Termino en este posteo una serie de 3 dedicados a los niños, los niños hombres (ver, RENT 1, y RENT 2). Las letras van sin ánimo de separar, de descuidar a nadie, aunque no debería ser precisa la aclaración.
Si he querido detenerme en los niños y su trayectoria particular en la voz, sobre todo, ha sido por empeño de reunir, de prevenir disociaciones u omisiones más profundas de las que ya percibo a mi edad, y en este milenio.
Veo en estos escritos, una oportunidad de aprender y asombrarme también, porque aunque parta desde las fragilidades, es hacia la resiliencia del amor y el cuidado que estoy caminando, todo el tiempo. De ida y vuelta.
Llevo en la memoria el registro de experiencias que me han ayudado a poner más dedicación, y otras, que me han maravillado simplemente. Con casi 50 años, las historias que he escuchado en voz de niños y adolescentes no son pocas. En el aula, en sesiones de educación en sexualidad/afectividad y relaciones humanas, en el trabajo con niños refugiados, en la práctica clínica. Tantas voces que nos enseñan. De niños, o de los hombres que una vez fueron niños.
Veo también en estos escritos, y creo es justo sincerarlo, una oportunidad de reparar tejidos, como cada vez que me acerco -aunque me sienta ignorante o inadecuada o sin derecho a hacerlo- al mundo de lo masculino. El padre, más que quebrarme a mí, quebró un vínculo con la vida donde también habitaban, más o menos en un 50%, los hombres que eran y son parte de la humanidad. Hombres que son hermanos, aliados, prójimos, semejantes. Con quienes comparto, como mujer, como persona, mi vida. El cuidado.
El trabajo con la infancia ha sido una fuente de redención y renacimiento, de aprendizaje mayor, cada niña, cada niño. También, los papás dedicados que he conocido en procesos de reparación del trauma de sus hijos/as. Mis colegas sabios, amigos amados, el compañero de ruta. Desde la ética del cuidado, la energía es atenta e insistente, el amor y respeto por niñas y niños. Cuando alguno se nos queda atrás, olvidado, no escuchado, necesitamos regresar, enmendar, replantearnos cómo lo estamos haciendo. Una niña. Un niño. Quien quiera, no quede fuera de nuestro amor.
Erich Fromm dijo (en “El corazón del hombre”) que “la condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño (o en la niñez), es estar con gente que ama la vida”. Ese amor es contagioso, y se contagia en los gestos, los ejemplos, el tono de voz, las relaciones afectuosas, la libertad, la influencia estimulante: “abundancia contra escasez”, propuso Fromm, por supuesto sin separar a niñas de niños. Vulnerables, mortales, si la condición humana insistimos en llevarla a la discrepancia, a la separación, ¿cómo poder amar?
No dejamos de preguntarnos de dónde sacar amor por la vida -fuera de nosotros y nuestros mundos- cuando el tono predominante de este tiempo como nación, en lo que expresa la conducta de quienes nos gobiernan, las historias que hemos conocido, tiene un volumen nefasto y mezquino. Más de pérdida, de muertes (de niños), que de vida buena. Pero siempre nos queda apuntar el alma con cariño hacia cada niño y niña mientras crecen; hacia su maravilla y “perseverancia en el vivir”, en el aprender a vivir. Con oportunidades -abundantes, equitativas, deben ser- para desplegar su potencial y el amor que ellos mismos pueden llegar a sentir por la vida, y a volcar en ella.
Pensemos en los niños que están realizando, ahora mismo, durante sus infancias, proyectos increíbles en beneficio de sus vidas y de la humanidad. Richard Turere (Africa), Jack Andraka (EEUU), Travis Price y David Sheperd (Canada), Kesz Valdez (Filipinas), por sólo mencionar algunos ejemplos, son testimonio de cómo el cuidado y afecto incondicional prodigado por una persona al menos, hizo florecer inspiraciones y tesones para llevar a cabo sueños que no tuvieron y no tienen por qué esperar a la adultez para cumplirse, si los niños cuentan con todos nosotros apoyándolos. Y si cuentan también, con sus pares, su generación.
No partamos diviéndolos, o poniendo el acento en las brechas. Las diferencias son otra historia: hay que mirarlas, aprender de ellas, asombrarse, maravillarse en su presencia. Son distintos, claro que sí, niñas y niños, mujeres y hombres, y todos los seres humanos. Pero “diferencias” en igualdad: igualdad de trato, de respeto, de cuidado, de amor. Niños y niñas, lo repito en cada lugar que voy, con cada grupo de estudiantes, de cualquier edad: necesitan disfrutar y propiciar la mutualidad del aprecio un@s por otr@s, del respeto, del cuidado y buen trato. Más que los géneros, la educación desde la ética del cuidado de la niñez, el desarrollo humano, la construcción de humanidad.
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Recuerdo lo emotivo que fue el discurso de la joven actriz Emma Watson ante Naciones Unidas el 2014 por la campaña “He for She”. Muchos no dejamos de añorar, todavía, mucho más que una campaña de “She for he” (también se ha propuesto), una de “She and he for us”. Todos y todas, por todos y todas, resistiendo toda discriminación, toda injusticia. Tratándose de la infancia, ¿cómo separar a niños de niñas o viceversa? No lo hacemos con nuestros hijos. No lo hacen otros mamíferos con sus cachorros; no existen discriminaciones sexistas, ni existen defensas por uno u otro género donde se arriesguen puntos ciegos o mudos para unos cachorros u otros.
El discurso de Emma Watson fue comentado por una columnista de TIME, Cathy Young. A propósito de las innumerables menciones que realizó la actriz al feminismo, Young presentó sus críticas, muy duras, por la actitud divisiva y el lenguaje utilizado por el feminismo radical (demoledor en relación a los hombres) y en relación a la ausencia de un debate, todavía, serio acerca de los derechos a cuidar, iguales para mujeres y hombres. Pero su más sentida advertencia, y la que resume todo, fue la siguiente: “mientras el feminismo no reconozca activamente la discriminación ejercida contra los hombres [niños incluidos], la lucha por la igualdad de género será siempre incompleta” (ver columna, inglés). Absolutamente.
Recuerdo haber comentado la columna de TIME con Carol Gilligan. Por ese tiempo, emocionadas por el film “Boyhood” (y aunque muy distinto el género y tema central, la serie Stranger things de Netflix logra capturar formidablemente la sensibilidad y mundo de los niños), y compartiendo la preocupación por el silencio de los niños, la siguiente anécdota fue una inyección de poder y esperanza:
En una conferencia sobre ética del cuidado, en una universidad francesa, en la parte final de las preguntas y comentarios del público, un grupo de mujeres feministas la interpeló provocativamente acerca de su definición como tal, y su compromiso con la causa.
Con su serenidad imbatible, Gilligan respondió que se reconocía feminista -entendiendo el feminismo como un movimiento de liberación para mujeres, hombres, niñas y niños- y siempre conservaba un compromiso férreo por la igualdad de derechos de todas las personas (con una prioridad por los derechos de la niñez). Pero a su edad, y en relación a la pregunta central, simplemente le parecía innecesario tener que adherir a rótulos o encasillarse en caracterizaciones que la alejaran de lo más importante: su condición humana, y la ética humana del cuidado, como el mayor desafío y vocación, una urgencia mayor en estos tiempos.
Aplauso cerrado, en mi alma también (ovación de pie), porque hubiese espacio para honrar la lucha de tantas mujeres que se apostaron a luchar por sus derechos y los de sus hijas, sus nietas, y todas las que vendríamos después, y también para honrar a los hombres buenos, humanos y humanas que en cada generación han dedicado sus vidas, su amor de vivir, a resistir injusticias, faltas de cordura social, de cuidado.
En ese mismo círculo, poder agradecer también la lucidez amorosa de dos hijas, las dos personas gracias a quienes más aprendo de vivir y con quienes más entiendo –aunque todavía me falte mucho- cómo es que se va cambiando el mundo.
Es la fortuna que uno tiene de compartir con niños; la belleza de lo que viene engranado naturalmente, quizás, en el ciclo de la vida: esa capacidad de los más pequeños de regresarnos a lo esencial; de despejar, suavizar el corazón herido o el intelecto cuando se ha vuelto duro e intransigente.
Los niños y niñas nos transforman. Su ética en estado cristalino nos ayuda en la exactitud para reconocer gestos hospitalarios, bienes para la vida, sin separar a unas personas de otras, sin hacer diferencias. Todos los estudios, todo el trabajo y aprendizaje de décadas no serán más trascendentes que esas luces y tantas otras que todos recibimos, todavía en ventaja, de niños y niñas más que del mundo adulto. Quizás el tablero se equipare más adelante, no perdamos esperanza.
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Justo en el día de publicación de este posteo, encuentro este video encomiable realizado por Hay Mujeres, organización chilena fundada y dirigida por una gra cientista política y querida amiga, María de los Angeles Fernandez-Ramil.Ojalá puedan verlo y compartirlo: “Yo me libero”
“I try and laugh about it, Hiding the tears in my eyes, Because boys don’t cry, Boys don’t cry”. The Cure
Recuerdo en mi adolescencia cómo resultaba un tema el llanto de los hombres. Dentro de todo lo descabellado de esa época, era una locura más -en mis ojos de los 13, 14 años- que tuviera que existir la pregunta sobre ese llanto. Lo había atestiguado en mi abuelo, al morir su madre y sus amigos de Antofagasta. Y en compañeros de curso, y en profesores hombres. Pero claro, eran situaciones más bien límite, y luego de esas lágrimas siempre un poco a medias, incompletas, no cabía una palabra. La pena era sal. No llegaba a ser una historia.
Décadas después, cuesta creer que todavía sea necesario detenerse en las voces que faltan, o que no escuchamos simplemente. Ya comentaba en el posteo previo sobre el silencio que se vincula a experiencias de abuso sexual, de violencia física, o psicológica vividas por niños, jóvenes y hombres adultos también. Señalaba que el lenguaje es un territorio del cuidado donde demasiados discursos se han vuelto factor de daño (es preciso escuchar con oídos finos, desde el corazón). Que los niños hombres callen, o ni siquiera tengan la certeza sobre el derecho a expresar su sufrimiento, es una realidad que pide de nosotros cambios de actitud de forma prioritaria: con ellos, en el trato con hombres adultos también, en la mutualidad del respeto que cautelamos.
Sin embargo, no sólo las experiencias más traumáticas se silencian. Las emociones, los afectos, también.
Niños y niñas nacen iguales, con la misma capacidad y necesidad de conexión; sonríen, lloran, muestran resonancia y empatía desde muy pequeñit@s: le soban la cabeza a un oso que cayó al suelo, le ofrecen algo -lo que tengan a la mano- a otro niño que llora y si no logran consolarlo, buscan con la vista a algún adulto para que interceda.
También se solazan, niños y niñas, cuando aprenden a hablar, cantar, leer. Palabras y caricias son un gozo sin diferencias de sexo ni género. Pero algo pasa después que los niños -mucho antes que las niñas- cambian sus formas de expresión y relación.
Las voces de los niños ¿en qué minuto comienzan a bajar su volumen, o a extinguirse? Judy Chu, investigadora norteamericana y también discípula de Carol Gilligan, señala que existe un momento de “pasaje” al silencio de los niños varones, que comienza en la escolaridad temprana.
Ya en Kinder, o primero básico, los niños han comenzado a internalizar una serie de estereotipos y nociones sobre el “ser niño (hombre)” -compartidas por sus entornos, la escuela, las familias, los medios, en fin, los mensajes llegan desde diversas fuentes-, y progresivamente van siendo menos vocales, menos espontáneos, más cautos. Más conscientes de cómo deben actuar, de cuáles juegos despiertan o no reparos, qué conductas (y voces) son socialmente esperadas y aceptadas, qué miedos pueden y no sentir o expresar, qué júbilos, cuáles intereses. Un mecanismo primero rudimentario de automodulación y censura, va ganando territorio, o robándolo mejor dicho.
La autenticidad de sus seres asoma como pérdida. No será la única para los niños mientras crecen.
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Silencio y los vínculos
A la pérdida de autenticidad de los más chiquitos, en años sucesivos del desarrollo, puede sumarse la mengua en los vínculos. Específicamente, en la desaparición del “mejor amigo” como descubrió otra investigadora, Niobe Way, entre adolescentes que concluían el ciclo de educación básica y/o que comenzaban la secundaria.
No es que los niños varones no tuvieran amigos, pero sí expresaban una nostalgia por la intimidad, la profundidad de las conversaciones y confidencias, y por el cariño intenso (el amor, pero esa palabra era evitada, o usada con mucha cautela) por otro niño o adolescente con quien compartir sus vidas e historias, sin juicios, con aceptación incondicional. Inevitable recordar a Tom Sawyer y Huck Finn, sus aventuras, su complicidad.
Quienes habían tenido esa clase de relación, sentían que la habían perdido o reconocían el riesgo de perderla durante la secundaria. Y quienes no habían alcanzado a construirla, sentían que ya había pasado el momento. Décadas de investigación, y se repiten razones en los estudios de Way con jóvenes: el tema del bullying, de la imagen, el cómo son percibidos por sus pares (y también desde el mundo adulto), y la relación con sus pares del sexo opuesto.
Para muchos niños varones, la amistad de las niñas es un espacio de contención; para otros, en sus primeras relaciones de pareja con niñas, no saben bien cómo responder no solamente ante el afecto -en una etapa donde el enamoramiento y el despertar sexual amplifican todo-, sino ante agresiones emocionales, físicas, o sociales que también las niñas, aunque sea en mucha menor proporción, podrían desplegar. Pero no se les habla sobre qué hacer, qué sentir, cómo responder cuando sus propias amigas o novias, los agreden. Son temas que no estamos abriendo, no como está siendo necesario, y que necesitamos abordar más temprano que tarde.
En los estudios de Niobe Way, también aparece, recurrentemente, el fantasma de la homofobia y la discriminación(con toda la carga en un período donde, straight o gay, los niños estaban viviendo sus primeros amores) o simplemente de una masculinidad precaria o frágil (“demasiado sensible”, era el reproche), como un motivo de preocupación de los muchachos, una “advertencia” que han vuelto propia y los vuelve más reservados o distantes en sus vínculos.
Los niños no dejan de explicitar la disonancia: “se nos pide mayor conexión con nuestros sentimientos”, pero al fin y al cabo lo que se continúa endosando es la separación de su mundo afectivo mediante mandatos y estereotipos que pese a todos los esfuerzos, todavía no terminan de evaporarse.
Que los niños sientan, sí, “pero que no se les pase la mano”, que sigan siendo “hombres”, “fuertes” (y si no se los piden a ellos, los niños igualmente ven cómo es la exigencia que se hace a sus padres, tíos, hombres adultos de sus mundos cercanos). Iguales, uniformes, conformes: una masculinidad que pesa, que agobia muchas veces, que va restando seguridades, vitalidades de las nuevas generaciones de niños, conforme avanzan hacia la adultez.
Revisando el trabajo de Niobe Way con adolescentes es reconocible una clave semejante (en la “herida moral”) al revisar testimonios de veteranos de guerra. En el caso de los sobrevivientes de Vietnam, al duelo que traían por todo el horror vivido, se sumaba la incomprensión que encontraron –al regresar a su país- en parejas, familias y círculos cercanos cuando manifestaban que se sentían solos y extrañaban a sus amigos. Aquí sí aparecía la palabra “amor” entre hombres que sentían añoranza y cero temor a ser considerados ya nada (ni débiles, ni desequilibrados por el trauma; habiendo perdido tanto, qué valor podían atribuir a juicios de quienes no sabrían jamás lo que es vivir una guerra); sólo expresaban una necesidad de conexión y de contención entre semejantes.
En condiciones tan inimaginablemente distintas como deberían ser un campo de guerra y los años de niñez y de escolaridad, respira la coincidencia de un duelo de niños y hombres grandes frente a la pérdida de intimidad y del vínculo amoroso entre amigos. ¿Y si fuera así para mis hijas, o lo hubiese sido para mí? ¿Cómo se vive con un impedimento que, casi sin darte cuenta, te va separando tanto de tu capacidad de amar, o sólo te permite experimentarla desde las pérdidas infligidas?
Fue telúrico ese darse cuenta. Podía haber reflexionado sobre muchas presiones y costos que el sistema patriarcal imponía sobre niños y hombres, incluidos el silencio del abuso, o la mengua en la intimidad de vínculos de pareja y/o con los hijos. Pero el sacrificio –expropiación, casi- de otros universos afectivos, como el del amor entre niños hombres amigos (tal cual una ama a sus amigas), no llegué a verlo hasta mis treinta y algo, casi cuarenta años. Esos vínculos interrumpidos en la infancia-adolescencia, ¿qué soledades dibujan hacia adelante? ¿Cuántos hombres encuentran aliados incondicionales, pilares de resiliencia. en crisis de la adultez (divorcios, cesantías, conflictos vocacionales, redefiniciones de identidad)?
La soledad y silencio de los niños varones es una señal roja incandescente a la que poner atención, y a la que responder desde su nacimiento. En toda etapa.
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Una “epidemia silenciosa”
La OECD advierte en diversos reportes, cómo las “sanciones” a los niños en el sistema educativo –por su “conducta”, por su menor rendimiento o menor “responsabilidad” en comparación con las niñas-, lejos de ayudarlos, los aliena (y es cosa de observar sus tasas de deserción escolar).
Por su desventaja histórica, se ha destinado la mayor energía en promover la participación, educación y expresión de las voces de las niñas en todas las latitudes, pero mucho menos (casi nada) se ha incentivado en los niños el ejercicio de sus derechos, y uno esencial es a “contar su historia”, lo que viven, lo que sufren, lo que sienten como pérdidas, lo que los asusta, lo que sueñan, lo que aman.
Nos ayudaría reflexionar sobre lo que nosotros, el mundo adulto, observa o define como “problema” en los niños; tantas afirmaciones sofocantes, que desvitalizan: “son más desordenados, distraídos, malos alumnos, peleadores, inexpresivos, etc, etc”. A cuántas familias se les advierte que sus niños “son demasiado suaves” o bien “demasiado físicos, hiperactivos”, o “agresivos”. El tema de la pena o la rabia, más que medicación o castigos, respectivamente, pide mejores preguntas de nuestra parte, confirmación incondicional de la persona de cada niño, respuestas más profundas: ¿Qué niño habla, desde qué cuerpo, desde qué hogar, entorno, cultura, desde qué historia de vida hasta ese momento?
Necesitamos desplegar nuestra escucha y empatía antes que alertas, diagnósticos, juicios, amonestaciones y sanciones. La emocionalidad de los niños necesita ser acogida con igual atención y determinación que la emocionalidad de las niñas. Todas sus resiliencias, todas sus fragilidades. Por igual.
El 2014 se publicó un artículo sobre el “sexo más débil: los hombres” (en inglés, Scientific American, febrero). Desde menores tasas de natalidad a su mayor vulnerabilidad ante ciertos contaminantes y enfermedades, más que lo científico, queda luego de la lectura una sensación de deuda, o de invocación ética a mirar, no sólo en la biología sino en la integralidad de su ser, la fragilidad de los niños.
Mayor volumen cobra esa exigencia –porque se vuelve una- cuando uno sigue la trayectoria de indicadores de salud mental y de tasas de suicidio a nivel mundial.
“La epidemia silenciosa” -como ha sido llamada desde comienzos de esta década- arrasa con las vidas de niños, muchachos y hombres de distintas edades -con picks en la edad mediana y la ancianidad-, quienes se suicidan en números tres veces superiores a las mujeres.
