Jugar, sin juZgar, sólo jugar
En sus primeros 7 años de vida, los niños chilenos juegan 6 mil horas menos de lo recomendado: deberían ser 15 mil para esa primera etapa de la niñez (es decir, les arrebatamos cerca de 8 meses, más de un 10% de lo que llevan vivido). Para los niños entre 5 a 7 años, el aumento de horas de clases debido a la jornada escolar completa significó una disminuición de a lo menos 2 horas diarias de juegos y esparcimiento (un derecho establecido por la Convención Internacional de derechos del niño que CHile firmó en 1990) y eso se refleja, según un estudio de Fondecyt en que el tiempo libre, para muchos niños y niñas, termina siendo el que se utiliza en trayectos hogar-escuela (ver reportaje LT, 2015).
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Un gran estudioso del juego y sus beneficios dijo “lo opuesto al juego no es el trabajo, es la depresión”.
Desde nuestros orígenes como especie, el juego nos ha acompañado: vinculado a la supervivencia, al aprendizaje de habilidades físicas, sociales, esenciales para el sostén de la vida. Para los niños humanos, continúa siendo una energía y disposición tan natural.
El juego es una llave que funciona bien en toda música cotidiana. Invitemos a un niño a jugar, en el hogar, la escuela, “vamos a la plaza” y la adhesión es casi inmediata. En la calle, en el almacén, o haciendo trámites: en cualquier lugar, puede ir el juego. El tiempo de ocio, también es parte de este universo. Y el descanso donde reposan y se renuevan energías.
Convertir en juego, en ocasión para imaginar, o simplemente dar un tono ligero, imaginativo y feliz a actividades como lavarse los dientes, ordenar los juguetes, o ayudar a poner la mesa, casi siempre funciona bien. Por el contrario, distanciarnos del juego, nos mengua a todos: a adultos, las parejas, compañeros de trabajo, familias. Sobre todo a los niños y niñas.
Tratamos de apoyar la dirección de la vitalidad, del desarrollo de nuestros hijos/as y no les negaríamos alimentos, ni les impediríamos aprender a caminar, a hablar, a hacer amigos, y tampoco les quitaríamos los libros. La pregunta es por qué la restricción del juego no nos resulta igual de preocupante o extraña, a lo menos. Alentar el juego, proteger ese tiempo, es también una forma de cuidar a nuestros niños y niñas, tan importante como las demás.
El juego prepara para la vida y no menos. Fortalece en los niños la riqueza de conexión emocional, el autoconocimiento, la creatividad, el trabajo en equipo, la convivencia y ciudadanía también. El juego ayuda a cada generación a descubrir y ensayar una variedad de talentos e inteligencias que son útiles y necesarias para su vida presente y futura (son claves, de hecho, en el tema de las vocaciones). La biología, la psicología, y la propia educación, son disciplinas que relevan el valor del juego. Sin embargo, en la escuela, los recreos son magros, las clases permiten apenas el movimiento (como si permanecer sentados horas, fuera la opción más natural) y los días son largos, constantemente presionados por rendir, y por seguir rindiendo en el hogar, con rumas de tediosos deberes escolares. ¿Cómo jugar así, a qué hora?
Las actividades lúdicas y el juego libre son tan imprescindibles en la vida de la escuela como en la del hogar. Pero no siempre es fácil poder jugar con nuestros hijos en un país donde la conciliación familia-trabajo no se logra y donde la jornada laboral es irracional (tanto como lo es llegar a casa por las noches a hacer o revisar tareas). ¿Cómo poder salir a las 8, 9pm, a jugar al aire libre?
A pesar de los obstáculos, algunas familias tratan de leer juntas antes de dormir, realizan proyectos manuales o paseos los fines de semana; otras definen un día semanal de juego grupal, invitan a otros niños. En muchos hogares, una actitud lúdica cotidiana hace toda la diferencia.
