Lejos, pero en integridad
Ronda la palabra disociación, en semanas donde algo instala esa alarma tan ancestral como inasible que declama peligro superlativo, dentro del cuerpo, en los sentidos. Regresar a Chile, entrar en Santiago, recibir las noticias de una red de explotación infantil, y el flashback de tres hombres y tres nombres que, entre tantos otros, resultan ser los únicos que persisten, insisten, vuelven una y otra vez desde el cuerpo y psiquismo de la infancia, sin poder comprender por qué solo esos tres, por qué ahora, por qué.
Me fuerzo a la lucidez y continuidad maternal, profesional, cotidiana. Los días admiten poca pausa. Yo debo admitir mi fragilidad tan humana. Pasan los años y compruebo, tal cual debo recordarle a mis pacientes, o tal cual los textos de especialistas en abuso me recuerdan a mí misma, que esto nunca termina del todo (y en esta consciencia, cómo no insistir en el cuidado y la responsabilidad que tenemos con los niños de hoy). La fisura en el sistema primigenio de reconocimiento de amparos y amenazas, se suaviza pero no se repara completamente. Ni llega a borrarse como quisiéramos: para volver a su forma original, antes de todo, antes del canal uterino, antes, antes del mundo.
Mi hija menor encuentra unas fotos mías de cuando niña y me pregunta ¿esta soy yo mamá? Un segundo para que el cielo caiga a pedazos, y otra fracción más, para sostenerlo adherido a fuerza de amor por ella. Nuestra semblanza podría ser tan maravillosa como abismante y no puedo dilucidar qué es más en ese momento. “No, esa es la mamá cuando era chica”, le digo. “Qué linda… tú eras de pelo naranjo igual que mi pelo”, me dice. Eras, eres, es ella, somos, y la intersección de genéticas, colores y rasgos me deja aterida porque jamás querría que nadie viera en mi hija lo que sea que vieron en la niña que una fue, siglos atrás, cuando enmudecían los caminos.
La memoria arrecia (las noticias son tan poco cuidadosas y veo su huella negligente sobre mis pacientes, semana tras semana) y es un desafío mantenerse del lado inocente y ligero de los días. Mis hijas, marido, mis pacientes, mis amigos, a todos ellos que nos los alcance esta batalla sin aire, la envoltura en su membrana sofocante, su doble velo, las señas que colonizan lo más íntimo, todos los sentidos que traen de vuelta, a cualquier hora, esa tríada lamentable cuyos nombres busco en obituarios antiguos, vía google, por si acaso.
Voy a dejar a mi hija al jardín, paso levitando, queriendo pasar desapercibida. Me encuentro con una amiga y hermana –ella sabe- y me abraza fuerte a propósito de nada. ¿Dónde andas?, me susurra. Respondo que algo lejos, pero no en son de broma como otras veces de compartir las ventajas, a pesar de todo, de esa habilidad heredada del abuso para escapar de la mente o el cuerpo, y casi llevar existencias paralelas a la oficial (en la tierra) ante ciertos conflictos o dificultades. Esta vez es distinto.
La nomenclatura psiquiátrica, psicológica, no siempre, pero a veces, sí deja espacio para revisar, aportar. Aquí no se trata del arsenal defensivo de la niñez (ni su desplazamiento a otras edades). Me doy cuenta, y qué ganas de llamar a algunos colegas y maestros para contarles que, aun en lo que se siente como una predación en absoluta oscuridad, existe luz. Luz, en la certeza de haber ganado tal posesión del cuerpo, que uno pueda realizar distinciones con la exactitud fina que deben tener las plumas de aves migratorias cuando estiman vientos a favor y horas de vuelo entre continentes.
Disociación no es lo mismo que erradicación, o desalojo. Conozco los procesos disociativos, muy bien. No fue, el de semanas recientes, uno de ellos. Más bien, una erradicación, una ocupación hostil a la que sí fue posible oponer alguna resistencia: la de sentirse consciente todo el tiempo. Nunca me separé de mi territorio, ni perdí trazos de cada hora y día. Me quedé, atenta y aceptando la memoria imbatible, la energía puesta en no soltar cuando una siente que cuelga del borde de su propia piel, haciendo de represa para evitar su propio desalojo ante materia densa, viva. Tres cuerpos grandes y todas sus formas de confirmarse existentes, embutidos dentro del cuerpo propio, día y noche, y día nuevamente, esa confirmación al despertar sobre seguir con los alienígenas o parásitos habitándote y comiéndote viva. A pesar de todo, gratitud por lo que jamás se termina de aprender, conocer, dilucidar. Si hay que recorrer una sombra inevitablemente, prefiero hacerlo con capacidad de valorar lo que venga de crecimiento con ella, a someterme ciega y resignadamente a su tiniebla.
