Luz de cisne
“I knew I had been hungry for blessing”…
Escasas se hacen las palabras que podrían resumir todo lo que se viene al alma y la memoria sobre el ciclo que finaliza. Inevitables los balances, no sé por qué. Acaso relojes y calendarios no hayan sido sino creados por las generaciones más antiguas, queriendo conminarnos al autoexamen, siempre necesario; la mirada sobre ciertas bendiciones, todavía más. Sin dejar pasar demasiado tiempo. Y un año es bastante.
Entre las gratitudes de siempre está levantar el hogar (un engranaje interminable, bienvenidos todos como en esta canción), reconocer la propia tribu (una y otra vez), aprender nuevos vocabularios prestados de otras voces que cuentan historias cien veces más potentes que la propia, revisar en fotografías las marcas claras de cuánto han crecido nuestr@s hij@s y envejecido nosotr@s, garantizar descanso a las despedidas que por algo fueron, agradecer bienvenidas y estadías de personas que se anuncian perennes en nuestras vidas.
En festejos y supersticiones enternecedoras de estos días, acompañan presencias, nuevos recuerdos (y viejos también), satisfacciones, quizás algunos arrepentimientos o desencantos (ojalá los menos) y siempre, nuestros amores.
A pulso de espejos íntimos, el reflejo nos será más benévolo y dulce si medimos el año transcurrido en crecimientos, cantos y besos de niños; haceres y creaciones; encuentros y rencuentros cariñosos con parientes y buenos amigos; apacibles horas del té donde cada miembro de la familia cuenta sus anécdotas del día; en noches y despertares abrazados, sin flanco libre, al cuerpo querido que más asemeja un paraíso sobre este planeta.
Que el cristal acogedor de los afectos, pueda recibirnos también con nuestros yerros e incertidumbres; nuestras heridas y cicatrices (las que otros infligieron, y las que nos hicimos nosotros mismos, a veces con la inocencia de quien aprende origami y se corta los dedos con papel, y otras a plena consciencia de los riesgos que corríamos de salir lesionados); nuestro darnos cuenta de que por más que queramos, no podemos librar a quienes amamos –ni a nosotros mismos- de ciertos sufrimientos (o de esa pregunta punzante sobre todo aquello que pudimos hacer mejor, o que pudimos simplemente hacer y no dejar a medio camino); nuestros duelos y olvidos, una que otra “derrota”, y esa melodía de violoncelos y pianos interiores, tan personales, que solo uno escucha. Que solo uno llora, honra y perdona.
En el gran espejo de la patria, esa madre que no termino de reconocer como completamente mía, reconozco sin embargo decenas de hermandades y lámparas en medio del río. Me han emocionado los estudiantes, las madres, los padres, y los muchos compatriotas que han querido cambiar y/o al menos conversar de temas difíciles, en son de cuidado y enmienda. Y asimismo, como muchos, he resentido el tránsito de algunas semanas y meses con sus vergüenzas y pasos en falso, sus seres inocentes vulnerados, los uniformes grotescos de la arrogancia y el desdén. Hay historias y noticias que llevan sombra y desalientan la confianza; que ahondan nuestras intemperies, mientras seguimos buscando en los bolsillos un resto de porfía que nos permita vernos a todos, sin separaciones, sin “ellos”, sin “los otros”, solo a TODOS, con esperanza.
Mientras escribo siento olor a carne mechada y verduras frescas en la cocina, busco velitas que andan por toda la casa luego de la mudanza (como perdido está ese vestido especial para una cena más qué íntima y pequeña). Con la música de fondo de un islandés favorito, el año se vuelve ya antepasado, viajero ancianísimo, a la luz de dos cuentos favoritos de mi hija menor, que recuerdo en esta hora.
Stellaluna, es la historia de una murciélaga que se pierde y va a dar a un nido de pájaros donde no logra asimilar lo que se le enseña –comer semillas, dormir de noche y con la cabeza arriba-. Sufre de la incomprensión esperada hasta que su mamá y su “tribu” la vuelven a encontrar. El Patito Feo es el segundo y qué puedo decir, todos lo conocemos, así como su amable moraleja de que no hay “fealdad” sino “diferencias”, y a veces otros tiempos, más lentos, para desplegar la gracia y la belleza que tod@s traemos, de unas formas u otras.
Me gustan las luces que nos prestan estas historias: luz de murciélago, un animalito poco querido en general, que se redime, como Stellaluna, cuando recobra su sentido de pertenencia y colectivo. Así también lo hace El Patito Feo, reconociéndose como cisne y miembro de su propia bandada. Alba y hermosa. Volutas de nieve en vuelo, seda en el agua, brazos, alas, siluetas que en frecuencia de luz de cisne convierten cualquier mundo en su mejor opuesto. Así como podemos hacer dentro de nosotros, o en nuestros hogares: si fuera existe soberbia, en nuestro territorio levantamos la modestia; si es demasiada la injusticia, entonces hacemos contrapunto en la fraterna igualdad; si rondan falsedades y mentiras, sacamos la voz más clara y asertiva; si faltan palabras amables, las apostamos todas a reconocer la gracia de quienes amamos, incluidos nosotr@s mism@s.
Bajo qué luz observamos el camino recorrido, es prerrogativa de cada uno, pero querría compartir las estelas de estas luces para desmentir maleficios y profecías aciagas, e iluminar, en cambio, las existencias adorables que podemos encontrar en nuestros mundos, las buenas intenciones (no importa cuanto demoren en gestar algo concreto), los amores que nos guarecen, y que guarecemos con regazos más firmes de lo que nos damos crédito a veces. Eso es inmenso. Quienes cuidan: infinitos.
Luz de Cisne (Swanlight) se llama también un poema -no recuerdo si de un pintor o músico galés- cuyo verso final dice: “entonces supe que había estado hambriento de bendiciones”. Qué esa hambre perfecta, si estamos conscientes de ella, encuentre su alimento en abundancia en este nuevo año de todos.
Fotografía del título: Cisnes bajo la luna