No+violencia

En Coronel y Coyhaique, dos ciudades del sur de Chile, se cometieron crímenes atroces. Primero, un padrastro golpeó y azotó contra las murallas a un lactante de un año y meses. Al día siguiente, el ataque a una joven de 28 años (Nabila Rifo), mamá de 4 hijos, quien fue abandonada en la vía pública muy malherida, con múltiples fracturas y arrancados sus ojos.

Un país violento. Un Estado que fracasa en su cometido de cuidar, educar, de evitar violencias severas, o que por omisión e ineficiencia, las habilita. Una comunidad que tarda en reaccionar, en sentir, en exigir el cuidado que merecen sus niños, mujeres, todo ciudadano y ciudadana, de toda edad.

En ambos casos existían agresiones previas: el niño había sido ingresado en marzo pasado al hospital de Concepción, y la mujer había realizado denuncias por VIF, una por el ataque a su hogar y la amenaza de muerte (hacha en mano) de su ex pareja y padre de dos de sus hijos (hoy imputado). ¿Qué precauciones se tomaron de parte de los sistemas de salud y justicia? En el caso de Nabila, el agresor fue derivado a terapia para control de impulsos (más firma mensual; sobran comentarios). Para el niño, no se sabe de ninguna, hasta aquí. Fracaso rotundo en protegerlos.

El niño está fuera de riesgo ya; la joven está apenas consciente y pasará por un dolorosísimo proceso de reparación tanto médico como psicológico. El trauma es en todo su ser, cuerpo, alma, y es también para sus cuatro hijos, su comunidad. El sábado pasado, en Coyhaique hubo muestras espontáneas y masivas de solidaridad. Pero también hemos leído y en realidad no termina de ser establecido tajantemente si sus vecinos atestiguaron o no parte del ataque (sí habría sido realizado el intento de denuncia al 133, con tiempos de espera inconcebibles).

En este ataque o en otros, el miedo puede explicar una parte de la inacción o no-intercesión: miedo a ser agredido, a represalias, o a no saber cómo, simplemente, detener a un agresor desatado, capaz de pulverizar a otro ser humano indefenso. Pero también está la pregunta de hasta qué punto hemos naturalizado la violencia que no intercedemos, ni logramos notar señas de angustia o pedidos de auxilio en silencio, algo que comparten reiteradamente víctimas de abuso sexual infantil: todo un sistema de miradas, signos corporales, etc., que desplegaron a veces por años para intentar “decir sin decir”, y conseguir que no las dejaran solas con su abusador, o que algún adulto -uno al menos, entre tantos- notara algo, interrumpiera el abuso.

Dicen que los medios crean realidades, que alimentan percepciones de aumento de la delincuencia (que según entidades especializadas ha disminuido) y de la violencia. Pero medios o no, el último reporte de violencia infantil Unicef (2012) señaló que 71% de los niños y niñas que viven en Chile sufren maltrato (físico, psicológico y abusos sexuales); Jenafam-PDI informó de 4890 niños y niñas víctimas de delitos sexuales en 2015 y en lo que lleva de este año Sernam reporta 14 femicidios (en años previos: 58 en 2015 y misma cifra 2014; 56 en 2013). Quizás la delincuencia ha disminuido, quizás hasta la violencia es “menos” –comparando con otros países-, pero en vidas de niños y mujeres, obituarios, lesiones y ensañamientos es para dejar en el suelo a cualquier ser humano con corazón.

El ensañamiento. En el ataque de Nabila recordar que no es la primera vez: hace tres años, en Punta Arenas, a otra madre le sacaron los ojos, frente a su guagua. También fue abandonada en la calle –con su hijo- en el frío feroz, no austral, sino deshumanizado. Hoy Carolinaa Barría, ciega, recibe del Estado doscientos mil pesos. Sin comentario la noción de apoyo digno. Ella en cambio, con pleno sentido cívico, humano, comparte su historia (en un reportaje de Paula: “Abre tus ojos”) y trata de proteger a otros, a otras jóvenes y mujeres a quienes les pide que se cuiden, que no dejen pasar la menor seña de trato despectivo, controlador, ofensivo, cualquier violencia de una pareja (y de nadie) y pongan de inmediato distancia, o denuncien, pidan ayuda.