Entre los suicidios adolescentes, más del 80% corresponde a muchachos. Existen suicidios e intentos de suicidio en niños tan pequeños como de 7, 8 años. El bullying escolar y cyberbullying siguen apreciendo entre los principales detonadores. El silencio antecede. En niños y adultos. La nota o carta de suicidio, las señas previas o pedidos velados de ayuda, o los intentos frustrados, en el caso de niños y hombres son más escasos, o no existen.
Cuando tenía unos diez años, el dólar cambió su valor y muchas empresas se fueron a la quiebra. No era el tipo de noticias a las cuales los niños prestaran atención. Si me quedó grabada la crisis, fue porque el papá de una niña de mi colegio se mató lanzándose al metro. No dejó razones, y todos asumieron -es lo que comunicó la familia- que su desesperación se debía a la bancarrota. Veinte años después se supo la verdad: además de la bancarrota, llevaba años en un matrimonio profundamente infeliz, de mucho maltrato psicológico y verbal (¿quién habría atendido a esas congojas en aquellos años, sin sojuzgarlo?). Yo lo conocí. Era un hombre bueno. Un buen papá. Cuántos habrá habido como él de quienes no se supo -o no se sabe, aún hoy- su historia.
En nuestro país, la proporción de suicidios hombres/mujeres es de 4/1 (ver datos, y por favor conozcamos la labor de Fundación José Ignacio). Con el agravante de que Chile y Corea del Sur son las únicas dos naciones del mundo donde el suicidio infanto-juvenil lejos de disminuir, aumenta anualmente.
No es la idea abandonarnos en una fosa de cifras dantescas, pero sólo conociendo la dimensión de lo que se arriesga, de forma realista, adulta, podemos ponernos en acción sin más demora. La tendencia primaria y más fundamental de la vida, es perseverar en ella. Si esta tendencia se atrofia, si es herida, en una etapa tan vital como la infancia, algo necesitamos cambiar drásticamente en nuestra forma de hacer las cosas.
Urgen en Chile legislaciones de salud mental que permitan responder y contener a quienes ya sufren, pero también apremian los esfuerzos que como sociedad realicemos en el cuidado y en la prevención de los cismas y congojas que pueden llevar al suicidio de niños y hombres en los números siderales que estamos atestiguando.
Esos esfuerzos de prevención, son de responsabilidad compartida y no de separación, discriminación), y cuestionando las restricciones que afectan a niñas y niños, a hombres y mujeres, sin condonar lo que todavía se condona en demasía: el doble estándar, el no respeto -o no defensa- a la dignidad de tod@s.
Podemos orientarnos a partir de la evidencia, y podríamos también revisar cientos de estudios pero ya sabemos, en el fondo siempre sabemos, que no hacen bien ni el silencio ni los vacíos de afecto, ni el impedimento para expresar emociones y tener que soportar callados sufrimientos, violencias, humillaciones, derrotas (en sociedades donde la exigencia de rendimiento y éxito es feroz, y donde muchos niños y hombres viven en condiciones de pobreza, o borderline) o las tristezas que vienen con un mes cualquiera. ¿Qué podemos hacer mejor?
El respeto, el amor que aprendan a darse a sí mismos los niños, dependen mucho del trato que reciban de todos nosotros: familias, profesores, la comunidad completa. Y también depende del trato que atestiguen en el mundo adulto: tanto entre hombres, como entre mujeres y hombres. ¿Qué formas de interacción, qué diálogos, qué vínculos mostramos a los niños?
La forma de llevar un disenso, de transitar una cesantía en el hogar, un divorcio, de enamorarnos, o de despedirnos de un amor, el cómo opinamos del otro sexo, las palabras que elegimos para referirnos a hombres y mujeres (incluso los chistes), lo que criticamos y cómo, lo que nos indigna, lo que nos conmueve, todo, absolutamente todo es fertilizante para el desarrollo de un autoconcepto sano en los niños. de autorespeto, de una orientación al cuidado y respeto mutuo entre los sexos.
Tenemos una responsabilidad en evitar que desde niños, los hombres silencien sus voces por expectativas, estereotipos, mandatos sociales que de algún modo todos sostenemos o habilitamos –y eso hacemos cuando no los cuestionamos, o cuando cedemos ante el peso de las generalizaciones sin proponer distnciones, miradas inclusivas, sin indignarnos cuando la violencia o la denigración apunta en dirección de niños y hombres- no es de extrañar que la depresión, la soledad y las ideaciones de muerte estén asolando. A niños y hombres que son hijos, hermanos, amigos, parejas, personas a quienes conocemos, amamos, y deseamos bienestar no porque veamos fenómenos o cifras trágicas. Es porque sí, por una ética humana de cuidado, sin condiciones, sin distinciones de género ni de nada.
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Imagenes: Ellar Coltrane, protagonista del film Boyhood, 2014
Muchos pero muchos años atrás, recibí una llamada de la señora que cuidaba a mi hija mayor (y con sus casi 60 años, mi hija 5 y yo 25, era en realidad casi la madre de las dos) para preguntarme por qué había castigado a “su niña”. Yo estaba trabajando, no creía mucho en “castigos” (sí en la disciplina positiva) y menos recordaba haber restringido los “monitos” esa tarde. No puede ser, le digo, pregúntele de qué habla por favor. Vuelve al teléfono y me cuenta que mi hija “había decidido no hacer las tareas” que le enviaron, que ella era chica, que estaba cansada de que “todo el día era puro colegio”, pero sabía que no estaba bien así es que por eso no vería su media hora de tele.
“Yo encuentro que la niña tiene razón” me dice la querida señora. Yo también se la encontré, y al tiempo que anticipaba una maternidad desafiante con una hija capaz de auto-administrarse justicia, sentí sobre todo una inmensa emoción ante su claridad: la consciencia de su agobio, la noción de las reglas y responsabilidad a tan corta edad, y su confianza para expresar todo eso en su hogar. Dos años después nos fuimos de Chile, comenzó a disfrutar de la educación en la escuela, y no se convirtió en anarquista ni fracasada ni delincuente (el derecho fue su vocación). Es una gran mujer.
Escribo y no recuerdo una sola vez en su colegio en Chile en que me llamaran para contarme sólo algo bueno; sí un par de veces para pedirme ir al psicopedagogo. Nuestro camino comenzó, como para muchas familias en esos años, con la postulación a prekinder. Para mí sorpresa, el colegio decidió que debía ingresar de inmediato al kínder, pese a no contar con la edad, por los “excelentes resultados” en el examen de admisión. Números, cifras, rankings, recuerdo la entrevista de admisión como una clase de estadísticas. Llegué a ese colegio porque era pequeño y tenía un proyecto social (el francés iba siendo menos útil que el inglés, pero seguía siendo una lengua maravillosa), pero debo reconocer que me equivoqué y mi hija sufrió 4 años las consecuencias de mi desacierto mayor (menos mal no fueron más).
Desoyendo mis reparos, el colegio decidió que mi hija comenzara en kinder, aun siendo la menor del curso. Por supuesto, le faltaba madurez para aprender al mismo ritmo de los demás niños (seis meses pueden ser una tremenda diferencia a esa edad) y ella expresó desde el comienzo esa sensación de tener que “apurarse” constantemente. El colegio me consideró una mamá aprensiva e inexperta, y evaluaron todo como “espléndido” en razón de sus desempeños y promedios de notas (sobre 6,5). De nada valió el argumento de que ella lo pasaba mal, y que sus aprendizajes no estaban siendo bien consolidados. Me dijeron que quienes sabían de educación eran ellos y si no me gustaba, “ya sabía qué podía hacer”. Cuántos no hemos escuchado esas amenazas sin dar el único paso que creo corresponde dar ante cualquier extorsión: retirarse de inmediato. Pero no lo hice. Era una mamá sola, demasiado joven y me dejé intimidar aunque no por mucho. En nuestro segundo hogar fuera de Chile, mi hija por fin estaba contenta, gozando sus años de escuela. Jamás nos amenazaron ni desoyeron, y agradecí esas lecciones trabajando como orientadora y como profesora en aula desde el compromiso de jamás-jamás trasgredir la relación de imprescindible respesto y ayuda mutua que debía sostener con los apoderados y familias de mis alumnos. Esas lecciones volverían a ser de gran valor enfrentada a una segunda maternidad, dos décadas después.
Con mi hija menor, los límites los he cuidado yo en ambos países donde asiste a la escuela, pero debo reconocer que poco ha cambiado en Chile en una cuarto de siglo: la presión por rendir continúa, y una suerte de desconfianza en lo que la vida ha venido haciendo por millones de años desde que los niños nacen. Aprender. Aprender para vivir. Vivir aprendiendo. El aprendizaje no se interrumpe, trina y brinca de hogar a escuela y viceversa, y extiende su radio por doquier, en cada lugar donde estén los niños. No hace falta “forzarlo”, temer que se debilite, o se “olvide”. No olvidamos respirar.
La más chica menos mal es un dechado de optimismo y en períodos ha creído que las “tareas” -breves, interesantes, pertinentes y optativas- hasta eran un “regalo de la profesora”. En EEUU, el “journaling” o bitácora de aprendizaje ya me era familiar con mi hija mayor: en vez de las tediosas y repetitivas tareas, todos los días debía solamente escribir unas pocas líneas acerca de algo vivido en la escuela, y su emoción, sus reflexiones. Su hermanita hoy ama tanto ese ejercicio que decidió tener un cuaderno aparte para “inventar cuentos”.
No es “chochera”, ni es ningún genio ni fenómeno mi hija menor (aunque para mí sea lo más radiante que existe). Es como todos los niños, curiosa, y tiene que serlo, viene en su programa de cachorro humano: aprender y aprender, para conocer su mundo, crecer, y asimilar paso a paso, etapa tras otra, una serie de herramientas que un día le permitan cuidar de sí, ser autónoma, tomar decisiones informadas en relación a su propia vida, a sus proyectos de vida. Una vida que se ame, se agradezca (y deberíamos angustiarnos y levantarnos viendo los índices al alza de suicidio infantil, y de intentos de suicidio de nuestros niños en Chile…¿qué les estamos haciendo?).
Los niños nacen con esa “necesidad” o imperativo de aprender a vivir en su programa, y se disponen al aprendizaje con entusiasmo, con reverencia -ese respeto instintivo ante misterios que a veces se revelan, y otras, permanecen indescifrables y hermosos-, con mucho espíritu lúdico, y con la “responsabilidad” que atraviesa el cuerpo entero en un cometido de seguir vivo (por eso se conservan aprendizajes como no meter los dedos al enchufe, ni a la estufa, ni se tiran por la ventana cual pajaritos o superhéroes). Miro a mi hija chica y aun cuando todavía no llegue a comprender al 100% el sentido profundo de esa palabra, “responsabilidad”, yo la veo latiendo en ella todo el tiempo, cada vez que se dispone a responder, a dar respuesta: ante sí misma, ante otros, ante su mundo, sus seres. Me quedaría contemplándola años (y sé que pasarán en un suspiro)
“Mamá hay hormigas en el baño, ¿cómo las llevamos al patio del edificio?”, me dijo hace poco. Un apoderado me comenta “quizás es muy sensible para estos tiempos”. Escuché una advertencia similar acerca de mi hija mayor, a sus 5 años, y vuelvo a rebelarme por “pisar el palito” y, como muchos papás y mamás, llegar a cuestionarme así sea por un segundo, si el amor, la empatía, la gentileza, no serán un perjuicio y en cambio, para el Guantánamo emocional que algunos conciben como terreno propicio para los niños (¿qué tanto “bullying”? son cosas de niños, que se las arreglen… ok), no sería mejor de frentón entregarles un bate de beisbol, una pistola y un manual del psicópata para dummies junto a un dvd de American Psycho.
Me frustra, sí, y me enoja tener que explicar a estas alturas de la vida, con todo lo que sabemos del daño, de la soledad, de la violencia y las llagas que deja, por qué uno elige ciertos caminos con sus hijas y con el mundo de los niños en general. No es locura ni estupidez ni “sensiblería” apreciar la niñez, dedicarle lo mejor a nuestro haber.
Es en realidad muy demencial, lo repetiré mil veces, y además intimidante, vivir en un entorno que genera culpa o dudas por amar, por cuidar a los hijos, por querer convivir con otros sin andar a punta de zarpazos. El territorio propio necesita límites, no alambres de púas, y para cuidarlo, defenderlo -si no es una situación de vida o muerte-, en el año 2016 D.C., existe una diversidad de formas no agresivas, ni proclives al exterminio (físico, espiritual, emocional, intelectual) de nadie.
Le comentaba a mi marido, hace unos días, que no sabía cómo darle la vuelta ni cómo expresar la falta de aprecio y amor que veía por doquier (por la niñez, por las personas ancianas, por nosotros mismos, por el país, por la democracia, por nuestra tierra, por el agua, los árboles), sin correr el riesgo de sonar demasiado shalaila, o de retroceder o restar peso a proposiciones centrales que han nutrido mi trabajo por más de dos décadas ya. Le decía que si tuviera el poder de convocar a algo, no sería a marchas de “no más x,y,z”, sino a un gran rally nacional por el amor, con los niños de la mano, y pancartas que manifestaran intenciones empoderantes y cargadas de vida, no de pérdida, no de muerte.
Vuelvo a lo esencial, lo que más rescato desde que recuerdo: aprender con amor, acompañada de ese sentimiento, movida por él, hacia él. Hago estas reflexiones ya en defensa de nada, sólo por la delicia de contemplar el borde fluorescente que reconozco y no me deja de asombrar, sin importar mi edad, en la profunda conexión de los niños con la vida.
Veía hace un mes, más o menos, un documental llamado “the beginning of life” y volví a aprender, y a tener que revisar, y descartar inclusive, principios que creía completamente arraigados e inmutables. Ante el dolor habría que arrodillarse, pero más debería postrarse el cuerpo entero ante la maravilla. En casi medio siglo, junto a la naturaleza, nada me ha dejado más conmovida que ver a niños crecer, mis hijas en primera fila. Conocer a través de ellas, la inclinación a vivir, a estar bien (no mal), y empujar hacia adelante.
Lo he visto en las situaciones más terribles, y en mi esfera de trabajo en abuso sexual infantil, si uno no queda pulverizado después de ciertas sesiones de terapia, es porque además de ver la infinita capacidad restaurativa del amor en las víctimas –amor de sus familias, de sus entornos, el cariño que se prodiguen a sí mismas-, atestiguo la fuerza incontenible de la niñez, de su energía, de su disposición a hacer propios nuevos conocimientos, de ensayar y poner a prueba capacidades y talentos que se van reconociendo. Ahí, la escuela es un universo mayor, y los maestros. Verdaderos tótemes, ángeles guardianes, líderes de la manada (y cuándo entenderemos que la educación de pregrado, que los sueldos, las oportunidades de desarrollo e intercambio, y el aval colectivo que se prodigue al magisterio son DETERMINANTES para nuestro país y nuestros niños).
Los docentes no sólo dejan huella en la formación de cada ser humano niño que llega al mundo, sino también actúan como mediadores “no oficiales” de reparación del abuso sexual infantil (y de muchos otros traumas que se pueden experimentar en la niñez). Si de cada seis niños y niñas que viven abuso sexual, sólo uno devela, pensemos en que los que callan siguen estando ahí, asistiendo a clases, habitando el aula sin contar su historia, pero recibiendo la experiencia de la escuela y de lo que llega de sus maestros, como una energía reparadora, quizás al punto de que lleguen a encontrar una forma de expresar lo que padecen (el ASI se da mayoritariamente en contextos intrafamiliares). Y aunque se graduaran de la secundaria sin jamás haber compartido su tormento, al menos en paralelo, habrán escrito otra historia junto a sis profesores y compañeros, y habrán ganado resiliencias y permitido al cuerpo sentir una música diferente a la del silencio impuesto, mediante deportes, teatro, la expresión artística. Lo corporal como una experiencia alineada con la vitalidad y el placer de aprender, de creer en otro futuro posible, restando poder al daño.
Son incontables los relatos de pacientes que recién hablaron de adultos sobre el abuso vivido de niños, donde la escuela fue el pilar principal para construirse como personas, y un lugar de consuelo también, de luz y reposo por horas, antes de volver a lo inenarrable. En mi memoria, el colegio también: sagrado. Mis profesores y profesoras (también en el ballet) que me cuidaron más que en casa; y me dieron alas fuertes. El mayor respeto por ese tiempo, la mayor sensación de que la humanidad sí era mi lugar pese a lo desdibujado del hogar que sigue siendo, debería ser (el nido), para todo niño, el lugar FUNDAMENTAL donde aprender a aprender
Hace unas semanas mi hija menor entra a mi escritorio y ve en mi pantalla del computador el tweet de un astronauta italiano de la Estación Espacial Internacional (ISS, sigla en inglés) donde aparecía el nombre de su mamá. Me preguntó si lo conocía, le dije que no, pero sí sus fotos desde el espacio. ¿Le puedo escribir? Por supuesto, veamos qué pasa. Hizo una notita con dibujos y se la envié por DM. Él le respondió “felicito tu motivación, sigue aprendiendo, aquí va un sitio web para estudiar del espacio, you rock!”. Emocionadísima, la vi pegar su dibujo, pasearlo, llevarlo al colegio, compartir con sus compañeros y profesora el dato del sitio web, y llegar a casa varios días queriendo aprender más. Qué importante lo que hizo este astronauta, lo que cualquiera de nosotros puede hacer por los niños.
Pocos días después, me pregunta por el movimiento para repensar las tareas y le cuento que son muchos papás y mamás y profesores queriendo hacerlo mejor, cuidar a los niños, su salud, su imaginación, aprovechar bien el tiempo en la escuela, y en el hogar también. Pasando cerca del Nacional, le digo que esos adultos llenarían el estadio casi dos veces, y abre tamaños ojos. Qué agradecida de que ella sintiera esas presencias, y ojalá todos los niños las sintieran (sin que lleguen jamás a enterarse de cómo un sencillo pedido -no más sobrecarga, cuidemos a nuestros hijos- genera tanta resistencia, tantos juicios).
Más claro me queda que la educación, especialmente para los más pequeños, no se percibe como un hábitat separado del cuidado, y hasta del propio hogar (dos lugares donde “hacer la lumbre”). Y los adolescentes de un modo semejante, también esperan ese cuidado, la dedicación de tiempos y experiencias de los adultos, el poder conversar, encontrarse, y hasta recibir “consejos”. Hacerse ciudadanos, también
En un sinnúmero de textos, escritos internacionales y nacionales, y también en la información que acopió la campaña “Yo opino” del Consejo Nacional de la Infancia, se puede observar cómo niñ@s y jóvenes realizan pedidos y expresiones de deseo en relación al mundo adulto –sobre todo a familias, profesores y el Estado- que francamente, hasta ni merecemos cuando pienso en que por 26 años se dilapidó tiempo y que las garantías integrales para la protección de la niñez son recién un proyecto de ley en trámite. Por la ausencia irresponsable de esa ley, cada defensa de derechos vulnerados, cada intento por erradicar abusos de cualquier tipo, o interrumpir negligencias, ha sido y sigue siendo una gesta hasta el día de hoy.
