bienestar e interés superior de los niños niñas y adolescentes. Existen límites impuestos por la desigualdad, la pobreza, la injusticia social, y aunque podamos exigirnos a niveles sobrehumanos –es decir, que exceden la capacidad particular de cada uno y una-, sabemos que existen situaciones donde ninguna entrega nuestra podrá mitigar o erradicar carencias de modo definitivo, en las vidas de muchos niños. Pero cada uno, en diversos mundos, podemos desplegar una “actitud amante de la vida, del vivir” (palabras de Fromm) y de aprecio y cuidado incondicional hacia los niños y jóvenes que se exprese, de partida, en la forma de relacionarnos con ellos.