Manifiesto (o algo así)
Me gustaría compartir un texto que me parece de valor (abajo, en negrilla, “Cuidado y Gratitud”). Es el texto exacto que aparece en el epílogo del Libro BASTA! +de 100 cuentos contra el abuso infantil (Ediciones Asterión, Pía Barros-Editora).
Lo comparto porque siento que, en verdad, es un resumen bien logrado y significativo sobre las premisas éticas del cuidado y de una pregunta que me parece, lejos, la más urgente y desafiante de responder: ¿Cómo hacer para preservar íntegros los derechos de quien es más vulnerable? Pienso en los niños…
He insistido en muchas oportunidades sobre la angustia de sentir que la ciudadanía de los niños nos elude, que es invisible, como si no tuvieran voz ni derechos, y sí los tienen (los garantiza la Constitución del país donde nacieron y viven, y una serie de cuerpos legales que a veces parecen tener más textura en la letra, que en acciones reales). Lo que no tienen es voto, ni relevancia económica (en el sentido de que no pagan impuestos, no trabajan ni producen). Si los tuvieran, quizás otra sería la historia; una buena historia. Eso pensaba, y creía que mis disgresiones podían ser a lo menos ingenuas, sentimentales, o de poco peso, hasta el año pasado.
Sucedió entonces que, en una jornada de trabajo y una conversación riquísima con Carol Gilligan (pionera en investigación, proposición, desarrollo teórico y activismo en pos del Cuidado Ético), ella -infinitamente más sabia y preparada-, me dijo que sus reflexiones eran exactamente las mismas: los niños no eran vistos ni escuchados -al igual que otros grupos de humanos vulnerables- y se requería un compromiso particular por ellos (tal cual se luchó alguna vez por los derechos civiles de mujeres, o las minorías étnicas). Y que todos quienes compartiéramos esta voluntad, debíamos estar juntos, hablar y sobre todo, canalizar y hacer de voceros de los niños, tan ausentes del diálogo ciudadano: ausentes como tema, demasiadas veces, y ausentes porque no tienen edad todavía, ni canales oficiales desde donde hacerse presentes para ser escuchados. Nosotros sí podemos hacerlo por ellos.
Yo, en lo personal, me siento vocera de mi hija, mis hijas. La mayor ya encontró su voz, y además ha asumido su propia vocería -y es alta y contundente no sólo en la crítica , sino en su participación cívica, su capacidad de proponer, gestar, hacer que cosas sucedan, y eso, desde adolescente-. Es la más pequeña quien más me compromete ahora, igual que sus hijos lo hacen con muchos de ustedes, padres y madres mucho más jóvenes que yo, que inician su camino.
También, he usado mi voz para tratar de abrir conversaciones sobre temas que me importan, que no me dejaban respirar por momentos: el abuso sexual infantil, y asumo que habrá quienes que ya no quieren saber más (creánme, yo también quisiera callar o no necesitar decir nada), pero una y otra vez la realidad se presenta feroz e ineludible, y cuesta omitir. Desde el imperativo ético, y también desde el recuerdo de una sensación tan sombría, cuando niña, ante al silencio de los adultos, me pasa que cuando escribo, o cuando hablo, no puedo evitar pensar en que algún niño podría llegar a saber, y encontrar consuelo porque una “señora grande” (una voz más de un coro grande de adultos comprometidos) moleste, insista y crea firmemente en el mensaje de cuidar, escuchar, concurrir.
Cuidar. Más que los daños, lo que me ha inspirado, es el tema del cuidado que nos seguirá acompañando mientras existan humanos que nacen, y humanos que los reciban y cobijen para asegurar su supervivencia. Frente al abuso, el cuidado es antídoto, el lado de luz, la semilla en toda su potencia (sin desintegrarse ni corromperse). Cuando el cuidado es débil, impreciso, inconstante, ahí se abre el espacio aciago para vulneraciones de distintas gradaciones. Entendido el abuso infantil como un fracaso mayor -y colectivo- en el cuidado ético, la oportunidad de enmienda y prevención descansa evidentemente en la restitución del cuidado, y mejor aún: en la construcción de una convivencia distinta entre adultos y niños, donde no exista aire ni espacio para irrespetos ni abusos infantiles (ahí la asfixia y el ahogo me parecen benditos) porque el cuidado ético lo ocupe todo.