Si denunciamos el abuso sexual a niños, se desacreditan sus relatos o se los revictimiza; si tratamos de difundir, promover o exigir sus derechos, se condicionan a “deberes” (¿cuáles podría tener un lactante? ¿un prescolar?); si se expone la necesidad de una educación que cuide, avale la creatividad, enseñe a los niños a aprender (antes que a memorizar), se sueñe con calidad y equidad para todos, entonces es “intromisión”; si se levanta un movimiento para repensar las tareas (NO para prohibirlas y menos sin razonamiento, sin diálogo, sin concierto de comunidad-docentes-expertos-familias) con casi ochenta mil papás y mamás a la fecha, se les reclama por no ocuparse de otros temas, o se les acusa de flojos, sobreprotectores, histéricos, sin considerar que se trata de un país que no ha cuidado bien su educación, a sus niños, a sus docentes. Son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea (y por favor no nos confundamos con datos que no sinceran que se trata de países con jornadas escolares de 5,6 horas: NO DE 8 o 9 como en Chile, donde más encima existen “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos).
Desbordan el agobio escolar y agobio docente, el curriculum es abultado y anticuado (y conforme se avanza a paso lento en la reforma educativa, ya ésta va quedando obsoleta), y el mismo sistema que alejó a la educación de su valor como bien colectivo (para convertirlo en bien de consumo) ha llevado a que se estén enviando tareas para la casa en salacunas “para que los niños (guaguas) se familiaricen con ese tipo de trabajo”, y en jardines infantiles “para preparar su admisión en buenos colegios”, y en escuelas con 8 horas y más de jornada “para que refuercen hábitos, o les vaya bien en el simce o PSU, etc” o para que terminen de revisar la materia que no se logra ver en días ya eternos.La salud física, los límites humanos de descanso, la autoestima de los niños frente al aprendizaje, su amor por aprender: TODO lesionado, o en riesgo de. Unos pocos colegios se eximen. Unos pocos. Y en la realidad segregada que vivimos, eso alcanza a tan pocos niños. Otros niños y niñas, simplemente son olvidados hasta por el propio ministerio de educación. Esto en democracia, en el quinto gobierno de la concertación, y segundo de una misma presidenta. Solicité recientemente al ministerio, vía transparencia, información acerca de los niños en Sename en edad escolar: cuántos asistían a la escuela en total, cuántos de ellos tenían necesidades educativas especiales, qué apoyos recibían. La respuesta del ministerio “no contamos con esa información”, pregúntele a Sename (que a su vez había sugerido realizar la consulta en Mineduc). Un reflejo más del abandono infinito del sistema de protección, y de la desafección o desconexión que tiñe el accionar de demasiados personeros -no digo todos, pero sí demasiados todavía- de quienes depende el curso y sustancia y el CUIDADO de nuestro sistema de educación (que huelga decir, no es tratado como el tesoro que es). Descuidar la educación es descuidar, y vulnerar también, a la niñez.
En un nuevo milenio, muchos países están discutiendo cómo crear la escuela del 2030 para ciudadanos globales, y nosotros llevando el diálogo alumbrados por cuatro fósforos, da la sensación; intentando reparar algo que se desmorona o que no funciona bien, o que sencillamente no es todo lo vivificante y significativo que debería a la luz de cambios y desafíos que enfrentan las nuevas generaciones. ¿Importan los niños? ¿Para qué se está educando, a quiénes? ¿qué soñamos, qué queremos, cómo se aprende a aprender? Pensando en todos los niños, no sólo en un porcentaje ínfimo y el que permita la desigualdad impresentable con la que todavía convivimos pese a la nostalgia que declaramos de una educación de calidad, que movilice -y no cercene- los talentos que tienen todos los niños. Una educación humanizadora, empoderante, y exitosa, claro que sí. En el diccionario de la RAE se lee “resultado feliz de…”. ¿En qué minutos eso lo convertimos en puntajes de pruebas estandarizadas, rankings, y otras métricas ligadas al competir? ¿Dónde queda la diversidad del ingenio, el derecho al tiempo para ir aprendiendo, dónde queda la creatividad, y todo lo que nace de la colaboración y de un sentido de responsabilidad compartida?
Veo a los niños y querría ser más como ellos, atentos a las ideas, las emociones y pasiones que gestan cosas nuevas, todas las imaginaciones que podríamos ayudarnos, unos y otros, a encauzar. Sin perder ninguna. O al menos, no por estar más ocupados en defender trincheras, que en hacer lo mejor y sacar lo mejor de nosotros para cambiar una esquina o un mundo.
Tal vez sentiríamos mucho más presentes nuestras maravillosas capacidades de inventiva, si nos propusiéramos prestarles atención todo el tiempo, en un esfuerzo consciente, conectado con nuestra vitalidad, con el deseo de vivir, endosando el placer o gratitud por estarlo, o bien, la voluntad –que también entraña rebeliones- por vivir mejor. Llenar los pulmones del alma.
La orientación al bienestar no obliga a disociarse de criterios de realidad ni a negar malestares y sufrimientos. Una amiga que tuve –era genio en su mundo, reconocida por miles- me dijo alguna vez: “desconfío de la gente positiva, o que habla de ser feliz, por carente de inteligencia”. Sería todo. ¿Cuánto persiste esa creencia en Chile? Uno se pregunta hasta cuándo tener que rendir cuentas por cómo o cuánto o por qué se sufre, o por qué a pesar de todo, sentimos alegría o gratitud, Y hasta cuándo tener justificar lo que parece cuerdo -no abusar, respetar a los niños, querer vivir vidas vivibles, aprender con amor- a costa de tener que perder enormes energías y tiempo defendiéndose, explicando una y mil veces, jurando y rejurando que no hay agendas “ocultas” o pidiendo perdón porque otras causas “más importantes” no concitan igual dedicación. Qué cómodo vociferar o descalificar en medios o RRSS sin moverse ni intentar nada, o sin informarse siquiera, antes de demoler a otros o sus intenciones.
Este país a veces, más devora a su gente de lo que la alimenta. Eso cansa, silencia a muchos. Ni hablar de cómo devora generaciones y generaciones de niños sin darles oportunidad de desplegar todo su potencial, rodeados por una comunidad que los aprecie y aliente, y que insista en la vitalidad del amor, pese y frente a todo aquello que, en estos tiempos, promueve la separación de nosotros mismos, del otro, de la tierra que nos ofrece refugio. Prefiero esa vitalidad y es una elección personal pero se la debo a mis hijas, a otros niños, a mujeres y hombres que no abandonan ni el cuidado ni la fascinación por vivir. Lo que me queda por aprender, y es mucho, no quiero aprenderlo de otra forma.
“A ver si alguna vez nos agrupamos realmente todos y nos ponemos firmes como gallinas que defienden sus pollos”. Nicanor Parra
Este escrito es la versión completa (y extendida) de la columna en VOCES LT (aquí enlace):
Pedir perdón, a cada niño, cada niña, los vivos claro está. Qué perdón cabe pedir cuando han partido. Sólo jurar no olvidar, no volver a abandonar. CUIDAR.
No es la primera muerte, y no sabemos si será la última: la semana pasada, una niña cuya protección fue confiada al Estado de Chile, falleció en un hogar dependiente del Servicio Nacional de Menores (Sename).
En los últimos 9 años, habrían muerto 14 niños y niñas (en un período que incluye a un gobierno de derecha y dos de una misma presidenta). Desde que existe la institución -1979- cuántos obituarios no debieron ser. Una década de historia de Sename en dictadura, otros 26 años en democracia. Las diferencias que deberían haber sido inconmensurables. Pero los niños, la institución, permanecen frágiles.
La investigación tomará un tiempo, y en pleno duelo -para una familia, para otros niños y también para quienes trabajan en el propio servicio, junto a la comunidad que todos hacemos, juntxs- es muy difícil que comunicados, declaraciones, o versiones posibles, tengan mayor valor que simplemente responder a la presión de decir algo, de dar algún sentido (en vano) al huracán de la pérdida.
Sí sabemos que como país hemos fallado rotunda e inapelablemente. Sobre todo fallamos desde un Estado indolente al cual, como ciudadanos, no hemos sido capaces de conminar a actuar con la urgencia que hace mucho debió conferir a la protección de la niñez. Todo niño y toda niña que viva en Chile. Los hijos de todxs.
¿Cuántas niñas y niños, en 26 años de democracia, han sido abusados, o han muerto, mientras la política nacional para la infancia ha pasado por una y otra revisión/redacción/campaña/evaluación/trámite?
Ejecutivo y legislativo, mudos por estos días (aunque nunca faltarán los “voceros” por la niñez que en unas semanas, volverán a olvidarla completamente).
La muerte de una niña esta semana, pesa sobre sus espaldas y las nuestras. No es un decir, no son “palabras para el bronce” (o para una lápida). El imperativo de cuidar es una responsabilidad de especie y cuando no evitamos sufrimientos que sí son, o habrían sido evitables a los humanos más indefensos, el fracaso es entonces compartido, colectivo. Asimismo, debería ser asumida colectivamente la oportunidad de rectificar. Ante una muerte, no hay más oportunidades. Pero miles de niños viven todavía en centros de la red.
De Lisette, dicen era el nombre de la niña, no conocemos su historia completa, pero quizás otros niños –más que fichas clínicas o expedientes judiciales- la contarán por ella (una joven mujer convoca a sus ex compañeros en hogares-Sename a contar sus historias en un grupo de FB). Cuántas niñas, o mujeres adultas, vivieron algo de esa historia y la reconocen como propia, también,
Hasta aquí, sabemos que Lisette era una niña entrando en su adolescencia (con todo el movimiento que ese proceso impone, y las energías que consume, para cualquier niñx), tenía 11 años de edad, casi 12. Desde sus cinco se encontraba en el sistema de protección. Más de la mitad de su corta vida. Cada niñx es único, pero esta historia se repite.
Ingresó al sistema por vulneraciones graves. Luego, en la red, quizás qué otras sobrevivencias desoladoras. Residía junto a otras 100 niñas en un centro con capacidad para sólo setenta. Esta realidad se especifica en un informe del 2012 –con datos sobre 48 hogares- que no concitó mayor interés ciudadano (por favor leer esta nota) aunque describía un escenario terrible: hacinamiento, abusos, carencia de condiciones higiénicas mínimas, falta de ropa de cama y hasta alimentos vencidos. Entonces, las subvenciones por niño eran de 150 mil pesos cuando lo necesario para una atención de calidad se estimaba en dos y tres veces más. ¿Inversión ética? Hemos sabido de presupuestos denegados para reponer sistemas de alarma de incendio en algunos hogares.
Se arruman informes, copy-paste al infinito, recomendaciones de profesionales y organismos nacionales e internacionales, unas más sólidas y sinceras que otras. Cada tragedia nos remece, luego se pide la cabeza de alguien, y resurgen exigencias de reestructuración del servicio, pero la agonía no ceja. El fracaso sigue mirándonos a la cara, aterido, no quiere más. La vida en el país continúa, después, como si nada. Hasta el siguiente duelo.
En un texto esencial, el académico y doctor en historia Osvaldo Torres (fundador de ACHNU, Bloque por la infancia, ver enlace U. de Chile para descarga, pg 33) analiza el abandono de la niñez y comparte cifras difíciles de aceptar si quisiéramos creer en nuestras evoluciones como nación: al año 1981 el monto entregado por subvenciones llegó a más de 400 mil pesos por niños, en 1986, 197,908 pesos por cada niñx. En 1989, un año antes del retorno a la democracia, se redujo a $166,908. No todo se trata de dinero, es mucho más complejo, pero es un indicador que en algo ayuda a trazar este mapa negro y su calendario.
Es 2016. El tiempo detenido. Denigrado. SENAME, desde su creación, se ha sostenido con el equivalente a un sueldo mínimo institucional. Un botón lamentable, para muestra, en gastos recientes de la democracia: 20 millones en campaña “todos x Chile”, 2015, destinada a mejorar imagen del gobierno y moral interna (y otros 50 millones para levantar al Congreso), 40 millones este 2016 para un documental sobre la Presidenta, y 75 más para un docurreality del proceso constituyente. Por supuesto, la inversión urgente que se ha solicitado (implorado también) durante años para Sename no será resuelta con esos 185 millones destinados a maquillaje político. Pero la forma en que el gobierno dispone de nuestros recursos, demasiadas veces, dice mucho sobre cuáles son sus prioridades. Los niños no lo son. No lo son.
El proyecto de ley de garantías integrales para la infancia, muy publicitado (su debut #2 fue el pasado marzo, el #1 en septiempre 2015), presenta 14 indicaciones de “sujeción a disponibilidad presupuestaria” y una “sin gasto adicional”. ¿Cómo, entonces? Se trata de la niñez, ésa para la cual Gabriela Mistral decía que un colectivo honesto debía proveer abundantemente, con “derroche” inclusive (pero sabemos que el derroche va por otro lado, y de la honestidad, qué podríamos decir por estos tiempos).
Volver a 2016, abril. El cumpleaños de Lisette habría sido el próximo 25. En el primer comunicado por su fallecimiento (que no toca la responsabilidad del Estado ni invoca autoexamen alguno de parte de nuesta sociedad), Sename señala que la muerte por paro cardiorrespiratorio se habría gatillado por de una crisis emocional severa.
Todavía falta el informe del SML pero queda la pregunta entonces sobre cuál fue el apoyo terapéutico con que contó la niña –en siete años-, y cúal está disponible en cada uno de los hogares de la red, o con qué contención contarán los niños que atestiguaron la muerte de su compañera, luego de infructuosos intentos para reanimarla “durante 45 minutos, dada la demora de la ambulancia”.
Dan ganas de gritar –y de escuchar también el grito desde la entraña de la institución hacia el país- cuando leemos que “se hizo todo lo posible” por salvar la vida de Lisette. Hace mucho tiempo que ya no se hizo “todo lo posible”; que no hay cómo hacerlo. El estado de la red lo refleja, su deterioro es de larga data. En el centro donde murió Lisette -como en muchos otros- es inconcebible que 13 funcionarios estén a cargo de cien niños quienes sólo por el hecho de encontrarse institucionalizados (sin siquiera considerar las causales de ingreso, siempre dolorosas), necesitan atención especial, energías mucho mayores. El “salvataje de vidas” es cotidiano y si no se ha asumido esa tarea con la mayor vocación y recursos, se arriesgan pérdidas. De más vidas, justamente.
¿De qué están hechas esas vidas? Abuso sexual, incesto, maltrato físico, explotación, negligencia, abandono y más: las llagas espirituales y heridas íntimas que traen niñas y niños al momento de ingresar a un centro residencial darían para imaginar la más dedicada de las acogidas. Pensemos cuándo uno de nuestros niños viene triste de regreso del colegio, o simplemente mojado por la lluvia, ¿qué hacemos, cómo expresamos nuestra disposición a contener?
El estándar mínimo de no re-victimización (o de no-muerte) para niños y niñas que ingresan a nuestro sistema de protección, no puede ser lo único que aparezca en el debate (es inhumano), y las conversaciones en torno a materias de derecho u orientaciones técnicas, no logran involucrarnos a todos como ciudadanos.
Falta otro diálogo. Uno más humano, mamífero, que aborde también la ética del cuidado, el cómo pensar amorosamente, con ternura, con cordura, “en cuclillas” y con ojos de niños, cada una de sus trayectorias en el sistema de protección, lejos de lo que conocen, de sus familias y vínculos (sin juzgar, comprendamos que para una mayoría de niños ése es el nido que reconocen como propio y muchos preferirán permanecer en él, a pesar de daños y peligros).
Cómo se verifica la reparación, la reinserción social de cada niño; cómo se reescribe su historia; cómo se acompaña a familias en problemas, y se les cuida, para que puedan a su vez cuidar (qué historias de niño y niña tendrán los padres de los niños de Sename, ¿qué oportuniddes tuvieron al crecer, y cuáles para articularse como adultos-cuidadores? El abandono en eslabones al infinito, por cuántas generaciones quizás). El sistema no está en condiciones de sostener todas las acciones reparatorias que se necesitan.
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Los niñxs tienen la necesidad y derecho humano -lo consigna la Convención de DD del niño- a vivir en familia, en comunidad, con su manada (como todos los cachorros). Si ese derecho entra en conflicto con el derecho a ser protegidos de abusos, podemos entender la necesidad de una separación de su entorno, pero cada “ingreso” al sistema de protección no puede ser visto separado de un “egreso”, o “regreso” más bien: a una familia, escuela, su comunidad, al recorrido vital que sigue.
¿Cómo son los centros del sistema de protección? En Chile no existe un “hogar modelo”, un estándar común exigible a todos los hogares; pero sí existe, en cambio, una cárcel-modelo. Ya no es sólo “una nueva institucionalidad de infancia lo que se requiere”, como tanto se repite (y estamos hartos de escuchar). Lo que se necesita es un nuevo paradigma, desde el cuidado ético. Una relación profundamente respetuosa –desde el buen trato y la preservación de derechos íntegros para quien es más indefenso y que no por serlo pierde una pizca de dignidad- entre ese “adulto enorme” que es el Estado, y los niños.
Hasta aquí ese “adulto enorme” no es sólo indolente, sino francamente abusivo de su poder y cruel con su infancia a la que vulnera, directamente, o a la cual no auxilia mientras es vulnerada. Ser testigo pasivo, negar, demorar, son todas formas directas de abuso, y una negación a cuidar que ya no podemos ver -por más que quisiéramos- como inconsciente o accidental.
Una trabajo sustantivo desde la ética del cuidado en el sistema de protección -que involucre a funcionarios del servicio, profesionales, el poder judicial, el acompañamiento de niños y familias- es lo que creemos nos llora. Cuidar sin desatender el apoyo en reparación, en compartir herramientas para diseñar una vida, valorarla, acunarla cuando necesita contención, dejarla cantar a su ritmo, vincularla a otras vidas, soñarla.
El cuidado es responsable. Expresa una intención y deseo de bienestar para el otro, de aprecio incondicionado por su existencia. Pone atención sobre la estructura gruesa del “refugio” para vivir –abrigo, alimento, afecto y mucho más- y sobre rincones sagrados donde en intimidad consigo o en vínculo con los demás, se construye la identidad de cada ser humano. Cómo llevar todo esto a la red; ¿cómo transformar un sistema de protección para que realmente honre su función de procurar sostén y reparación para la vida de los niños? Necesitamos tener esta conversación en acción, en movimiento, sin más esperas.
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Las demandas y problemáticas de los sistemas de protección de la infancia a nivel mundial, o nacional, son diversas y superiores muchas veces a nuestra capacidad humana de respuesta. Pero más allá de posibles modelos o experiencias a seguir e implementar (que tomen en cuenta cada cultura, las necesidades de sus niños, y los recursos disponibles), una guía simple y sensata para reflexionar acerca de los sistemas de protección infantiles (ojalá no usemos más “de menores”) es la que comparte Eileen Munro, trabajadora social, filósofa y académica del LSE, en The Munro Report.
Su centro está en el ser humano niño y en su realidad, sus lazos, sus necesidades, su desarrollo, los contextos que habita, y el principio de que no existe una “talla única”, o un solo modelo capaz de responder a las demandas de protección, reparación y revinculación de todos los niños y niñas que han sufrido vulneraciones y han ingresado al sistema. El informe está en inglés (ver pdf), pero compartimos aquí algunos principios esenciales, muy coherentes con el paradigma del cuidado, y la apelación a un cambio cultural profundo en la forma de mirar las intercesiones e intervenciones desde el mundo adulto, en las vidas de los niños vulnerados.