Cantar, bailar ballet un poco, menos que otras veces, pero hacerlo igual. Recordarse mil veces la soberanía, el lugar en el mundo, la edad (cuán benditas llegan a parecer arrugas y otras señas óseas o musculares del paso del tiempo). Dudar en tocar a mis hijas, pero cruzar el puente igual, y entender que un roce, en ciertas condiciones, es la gesta más amorosa y valiente que puede dedicarse a alguien amado. Y las palabras también. Ese decir necesario para advertir al otro el tono de una cierta ausencia, compartir, perdonar lo que no está a su alcance visualizar, y apreciar que, en tiempo adverso, sea capaz de entender la fragilidad que es temporal (de tiempo… y de tormenta, a la deriva en altamar, también) y de apostarse a confiar en nuestra resiliencia, nuestra capacidad de mitigar la memoria, y volver a las alquimias de siempre, el cuerpo de siempre.
Los primeros días, guerra. Mido y peso más que otrora, tengo más fuerza. El halo corpóreo de la niñez debería ser solo eso: un halo. Pero es más, y como las muñecas rusas (de las que escribí alguna vez), hay un cuerpo de la infancia que siempre podría regresar a la escena más grande y vasta que ocupa mi presencia adulta. Toda resistencia es insuficiente. Derrota. Y triunfo también en la tozudez de buscar una nueva forma, que desgaste menos, que cuide la energía que sí es necesaria para otros afanes que no se congelan ni detienen solo porque una quiera poner en pausa la vida por un rato.
Vuelve, una vez más, la imagen budista que me regaló mi más querido y antiguo amigo: del tigre que toca suave y mansamente la hierba, el mundo. Ahí me quedo y resuelvo esperar, no luchar, pero seguir en la intención de recobrar mi hogar en el cuerpo mientras agradezco de los días cada pequeño o gran regalo que llega con prójimos nobles, sin dobleces, capaces de hacer refulgir la ciudad con el movimiento de sus almas. Caminar en mansedumbre y atención, como el tigre, me ayuda. Y pienso que quizás, solo quizás, cualquier noche, hasta pueda deslizarme, asaltar y tomar por sorpresa a los invasores, para recobrar lo que me pertenece. Mi compañero me ayuda, y en la alianza paciente pero determinada de antorchas que los cuerpos amados levantan (para iluminar trayectos o para espantar bestias y demonios), logramos ganar algo mío de vuelta. Y luego algo más. Y otro poco.
En retrospectiva, sonrío ante esos símbolos entrañables, a los que siempre es posible recurrir. Tal vez la imaginación de la niñez, o lo que sea que traen las historias, épicas o relatos sencillos que alimentan el amor por la literatura, es lo más fuerte como pilar de resiliencia. Junto al tigre budista, regresa Scarlett O’Hara que a los 9 años se ganó mi admiración viendo “Gone with the wind” en el cine Santa Lucía. Resuena Tara, Tara y acaso no sea solo coincidencia que mi hogar primario, mi sensación de inexpugnable amparo, sea en Georgia. Freud hablaba del dolor del trauma como un estar “fuera del hogar”. Y aunque el hogar sea el cuerpo, sus ramas están también en mis bosques, y allá regreso, a ojos cerrados, gracias al consejo y apoyo de una querida colega que me da una mano en plena tormenta.
Recién llegada del norte, de mi pequeña casa en las montañas Appalachian, no puedo regresar de inmediato, físicamente me refiero. Pero uno viaja a todo lugar con todo dentro de sí, y es cosa de buscar el punto donde una resuena en sensaciones familiares, amadas y exactas. Tan exactas como la protección, lo intacto de un territorio que jamás conocerá la huella de épocas y fantasmas raídos; donde la memoria corporal puede ser invicta.
Todos podemos traer algo cargado de gracia y fortaleza -tenemos ese derecho, esa rebeldía, dignidad posible- que nos sostenga en tránsitos difíciles. Para mí, el bosque (su olor, sus recovecos, su música venerable) es pulso y ejército en mis días en Santiago, y a insistencia feroz de verde, de ciervo, de compás de grillos y neón de luciérnagas –puedo verlo todo casi sin cerrar los ojos-, el corazón late distinto y, junto a caricias de seres amados, vamos sumando días y laureles.
Un anillo celta (recordatorio de la presencia de mi Anam Cara), un canastito tejido por los cherokee que es lo primero que veo en mi velador cuando detengo la alarma, la porcelana diminuta del Principito, y otros pequeños abalorios con valor solo sentimental, cobran vida y se acoplan en un cotidiano arco del triunfo construido también con juguetes de Emilia, sueños de Diamela, tostadas con mermelada de damasco y corajes que me regala mi compañero. Luego de quince días de espanto, voy agradeciendo la constatación de que todo pasa, que caminamos, que el tiempo no se detiene y queramos o no, nos demos cuenta o no, nos lleva con él y es posible cruzar aguas, fuegos, bosques. O el territorio más íntimo, aún expropiado por ánimas en pena, y aun sin ganarlo completamente de vuelta (pero ya casi). Sabiendo, como he vuelto a aprender en este tiempo, que “lejos” no equivale a des-habitar. Ni obliga a la renuncia de un milímetro siquiera de esa integridad hace mucho, y en derecho pleno, recobrada.
Fotografía del título: Travelling a Solitary Road