Ella no habla con odio, con ninguna violencia (y después de haberla vivido, nadie la querría cerca, ni siquiera desde las palabras). Se pregunta hasta por el perdón, y uno se recoge porque ni siquiera puede, no realmente, por más que trate, imaginar su experiencia. Carolina es un monumento de vida, de resiliencia, y vuelve a remecernos en estos días enviando un mensaje a Nabila (aquí, nota) en cuyas palabras, nuevamente, no se respira violencia. Dignidad sí, fuerza, cuidado. Desacatan turbas del alma, y obligan a poner atención en algo que ningún índice ilumina totalmente: la vastedad de la desprotección.

Cuesta pensar a Chile como un país violento, en democracia (luego de haber luchado tanto por terminar un ciclo doloroso, y violento, de 17 años de dictadura). Pero qué otra palabra podríamos usar frente a los abusos sexuales a niños, las violaciones, las muertes de niñas y mujeres, las decenas de casos de adultos mayores vulnerados, las ausencias en salud, los rechazos de licencias que impiden a padres y madres cuidar a sus hijos. Es un hilado de daños y sufrimientos que pudieron, podrían ser evitables (no son desastres naturales sobre los que no tenemos control), y no lo fueron. No han merecido la prioridad que siguen invocando.

No actuar a tiempo o hacerlo de modo deficiente, refleja elecciones que no son sólo pasivas; hay responsabilidad ahí. Al menos corresponsabilidad, de parte del Estado, en graves vulneraciones de derechos de niños y de mujeres (y de comunidades, y del hogar mayor que es el territorio y sus recursos) y también, en revictimizaciones.

Demoras en legislar, educar, en proteger pueden considerarse formas de abuso por omisión/acción; flancos expuestos para la violencia. La sola indiferencia de la clase gobernante o de grandes sectores de la sociedad es un factor de riesgo; la indolencia, la desconfirmación de la existencia del otro (bien lo ha explicado el biólogo Humberto Maturana) y de sus sufrimientos; la pobreza; la trayectoria de la corrupción, cifras astronómicas (mientras en educación, en salud, la restricción prima). Hay mucho que no parece estar siendo sopesado como motivo de rabia, de desconfianza cada día más difícil de revertir en Chile.

Uno piensa en las niñas, las jóvenes, las mujeres. Una de cada tres vivirá violencia sexual en el mundo, y en Chile también. ¿Qué les decimos a nuestras hijas? Como Carolina Barria, insistir en el autocuidado, en la tolerancia-cero a señas de violencia, y ojalá se conviertan en ninjas, pero todo queda temblando sin un soporte mayor en la sociedad; en cuidado y en justicia, de la mano. También en el fracaso y las pérdidas que desencadenan.

Cuatro años atrás se suicidó Gabriela Marín, educadora de párvulos de 23 años, mamá de dos niños pequeños. Había sido violada por 3 hombres que lograron ser detenidos por Carabineros, hubo testigos, la víctima logró identificar claramente a dos de ellos, pero el tribunal los absuelve por problemas con la prueba. Al saber que sus victimarios se encontraban libres, Gabriela se suicida y deja a su hermano la misión de lograr justicia. Luego de todo un calvario moral y económico que afecta a toda la familia –los hijos, la madre de Gabriela- y dos juicios orales inútiles, quedaba querellarse contra el Estado. La desconfianza cívica es superior a sus fuerzas (aquí el testimonio del hermano) y desisten.