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Chile tiene una de las tasas más altas de internación en Latinoamérica:anualmente Sename atiende a 15 mil niños en más de 300 centros de los cuales menos del 10% son de administración directa de la institución. La externalización de algo tan delicado como los hogares, vuelve exigibles la más concienzuda supervisión y mejora continua. En diciembre 2015, un informe de la auditoría realizada por Contraloría en 89 centros colaborativos , arroja diversas fallas en al menos 33. En algunos ni siquiera se contaba con la certeza de que los trabajadores no tuvieran antecedentes penales. La orientación a hacerlo bien, a fiscalizar, la disposición a corregir pueden estar, pero Sename no da abasto.
Las salidas no son simples; reformular, “sanar” un sistema de protección exánime, es titánico. Pero hay que hacerlo de una vez, y llevamos muchísimo tiempo perdido sin mayor autocrítica en tanto el rasgado de vestiduras es esporádico, y tan desmedido como e inútil si no se expresa, después, en “manos a la obra”.
A lo largo de estos años, olvidamos la cuenta de a cuántos parlamentarios o autoridades de la institución les hemos rogado que antes de decir nada, resolver nada, fueran a los hogares, pasaran un buen número de días y noches ahí (sin cámaras), tomando turnos de los funcionarios para entender cómo se desarrolla su trabajo, y sobre todo, para poder atender cálida y servicialmente a los niños, acompañarlos en sus rutinas, por encima de todo escucharlos, observar gestos, sus interacciones, sus silencios, sus luchas, sus horas de insomnio pensando en qué, en quiénes, qué nostalgias perforadoras han de sentir en esos minutos antes de dormir, si es que llegan a poder hacerlo. Acercarse a comprender cómo podrían sentirse si creyeron que venían “por un tiempo” y van tres, siete años, en la red.
El 2007 se inician fiscalizaciones integradas en los centros con participación de Ministerio Público, Defensoría Penal Pública, ONGs, Unicef, y en regiones, académicos de universidades. A partir de 2011 incorporan la pregunta sobre intentos de suicidio. En 2016, supimos que éstoshabían aumentado en un 91% en hogares de la red y este índice no contempla lesiones auto-inferidas, o simulaciones, hijas de la desesperación también. Cuántos duelos, por más resiliencia que tenga un niño, puede resistir un espíritu, un cuerpo que no termina de crecer y ha padecido lo que nosotros no viviremos en cien años.
Los suicidios no sólo en Sename, sino entre niños y adolescentes en general, aumentan en Chile, en vez de disminuir (son la segunda causa de muerte en el grupo de edad de 15 a 29 años, y además, nuestro país presenta una de las tasas más altas de depresión). ¿Qué estamos haciendo?
El aumento anual de suicidios infantiles, alertó la OMS, se observa en dos naciones del mundo: la nuestra, y Corea del Sur. La OMS pidió a Chile una legislación urgente en salud mental (ver nota por favor). ¿Importará? ¿O continuamos perdiendo niños? Los intentos de suicidio, no vienen de la nada, y el aumento anual es una alarma que no puede ser desatendida ni abandonada, como tanto es abandonado cuando se trata de los niños y adolescentes que viven en CHile.
No conocemos la causa de muerte, y Lisette no murió de “pena” o abandono per se (que no son causales médicas, por cierto) pero su dolor, sus quiebres, son parte de la historia (el corazón humano duele, se rompe) y, quién sabe, de las condiciones que pudieron precipitar su muerte. Es difícil descartar motivos (urge informe del SML); tanto como es irresponsable descartar negligencias, no sólo recientes sino históricas, de parte del Estado de Chile.
Alguien nos comentó no hace mucho, y es terrible recordar y hasta escribirlo: “poco les importa a las autoridades de gobierno, si los hogares vienen a ser como un basurero de niños, al final”. Pero no hay vida dispensable , ni valores “diferenciales” entre vidas de niños, y si un sólo niño o niña se siente así -dispensable, desechable-, la palabra “fracaso” no alcanza a describir el grado de inhumanidad que habríamos alcanzado y consentido como país.
Del abandono somos todos responsables: ciudadanos, gobiernos, parlamentarios, instituciones públicas, ONGs y fundaciones, los medios, el propio Sename, y también organismos internacionales que trabajan en Chile (ver nota pie pg).
¿Qué hemos hecho por los niños de Sename, qué estamos haciendo? Cuántos ciudadanxs conocemos un hogar (o la web de la institución a lo menos), o a un niño o una niña que viva o haya vivido ahí. Más importante: qué vamos a hacer de ahora en adelante, cómo nos involucramos, con afecto, con firmeza, y no para “hacerle la pega o el favor al Estado” (aunque sea así un poco y no debe ser objeción para ponernos a diposición) sino para participar todos del cuidado, y quizás llegar así a entender, en parte, que si los niños de Sename están cómo están, es también debido a nuestras ausencias y omisiones que no pueden continuar.
El 2014, asumía un nuevo gobierno. Uno que debió auxiliar de modo urgente al sistema de protección luego de la crisis del 2013. En cambio, comenzaba con la creación de un Consejo Nacional de la Infancia cuya sola razón de existir era proponer un proyecto de protección integral, en un plazo máximo de 18 meses, aun cuando existía un proyecto en trámite a la fecha. Se inauguraba un organismo percibido más bien distante de Sename, una suerte de “hermano venido a menos” (revisen trayectoria, por favor, de instancias en que Coninfancia haya efectivamente concurrido, defendido, intercedido por Sename y sus niñs en dos años de existencia: escasas, y eso es decir mucho. No ha habido mayor compromiso). Ya durante el primer trimestre de gob, cundían los anuncios de “eliminación” o “división” de Sename. El tono era terminal, no transformador: como si se tratara de derrumbar un puente viejo, y no de hacerse responsables de 131,822 niños, niñas y adolescentes (ingresados al sistema, al 2014 según datos del servicio).
Antes de crear y financiar comisiones adhoc (¿en vistas a convertirse en Defensor del niño por default? y sí, por supuesto que es desconfianza), el apoyo mayor del Ejecutivo debió ser para Sename, sus niños (más con una Presidenta que bien conocía el estado de la red y ha de haber sido notificada de las muertes y suicidios de niños ya durante su primer período).
Los niños, de Sename o cualquier niño y niña, no han sido importantes para nuestra democracia (y es una seña de lo mal que está): ni su cuidado, su educación, su presente/futuro. Tomó un cuarto de siglo –tiempo robado de muchas vidas- presentar un proyecto de ley que hace muy poco se vinculó a la “agenda larga” del gobierno. Cuántas más muertes serán “tolerables” en los diez años requeridos para materializarla. La pregunta es para el Estado de Chile, todas y cada una de sus autoridades.
Ahora que Coninfancia cumplió el cometido que justificó su creación -redactar el PL de garantias integrales, de forma deficitaria más encima (así lo señaló Bloque de Orgs. por la infancia, y abogados de infancia como Fco. Estrada, ver minuta de problemas)-, no se justifica mayormente su continuidad; misión cumplida, y esperemos nadie se tiente con oportunismos para ir “al rescate” del sistema de protección, si nunca antes se le tendió una mano ni se expresó mayor vínculo ni vocación por colaborar con éste.
Los recursos y energías ahora se requieren para los niños más vulnerables y vulnerados, vinculados a centros de la red Sename. Ojalá los 3 poderes del Estado, como un sólo cuerpo/alma/mente, así lo entiendan y lo reflejen en sus acciones, en la inversión material y moral, y en el acompañamiento que se prodiguen -de expertos y personas idóneas- para llevar a cabo la tarea. La espera ha sido inexcusable.
No podemos sumar más muertes, más abusos, más torturas, más violencias contra los niños, y contra nadie, de ninguna edad, ningún género, si somos todos vulnerables, en distintas medidas, ¿por qué tendríamos que abandonarnos? ¿por qué sentirnos indefensos o expuestos, y nuestros hijos, en nuestro propio país?
Chile no es un país bueno para ser niño. Tampoco es un país bueno CON sus niños. Después de este rin imperdonable, del velorio, del entierro de Lisette, y todavía muy presentes en nuestro duelo, necesitamos poner cabezas, manos, corazones y todo lo que tengamos, a disposición de apropiarnos de otro destino, y cuidar de verdad, si todavía estamos a tiempo, antes de que más cuerpos de niños heridos o muertos sean necesarios -y cuántos podrían ser- para hacer reaccionar a un Estado con el corazón de piedra y a un país aterido, que no opone resistencia a este olvido de sus hijos.
Sename, 2013, crisis, Comisión Jeldres- Unicef: Tenemos que detenernos aquí un momento, y recordar el 2013, cuando se evidenciaron graves falencias metodológicas y éticas -en conflicto con los propios estándares indicados por Unicef Internacional, según consta en este manual, pág 15– en el estudio realizado por la Comisión Jeldres-Unicef Chile. Dicha comisión no cumplió con el deber de denunciar abusos sexuales infantiles de los cuales tomó conocimiento. La investigación en el Congreso, que fuera cuestionado por la jueza Chevesich por arrogarse atribuciones que no correspondían (ver) no sancionó esta brecha (el reportaje de Ciper, la omitió permanentemente). Tampoco la condenaron como era esperable organizaciones y líderes del activismo de infancia. La repuesta devastadora que recibimos de algunos al pedir apoyo fue:“es complicado, tenemos patrocinios de Unicef Chile, véanlo ustedes”. Entonces recurrimos a diversas tribunas e interlocutores, hasta llegar a solicitar una auditoria a Unicef headquarters, EEUU, por presunto “child endangerment” de parte de la Comisión Jeldres-UnicefCL (no conocimos sus conclusiones, pero vía Linkedin, supimos de la remoción y reasignación de Tom Olsen, representante en esa época). La vastedad del abandono].
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(*) Este escrito contó con la colaboración de Rodrigo Venegas, académico y psicólogo (con trayectoria en Sename), especialista en prevención y tratamiento del abuso sexual infantil. Gracias también a Franciso Estrada, académico y abogado experto en derechos de la niñez.
Fue el año 2005, lo recuerdo muy bien. Era una mañana de invierno, había caído nieve, el hielo hacía crujir los árboles y escribía en mi oficina. Mi hija mayor (única hija, entonces) llegó a hablarme de su primera pena de amor. “Me duele el corazón”, dijo, “de verdad me duele, aquí”. En ese justo momento yo revisaba, en prensa, las conclusiones recién salidas del horno sobre el “Síndrome del Corazón Roto”, o miocardiopatía por estrés emocional.
Eectivamente el corazón dolía, nada de metáforas aquí: dolía en el cuerpo de mi hija, bajo sus huesos. El pequeño músculo de 17 años de vida era lesionado de modos imperceptibles a la vista humana, pero muy nítidos para los centros del dolor donde la sensación de herida se siente muy real, encarnada en lo profundo.
La pérdida afectiva o la muerte de alguien amado, noticias que nos dejan en el estupor, eventos estresantes o situaciones traumáticas donde, en ocasiones, importan menos la magnitud e intensidad de los hechos, y mucho más, la vulnerabilidad o resiliencia de quien los experimenta. De ahí que un tornado, un accidente ferroviario o una primera semana de clases difícil para un chiquito pudieran tener un impacto comparable entre sí como circunstancias, todas ellas, con el potencial de paralizar, dañar y hacer doler a un corazón perfectamente sano y sin factores de riesgo.
Sentencias tales como “murió de pena”, “le rompieron el corazón y luego enfermó, murió, no fue nunca más el mismo, la misma”, y tantas otras que encontramos en historias personales o poemas entonados a lo largo de siglos de historia humana, no eran parte del folklore ni una exageración de las almas más sensibles. Contaban una verdad.
El estudio liderado por el cardiólogo Ilan Wittstein, M.D., profesor del Johns Hopkins University School of Medicine (ver), vino a demostrar que el estrés emocional no sólo era capaz de desencadenar infartos, sino que también podía alterar el funcionamiento del corazón -mediante la liberación de productos tóxicos al torrente sanguíneo, paralizantes del corazón- de un modo semejante al del infarto: con síntomas como el dolor de pecho agudo, líquido en los pulmones, falta de aliento y paro o falla cardíaca. La diferencia está en que los daños asociados a la miocardiopatía por estrés emocional, o Síndrome del Corazón Roto, no serían permanentes.
Sin ser cardióloga ni científica, la última conclusión me abrió y abre preguntas, todavía. Hay un cuidado del corazón físico (hábitos de alimentación, ejercicio, distancia de ciertos vicios), que siento inseparable de otro cuidado, vinculado al mundo de los afectos, nuestras emociones, la ternura que nos acompañó mientras crecíamos (y aún, mientras vamos envejeciendo), el amor que podemos prodigar y recibir a lo largo de nuestros años.
No veo cómo es posible estar seguros de que no existan daños permanentes, en el corazón físico me refiero, cuando ese cuidado más amplio, el de la experiencia humana en el amor, por intangible e inmaterial que parezca, ha sido vulnerado.
Qué le pasa al corazón luego de infancias -o adulteces- inconmensurablemente huérfanas; decepciones que superan las nociones de engaño o crueldad con que podemos estar familiarizados el promedio de las personas; pérdidas que, sin ser afectivas, golpean ese eje invisible que nos mantiene de pie y abrazados a la vida -de porcelana a veces, otras de acero: nunca sabemos del todo de qué estamos hechos- , para dejarlo en escombros tal vez junto a una casa caída, una ciudad arrancada de raíz, un país que tiembla, una forma de aprecio o de valoración de sí mismo -como hombres y mujeres, como padres, como trabajadores- que habrá que levantar. O la frustración de quien busca mejorar una situación como la pobreza, frente a obstáculos y muros -que no son de responsabilidad individual- indolentes al empeño y la rectitud. O los desamores, los abandonos, la indiferencia: la herencia que nos puede doblegar, luego de vivir, a cualquier edad, el ser separados o”desalojados” del corazón o de la vida de alguien que nos resultaba esencial: un hijo o una hija, una pareja, una amistad, padres, abuelos, una comunidad.
Hay un verso de Alejandra Pizarnik (poeta argentina) que dice con tristeza: “ningún hombre es visible, nadie está en algún jardín”. Ese abandono. Si fuera natural o sencillo residir en él, ningún ser humano habría buscado cavernas de refugio ni levantado hogares. O salido al encuentro de un otro.
No es mi ánimo ser pesimista ni dejar triste a nadie con estas reflexiones. Sólo recordar que en medio de nuestra más sorprendente resiliencia -nuestra historia humana está escrita también con esa pluma- hay una fragilidad que no expira, por más controlada que creamos tener nuestra vida o por más andamiaje material y tecnológico que hayamos puesto a su servicio.
Terremotos y tragedias que atestiguamos -en nuestros países o en otros- suelen recordarnos que, en el orden cósmico, somos -y más nuestros hijos- leves y minúsculos como hojita de orégano, o lavanda, tan deshojables sobre todo, si esa palabra es posible (mi corazón se ha sentido así más de una vez).
Por más que intenté, no logré cuadrar la imagen que acompaña este posteo: es el dibujo del corazón de una adolescente que vivió abuso sexual infantil.
Me lo hizo llegar al terminar su terapia (con una dupla extraordinaria de colegas mujeres) como un regalo, Ella había leído “Agua fresca en los espejos” y quería compartir su mirada de la resiliencia, y de la capacidad de reparación del espíritu humano. Las simbolizó en su dibujo de un corazón intacto, radiante, antes de lo vivido, y después: como si hubiese sido empuñado, arrugado con fuerza, y luego vuelto a estirar. Pero a pesar de todo, conservaba su esencia, ahí estaba, los brillitos habitando en su centro (quizás en espera del tiempo de volver a desplegarse). Miro ese cuadro a diario, junto a mi escritorio, como una invocación a la esperanza, a la energía para “no más”, ninguna niña, ningún niño, ningún corazón sea así, descuidado. Ninguno, abandonado.
(Gracias archivo ElPostCL 2013)
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2016:
En Chile, el lunes por la noche (11 de abril de 2016) , murió una niña de 11 años en un hogar del sistema de protección (Sename).
Los hechos están siendo investigados, pero se informó en un comunicado institucional (que deja bastante que desear, y es entendible no poder centrarse bajo presión, y en medio de un duelo, pero lo más responsable es esperar a que sea emitido el informe del SML): que la niña estaba “descompensada”, que sufrió un paro cardiorespiratorio, y que se hizo “todo lo posible por salvar su vida”. Murió delante de otros niños como ella. Cuántas pérdidas han atestiguado. De qué manera van a contenerlos en el duelo.
La niña se encontraba en el sistema de protección desde sus cinco años, y en un centro residencial desde 2014. Cómo desplegar una vida, o la sobrevivencia en esas condiciones, no sé. Pocos de nosotros podríamos pasar un mes completo, con todas sus noches, en un centro residencial (en sistema de turnos, como voluntaria, es difícil, pero uno era adulta)
Por más profesionales y funcionarios de vocación -de esos que no descansan ni fines de semana-, dedicados a acompañar y apoyar a los niños (y habrá también mucho personal desgastado y hasta maltratador, no me autoengaño), existen precariedades para las cuales todas las manos nobles no darán abasto.
El abandono del verso de Pizarnik; esa soledad.
La niña que ha muerto, había sufrido vulneraciones graves en sus primeros años de su vida, y la mayor parte de ésta transcurrió en el sistema de protección, bajo el “cuidado” de un Estado que en todo lo que lleva el retorno a la democracia -26 años- no ha sido capaz de convertirse en garante de derechos para sus niños y niñas, ni ha procurado la mejor educación para ellos en este milenio, ni ha pensado la salud física y mental de los más pequeños de forma inseparable con el derecho que tienen a ser cuidados por sus padres (#licenciaparacuidar) y por todos nosotros tambien.
Muchos niños han llegado a adultos en la espera por un país bondadoso y empoderante. La niña que ha partido, sólo alcanzó a vivir once años. Cuánto sufrió en esa década y algo. No pudo más su corazón.
El abandono sistémico, el dolor simplemente superior a la capacidad física y psíquica de una niña de 4, 8, 11 años al final convergen en su muerte aun cuando no se conozca a esta hora de la madrugada, no todavía, el informe de la autopsia. Hasta aquí, no puede descartarse negligencia de terceros y/o de una institución, por lo demás, profundamente cuestionada y frágil, por años en déficit (sobre 60% sin que sea urgente para nuestro Congreso o Hacienda, corregir esa escasez) y donde no es primera vez que muere un niño (han muerto 14 en los últimos 9 años, lo que cubre 3 gobiernos, uno de derecha, y dos de una misma presidenta).
Tampoco puede descartarse -negligencia comprobada o no- la responsabilidad que siempre le cabrá al Estado por la desidia, la frialdad con que demora en concurrir por sus niños y con que ha descartado leyes ingresadas al congreso y hasta programas de apoyo a víctimas como ha sucedido (según conveniencias mezquinas, no somos tan ingenuos, claro que nos damos cuenta, y más cuando algunas autoridades en vez de “desaparecer del mapa” para cumplir cometidos por la niñez lo antes posible, parecen más preocupadas de los medios de comunicación y de invertir recursos que son de todos, en campañas publicitarias o iniciativas completamente prescindibles). El fracaso del cuidado. El punto ciego donde también nosotros arriesgamos omitir; no socorrer a tiempo. Abandonarnos unos a otros
A la fecha, 2016, no hemos cumplido los compromisos que adquirimos como país al suscribir en 1990 la Convención Internacional de Derechos del Niño. Es una señal, una lesión que supura.