Cuidar: desde el nacimiento, en la salud de los niños -y la provisión de apoyo en lo físico y lo psicológico de parte de los prestadores- y la mirada de la familia como esencial para sostener el bienestar de los pequeños, y también para sostenerlos (y ojalá sanar) cuando están enfermos; y la educación, ojalá maravillosa y rica al punto que tuviéramos que despegar a los niños adheridos a la puerta del colegio, y prometerles no sé qué tipo de actividades en casa, para traerlos de vuelta. Y tantos temas más donde reconozco a hombres y mujeres haciendo historia y no rindiéndose para lograr un progreso, a veces modesto, y luego otro, confiados en que si no alcanzan a lograr lo justo y soñado en sus años, siguen las nuevas generaciones para hacer lo suyo también.
En un año marcado por las elecciones en Chile, querría escuchar que se habla de infancia, con y para ella: en debates, propuestas, compromisos, los que sean, así sean los más sobrios y prudentes, pero que importe. Y ojalá que importe mucho. Si no por los niños y sus vidas en el valor intrínseco que tienen, entonces por la nación. Nación que no existe en el PGB, ni el cobre, ni nada, si no tiene hombres y mujeres que la sostengan y le den existencia. Hombres y mujeres que no aparecen en escena gracias a la mano de una suerte de dibujante cósmico: antes, mucho antes, son niños y niñas.
Lo que hagamos durante las infancias, se recoge en la cosecha de la adultez, y no imagino país del mundo que no quiera estar bien ni contar con ciudadanos bien dispuestos para todas las tareas que son el alma insustituible de una comunidad, y otras tantas tareas más, que hacia el cielo propone la imaginación e inventiva (cuando se les permite cauce): desde construir casas, recolectar la basura (ojalá reciclando, en estos días), organizar plazas, hacer calles y autopistas, o levantar observatorios astronómicos; contar con recursos para educar gratuitamente a todos los niños y niñas, alentar talentos, y llegar a becar a miles de jóvenes destacados para ir a los mejores centros internacionalses de formación (en ciencia, tecnología, las artes y las humanidades que, sí, también: no son accesorias); contar con centros de salud para recibir a los que nacen así sea en medio de un ventisquero, y contar c0n otros centros ultrasostificados para que de cualquier lugar del país, puedan venir personas a sanar de las enfermedades más difíciles o infrecuentes. Podría continuar.
Añoro conversaciones sentidas, urgentes, y también interesantes. Extraño que se escuche, se hable y se recuerde a los niños -y entre ellos, a la mía, al suyo, a los de todos- , y el imperativo de cuidarlos, y de abrirnos a todo lo que ellos nos enseñan en el digno e ingenioso ejercicio de su inocencia (¿y si les preguntáramos qué país sueñan, qué les preocupa? Esa sí es una encuesta que me interesaría leer). Extraño también la pertenencia, la ciudadanía de chicos y grandes por igual (y que todos podamos ver en los niños no a “personitas” en formación, pequeñas y enternecedoras, sino ver por encima de todo, a seres humanos, en toda dignidad).
Se lee y se escucha en las radios a personeros políticos, unos más creíbles que otros, pero me llama especialmente que muchos de quienes participaron de gobiernos pasados, repiten en estos días casi hasta el hartazgo, la palabra “ciudadanos” sin resonancia alguna. Tal vez los expertos en comunicación los instruyeron en su mayor uso; pero eso no basta. A estas alturas, lamento decirlo, son muchos, pero muchos a quienes no les creo, NADA, y es terrible esa sensación luego de haber puesto tanta confianza en lo que habrían de hacer por esta nación, luego de su regreso a la democracia. Excepciones nobles existen: pero no son la mayoría. Y debió ser: una mayoría de líderes ansiosos por volcarse en el nuevo tiempo, y dar lo mejor de sí para pensar, inventar, materializar la nación digna de un final de siglo. La que daría la bienvenida al nuevo milenio.
El desencanto nos ganó de a poco. Lo correcto, lo digno, la estatura cívica, no fueron la norma. En cambio, lo que debió habernos dejado estupefactos terminó siendo corriente, esperado, aquello a lo que incluso, tal vez, hasta nos terminamos resignando: malas prácticas, fugas de recursos, obscenidad salarial, pusilanimidad para batallas que se prometió dar (en la educación, por ejemplo), ineficiencia, excusas inaceptables (y francamente estúpidas, y casi nunca uso esa palabra, pero no hay otra para cuando la más alta autoridad señala ante un yerro mayúsculo de cálculo :”nunca pensé que XXX fuera así, a resultar así”… ¿????), demoras, demoras y más demoras. Y pasaron 20 años que no fueron malos. Pero tampoco, ni por lejos, excelentes o cercanos a lo que debieron ser.