En nada queda el valor de denunciar, si la justicia no responde. Es perverso que cualquiera víctima, de la edad que sea, niña o adulta, mujer u hombre, llegue siquiera a preguntarse ¿vale la pena denunciar este daño? y responderse que no. En casos de abuso sexual infantil se pide a los niños reiterar su relato una y otra vez, la ley de entrevistas videograbadas está pendiente, y los registros de pedofilia, como hemos sabido, no están actualizados. Las sanciones no garantizan la separación de abusadores de la comunidad ni de sus víctimas, ni proveen mecanismos de contención o prevención de reincidencias. ¿Qué protección es ésa?

26 años de democracia. ¿Qué hemos hecho cada uno y una en 26 años vividos, o en diez, o en dos inclusive? Por supuesto no es igual llevar las riendas de una vida o cuidar una familia que un país, pero 26 años no es un plazo despreciable. Todo ese tiempo, y el maltrato infantil no está aún tipificado como delito (recién en 2015 se presenta el proyecto ley), aún no entra en vigencia una política nacional de infancia ni existe un Defensor del niño (propuesto años atrás por Patricio Walker, mucho antes que se creara Coninfancia), y el abandono de Sename no da más.

No fue prioridad el 2014, tampoco el 2015. Después de la trágica muerte de una niña en abril pasado (Lisette, de 11 años, 11 meses), el Congreso crea una nueva “comisión de investigación 2016”. Su sentido, en palabras del diputado René Saffirio es “conocer los avances y obstáculos de la institucionalidad desde la aprobación del informe de la primera comisión investigadora en 2014”. El Senador A. Navarro, quien preside, dijo que “esperan” (hasta cuándo con ese verbo) entregar en un plazo de 90 días “las bases mínimas” para que a su vez el Gobierno entregue propuestas concretas sobre la restructuración del servicio (ver nota por favor). Sename existe desde 1979 ¿no sabemos ya lo suficiente, cuánto más tiempo van a perder? Uno se pregunta cómo esperan que confiemos. Se va volviendo imposible (reportaje madres adolescentes en Sename, rev. Paula: lectura ineludible).

Me cuesta escribir, no quiero recurrir a marcos teóricos ni a palabras alejadas de la emoción que cotidianamente, o al menos periódicamente nos sale al encuentro. Esto lleva años, paciencia puede quedarnos pero como decía una niñita en terapia “ya no la quiero usar” y hay que pedir perdón por la dureza del recuento pero no se me ocurre otra forma de graficar las negligencias y desidias que vamos sumando.

Se ha solicitado al gobierno una “alerta de género” y no ha habido respuesta. No hay un concepto similar, que yo sepa, para la niñez, pero hace rato estamos para alerta o emergencia también. Para agendas cortas en decenas de temas existe disposición, pero ¿qué se contempla en esas agendas para las víctimas de violencia infantil, de género, para agresores que reinciden?

Podemos tratar de aferrarnos a ciertos progresos modestos (sabemos que cambios o legislaciones toman tiempo), y encontrar tremenda fuerza y esperanza viendo a numerosos colectivos y personas que trabajan o movilizan distintas buenas causas.

Hay una energía ciudadana muy valiosa que se ha puesto a disposición (años ya). Pero la responsabilidad mayor pasa, inexorablemente, por la política pública, instituciones a la altura, y sin esos pilares, no hay manos que alcancen, las de nadie, para cuidar, arropar, para prevenir y evitar violencias, o para defender, consolar, para restituir, para sostener pancartas o velas de lucha, y asegurarnos de que lo que es imperativo cambiar, cambie de una buena vez.

Hay una tarea mayor, como país, que no está firme, ni ha sido prioritaria, desde el cuidado, y desde la prevención de toda violencia, y ésta no piensa ceder territorio así no más, sanar así no más. No es sólo el patriarcado, el machismo, el capital, las distorsiones expresadas en ejercicios de posesión y control sobre cuerpos y dignidades de los más indefensos, vidas que para un agresor, violador o asesino no tienen ningún valor. La disociación nacional del cuidado –de los niños, familias, de los hogares de protección, de distintas comunidades, de nuestros recursos naturales, etc-, expresa de alguna forma que nuestras vidas, para el Estado, están teniendo escaso valor.  Eso es tremendamente violento. ¿Y nosotros: cuánto las valoramos?