A comienzos del milenio habría sido difícil de creer que llegaría a demostrarse que los corazones humanos podían romperse de verdad, lesionarse en la pena. Ya sabemos que es posible. Ojalá sin necesidad de mayor evidencia científica, entendamos que de abandono -de la familia, del colectivo, de un Estado, de una democracia- también es posible morir.
No dejemos morir a más niñas o niños. No dejemos morir a nadie más en ese descampado que por períodos parece invisible pero respira siempre a nuestro lado: ¿cuánta más pobreza, inequidades, cuántos más abusos sexuales, más pensiones de hambre, más violencias contra todos los géneros y edades humanas vamos a dejar pasar?
No esperemos una tragedia más, como es habitual, para sostener la reacción, el corazón despierto. Cuidar, amar, es también indignarse, actuar. Ser activos. Hacer. Lo que cada uno pueda, pero hacer.
No entenderán nuestras autoridades hasta que no nos vean resueltos, hasta que no les exijamos, los condicionemos (en el voto) a mostrar su mejor desempeño, y los extenuemos de tanto interpelarlos, tanto insistir, tanto declamar nuestro deseo, tanto poner de nuestra parte y colaborar y preguntar ¿en qué puedo involucrarme, ser útil? (así sea sólo tendiendo un puente con alguien más). Esto es “nuestro”, aunque nos duela: Sename lo es.
Qué nos pasa si decimos “nuestro” al hablar de los niños en centros residenciales; “nuestros” centros, nuestro sistema de protección, vergonzante, lesivo. Pero Nuestro, repito. Tal cual nuestros hogares -ahí donde vivimos- se sienten “nuestros” hasta en la muralla más gastada, ésa que miramos con cariño, o con ganas de volver a pintarla algún día. Pero la notamos, ese es el punto. No dejamos de verla. Ni de sentirla nuestra.
El proyecto ley de garantías integrales, ya nos advirtieron el mes pasado -y no ha habido mayores reclamos de nuestra parte, no hasta aquí- será parte de la “agenda larga” del gobierno (y “sin gasto adicional”, ¿cómo entonces van a implementar nada?). En qué están pensando? Cuánta más espera. y cuántas infancias más serán puestas en peligro o sacrificadas por el Estado. Cuántas vidas más, no sólo el Estado, sino cada una y uno de nosotros, tendremos que sumar en este imperdonable rin del angelito.
“La correlación promedio entre el tiempo invertido en tareas escolares y el logro académico alcanzado por estudiantes hasta quinto básico es cercana a cero”. Harris Cooper
Nota previa: Si no hay tiempo para leer este escrito (que resume evidencia y un buen número de historias y reflexiones), les pido que por favor sí destinen 4 minutos a un video (ver pie de página) que pone en inclemente perspectiva la problemática de las tareas y el imperativo del cuidado de la niñez.
¿Mamá/papá vamos a caminar un rato, te cuento algo, juguemos? “No podemos, hay que terminar la tarea”.¿Imaginarán los profesores la pena y la frustración que sentimos en esos NO? ¿Se sentirán los maestros tan agobiados como muchos de sus alumnxs y familias, a causa de las tareas y otras exigencias del actual sistema educativo en Chile?
Hace casi tres años publicamos un extenso artículo (ElPostCL) sobre los cuestionamientos al valor de las tareas para la casa. La evidencia internacional indica beneficios reducidos y advierte sobre efectos negativos. En muchos países están siendo repensadas, reducidas drásticamente, o eliminadas. ¿Y en el nuestro?
En Chile, no disminuyen los relatos de niños infelices, y padres y madres estresados por la extensión de la jornada escolar -que ya es muy larga, 30% más de horas desde la entrada en vigencia de la jornada completa- en el hogar, mediante “tareas para la casa”. Otras familias, angustiadas por el imperativo del “rendimiento” y el “éxito académico” (no surgidos de la nada, sino como resultado del modelo actual), piden aumentar ejercicios y pruebas para sus hijos de todas las edades. (“más exigencias” y no “oportunidades”, que es muy distinto y urgente; de las mayores inequidades en nuestro país).
Son niños, sus años de infancia, de aprendizajes. En Chile, un número todavía considerable de establecimientos, UTPs y/o docentes (muchos, obligados a hacerlo) llenan las agendas escolares de los niños con “ tareas” o “deberes” -breves o extensos, da igual- para una semana, o el mes completo, muchas veces sin respetar fines de semana ni vacaciones de invierno. ¿Consideran las tareas las necesidades del desarrollo infantil (cuerpo, mente, afectos y vínculos), la diversidad de los niños, sus capacidades diferentes?
Recientemente un informe de la OMS (2014) asimismo señaló que la carga de tareas afecta negativamente la salud infantil aumentando el estrés (y abriendo un flanco donde puede menguar la salud física junto a la psicologógica). El aporte de la tarea al proceso de aprendizaje se ha evaluado y continúa siéndolo. Se repiten advertencias sobre la vulneración de DERECHOS del niño y necesidades de salud, descanso (mental y físico, en cuerpos pequeños, en crecimiento), de jugar, explorar otros aprendizajes, o compartir con la familia, cultivar vínculos. Las tareas excesivas están totalmente desalineadas de estas necesidades del cuidado.
Son 6 u 8 horas de jornada escolar completa o extendida, casi equivalente a una jornada laboral adulta. Con la diferencia que nosotros no somos obligados a llevar trabajo al hogar para dos o más horas adicionales al final del día, ni a mostrar sus resultados a la mañana siguiente, o ser responsables de proyectos a realizar en feriados y vacaciones. Dudo que aceptáramos una rutina así, y además existen marcos legales que nos protegen. Los niños no tienen alternativa. ¿Qué podrían hacer: a quién deben pedpedir cuidado y respeto por la Convención de derechos del niño (CDN), y por más de un principio que es vulnerado por la carga excesiva de tareas para la casa?
La política nacional de infancia, no existe, no aún, y hemos esperado 26 años ya. Los derechos de la CDN tienen valor de ley en CHile, pero no son universalmente exigibles y sólo contamos por ahora, con un proyecto de ley de “garantías integrales” muy mal evaluiado por organismos de infancia y abogados expertos. Junto al proyecto para el Defensor del Niño (un organismo que se independiente de los gobiernos de turno), son parte de una “agenda larga” del Ejecutivo.
Uno piensa en cómo estudiantes secundarios y universitarios se han movilizado, y profesores, por la educación. Pero cuando se trata de los niñxs, la empatía, el sentido de justicia, parecen dismunir, y más en temas como las tareas, que no se ven como prioridad, aun cuando estén afectando la salud infantil. Pero si hay una pregunta en torno a las tareas es justamente porque importa qué estamos haciendo en el universo mayor de la educación, y por el gran valor que le conferimos para el desarrollo de cada ser humano y de sus comunidades. La pregunta tiene mayor sentido, todavía, cuando observamos la evidencia.
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EVIDENCIAS para la reflexión
Países que consideramos exitosos y modélicos en educación -y que además tienen de sobra fondos para invertir en investigación-, hace mucho han cuestionado las tareas para la casa.
Asimismo, existen cuestionamientos desde el frente de las familias: por ejemplo el best seller de 2007 “The case against homework: How homework is hurting our children and what parents can do about it”, escrito por dos madres (Sara Bennett, Nancy Kalish) que miles de padres han reconocido como voceras de su frustración y ansiedad de cambio. En España el 2015, una madre también enciende el debate cívico, al iniciar una campaña contra las tareas (ver aqui). La aceptación pasiva no es algo en lo que necesitemos continuar. Podríamos también hacer algo en nuestro país.
En Chile no contamos con posiciones unánimes, estudios nacionales no conozco, pero un reciente informe OCDE sitúa a Chile -con toda la presión de tareas, notas, y Simce- entre las 20 naciones donde existe un mayor número de estudiantes que no alcanzan el nivel mínimo que la OCDE considera exigible a cualquier adolescente de 15 años en este siglo (ver nota BBC 2016). Para pensar.
Durante años hemos escuchado hablar de Finlandia, con un país que exhibe los mejores resultados en educación primaria (PISA, 2015), pero no llegamos a imitarlo (y no digo que debamos, tenemos nuestra propia cultura y realidades, pero llama la atención la enorme brecha, una más, entre dichos y hechos).
Los niños finlandeses comienzan su escolaridad a los 7 años, las horas curriculares son menos y más los tiempos de recreo (en consistencia con necesidades y capacidades de atención y concentración infantiles), las asignaturas están siendo reemplazadas por “proyectos” transdisicplinarios y casi ningún maestro/a envía tareas para la casa. El trabajo escolar en Finlandia se realiza, obviamente, “en la escuela”, porque se valora y respeta la salud y el tiempo de los niños, su derecho al juego, al descanso, a compartir con su familia, a desarrollar una relación con amigos, comunidades, su mundo (ver nota con discurso de Jari Lavonen, decano de la Fac. de Educación de la U. de Helsinki en España, 2014).
Conclusiones de médicos norteamericanos de comienzos del 1900 ya señalaban que los niños necesitaban al menos 6 a 7 horas de aire fresco y sol (o luz natural) para fortalecer su desarrollo. Quizás a muchos puede parecerles una exageración, pero también es exageradamente insano que lo niños no cuenten con tiempo para ser niños.
En CHile, los niños juegan 6 mil horas menos de lo recomendado. Deberían ser 15 mil en los primeros 7 años de vida, pero en nuestro país les quitamos el equivalente a unos ocho meses, un 10% de lo que llevan vivido a los siete años). El aumento de horas de clases debido a la JEC -uno de cuyos compromisos era que no habría tareas para la casa- restó a cada día al menos dos horas de juegos y esparcimiento. Resultado: “el tiempo libre” de los niños, para muchos de ellos, corresponde al que se utiliza en trayectos hogar-escuela (Fondecyt, 2011, ver reportaje LT).
Escribo y recuerdo una entrevista memorable al astrónomo Gaspar Galaz (Septiembre 2013, El Mercurio, pgs 4-12) donde pedía cuidar y alentar el sentido de maravilla en la niñez, sus juegos, imaginación, y el cultivo del “ocio” como un repertorio evolutivamente indispensable. Ahí hay una fuente infinita de riqueza creativa.
Los niños son aprendices naturales; su curiosidad está viva (y necesitan, como “cachorros humanos” asimilar todo lo necesario para un día vivir sus propias vidas: por supuesto que se orientan hacia el aprendizaje!!). Cuánta pasión, y talentos de los niños y niñas se pierden en cada generación, debido al sistema educativo
La pérdida de creatividad de la niñez vinculada a las tareas se aborda en un estudio del año 2013 que cubre 75 años de investigación en el Reino Unido (Institute of Education, University of London) a cargo de Susan Hallam -vale la pena conocer su trabajo- quien concluye que las tareas, pese a la creencia de maestros y apoderados sobre su vinculo con mejores resultados educativos, representan menos de un 4% en las diferencias de rendimiento de los alumnos en diversas evaluaciones académicas.
Sí es mayor su impacto negativo en el desarrollo de los niños (en un período de máximas posibilidades, con un cerebro joven y en proceso de maduración), y en la motivación para aprender. Hallam propone con urgencia, que se revise el modelo dominante de tareas y el argumento de que éstas son “un medio para reforzar aprendizajes, y promover el trabajo independiente y responsabilidad en los niños” (si un maestro así lo cree, ok, para eso está la extensa jornada escolar, no el hogar). El desarrollo progresivo de la autodisciplina es algo mucho más trascendental y portentoso, y no pasa por la mera repetición (para formar”hábito”) o la sobrecarga de tareas.
Por encima de todo, el pedido de Hallam es para que las sociedades no continúen derrochando inventiva e inspiraciones de los niños por culpa de métodos anticuados e inefectivos. Arriesgamos una pérdida de “bienes” para la vida de todos, partiendo por el estudiante y alcanzando a la sociedad en su conjunto
La revisión más larga y exhaustiva que he encontrado de las tareas y su impacto se realizó en EEUU. La atención comienza en los 1800, es notable (ver “Villain or Savior? The American Discourse on Homework, 1850-2003”). De décadas recientes, destacan las investigaciones de Harris Cooper. Dos extensivas revisiones, la primera de 20 años y 120 estudios (entre los ‘60 y ‘80), y la segunda de 60 estudios (1987 a 2003), lo llevaron a concluir que “el valor de las tareas hasta quinto básico es muy cuestionable y no significativo para el logro académico”. Otro estudio del 2011 concluyó que los adolescentes que excedían los tiempos óptimos de tareas/estudio en casa, mostraban apenas un 3% de mejora en pruebas de matemáticas, y cercano a 0% en las demás asignaturas.
Cooper advierte además sobre el impacto negativo de las tareas (en sus formas tradicionales) para los niños: pueden ser muy contraproducentes, desmotivadoras, y su carga, dañina en un importante número de casos. De hecho, es preocupante el aumento de trastornos psicológicos y cuadros ansiosos en los escolares, y de desórdenes antes limitados al mundo adulto, como el colon irritable, pregunten a pediatras o gastroeneterólogos infantiles en nuestro país). Si las tareas tienen valor, observa Cooper, esto ocurre recién hacia la adolescencia, en el tramo entre séptimo básico y segundo medio, y sobre todo bajo la forma de proyectos, trabajo en equipo, etc..
Otros expertos, describe Cooper, adjudican algún valor a las tareas siguiendo la “regla de diez minutos”: una práctica común y reconocida entre pedagogos que señala como cantidad óptima de tarea para la casa diez minutos en primero básico y diez minutos más por curso, llegando a un máximo de dos horas en segundo medio (y no más, hasta el término de la secundaria). Sobre dos horas, no se observa correlación alguna con mayor logro académico.
En diversos países han sido numerosas las escuelas o sistemas educativos que han reducido o suprimido las tareas en pos del juego libre y de otras actividades que beneficien el desarrollo infantil, la creatividad y habilidades para la vida. El aprendizaje digital hoy es un tema y desafío inmenso, y requiere también un desarrollo, tiempo, guiar a los niños y propiciar su autonomía de la mano del autocuidado.
Otro frente de reforma están siendo las notas (ref: Alfie Kohn , autor, entre otros, de Unconditional Parenting, y The homework Myth, libros indispensables, junto a este artículo sobre las notas “The case against grades”), y el sometimiento de los niños y de la educación a las pruebas estandarizadas. El “éxito” está de alguna forma secuestrado por el “rendimiento” y por la competencia, y desvinculado de nociones como bienestar, bienes para la vida, bien común. Separado incluso de lo más importante: aprender.
En EEUU, por ejemplo, el movimiento contra las pruebas estandarizadas (que se define a sí mismo como un “movimiento por los derechos civiles”) está ganando cada día más adhesión y al 2015, EEUU enfrentaba el mayor boicot de su historia: sólo en NYC, 200,000 familias eximieron a sus hijos de las pruebas (lecturas muy recomendables: este artículo histórico de Alfie Kohn, otro sobre la lucha que están dando las escuelas y por último, del Washington Post 2015, la voz de organizaciones ciudadanas a favor y en contra del boicot).
Las pruebas estandarizadas suelen ir de la mano con modificaciones del curriculum (no al servicio del niño, sino del test y de todo un modelo educativo) y con el aumento de ensayos y tareas para que los alumnos logren puntajes más altos. Ha habido escuelas en EEUU donde un 80% de los padres ha declinado que sus hijos las rindan, primero, por respeto y cuidado a los niños, y sobre todo, en reproche a un sistema que impone metas (“educativas” es opinable) mientras ignora la inequidad y el irrespeto a los DDHH de niñas y niños.
Los argumentos previos, perfectamente, podrían ser los nuestros y es importante saber que tenemos derecho a autorizar, a decidir si nuestros hijos rinden o no la prueba SIMCE. Esa decisión podrá necesitar discernimiento, diálogo, acopio de información, pero no dejemos de reconocerla como nuestra (ver video informativo, y recomiendo conocer la campaña @altoalSimce ).
El año 2012 el Presidente de Francia sorprendió al mundo anunciando que dentro de las reformas que promovería para modernizar la educación en su país, estaba la erradicación (completa) de las tareas para la casa. El argumento: cuidar la igualdad en el derecho a la educación, y mejorar la motivación y desempeños académicos.
Junto a la evidencia en números indesmentibles, debe estar la pregunta, el examen ético acerca de las tareas para la casa. La equidad es un valor que atraviesa cualquier consideración y decisión en torno a esta práctica pedagógica.
En el colegio, cualquier deber o ejercicio se realiza bajo condiciones relativamente similares para todos los niños, todos por igual. No así en los hogares, con sus muy distintas realidades.
La desigualdad no es sólo la más evidente –como informaba el reporte de bienestar de Unicef hace un par de años- en el acceso de todos los niños a educación de calidad, o la desigualdad entre niños de familias con mayores o menores recursos donde ni siquiera el espacio para realizar una tarea existe, o el tiempo (porque hay niños que luego de la escuela, trabajan o cuidan a otros niños o adultos de sus propias familias). Es también la desigualdad que castiga las diferencias y diversidad vinculada a las familias en sus dinámicas y composición, el lugar donde viven, quiénes o cómo son los padres y madres, o cómo está su salud.
Una profesora chilena comentaba cómo se daba cuenta de situaciones dolorosas mediante las tareas no-realizadas de sus alumnos (ella no era partidaria de enviar trabajo para la casa, pero su colegio y UTP se lo exigían). Por ejemplo, en casos de divorcios, no llegaban hechas porque los niños comenzaban a ir de una casa a otra (de los padres, abuelos, diversos cuidadores en días de semana), o las mamás (y papás, aunque menos) que antes trabajaban en su casa, free-lance o media jornada, por necesidad debían pasar a empleos de jornada completa con horarios que obstaculizaban la vida familiar. Esas mamás llegaban a las 8, 9 de la noche o después (dependiendo de hora de salida y disponibilidad del transporte público), agotadas y con ganas de ver a sus hijas/os antes de dormir para regalonear, no para revisar tareas, encima, muchas veces anodinas, aburridas.
La misma profesora, relataba otro caso del cual supo muy tarde (sólo ahí pudo apoyar). Una mamá separada, extranjera, enfrentó un cáncer. Estaba sola en Chile, sin parientes ni red de apoyo, y no pidió ayuda ni informó al colegio cuán enferma se encontraba (habrá tenido sus motivos). Para ella era físicamente imposible ayudar a su hijo de sólo 6 años a preparar dictados o controles de matemáticas, o hacer la más mínima tarea, las tardes de regreso de la quimioterapia. Sus tareas no realizadas afectaron sus notas, y también su relación con compañerxs que lo molestaban por “flojo” (y más de un apoderado/a diría “¿y dónde están los papás de este niñito?”). La inequidad es a todas luces demoledora.
Las historias anteriores dan para pensar, y muchas otras situaciones no llegan a ser conocidas pero existen. Pensemos en niños con ritmos distintos para aprender, inteligencias diversas, necesidades educativas especiales, niños migrants (y cuya lengua nativa ni siquiera es el español), niños en los hogares de protección, ¿cómo hacen las tareas solos?
Si muchos niños no pueden “cumplir” no es por flojos ni irresponsables, tampoco por “consentidos” o “sobreprotegidos” como he escuchado decir a más de un adulto, con la mayor frialdad: NO pueden cumplir simplemente porque algunos son muy pequeños, tienen 5, 6, 8 años y por su edad todavía necesitan de apoyo en muchos “deberes”. Y niños mayores también, si sus tareas no están diseñadas para hacerlas con “independencia” o si requieren de un material que los apoderados deben ayudar a conseguir.
