Sin vergüenza ni soledad

“A melody softly soaring through my atmosphere” Death Cab for Cutie

Taxis, miguitas para las palomas, juguetes de mi hija menor en la cocina y el baño (y de la mayor, en mi memoria fascinada), periódicos, radios, una cámara o dos que intimidan, voces y más voces. Recorridos acompañantes de un libro de autoría compartida que, en un nuevo bautizo, es recordado, re-nombrado. En el afán, debo salir del nido nuestro de cada día.

Confieso me cuesta desapegarme de mis ramas y hojas, y no obstante siempre regreso a ellas agradecida. Cuerpo de agua bendita sobre la grieta, la hendidura, todo lo que cuenta una historia imposible de olvidar, pero siempre posible de reescribir hasta dar con su lenguaje perfecto, necesario: me cuido, te cuido, nos cuidamos.

Sin vergüenza. Sin arrogancia ni falso orgullo tampoco. Simplemente la justa y modesta métrica de la dignidad personal. Eso y nada más.

No rendir cuentas. Tampoco negar que hay dolores hechos de lava, nieve, roca. No puedo precisar el elemento pero quema, y desgarra, y hace caer la piel. Para qué explicar más.

En eras personales que parecen eternas e inescapables, nos perdemos un poco, pero como buenas criaturas de esta tierra, no somos ajenos a ciclos y estaciones que siempre llevan la semilla del rescate y resurrección en su tejido. Climas cambiantes, feroces, incomprensibles, no detienen todavía a las flores silvestres que se nos regalan en cualquier calle o borde de camino y carretera, incluso en territorios recién asolados por guerras o sequías. Así nosotros regresamos de la sombra. Así, sin darnos cuenta, asomamos los pulmones al aire y la luz.

El abuso sexual –como otras experiencias humanas inmensas- cobra vidas, suma muertes. De las reales hablo, las que llevan epitafios y lápidas de verdad. De las muertes simbólicas, nadie lleva la cuenta ni piensa en justicias, pero es infinita y lo sabemos bien (hemos hecho, uno a uno, cada duelo). Y sin embargo seguimos a pulso de días, oficios, cariños, esmeros, insistiendo en la vida.

Tal como en la infancia, cuando apenas si nos dimos cuenta de que nuestros silencios nunca fueron silencios del todo (porque hablamos en mil lenguajes misteriosos para atestiguar lo que nos pasaba y no podíamos traducir), así de grandes, por derrotados o tristes que podamos sentirnos en algún momento, hay voces vitales que –sabiéndolo o no- hablan por nosotros, y testifican su voluntad de sanar, renacer, crear, seguir aquí.

No estamos solos (nadie debe estarlo). Nos acompañan tantos seres amados, tantos bosques, ventanas, cajas de música, libros, estrellas, orillas de playa, canciones. Pero también nos acompañamos entre hermanos y semejantes.

Aunque jamás nos veamos las caras ni escuchemos el sonido único de cada voz, somos una tribu, cómplices benévolos de una intención que trasciende la necesidad de estar bien cada uno, y se alza en un sueño de amparo y bienestar para todos: los niños que son, los que vienen, los que fueron, en cualquier historia y cualquier latitud del planeta.

Cada relato que conozco, cada mujer y hombre detrás de palabras ganadas y silencios vencidos, duele, pero también alienta: por lo que otros son capaces de sobrevivir, resiliar, gestar. Gratitud por cada vida compartida. Reverencia indecible.

Hay mujeres que salvaron a sus hermanas del vejamen –y eran todas apenas niñas-, prolongando su sometimiento a un padre abusador; otras que cuidaron a sus madres enfermas terminales con una compasión ganada a pulso, pura ética intuitiva (porque en el abandono materno frente al abuso de esas hijas, luego cuidadoras, no hubo misericordia de la cual aprender); otras se fueron de sus ciudades natales para librar a sus familias de recordar, simplemente recordar, que el abuso fue posible en su seno; y hubo una, hija del incesto (e hija de su abuelo y de su madre, que era apenas una niña al dar a luz) abandonada en un asilo, que fue capaz de perdonarlos a los dos, y dar con ellos para contarlo.

Bondades inimaginables, soberanías de acero pero blandas y clementes, estaturas humanas que me cuesta creer posibles, pero son, y qué bueno que sean porque les debo el aire y el agua en días donde el peso de la realidad lanza el cuerpo y el corazón contra el muro, el pavimento, la alambrada, el fondo abisal. Ese cansancio sobre lo que a veces se siente como un bote en altamar al borde del naufragio y apenas dos manos para sacar, de a poquitos, el agua que desborda (el trabajo en ASI, que no se detiene en este siglo, en este milenio… océano de niños y niñas donde se nos ahoga el alma).

Gracias al buen prójimo que da la mano a los más pequeños. Al que respeta y comparte humanidades con sus pares adultos. Paciencia y perdón al que con indolencia intenta descoser suturas irrenunciables para nosotros (seguiremos explicándoles que no hace falta el morbo ni la estridencia, solo la lucidez y ética del cuidado, para hablar de abusos).

Que a cada relato siga el círculo azul, la orquesta, la ronda de plaza. Que cristales rotos y el nuevo espejo se vuelvan cello, cáscara de nuez, palo de agua, algo con lo que hacer música entre ruinas y rumores. La verdad, tranquila y blanca dentro de nosotros (y fuera también). Lenguaje compartido donde habrá lugar para silencios deshojados y vueltos a florecer, silencios elegidos ahora sí: de cielo en madrugada, de orgasmo, de no saber qué decir ante el milagro de una niebla vuelta organza, encaje en el mantel de la tierra, nuestra mesa redonda para acompañarnos, nada más.

A pesar de las noticias tristes, los cuerpos rotos, los desvíos y los yerros, las preguntas sin respuesta, la equívoca consciencia de ser dispensables, los malos nombres que regresan, el placer interdicto, los secretos y su respiro de animalito acorralado, todo el baúl anciano y raído del abuso… todo esto que sabemos, no puede ser más que nosotros. No debe. Porque siempre es promesa ese instante que, en la ternura de ciertos gestos o caricias capaces de volvernos boreales, de acurrucar acantilados, nos permite saber que otra vida espera. Otra integridad, si así lo queremos. Otra belleza.

Elegir, cuidar, gobernarnos, proteger, engendrar. No lo olvidemos. La suma de nuestras biografías puede dar a luz sortilegios y bandadas de aves preferidas; engarces de piedras preciosas en umbrales de puertas aun no cruzadas; presencias que titilan y amparan a otros en cualquier noche de mirar por el balcón, las luces del mundo. Estado de gracia, o estado de hogar. Intimidad y colectivo, eso somos: primera célula y millones de ramas genealógicas que hacia atrás son una sola. Y hacia adelante, también.


Fotografía del título: Lucecillas