Un ejemplo que duele: el primer gobierno democrático (de don Patricio Aylwin) suscribió a la convención internacional de derechos del niño. Silencio… el recorrido de las dos décadas que siguieron. Y aquí estamos todavía pidiendo lo elemental: que cuente esa ratificación para algo; que se proteja de modo integral a la infancia; que el Estado actúe como garante. No estamos soñando alto siquiera (y deberíamos); más bien retomando algo así como una vieja lista de útiles y tareas de kindergarten, solo que ya egresamos del colegio. La contribución en materia de Derechos de infancia, de esos veinte años, me deja sin encontrar el adjetivo preciso; pero dentro, el eco cede a su frustración y pesar.
En total honestidad -y reconocimiento, y es solo justo-, no ha sido poco mi desconcierto (y pena, también), cuando haciendo lo mismo, perseverando igual, tocando en cada viaje mío, año tras año, las mismas puertas para tratar de hablar de derechos de los niños, y abuso infantil, para acercarlo a la luz y a un accionar más colectivo de prevención, encontré mucha pero MUCHÍSIMA mayor disposición a conversar y aprender, en años del actual gobierno que en todos los anteriores (más cercanos a mi vereda política, y en uno de ellos, a mi sensibilidad hasta de género).
El gobierno actual, admito, no fue sencillo de asimilar para mí, y no lo es todavía, cuando recuerdo y veo entre sus autoridades y líderes a personas que, desde mi memoria corporal, agitan y duelen por su vinculación (directa, o así fuera solo entregando comunicados públicos) con violaciones a los derechos humanos. Pero también he visto a otros, sin esa historia, nuevas generaciones (como la mía), dispuestos a trabajar, abiertos a preguntarse y actuar, siendo muy especialmente sensibles al tema de infancia: no por los dividendos políticos (que en sus cargos no tienen mayor impacto), sino porque son padres, madres, tíos o abuelos. Ahí el punto de intersección. Y podemos no votar igual, y soñar mundos diferentes en muchos sentidos, pero ha habido con ellos mucha más afinidad en el compromiso por el bienestar de los niños y niñas, y por el cuidado ético en nuestro país. ¿Cómo no valorarlo explícitamente? y pienso en Emilia, y en tantos otros niños, y más lo agradezco todavía. Aunque falta mucho por hacer
Miro este año, y se me despiertan la esperanza y el desaliento casi a la par, con ventajas tímidas de una sobre el otro. No entiendo mucho de política, y menos entiendo (puede ser que tan larga ausencia de Chile, me hizo perder pulso) por qué se insiste en volver sobre lo ya intentado (que ni siquiera fue excelente, sino apenas promedio, y hasta deficiente) en vez de correr el riesgo -y es bastante controlado- de dar un espacio a la nueva generación.
Puede que me juegue en contra el interés, y es solo generacional, de ver a más gente de mi edad o cercanos a ella, proponiendo la nación. Pero no puedo evitarlo, y me llena de bríos solo creer -aunque la evidencia vaya en contra- que pueda ser posible un recambio. Lo viví en EEUU con la elección del Pdte Obama (sobre todo la primera vez), y esa sensación alucinante de cercanía generacional, de lenguajes comunes (en la campaña para Senador, él ya hablaba de sus dilemas en materia de educación sexual con hijas que se iban acercando a la prepubertad), de experiencia más reciente y urgente (no la II guerra mundial, o Vietnam, sino la crisis ecológica en ciernes, por ejemplo). Algo similar me ha pasado en nuestro país cuando son candidatos y líderes -no todos, pero algunos al menos- de mi generación, y no de la anterior (más preocupados, como se deja sentir, de sus disputas y parcelas de poder), los que están poniendo energía en querer dialogar sobre temas de infancia (sus inequidades, los talentos que no pueden volar, o dolores de todos los niños -más o menos vulnerables- y la prevención de abusos, como un tema de todos), la familia/pareja y los balances entre afectos/trabajo/la felicidad, tantos desafíos actuales.
Valoro a mis mayores, y creo en que se debe honrar totalmente su contribución (a cada familia, o a una patria), pero cada oveja con la pareja de su tiempo y desafíos. Las generaciones que han gobernado Chile durante casi la totalidad de este tramo democrático, traían tremenda historia: antes del golpe militar, y durante, con todo su dolor y sus luchas inmensas; la vida los obligó a desarrollar un radio de mirada profundo que los más jóvenes no teníamos al momento del plebiscito del 88, y del retorno a la democracia. Pero en veintialgo años desde entonces, hemos crecido, tuvimos hijos, hemos amado y trabajado al tiempo que hemos debido asimilar un planeta que ha cambiado a velocidades antes nunca vistas (y continúa haciéndolo, y creo que nuestros niños probablemente estarán mucho mejor equipados para intervenir y participar de las nuevas tramas y paisajes que ya se avizoran).