En el fondo, lo más triste, es que si encontramos alumnos que “no cumplen” es porque desde el mundo adulto se los impedimos al no garantizar ni cuidar condiciones iguales para favorecer sus aprendizajes (en este caso, las tareas en la casa), y al permitir que situaciones familiares o realidades ajenas al colegio sean determinantes en trazar esa línea que separa injusta e insensiblemente a los niños que “sí cumplieron” de los que “no cumplieron”. Es una forma de maltrato, también.
Los niños que por motivos ajenos a su voluntad, llegan al colegio sin la tarea, muchas veces sentirán nervios, vergüenza, inadecuación, y hasta sensación de “fracaso” o incompetencia (aun con un profesor comprensivo). Más de algunx podría decir a su mamá/papá: “en mi escuela piensan que no te preocupas de mí porque no llevo la tarea”. Hay familias que sí pueden apoyar, y otras, por distintos motivos, no, y no necesariamente significa que “no se preocupen”.¿Por qué no es posible cuidar y asegurar que niños distintos, en contextos inclusivos, cuenten al menos con la igualdad, en la escuela, de poder realizar ahí sus deberes, sus “tareas”, e interactuar con sus profesores mientras leen o estudian? Se trata de un estándar mínimo, y uno que merece toda nuestra atención y defensa
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SOMOS LA VOZ DE NUESTROS HIJOS
Los papás y mamás –y varios profesionales, incluidos maestros- que cuestionamos las tareas, estamos motivados por el cuidado de nuestros niños y la relación de éste, indivisible, con la educación.
Claro que hay emoción, y afecto, en nuestra resistencia: actos de contemplación, de escucha, de “tomar el pulso” y recoger la voz de nuestros hijos y traerlas al frente, organizadas en argumentos que nosotros sí podemos plantear ante autoridades y docentes. Y también hay mucha cordura en nuestro esfuerzo y en nuestro derecho, a lo menos, de preguntar por qué las cosas se hacen de una determinada manera (cuando existe tanta evidencia contraria), o cómo podemos hacerlo mejor, amplificar posibilidades, transformar radicalmente lo que haga falta.
Internet y los medios de comunicación han hecho accesible mucha informaciónque nos despierta muchas preguntas. “No ser experto” no nos invalida como familias, todo lo contrario: es justamente lo que habilita nuestras inquietudes frente al sistema educativo. Esperamos que cuide a nuestros hijos y su derecho a educarse sin necesidad de extenuar su curiosidad y alegría de aprender en un mundo y una época que exige habilidades y disposiciones que nuestra educación no está habilitando de modo equitativo para todos los niños. En tiempos recientes se deja sentir un cambio de energía en muchos docentes, también. En el 2014, por ejemplo, el profesor Manuel Astorga y sus alumnos (de Puente Alto, Santiago, ver nota) derriban el mito de que “al menos en matemáticas, no se puede prescindir de las tareas para la casa”.Para pensarlo.
De la trayectoria educativa -12 años, en general-, surgirán proyectos de vida, y futuros científicos, innovadores, artistas, pensadores, y tantos oficios que en el engranaje colectivo, fortalecen a cada comunidad o país, al planeta, en fin. Estamos, además, viviendo un proceso de reforma de la educación en CHile: es un tiempo más que propicio para poder informarnos, influir, hacernos parte, revitalizar nuestro rol como ciudadanxs padres y madres.
Puede ser desde la pregunta por las tareas, las notas, el Simce, las relaciones docentes-niños-familias, la equidad, la innovación, el sueño de país a 50-100 años (y la educación es LA gran herramienta), pero desde donde sea, qué importante es estar todos atentos y presentes.
Desde dónde nos encontremos, y aun teniendo diversas posiciones en relación a las tareas, tenemos derecho a conocer qué experiencias han recogido los docentes y expertos de educación en nuestro país, en relación a las “tareas para la casa”, sus usos y abusos, cuándo tienen beneficio y cuándo no, cómo se adaptan a distintos ciclos de enseñanza y a la diversidad de niños y niñas, familias y comunidades. Qué criterios o recomendaciones pueden compartir desde Mineduc; qué guías que nos ayuden, qué formas tiene de propiciar que se cumpla el compromiso asumido con la JEC, y en protección integral de la niñez, mediante la promoción de sus derechos.
La conversación y acción colaborativa son indispensables, no así las omisiones, la resignación o la lógica de “hechos consumados”, inalterables. Todo parte con las preguntas acerca de la educación, y eso incluye las tareas para la casa. No son un tema menor ni deberíamos abstenernos de conversarlo: somos responsables del cuidado de nuestros hijos. ¿Cuál es el punto de máximo estrés o sufrimiento que necesita arriesgar un niño para que una escuela o un docente revise sus métodos? ¿Qué caminos tenemos como padres y madres? ¿En qué podemos contribuir también?
NOTA: si papás, mamás quieren consultar pueden escribir a: transparencia.pasiva@mineduc.cl (existe un FORMULARIO para descarga) y preguntar por “los programas de estudio y el nombre de los textos escolares a través de los cuales la UNIDAD DE CURRICULUM Y EVALUACIÓN DE LA DIVISIÓN DE EDUCACIÓN GENERAL entrega a los establecimientos educacionales, las directrices para el uso pedagógico de los deberes escolares”.
En respuesta via transparencia, el Ministerio comparte lista de estudios (internacionales) muchos de los cuales confirman cuestionamiento a las tareas, y está, además, el intercambio epistolar con Psicól. Maria Elana Montt que el año pasado hizo pública su preocupación al respecto (ver cartas y respuesta de Mineduc). ¿Cómo leemos estas señales?
Termino con esta historia de una familia en Canadá (2009), ejemplar: una pareja de padres, ante la imposibilidad de entendimiento con profesores y autoridades, y luego de años de frustraciones y deterioro de la salud mental de sus hijos y del vínculo familiar debido a la carga de tareas, decidieron demandar al colegio y al Estado. Resultaba inaudito pensar en una querella por “las tareas”, pero provistos de múltiples estudios y contando con el respaldo de profesionales (muchos se plegaron a la causa incluso de forma gratuita), ganaron la batalla legal para que las tareas, cuando se justificaran, se realizaran en el colegio, respetando ritmos evolutivos de los niños, sus derechos, el principio de igualdad, y no fueran utilizadas como método de evaluación del desempeño académico. Sentaron precedente: su victoria alcanzó a otras escuelas (antes de enfrentar demandas) y muchos otros padres y madres siguieron el ejemplo. Como para tomar nota y no es un llamado a la revuelta ni al conflicto, pero sí a nuestro compromiso, y si hace falta, la acción conjunta, organizados (no hay otra forma), también aquí, en CHile.
Las prioridades y urgencias no las olvidamos por un momento, y frente a la crisis de la educación u otras fosas mayores (las desigualdades abismales, la pobreza, el abuso sistémico,) el tema de las tareas puede caer fácilmente en la categoría del “no es para tanto”. Pero lo es, claro que sí, como cada universo donde sintamos que se descuida a la niñez, y en el compromiso por cada pequeño o gran cambio que podamos acompañar o movilizar desde el deseo de construir una cultura de cuidado y de respeto a los niños como seres humanos con derechos y con un presente/futuro que les pertenece.
Somos muchos, tenemos muchas manos, y podemos destinar más energía, todavía más, si se trata de la salud y vigor de alas de la nueva generación. En lo que toca a la niñez, sí es “para tanto”. “Para tanto” siempre está muy bien.
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Video: Horarios Laborales, “¿en qué trabajas?”aquí, en español, subtítulos en inglés
Imagen: ilustraciones de Francesco Tonucci (pensador, educador y dibujante italiano, autor de “La ciudad de los niños”, “Con ojos de niño”, “Niño se nace”, entre otros)
“Mi padre era un hombre de amor. Siempre me amó a rabiar. Trabajaba duro en los campos, pero jamás me levantó una mano. Nunca. No recuerdo ni siquiera una palabra poco amable viniendo de mi padre”. (Johnny Cash)
En el mundo se estima que un 80% (tremendo porcentaje) de los hombres se convertirá en padre en algún momento de su vida, y que todos los hombres tienen alguna relación con niñxs, en diferentes etapas de sus vidas, y desempeñando diversos roles como cuidadores.
Como compañeros de una mujer-mamá o de otro hombre- papá, como padrastros, padres solos (solteros, viudos, o que tienen la custodia de sus hijos y toda la responsabilidad por su cuidado), o bien como tíos, hermanos, abuelos que han criado, y asumido un rol paternal también, son muchos los hombres que han escrito una historia completamente diferente a la de sus respectivos padres, y vivido sus masculinidades de forma más cercana a los afectos, las intuiciones, el involucramiento directo con sus hijos y la paridad en el hogar.
Hay datos, en el mundo y en nuestro país, que reflejan estas nuevas realidades.
En EEUU, el último censo del 2011 arrojó 176,000 hombres dedicados al cuidado y la crianza dentro del hogar (únicamente dedicados a ser papás-cuidadores): 26% de aumento en una década. En una encuesta reciente a padres-en-casa estadounidenses, el 61% decía que era el trabajo más gratificante que podían realizar, 32% consideraba mantenerlo indefinidamente, y 71% se sentía más que nunca en sintonía con sus parejas y comprometidos con el proyecto familiar.
En países donde la política pública inteligentemente se ha hecho cargo de la protección y desarrollo pleno de los niños, se ha promovido de forma activa la presencia paterna y su participación lo más equitativa posible en el período postnatal (sin distinciones entre padres biológicos, adoptivos, etc).
Suecia, por ejemplo, tiene más de un 80% de sus padres tomando al menos 4 meses de post natal (versus 2% de en la década anterior), y 41% de las empresas incentivan a los empleados hombres a gozar de este derecho, versus un 2%, veinte años atrás.
Han asumido también esta misión Alemania, Japón, Reino Unido y Australia. En EEUU aún no existe derecho a postnatal, pero se observan señales auspiciosas: Google cuenta con 18 semanas para las madres, y 12 para los padres (también para familias que adoptan), Twitter 20 y 10 semanas, respectivamente, Facebook 4 meses para madres/padres/cuidadores (y 4 mil dólares de ayuda por cada hijo que nace o es adoptado), y Netflix ofrece a sus nuevos empleados postnatal “indefinido” (con máximo de un año) porque la gente “trabaja mejor si no está preocupada por lo que pasa en el hogar”. Sus empleadxs pueden regresar a sus trabajos full, part-time o según la modalidad que ellos definan (ver nota). En todas estas empresas no se realizan distinciones cuando se trata de familias homoparentales (que distribuirán sus semanas o meses de la forma más conveniente).
En Chile, donde mucho se declama “el valor de la familia”, las inconsistencias nos cercan por doquier. El permiso postnatal para las madres que trabajan con contrato es de 6 meses, y es un período que se destaca en Latinoamérica, aunque poco se menciona que no es un derecho universal y deja fuera -y discrimina, por ende- a las madres que trabajan de forma independiente (freelance, temporeras) o que son estudiantes.
Los padres chilenos cuentan con 45 días de postnatal, pero se estima que menos de un 1% (al 2013, apx. 0,3%, en su mayoría hombres de 30-40 años de edad, reportaje) hace uso de ese beneficio u otros (como el traspaso de postnatal de la madre que permitiría llegar al padre a 6 semanas, leer aquí). Lo cierto es que no son pocos los padres que expresan preocupación por las consecuencias que castigan el ejercicio de sus derechos, una vez que regresan a su trabajo (en el corto o mediano plazo, por ejemplo, siendo omitidos para promociones).
Otros padres querrían contar con #licenciaparacuidar a sus hijos enfermos de cáncer, o que han vivido accidentes con recuperaciones largas. Y hay hombres que sencillamente querrían ejercer el derecho a cuidar de su “familia” incluyendo a sus parejas, sus padres ancianos u otros parientes amados e importantes en sus vidas. Como país, necesitamos una mejor comprensión de qué dificulta a los hombres ejercer sus derechos como cuidadores, cómo favorecer la conciliación, y cómo fortalecer el derecho a cuidar -de forma equitativa para mujeres y hombres- desde la sociedad en su conjunto.
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Un aporte valioso: el año 2015 se compartió un informe mundial sobre las realidades de la paternidad, “The State of the World’s Fathers at a Glance, o SOWF” (recomiendo lectura del resumen 2015, aquí) con importantes conclusiones de entre las cuales destaco:
-Los hombres-padres sí quieren pasar más tiempo con sus hijos (entre 61 a 77% señalan que trabajarían menos si fuera posible) y quienes ya lo viven así, reportan mayor salud mental y felicidad
–La presencia y compromiso activos de los hombres-papás en el cuidado tienen un impacto muy positivo para sus hijos/as: desarrollo cognitivo más alto, mejor desempeño escolar, mayor salud mental y fortalecimiento de habilidades para la convivencia, mayor poder creativo de niños y niñas, mayor desarrollo de actitudes favorables a la igualdad y al respeto/cuidado mutuo entre géneros. Paralelamente, los padres presentes influyen en la prevención y rechazo de la violencia junto a una reducción considerable en tasas de delincuencia de hijxs adolescentes.
– La participación de los hombres-papás en controles sanos durante el embarazo, el parto y el puerperio, tiene correlación con aumento del amamantamiento, concurrencia oportuna al médico (de la madre y de los hijos), e influencia positiva en la opción por las vacunas.
–Una distribución más equitativa del cuidado de los niños y de las tareas domésticas entre padres-madres, se asocia con reducción en la tasa de maltrato infantil (castigos).
Todas las recomendaciones de este informe mundial apuntan a promover la paternidad y a que la política pública se haga cargo de facilitar para los hombres-papás el ejercicio de su vocación y su responsabilidad en el cuidado y guía de sus hijos e hijas, no sólo para bien de los niños, sino de toda la humanidad.
Más allá de la política pública -que no cae del cielo y nos necesita como ciudadanos conscientes y activos- muchos hombres han sido tenaces en la organización de sus vidas para asegurar mayor presencia con sus niños.
Siendo todavía las mujeres quienes mayoritariamente llevamos la responsabilidad del cuidado de los hijos (en dobles y triples jornadas que exigen robemos tiempo a otros planetas donde los días duran 30 horas), cada vez más conocemos a parejas donde la distribución de tiempos en el hogar y el cuidado de los hijos es par, o más justa, o bien existe consciencia sobre la necesidad de que sea así, y un esfuerzo continuo para materializarlo (y lo observo con tono positivo y asertivo, no recriminador, en muchas parejas jóvenes).
Habrá otras familias donde hombres-papás permanecen en casa por el cuidado de los hijos, porque lo eligieron así y su trabajo u oficio lo permite, o porque fue imperativo (por viudez, por ejemplo), o bien como resultado de decisiones discernidas en pareja (tomando en cuenta motivaciones, empleabilidad de cada uno, ingresos, proyecto de vida etc).
Los cambios se dejan sentir. Diez, quince años atrás, sólo en EEUU me cancelaban reuniones hombres-papás (incluso en conferencias con invitados internacionales, un alto ejecutivo se retiraría por un llamado urgente del jardín o el colegio). Recientemente, en Chile, durante inviernos en Santiago, mi sensación ha sido de casi igual número de mamás y papás que cancelan sesiones de terapia o reuniones porque alguno de sus hijos está enfermo. El cuidado tiene prioridad por sobre lo demás. Es potente ver que sea así.
No todas las realidades permiten siempre poder estar presentes, o “diseñar” una vida preferida, para sí y como familias, estamos claros. Pero tengo confianza en que si nuestro país se dedicara a lo esencial y dejara de perder tiempo precioso para las vidas de las nuevas generaciones, podríamos por fin ver que es posible la añorada conciliación familia-trabajo, y las condiciones para que un mayor número de padres y madres pudiéramos cuidar de nuestros hijos, sin sentirnos forzados a delegarlos en terceros.
El sentido común, como siempre, pone luz en las confusiones que gobiernan estos tiempos: De poco y nada sirve una declaración universal de derechos del niño que establece “el derecho a contar con una familia” pero sin el derecho a gozar del cuidado y presencia de sus padres y madres que tienen jornadas y exigencias laborales que lo impiden, o que bien son “castigados” de diversas formas (unas más severas y/o explícitas que otras) por sus decisiones o el simple deseo de querer contar con más tiempo para cuidar a sus hijos.
En lo personal, he asumido “sanciones” y pérdidas (y más de una crítica de mis propias congéneres por posponer o renunciar a progresos de carrera), pero me encanta ser quien puede desplegar el cuidado de sus hijas desde el hogar (antaño con la mayor, y ahora con la chiquita). Sin embargo , si pudiera, feliz alternaría roles para defender el nido y una coherencia que como muchos, siento que es fundamental en relación a esta premisa: que alguien, la mamá, el papá, alguno de ellos -cualquiera sea la estructura familiar- esté cerca de los niños. Full-time ojalá durante los dos primeros años de vida, la infancia temprana, y al menos al volver del colegio (y el resto de la tarde) en años de escolaridad.
Estoy muy consciente de que estas aspiraciones pueden ser irrealistas e inviables para muchas familias, pero me niego a desistir de la confianza (o resistencia esperanzada) en que nuestro diseño de país pueda más temprano que tarde promover y permitir las condiciones para que más papás y mamás elijan sin aprensiones su trayectoria de cuidado y más tiempo dedicado a la crianza y preparación para la vida de las nuevas generaciones. En una sociedad clara en sus prioridades con la niñez, con lo que se juega sobre todo en los primeros años, otro gallo cantaría y muchas más familias podrían por fin dedicar sus energías al cuidado de sus hijos tal como lo añoran.
No sé mucho de paternidad (apenas, de mi maternidad), no soy hombre, no he tenido hijos varones, y tampoco me siento con autoridad en la reflexión y discusiones sobre masculinidad. A pesar de todo lo que ignoro, sí sé qué me gusta y qué anhelo, y en un mundo donde crisis y progresos sobre-exigen nuestra capacidad de adaptación, es estimulante ver que en el ámbito del cuidado, hombres y mujeres podamos crecer juntos, apreciarnos, llevar la yunta, el nido, los agobios y satisfacciones, desafíos y gozos de la parentalidad.
No hace falta un día del padre para valorar a los hombres (lo mismo en el caso de las mujeres-madres). Puede ser cualquier día: los conocemos, nos encontramos con ellos en distintos espacios. Son refugio y brazos anchos para sus hijos, y para otros seres humanos niños, adultos y ancianos. Cuidan. Respetan. No dejan de concurrir. “Ar scáth a chéile a mhaireas na daoine”, podría leerse en su presencia, con lo que “sabemos” desde hace miles de años: “en el cuidado de unos y otros, la gente vive”. Todavía.
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(*) En este artículo “padres” es inclusivo de todos los hombres-papás-cuidadores de niños y niñas, hijos e hijas (sean biológicos, adoptivos, “los tuyos-míos-nuestros”, etc.), en diversas familias.
(Gracias Archivo ElpostCL)
Notita 2017: Se ha publicado recientemente un segundo reporte sobre la situación mundial de los padres (engl): versión completa aquí, State of the world’s fathers 2017
Mil veces prefiero escribir de deseos que de carencias, y siempre, más de amor que de odio. Aunque jamás será odio, sí una furía íntima, profunda, que surge del amor y su indignación ante trasgresiones que por mucho desbordan la noción de “lo injusto” o aberrante. No sé ya cómo expresarlo (y confieso que más de una vez les he preguntado a amigas y colegas si no hará falta pasar a explicar con fotos el horror para despertarnos como colectivo).