Sabemos que los delitos contra la propiedad tienen mayores penas que los crímenes contra seres humanos que no-mueren (y la insanidad es que “sobrevivir” es una atenuante, o la “irreprochable conducta anterior” así sea que la conducta “posterior” implique abusos sexuales reiterados, o violar a niñitas o mujeres). Pero podrían extremarse las penas –y fiscalizar que se cumplan- y poco cambiaría si no vivimos, además, transformaciones profundas que permitan en el plazo de una cierta cantidad de años, ver cambios como sociedad: en nuestra cultura, nuestras estructuras mentales, nuestras formas de relacionarnos, nuestro lenguaje, nuestros valores y actitudes en cada espacio, en relación a la violencia. Toda violencia.

El estándar de la no-violencia es claro: no es a veces, no es según quién, ni cuáles derechos humanos trasgreda o dependiendo de cuándo. Esos derechos no tienen valor relativo o condicionado, son universales, se cuidan para todos por igual. Incluso para el “peor enemigo”.

Volver a la convicción profunda de que la educación sigue siendo la fuente y la herramienta. Educar desde el cuidado ético, sigo con la insistencia y no da para pedir disculpas (“o cuidamos o perecemos”, el eco de Bernardo Toro, y de Carol Gilligan, nunca fueron más vívidos, y de James Gilligan también, sobre la epidemia de la violencia y sus raíces en la pobreza y humillación, indistintamente de las latitudes): cuidado de sí, de los otros, de los entornos que habitamos y nos sostienen.

Cuidado mutuo, cuidado expresado en respeto a derechos y vuelto justicia si su sentido es proteger, restituir, cuidado como una respuesta colectiva, pacífica, que se jure –así demore, así fracase muchas veces antes de lograrlo- desnaturalizar y erradicar toda violencia (hasta la más mínima o en apariencia irrelevante; nunca lo es). Cuidado que no trepide en actuar sobre cada raíz del odio que sea capaz de descubrir, cuánto factor propicie el abuso de unos sobre otros, o la indiferencia. Cuidado valiente, que se atreva a mirar sus contradicciones, sus demoras, y las ponga sobre la mesa para comenzar a enmendar y agenciar.

Escribía no hace mucho sobre la necesidad de “todo un pueblo” en el cuidado de unos y otros, y también en el cuidado de un país, más todavía si está herido, si muestra síntomas de enfermedad. La queja con el Estado de Chile es la desprotección por demora, por negligencia grave, por desatención profunda. Porque ha malversado –es lo que se percibe- su espíritu de servicio y de cuidado, y ha asumido la pérdida (con nosotros de testigos, acaso pasivos por mucho tiempo), de energía preciosa e indispensable que necesitaba concentrarse en otros cometidos, y aún se necesita: sanar, prevenir, detener violencias (mil veces no+violencia, no más), y propiciar el bienestar colectivo, crear, crecer, llegar a convertirse en un buen país donde ser niño, ser mujer. Ser quien sea.

No es tiempo de seguir condonando la inacción o ineficiencia, la falta de voluntad política y emocional para proteger, para educar, para no permitir que sigan repitiéndose tragedias como las que hemos atestiguado. Pero si el Estado desprotege, vulnera y hasta habilita la violencia (por más arengas y promesas que realice, siempre después-de, siempre tarde), la resistencia es un derecho civil. Y creo más fuerza cobra en tanto la indignación ética no conceda en lo mismo que resiste (la violencia) ni nos separemos de nuestra humanidad, de nuestros amores (pienso en mis hijas, en muchos hijos); del cuidado. Esa desposesión sí sería una derrota; más todavía.

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Imagen: Londres, Great Ormond Street Hospital for Sick Children, 1940