También en estas décadas, los de mi generación y cercanas, hemos escrito historias interesantes: en familia, en la crianza, en el ejercicio parental, en la pareja y la experiencia de la sexualidad (con mucha mayor apertura e información), en la mirada y el vínculo entre los géneros, en las ciencias, en las letras, en la economía, en la espiritualidad, en las universidades (muchos docentes de mi generación), en la música, el cine, en las vindicaciones ecológicas, en una noción de bienestar y camino de vida que ya no contempla -quizás porque no está la urgencia de la generación anterior, de enfrentar persecusiones- dejar a sus hijos atrás en razón de ninguna causa o revolución (y ya lo decía un filósofo francés, de apellido Ferry, no recuerdo su nombre de pila, que actualmente pocos darían su vida por militancias como en los 60 o los 70; que las generaciones de hoy solo darían su vida por sus hijos, o seres amados). Todo eso, y mucho más, es lo que traemos y podemos contribuir, confío. Dos marcadores (y son muchos más), a modo de ejemplo: es nuestra generación la que propició abrir el diálogo sobre abuso infantil, sobre diversidad sexual, y todo lo que a partir de esos ejes se moviliza en un valioso efecto dominó.
No me gustan las monarquías, pero la referencia es inevitable y salta la imagen de la Reina Isabel que de abdicar, ya debería hacerlo por alguno de sus nietos, no por sus hijos. Que no nos pase lo mismo aquí. Que no nos saltemos etapas y que toda generación pueda hacer su aporte. Para que nuestros niños esperen o nos pidan lo mismo el día de mañana. O que no haga falta mencionarlo siquiera, porque se dé naturalmente. Como tiene que ser.
Ahora sí, lo adeudado. El texto sobre ética del cuidado que motivó, sin querer, toda esta reflexión indetenible. Mis disculpas.
Epílogo: CUIDADO Y GRATITUD
De Vinka Jackson
” RELUMBRA un punto de intersección inobjetable en la humanidad: mujeres y hombres, niños y niñas, TODOS somos hijos o hijas de un padre y una madre. Pueden estos haber sido más o menos incondicionales, amables, o benévolos, pero siempre inexorables en nuestra gestación.
Llegados a la vida, sobrevivimos los siguientes minutos, horas y días, gracias al cuidado de alguien más: nuestras madres, padres y otros prójimos dispuestos a abrigarnos, alimentarnos, y velar por nuestro bienestar en un tránsito –del útero al mundo- de la más alta fragilidad. Más adelante, en cada ciclo, poco cambia. Sigue siendo el cuidado un afán irrenunciable para nuestra supervivencia como especie, y una pregunta siempre urgente sobre cómo honrar términos justos de trato en un contexto de máxima desigualdad.
Porque pocas relaciones puedo imaginar más desiguales -en tamaño, resiliencias, capacidad de provisión y de respuesta a necesidades-, que aquella entre adultos y cachorros de la manada humana. Inclusive en las mejores condiciones, con la mayor contención y abundancia familiar, la relación entre grandes y pequeños sigue siendo delicada e inefablemente desigual. Solo basta mirar el contorno de nuestros cuerpos tan dispares, contra cualquier paisaje.
¿Cómo hacer entonces para preservar íntegros los derechos de quien es más vulnerable?
La respuesta importa no solo en relación a nuestros niños, sino también frente a otras indefensiones, tan humanas: momentos de enfermedad, de minusvalía, de avanzada vejez, o indigentes soledades.
Nos vinculamos, queramos o no, desde el cuidado y este vínculo no exige igualdad de condiciones, atributos, o recursos. Desafía al individualismo y se afirma de certidumbres casi orgánicas: alguien necesita ser cuidado; alguien cuida. Esta dependencia no debería arriesgar dignidades; ni invocar a la sumisión. Simplemente es, y no reconocerla, nos expone al fracaso que ha sido, y es, la existencia de tanta violencia, descuidos, injusticias y abusos infligidos sobre los niños.
Soñar, ejercer y defender el derecho al cuidado de unos y otros, enmendar curso y detener daños, escuchar y ayudar a desplegar voces y alas en todos los niños, es el sentido que tiene el encuentro de tantos en este libro, hijo de los anteriores volúmenes gestados por la maestra Pía Barros y Ediciones Asterión.
Aquí se escribe, a mano firme, una historia que conmina a reparar y sanar, despertar consciencias, construir convivencias diferentes y mundos más gentiles para los pequeños, y para todos. Como mamá, escritora y sobreviviente de abuso sexual infantil (que sanó su alma justamente desde el cuidado… ese aprendizaje tardío, pero inolvidable), mi gratitud es infinita”. –BASTA! +100 cuentos contra el abuso infantil, 2012.
Fotografía del título: Pide un deseo…