Los abusos contra los niños han sido conocidos por siglos, pero el reconocimiento de sus necesidades de protección y sus derechos es reciente en nuestra historia humana. En la de nuestro país, más reciente aún.
Siempre cuento que al llegar en 1996 a EEUU me impresionó encontrar textos de 1940 sobre prevención de abuso sexual infantil (ASI) para adultos y para niños. Ese mismo 1996, dos organizaciones pioneras comenzaban su trabajo en CHile –Previf y Paicabi-, pero como país demoramos unos años más en abrir el diálogo continuo. ¿Mediados del 2000? No fue hace mucho.
Cada época ha contado con personas que informan realidades de la niñez: en los siglos XV y XVI, escritos hablan de la utilización de niños como “juguetes sexuales”; en el XIX, de los efectos del maltrato físico y el abandono. Sólo en la temática de incesto padre-hija, en EEUU, se encontraron quinientos reportes que cubren 1817-1899 (la historiadora Lynn Sacco ha realizado un gran trabajo en acopiar esta evidencia; ref: “Unspeakable: Father-Daughter Incest in American History”). A mediados del siglo XX, Alfred Kinsey informa que al menos 25% de las niñas menores de 14 años había experimentado alguna forma de abuso sexual.
De este siglo, un estudio inclusivo de 22 países describía la prevalencia mundial del abuso sexual infantil (2009) que en algunos continentes llega a 35% (Africa), encontrándose los “menores” índices en el rango de 8-9% del total de población infantil (Europa, por ejemplo). No da para sentirse mejor. No llegaron a estar considerados en este reporte, eventos recientes como el aumento de secuestros y tráfico sexual de niñas a manos de organizaciones terroristas (Bokoharam, Daesh), y el matrimonio infantil, obligado por los mismos criminales (lo siento, no tengo otra palabra). Además, el matrimonio es ahora un drama propio de campos de refugiados (Sirios, por ejemplo) donde familias terminan entregando a sus hijas como “novias” a fin de “proteger su honra” y su mera supervivencia.
El más reciente informe UNICEF sobre violencia infantil (2014), informó de 120 millones de niñas sexualmente abusadas en el mundo, y un número no precisado de niños varones (al 2005, la OMS había estimado 73 millones). Al ser consultados, los niños decían no querer develar ni pedir ayuda por temor a prejuicios, estigmas y represalias. En otros informes internacionales, las niñas también hablan de ese temor, y de la falta de justicia (¿para qué denunciar si no cambia nada?) como motivos de su silencio.
En Chile, al 2014, según Fiscalía Nacional, 74% de los delitos sexuales denunciados los sufrían niñ@s y adolescentes menores de 18 años (17,760 en total). De esta cifra, 84% corresponde a niñas y sólo una de cada 6 de ellas denuncia (Carabineros CL, 2012). La violencia sexual se reporta sólo en un 2% de casos (PNUD, 2013). No da ni para “punta del iceberg”.
No se trata de agobiar con números hórridos. Se trata sí, de revisar nuestras prioridades, ponderar desafíos y tomar en cuenta lo que significa cada demora o pasividad.
En las cifras, hay historias: de países, de colectivos humanos donde algo está pasando que la convivencia adultos-niños se malversa como una esfera más donde el abuso de poder nos hace zozobrar a todos, no sólo a los más indefensos. ¿Qué dice de nosotros, como sociedad, como país, el trato a nuestros niños?
En cada cifra, cada número, hay seres humanos, es lo que más duele: niños y niñas, cada uno con un cuerpo que necesitamos visualizar (cerrar los ojos y sí, imaginarlo), un espíritu que también soportó heridas indecibles; y está esa memoria que nunca, hasta la vejez, va a disiparse del todo (aun cuando resiliencias y procesos de reparación nos devuelvan esperanza en que otras historias puedan ser escritas).
Las víctimas en su mayoría son niñas, adolescentes (una de cada 4, o de cada 3 vivirá abusos sexuales antes de los 18 años). Pero aun asumiendo esa mayoría siniestra -en un sistema que no se agota en la violencia contra las mujeres-, y asumiendo además la posibilidad de que las niñas puedan ser víctimas de embarazo forzoso como resultado de violación (y ya sabemos cómo ha sido la respuesta inmisericorde de nuestro parlamento a este respecto), no podemos ni por un instante dejar de hablar de los niños varones.
La violencia sexual contra la infancia. Esa violencia que no puede dar para “mañana, si igual algo se avanza, ahora esperemos meses, de aquí al próximo gobierno, o milenio”.
¿Si fuera su hija, la mía, su hijo? Yo no querría esperar más, no quiero. Sabemos que los procesos no apuran su paso por nuestra angustia. Pero respetar ritmos humanos o democráticos, no es igual a olvidar lo importante, ni a ser ingenuos o “abusables”.
La serenidad se lesiona cuando vemos negligencia. Si vivimos como adultos acostumbrados al abandono del Estado, la indolencia de las instituciones, la corrupción, el trato injusto, el vínculo cotidiano con contextos abusivos que no llegamos a identificar, o que aún siéndonos evidentes no nos conminan a acción alguna, el riesgo entonces aumenta, inevitablemente, para los más pequeños porque no seremos capaces de detectar ni interrumpir a tiempo sus abusos y sufrimientos. No es separable un estándar de otro. Cuando decimos “no más abusos” no hablamos sólo de abusos que se verifican en lo sexual, sino a todos los abusos.
Mi pregunta al final de cada día es: por qué con 26 años de democracia, todavía el Estado no segura todos los recursos morales y materiales a su alcance, toda su energía y sentido de urgencia, para proteger, prevenir, responder a abusos sexuales ya vividos, y promover la educación pública del país en temas del cuidado, la sexualidad, los términos de convivencia entre adultos y las niñas, los niños, y con jóvenes mayores de 18 años también (apenas hemos comenzado a dimensionar el abuso sexual, por ejemplo, en instituciones de educación superior).
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La transformación que necesitamos no pasa sólo por un par de leyes, libros, informes, protocolos, registro de pedófilos (por más que en algo ayuden). Necesitamos un tremendo cambio de estructura mental y en nuestras relaciones.
Necesitamos una voluntad de “cuidémonos unos a otros” y de “no más abusos de poder” donde la primera prioridad sea evitarlos para con los niños y niñas. Es siempre injusto, pero es distinto enfrentar cualquier experiencia, por terrible que sea, como adultos: siempre será peor para seres humanos más pequeños.
No puedo evitar la insistencia en ver la ética del cuidado, atravesando todo: la educación, la crianza, la salud, las relaciones cotidianas. Es una forma de prevenir, de transformar, de reparar, de construir otro presente/futuro, e inclusive, de disfrutar, de llenarnos el alma si vivimos otra forma de relación con las nuevas generaciones.
En los desafíos pendientes en nuestra respuesta como sociedad, pienso por ejemplo, en la formación inicial de docentes, abogados, psicólogos, médicos, dentistas, etc. Cuánta falta nos hace instalar la infancia como tema vertebral en todo oficio y entorno, y el examen de las relaciones de cuidado (versus de poder) que establecemos desde distintas profesiones con niños y niñas: cómo consideramos e integramos sus necesidades y DD en nuestros oficios, y también, qué rectificaciones ameritan, y cuáles vacíos podemos disipar de una buena vez
Se trata de los niños, y también de sus familias. El cuidado y la reparación los debe alcanzar a todxs. El trato en cualquier circuntancia, y más cuando existen crisis, duelos, y traumas, necesita considerar todo ángulo de protección posible.
En atención en salud, por ejemplo, no puedo creer que aún no exista la pregunta obligatoria en controles médicos o exámenes –de la especialidad que sea, no la pensemos sólo en ginecología, urología o proctología- sobre si se han vivido experiencias de violencia sexual. No es un criterio universal en nuestros país.
Ese criterio –mandatario en otros países- es de cuidado ético, de respeto humano, y por encima de todo, de mucha ayuda para personal de salud y pacientes en relaciones que no encarnan en el viento, sino en cuerpos humanos.
Los dentistas, lo mismo, es una pregunta indispensable (a los cuidadores), pues para muchas niñas y niños el abuso sexual y el incesto se verifican, entre otras trasgresiones, en el sexo oral. Por eso la resistencia a abrir la boca, dejar que alguien la toque (a veces comer sera difícil), o las crisis de angustia durante procedimientos dentales. Entonces no sólo el cuerpo, la piel, la genitalidad, sino también la boca, su lengua, sus dientes, son un pequeño universo que merece el mayor respeto y delicadeza, siempre, y mucho más, cuando un niñx ha vivido el trauma del ASI. Podría seguir (da para otro post).
De los procesos de la justicia, una urgencia: el riesgo constante de revictimización. Niños y niñas víctimas de abuso deben compartir su relato de lo vivido muchas veces (5, 7, 9; años atrás el promedio era 12), durante procesos judiciales y exponerse a constantes evocaciones, en el momento, o días después, en medio de un recreo, o antes de dormir. Necesita abordarse de otra forma, apoyarnos en entrevistas videpgrabadas como propone el proyecto #nomepreguntenmas (y por favor continuemos apoyando) .
Consideremos además los resultados de la justicia a la luz de la pregunta de muchas víctinas: “para qué denunciar si nada cambia”. Una forma de no-respuesta, y de revictimización por cierto, es que los abusadores no sean separados efectivamente de la comunidad y entornos de los niños. No hablo de revancha, menos aniquilación o negación de derechos (o rehabilitación, si en algunos casos, muy limitados, fuera posible). Pero las consecuencias para quienes actúan violentamente en una sociedad , y más si se trata de violencias contra los niños, necesitan pasar por distancias protectoras y separaciones efectivas (una forma es la cárcel, triste, pero es así).
No se entiende, no es cuerdo, que circulen libremente abusadores que han sido encontrados culpables en procesos bien conducidos (aquellos que no dejan duda alguna sobre la responsabilidad en los delitos; en contraste, recomiendo leer ambos reportajes señalados en este link, sobre los costos de procesos negligentes y disociados del interés superior de protección de las víctimas). Todos los niños expuestos. Todos.
Los retrocesos en reparación son inevitables, cuando las víctimas viven asustadas de encontrarse con sus victimarios, en la calle, o en sus propios mundos. No son pocos los ofensores sexuales que, luego de la cárcel, son recibidos de vuelta en sus hogares. Los niñxs deberán vivir convivir con sus abusadores, en hiperalerta, evocando el trauma y/o arriesgando nuevos abusos.
De otra forma, también se revictimiza a hombres y mujeres que han develado el ASI de adultos, y se encuentran con que no existe reproche ni sanción social para sus abusadores. A nivel del Estado y su sistema de justicia, los actuales plazos de prescripción no dan cuenta de la complejidad del trauma y procesos de elaboración y develación; ni del carácter único de los crimenes sexuales contra niños (donde las víctimas no serán conscientes de que se trata de un crimen sino hasta mucho despues de su ocurrencia), ni permiten derecho al tiempo que necesitan las víctimas para ser capaces de denunciar y recorrer una trayectoria en la justicia. El acceso a ésta, esencial para la reparación, no existe para miles de víctimas.
Como si no fuera suficiente, muchos sobrevivientes deben continuar expuestos a encontrarse con sus abusadores en navidades, cumpleaños, etc., u optar por aislarse, separarse de sus familias. Lo descabellado es que en familias donde se excluye a parientes que no pagaron un préstamo, se casaron por segunda vez, o son “ingratos” , no existe inconveniente en seguir compartiendo con un abusador sexual: alguien que vulneró a niñxs del pasado, y con quien podrían correr riesgos los niños del presente (¿qué garantías podría haber?).
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Lo que ocurre en las familias no es diferente de la sociedad, y menos cuando ésta sistemáticamente desconfía de las víctimas, las culpabiliza, las desacredita, a cualquier edad que tengan. Como en Chile
“Las niñas y niños chiquitos se confunden, fantasean, mienten”, “las mujeres quizás en qué andaban, tomaron de más y luego dicen que las violaron”, “esxs adolescentes se lo buscaron, ¿cómo no iban a saber a lo que se exponían? Escuchamos estas ignominias, inclusive en voz de parlamentarios/as y personalidades públicas. ¿Cómo podrían las familias o círculos cercanos de las víctimas no verse expuestos, más de una vez, a la duda y a la indolencia con los suyos?
Es una distorsión mayor que la primera respuesta a quienes son vulneradxs sexualmente, sea el descrédito. Es cruel además, e irresponsable, porque esa desconfianza de autoridades, por ejemplo (es cosa de leer lo que dicen en el Congreso) nos confunde a todos, y expone a las víctimas. En este contexto, muchas que quizás hoy se debaten entre pedir o no ayuda, preferirán callar.
El descrédito es más insensato aún a la luz de los índices de “falsos positivos”. En EEUU, por ejemplo, para violación han sido estimados entre un 2-8% por diversos investigadores (ver artículo, 2015). Para los niños y niñas que han sufrido ASI, se estiman entre el 1 y 4% (si alguien tiene mediciones en Chile, ojalá pueda compartirlas).
Por supuesto no da se trata de relativizar el principio de presunción de inocencia de quien es imputado por delitos de esta naturaleza. Pero los indicadores de error o falsedad, enmudecen ante la verdad descomunal de +90% de denuncias veraces. Por eso mayor es el revoltijo de alma ante quienes en pos de “evitar falsos positivos”, sacrifican y abandonan a las víctimas.
La respuesta de cada unx y como colectivo ante estas experiencias, no es irrelevante, a veces un gesto pequeño, por ejemplo, compartir o RT una campaña en las redes, puede ser parte de una energía influyente que suma, crece, y tarde o temprano puede llegar a incidir en la política pública, la celeridad legislativa, o en cambios de percepción y actitud. Por otro lado, nuestras respuestas pueden ser una gran fuente de resiliencia y contención para víctimas ASI, niñxs y adultxs. Todo gesto cuenta.
Ojalá el próximo año, reevaluemos prioridades y cuánto más empuje nuestro requiere el cuidado de la nueva generación, desde pequeños y hasta la educación superior; esto excede la “mayoría de edad”. Más cuando el 2015, desde la neurociencia se nos recuerda que la etapa de la adolescencia se extendió, y alcanza desde los 10 hasta los 25 años (ver artículo reciente, diciembre, inglés).
Donde encontremos niñxs, alumnas y alumnos, es imperativo cuidar su integridad, y cuidar la integridad, también, de la relación adulto-niñx o docente-estudiante, desde la claridad absoluta en las asimetrías de poder (en la universidad, así uno tenga 50 y sus estudiantes 20, 35 o 60 años, la asimetría existe igual). Llevamos años insistiendo en que no sólo se deben compartir “recomendaciones” al respecto, sino “reglamentaciones”. Mientras más precisas, mejor para todxs.
No está a nuestro alcance detener la ocurrencia de daños (“a salvo” 100%, no existe, y somos vulnerables). Pero sí podemos mantenernos atentos, activos. De una vez por todas interpelar a nuestras autoridades y CONDICIONAR nuestros votos (en municipios, parlamentarias y presidenciales), al menos quienes tenemos hijxs, según actuaciones, resultados y programas que profundicen el cuidado de los DD y vidas de los niños. ¿Qué pasa con la ley de garantías integrales? ¿Se dignarán asistir a sesiones los parlamentarios que deben asegurar su tramitación expedita para que entre en vigencia lo antes posible? ¿Y el Defensor del Niño, cuándo es el horizonte, fecha por favor?
Un colectivo consciente y con memoria puede hacer la diferencia (y hay que ver que hemos crecido, pero falta). Sabiendo también que aunque tenemos limitaciones, y que unxs y otrxs pondremos distintas energías en distintos momentos, de todas maneras siempre habrá alguien (ojalá miles) “cuidando la casa”. Esto es algo de lo que podríamos sentirnos orgullosos. Algo que podemos seguir haciendo juntxs. El 2016, una vez más.
En sus primeros 7 años de vida, los niños chilenos juegan 6 mil horas menos de lo recomendado: deberían ser 15 mil para esa primera etapa de la niñez (es decir, les arrebatamos cerca de 8 meses, más de un 10% de lo que llevan vivido). Para los niños entre 5 a 7 años, el aumento de horas de clases debido a la jornada escolar completa significó una disminuición de a lo menos 2 horas diarias de juegos y esparcimiento (un derecho establecido por la Convención Internacional de derechos del niño que CHile firmó en 1990) y eso se refleja, según un estudio de Fondecyt en que el tiempo libre, para muchos niños y niñas, termina siendo el que se utiliza en trayectos hogar-escuela (ver reportaje LT, 2015).
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Un gran estudioso del juego y sus beneficios dijo “lo opuesto al juego no es el trabajo, es la depresión”.
Desde nuestros orígenes como especie, el juego nos ha acompañado: vinculado a la supervivencia, al aprendizaje de habilidades físicas, sociales, esenciales para el sostén de la vida. Para los niños humanos, continúa siendo una energía y disposición tan natural.
El juego es una llave que funciona bien en toda música cotidiana. Invitemos a un niño a jugar, en el hogar, la escuela, “vamos a la plaza” y la adhesión es casi inmediata. En la calle, en el almacén, o haciendo trámites: en cualquier lugar, puede ir el juego. El tiempo de ocio, también es parte de este universo. Y el descanso donde reposan y se renuevan energías.
Convertir en juego, en ocasión para imaginar, o simplemente dar un tono ligero, imaginativo y feliz a actividades como lavarse los dientes, ordenar los juguetes, o ayudar a poner la mesa, casi siempre funciona bien. Por el contrario, distanciarnos del juego, nos mengua a todos: a adultos, las parejas, compañeros de trabajo, familias. Sobre todo a los niños y niñas.
Tratamos de apoyar la dirección de la vitalidad, del desarrollo de nuestros hijos/as y no les negaríamos alimentos, ni les impediríamos aprender a caminar, a hablar, a hacer amigos, y tampoco les quitaríamos los libros. La pregunta es por qué la restricción del juego no nos resulta igual de preocupante o extraña, a lo menos. Alentar el juego, proteger ese tiempo, es también una forma de cuidar a nuestros niños y niñas, tan importante como las demás.
El juego prepara para la vida y no menos. Fortalece en los niños la riqueza de conexión emocional, el autoconocimiento, la creatividad, el trabajo en equipo, la convivencia y ciudadanía también. El juego ayuda a cada generación a descubrir y ensayar una variedad de talentos e inteligencias que son útiles y necesarias para su vida presente y futura (son claves, de hecho, en el tema de las vocaciones). La biología, la psicología, y la propia educación, son disciplinas que relevan el valor del juego. Sin embargo, en la escuela, los recreos son magros, las clases permiten apenas el movimiento (como si permanecer sentados horas, fuera la opción más natural) y los días son largos, constantemente presionados por rendir, y por seguir rindiendo en el hogar, con rumas de tediosos deberes escolares. ¿Cómo jugar así, a qué hora?
Las actividades lúdicas y el juego libre son tan imprescindibles en la vida de la escuela como en la del hogar. Pero no siempre es fácil poder jugar con nuestros hijos en un país donde la conciliación familia-trabajo no se logra y donde la jornada laboral es irracional (tanto como lo es llegar a casa por las noches a hacer o revisar tareas). ¿Cómo poder salir a las 8, 9pm, a jugar al aire libre?
A pesar de los obstáculos, algunas familias tratan de leer juntas antes de dormir, realizan proyectos manuales o paseos los fines de semana; otras definen un día semanal de juego grupal, invitan a otros niños. En muchos hogares, una actitud lúdica cotidiana hace toda la diferencia.
La mamá de uno de mis alumnos, siempre le enviaba notas con el almuerzo del estilo: “si me pierdes otra vez, te la verás con tu madre, muajajá. Con amor, atte, la lonchera”. Ese humor que fue evolucionando con el hijo desde 2do a 8vo básico, era un “jugar” constante. Hay hogares donde las cajas de cartón de televisores o lavadoras siempre pasan por una transición –nave espacial, cofre mágico, autito- antes de ir al reciclaje, o donde las familias hacen karaoke y bailan, o practican un deporte juntxs, o van en el metro o en el auto cantando, proponiendo adivinanzas, o salen al patio o el parque y se tienden de espaldas a mirar las estrellas o recibir la lluvia (poquita, va siendo), o a hacer pasteles de barro -como me recuerda una amiga- o castillos y casitas en la arena.
En el juego podemos explorar y, a cualquier edad de la niñez, los juegos de roles son un gran herramienta. Comienzan desde pequeño, con objetos o muñequitos sobre la mesa, y luego puede tratarse de actividades teatrales (dramáticas o de comedia, y ojo, la integración de técnicas de Impro y Stand-up, en todas las asignaturas, es un interesantísimo “gatillador” de aprendizajes) o juegos de “oficios” en la casa: una semana dedicada a jugar al hospital, otra a los exploradores, los científicos, los artistas. Pueden usarse disfraces, objetos a la mano, o simplemente la imaginación. Las posibilidades son infinitas. Todo puede servir para jugar. Todo, para niños y niñas por igual.
Hoy en día existe mayor consciencia sobre la necesidad de no adosar estereotipos y dejar que los juguetes sean sólo juguetes, sin distinciones de género. Las campañas inclusivas son maravillosas, pero también necesitamos ser cuidadosos con fundamentalismos que no deberían interferir con los juegos de los niños.
Por ejemplo, la aversión o el llamado casi a eliminar todo lo que sea rosa o evoque “princesas”, en una época peak de cuestionamientos a nivel internacional. Las princesas, sin embargo, no dejan de ser celebradas si son niños varones y transgénero quienes juegan con tiaras y trajes de tul, y me alegra que así sea, inmensamente. Pero de igual forma, me rebelo cuando se critica a las niñas si quieren disfrazarse y jugar a las princesas, entre muchos otros juegos que acompañarán su infancia. No discriminar, “no juzgar” pero en serio.
A propósito de juzgar: un maestro a quien admiro mucho, Pablo Boraquevich, dice que hay transformación cuando uno saca la Z de juzgar, y juega. No implica, en lo absoluto, desechar la seriedad o responsabilidad. Sólo se trata de abrir espacios donde la creatividad, el ingenio, la libertad interna que permite el no-juicio, puedan ayudarnos. El humor, también, todo el tiempo.
Jugando desde niños, estoy convencida, podemos aprender y luego guiar a nuestros hijos en el no-juicio; la formación humana, cívica. Ensayar elegir, “jugar” a debatir ideas desde pequeños y desde distintos puntos de vista, no siempre el que más gusta o es más popular, o noble. Esa distinción tan necesaria entre argumentar/defender una idea, que no requiere descalificar/negar al otro, se aprende lentamente y vale dedicarle tiempo, en la casa, en la escuela sobre todo, desde lo lúdico.
Las ciencias, las tecnologías e internet: también son un espacio donde todos podemos jugar, y acompañar los juegos de nuestros hijos. Que puedan hacer “experimentos”, o navegar fascinadamente. La recomendación de los propios gigantes en internet (Google, Microsoft, Apple, etc) y sus expertos en cuidado online es que nos involucremos. Aunque cueste ir al día con lo nuevo, tratemos de que la web y las apps, los juegos de video u online no nos sean ajenos, sino otro espacio de relación y juego-juntos en familia.
La amplificación del uso de tecnologías en el aula –por ejemplo en el chat con alumnos de distintas regiones de un país, o de otros continentes-, guiada por educadores, es lúdica, y encima alucinante en el alcance que puede llegar a tener (y una vez más, hay que conocer el trabajo del prof. Sugata Mitra, con su “school in the clouds”). Y también puede ser más sencillo: en EEUU y en Chile, muchas “tareas” con que llegan los niños son una invitación a hacer cosas en familia, un pequeño proyecto (un afiche, escribir un poema), una reflexión padres-madres-hijos (diez líneas) en torno a ciertos temas; una “entrevista”. Sigue siendo lo lúdico, una presencia, una fuente de encantamiento, de bienestar.
El juego es reconocido como un derecho humano: “todo niño tendrá derecho al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad, y a participar libremente en la vida cultural y en las artes” (art 31, CDN).
Justamente, para promover ese derecho, un ex atleta olímpico creó en los 90 la organización RIGHT TO PLAY (ver video) que trabaja con miles de niños en países muy vulnerables. Los resultados: incorporando el juego activamente, 100% de los niños se muestra mejor dispuesto a asistir y colaborar en su escuela; 93% desarrolla mayor autoestima y habilidades de liderazgo; sobre el 80% se preocupa más por su salud, el autocuidado y el cuidado de los demás.
Esta temática debería ocupar de modo prioritario a nuestros ministerios. No puede ser educativa ni saludable la falta de tiempos y espacios abiertos para jugar, integrar el cuerpo, las emociones, las ideas y sueños; para ser niño, simplemente.En un punto impronunciable: los niños que trabajan, que cuidan a otros niños, o bien, a adultos (que por salud o abandono, no pueden cuidar de sí). ¿Cómo promover acuerdos colectivos para cuidar el juego, de todo niñx, en todo lugar? No olvidemos el tremendísimo poder del juego, también, en la reparación del trauma; la contención cotidiana cuando la vida de los niños atraviesa por pérdidas, duelos.
Sin juego, arriesgamos la pérdida de reverencia, de maravilla, de progresos y evoluciones trascendentales para nuestra especie: sólo recordemos cuántos inventos e ideas benéficas para la humanidad han emergido desde el juego. Sin jugar, cuántos talentos no llegarán a ser descubiertos. Cuántos proyectos de vida, jamás realizados.
Jugar es indispensable: consigo, con “amigos imaginarios”, con amigxs de verdad, con profesores, con palabras y números, con la familia, con mascotas y animales, con los árboles, con el mundo. Jugar para alegrarse, para sentir placer y perder miedo, para inventar, para compartir, para construir identidades, para amarse y amar. A cualquier edad, para creer en paraísos tan entrañables como la propia vida: jugar.
Primera parte – La salud de los niños: Sostener y reparar la vida.
Traen en sus manos pétalos, hojas molidas, o sólo tierra: de jardín, plaza, polvareda doméstica. Nos muestran sus tesoros con expresión de primera vez; ese asombro, el más feliz y lleno de gracia. Niñas y niños fascinados con cada seña de vida, aunque ni siquiera conozcan esa palabra: vida (yo voy para los cincuenta, y es todavía un balbuceo, un susurro que no llega a revelación). De pequeños tampoco conocen “salud”, “enfermedad”. Menos aún, “cáncer”.
En el mundo, anualmente, 200 mil niñ@s y adolescentes (de hasta 19 años) enferman de cáncer. En Chile son quinientos a mil, y el cáncer es la segunda causa de muerte entre los 5 y 9 años de edad. Podría no serlo.
Según World CHild Cancer, un 80% de niñ@s podría sanar del todo, contando con diagnóstico y tratamientos oportunos (ver datos del reporte anual de WCC), y con cuidados y apoyos amorosos. No es sol@s, sanar. Ni para los niños ni para sus familias.
El cáncer, “en cuclillas”
Sabemos que nuestros hijos, ante un malestar de sus cuerpos, nos llaman, se acurrucan, caen dormidos con o sin fiebre, tomados de nuestras manos. Nosotros recibimos un llamado del jardín o la escuela y antes de que terminen de decirnos “su hijo se siente mal, o se torció un pie”, ya partimos a buscarlos. Cada célula y neurona corriendo en dirección a ellos: el cuidado en movimiento.
Si nos dijeran, su hijo, su hija, tiene cáncer ¿qué escucharíamos? Sólo la voz del cuidado, muy posiblemente. Nada sería más importante. Tres palabras harían desaparecer, para madres y padres, al resto del planeta: “a su lado”.
¿Cómo viven los niños y niñas una experiencia como el cáncer? Quienes no hemos estado ahí, sólo podemos imaginar, tratar. Pensarnos en un cuerpo pequeño que quizás hace poco aprendió a caminar y ahora está “enfermo”, pasando por tratamientos invasivos, decenas de inyecciones, estadías en hospitales. Tener muchas ganas de jugar, y apenas fuerzas para intentarlo. No entender.
Niños y niñas un poco más grandes darán cuenta de cambios y restricciones en la enfermedad, podrán decir cuánto y cuándo les duele, percibir la preocupación de sus familias, y hasta contemplar la posibilidad de morir. Creo que una mayoría de los adultos podemos avizorar esa sombra sólo al escuchar términos como “biopsia”, “precursor”, “malignidad”, o la pregunta “¿casos de cáncer en su familia?” realizada por un doctor a quien se visita por primera vez.
Con todo lo que no sabemos, sí al menos estamos claros en que el acceso incondicional a servicios de salud es lo primero, y un factor determinante en la posibilidad de sanar. También lo es el cuidado y la presencia de padres/madres con sus hijxs: la familia, lo dicen innumerables estudios, en hospitales como en los hogares de los niños, es clave para la cura y/o moderación de síntomas y dolores asociados a enfermedades como el cáncer.
Sin embargo, en nuestro país (a ras de OCDE), aún no contamos con certeza de poder acceder a los tratamientos necesarios para todo niño que enferme, ni con el derecho a cuidar de nuestros hijos por el tiempo que se requiera. Cualquiera sea el sistema de prestaciones –público o privado-, ante la enfermedad grave de un hijo, el golpe se deja sentir, la exigencia sobrehumana. A la demanda emocional, moral, se suma el que muchas familias arriesgan perder sus fuentes de empleo, o sus viviendas, para solventar gastos médicos y aquellos generados por ausencias laborales, reducciones de jornada y/o cesantía. ¿Cómo poder cuidar bajo esas presiones?
La mengua anímica, los problemas de salud mental (en su mayoría, depresiones), los cuerpos agobiados de los cuidadores, conforman otro universo donde coexiste el amor más grande, junto al innegable impacto de la enfermedad para el grupo familiar, la pareja, cada hombre-papá y mujer-mamá.
Sostener y reparar la vida
Nuestro país suscribió la Convención Internacional de Derechos del Niño (CDN) que establece, entre otros derechos humanos, el de todo niño y niña entre 0 y los 18 años de edad, “a disfrutar del más alto nivel posible de salud y servicios para el tratamiento de enfermedades y rehabilitación de la salud” (Artículo 24). ¿Es así? Y si no ¿qué lo justifica y qué dice de nosotros?
Como imperativo de especie, está el sostener y reparar la vida, cuidarla para que continúe, y especialmente en tiempos de mayor vulnerabilidad. Sin vidas, no queda nada. Pero por obvio y elemental que parezca, no parece ser la premisa fundamental que orienta nuestras acciones.
La devastación del medio ambiente, su explotación irracional, es la prueba más desoladora. En los últimos años, me comentaba una funcionaria del sistema público de salud, ha aumentado el número de adolescentes que llegan a Santiago desde las regiones 3ª y 4ª para recibir tratamiento oncológico (por cáncer de mamas y testicular). No se atreve a decir que es a causa de las mineras, pero lo piensa, pensamos (y éstas también emergen en denuncias recientes del colegio médico sobre el aumento alarmante de cáncer por arsénico, en Santiago).
Me ronda, también, e inolvidable, aquella historia de un padre joven que el 2013 optó por la amputación de una de sus piernas pues como trabajador free-lance no podía permitirse “el lujo” (sus palabras) de 3-6 meses de reposo y rehabilitación intensiva -indicados por su médico tratante-, “a costa” de afectar la provisión y cuidado de sus dos hijas. Perder la voz. Qué podríamos decir.
Sólo preguntarse, internamente, ¿cómo definiríamos “salud”?, ¿cómo contaríamos su historia desde cada cuerpo, nuestro, de otros?, ¿qué decimos a nuestros niños?, ¿cuánta maravilla, cuánto afecto o gratitud podríamos expresar por los átomos y células mínimas que nos sostienen?
Y nuestros bríos, capacidades diferentes, vulnerabilidades, nuestro crecer y envejecer, ¿cómo los describiríamos?, ¿qué estándares son los deseados, los no-transables, pensando en el colectivo, en nuestra familia?, ¿cuáles sufrimientos concebimos como evitables, o tolerables, y para quiénes?, ¿qué entendemos por enfermar, por sanar, por vivir una vida vivible? Y si no lo hemos pensado ¿cómo nos aventurarnos a soñar, y también a exigir justa-amorosa-mente, otra forma de vivir el cuidado en nuestro país?
El desafío en salud es enorme a nivel mundial. La OMS señala que casi 2 billones de personas no tienen acceso mínimo a servicios de salud, y más de 11 millones mueren anualmente debido a enfermedades infecciosas, sólo por no haber podido solventar remedios básicos, o vacunas. Unicef ha estimado, al 2015, que los niños más pobres tienen casi 2 veces más posibilidades de morir antes de los 5 años, en comparación a los niños más ricos. Y no son todos los datos.
Somos parte de este mundo, y no somos indemnes. Pero en este lejano territorio quizás podríamos hacer las cosas de otra forma. Que la vulnerabilidad (de todxs, alguna vez) jamás nos exima de dignidad y de cuidado. Que nuestros cuerpos sanos y nuestros cuerpos enfermos, grandes o pequeños, unos de pie y otros yaciendo, no dejen de tener igual estatura.
Segunda parte – La salud de los niños: #licenciaparacuidar
Recientemente, un reportaje nos recordó la indefensión que persiste: “¿Mi trabajo o mi hijo?”. La pregunta es terrible, y aunque existen empresas y empleadores con humanidad y acuerdos especiales con sus trabajadores, en tanto no exista #licenciaparacuidar como ley, muchos padres y madres se verán expuestos a realidades adversas e injustas.
Para cambiar esta historia, las familias se han agrupado en Sin licencia para cuidar, una organización que lleva años trabajando por conseguir la garantía de un fuero laboral parental que nos permita cuidar de nuestros hijos si enferman gravemente.
Su vocera, durante mucho tiempo, fue Carol Alvo quien continúa con su voluntad intacta -y su hijo felizmente sano-, orientando a quienes lo necesiten. Junto a ella, haciendo historia, recordamos que los esfuerzos por contar con una legislación apropiada vienen del 2008, a lo menos.
Durante el primer gobierno de M. Bachelet, fueron desatendidos los requerimientos de los padres de #licenciaparacuidar. En el gobierno siguiente, de S. Piñera, la entonces ministra del trabajo, E. Matthei, se involucró en el proyecto, como luego se comprometería a hacerlo su sucesora Javiera Blanco durante este segundo gobierno de la Concertación/Nueva Mayoría. El proyecto se presentó el 2012, fue modificado, aprobado, enviado al Ejecutivo (si buscan en el sitio del Congreso, la última información es una noticia del 2014, y cuesta encontrar información actualizada sobre su tramitación). (*)
Si el proyecto de garantías integrales para la infancia anunciado (demorado a niveles negligentes), finalmente se presenta y se tramita con el debido sentido de urgencia, es esperable que abra camino a otras legislaciones de infancia indispensables como toda aquella que nos permita ejercer el derecho a cuidar bien de nuestros hijos, durante toda la infancia, y especialmente en los momentos de mayor fragilidad.
Cuidado o abandono, ¿qué elegimos?
Nadie está libre. La vida es un regalo indescriptible, pero también enfrentamos la posibilidad de enfermar, de que nuestros hijos enfermen, de ser frágiles.
El cuidado es una responsabilidad ética, de especie, un derecho, y no obstante el desafío moral y material que conlleva su ejercicio, se amplifica en un país donde la salud continúa siendo un privilegio en tanto el dinero traza una división entre la esperanza de vida de unxs, y el abandono de otrxs a su suerte o a su muerte. ¿Quién vive, quién no? Detenerse un momento y sincerarnos. ¿Importan realmente TODOS los niños y niñas? Les preguntaría a nuestras autoridades, una a una.
Médicos oncólogos señalan que para Chile, un promedio anual de 700 niñxs con cáncer requeriría subsidiar 4700 meses de cuidado, por un valor de algo más de mil millones de pesos. ¿Y entonces?
No perder de vista al país que deseamos, necesita también de nuestros ojos abiertos frente al país que NO deseamos, las crueldades que no queremos seguir endosando por omisión, por temor, o porque no sabemos ni siquiera por dónde comenzar la resistencia. Quizás el cuidado puede ser una brújula. Que el amor nos despierte, nos enoje justamente, nos anime a desacatar locuras y postulados siniestros de un sistema que justifica la salud condicionada, y la selección de unos niños para vivir, y de otros, para morir. Hablar de esto, desacatar resignaciones, nombrar las cosas, hacer las preguntas difíciles: todo suma en ir disolviendo el engaño. Humberto Maturana habla de “fraude sistémico”. En los últimos meses, millones no sólo de pesos, sino de desvergüenza y decepción (casos Caval, Penta, Soquimich). Un dato sobre el que vale meditar: las 9 campañas presidenciales para 2014 sumaron gastos superiores a diez mil millones de pesos. De éstos, más de la mitad corresponden sólo a la Presidenta y su coalición. Cómo no sentir que es a lo menos incoherente, a la luz de estos números, que otras inversiones vitales y éticas, como en el cuidado infantil, sean postergadas.
Cuidar a nuestros hijos es una gran tarea, y más exige en condiciones desfavorables a la conciliación familia-trabajo, o en entornos donde se desvaloriza y cuestiona a mujeres y hombres que se ven obligados a optar o bien eligen –y es un privilegio de pocos- la parentalidad, desistiendo por otro lado de oportunidades de empleo y/o desarrollo de carrera (no es infrecuente escuchar calificativos como “flojas” en relación a las madres, y “mantenidos”, los padres).
La dificultad crece cuando debemos cuidar en situaciones extra-ordinarias. Ni dios quiera, decimos, y nos hacemos miniatura ante la magnitud de una experiencia como el cáncer.
Qué sería de nuestra familia, del trabajo y economía del hogar, la estabilidad del vínculo de pareja (y la propia resiliencia), la alegría, los juegos, los festejos que no pueden estar ausentes, qué pasaría con todo, si uno de nuestr@s hij@s requiriera cuidados especiales por un período prolongado, o si un accidente o enfermedad los exigiera de por vida. La devoción no es el dilema. Es nuestra para darla a manos llenas. Pero toda la devoción del mundo no basta sin otros pilares.
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Esta posteo es parte de una serie de 2 publicados originalmente en Sitio Cero.
*ACTUALIZACION 2018: No se trata de la ley “licencia para cuidar” originalmente pensada, pero desde febrero de 2018, Chile cuenta con el beneficio que garantiza Ley SANNA. Se trata de un seguro de acompañamiento para niños y niñas enfermos de càncer (hasta los 18 años). Sus madres y padres pueden solicitar una licencia médica de hasta 90 días. Es un paso muy insuficiente todavía para las necesidades de cuidado que impone una enfermedad catastrófica, pero es claramente una señal de que podemos avanzar en una dirección más humana y digna. Un resumen de la ley y de requisitos para hacer uso del seguro de acompañamiento, en este sitio