La mamá de uno de mis alumnos, siempre le enviaba notas con el almuerzo del estilo: “si me pierdes otra vez, te la verás con tu madre, muajajá. Con amor, atte, la lonchera”. Ese humor que fue evolucionando con el hijo desde 2do a 8vo básico, era un “jugar” constante. Hay hogares donde las cajas de cartón de televisores o lavadoras siempre pasan por una transición –nave espacial, cofre mágico, autito- antes de ir al reciclaje, o donde las familias hacen karaoke y bailan, o practican un deporte juntxs, o van en el metro o en el auto cantando, proponiendo adivinanzas, o salen al patio o el parque y se tienden de espaldas a mirar las estrellas o recibir la lluvia (poquita, va siendo), o a hacer pasteles de barro -como me recuerda una amiga- o castillos y casitas en la arena.
En el juego podemos explorar y, a cualquier edad de la niñez, los juegos de roles son un gran herramienta. Comienzan desde pequeño, con objetos o muñequitos sobre la mesa, y luego puede tratarse de actividades teatrales (dramáticas o de comedia, y ojo, la integración de técnicas de Impro y Stand-up, en todas las asignaturas, es un interesantísimo “gatillador” de aprendizajes) o juegos de “oficios” en la casa: una semana dedicada a jugar al hospital, otra a los exploradores, los científicos, los artistas. Pueden usarse disfraces, objetos a la mano, o simplemente la imaginación. Las posibilidades son infinitas. Todo puede servir para jugar. Todo, para niños y niñas por igual.
Hoy en día existe mayor consciencia sobre la necesidad de no adosar estereotipos y dejar que los juguetes sean sólo juguetes, sin distinciones de género. Las campañas inclusivas son maravillosas, pero también necesitamos ser cuidadosos con fundamentalismos que no deberían interferir con los juegos de los niños.
Por ejemplo, la aversión o el llamado casi a eliminar todo lo que sea rosa o evoque “princesas”, en una época peak de cuestionamientos a nivel internacional. Las princesas, sin embargo, no dejan de ser celebradas si son niños varones y transgénero quienes juegan con tiaras y trajes de tul, y me alegra que así sea, inmensamente. Pero de igual forma, me rebelo cuando se critica a las niñas si quieren disfrazarse y jugar a las princesas, entre muchos otros juegos que acompañarán su infancia. No discriminar, “no juzgar” pero en serio.
A propósito de juzgar: un maestro a quien admiro mucho, Pablo Boraquevich, dice que hay transformación cuando uno saca la Z de juzgar, y juega. No implica, en lo absoluto, desechar la seriedad o responsabilidad. Sólo se trata de abrir espacios donde la creatividad, el ingenio, la libertad interna que permite el no-juicio, puedan ayudarnos. El humor, también, todo el tiempo.
Jugando desde niños, estoy convencida, podemos aprender y luego guiar a nuestros hijos en el no-juicio; la formación humana, cívica. Ensayar elegir, “jugar” a debatir ideas desde pequeños y desde distintos puntos de vista, no siempre el que más gusta o es más popular, o noble. Esa distinción tan necesaria entre argumentar/defender una idea, que no requiere descalificar/negar al otro, se aprende lentamente y vale dedicarle tiempo, en la casa, en la escuela sobre todo, desde lo lúdico.
Las ciencias, las tecnologías e internet: también son un espacio donde todos podemos jugar, y acompañar los juegos de nuestros hijos. Que puedan hacer “experimentos”, o navegar fascinadamente. La recomendación de los propios gigantes en internet (Google, Microsoft, Apple, etc) y sus expertos en cuidado online es que nos involucremos. Aunque cueste ir al día con lo nuevo, tratemos de que la web y las apps, los juegos de video u online no nos sean ajenos, sino otro espacio de relación y juego-juntos en familia.
La amplificación del uso de tecnologías en el aula –por ejemplo en el chat con alumnos de distintas regiones de un país, o de otros continentes-, guiada por educadores, es lúdica, y encima alucinante en el alcance que puede llegar a tener (y una vez más, hay que conocer el trabajo del prof. Sugata Mitra, con su “school in the clouds”). Y también puede ser más sencillo: en EEUU y en Chile, muchas “tareas” con que llegan los niños son una invitación a hacer cosas en familia, un pequeño proyecto (un afiche, escribir un poema), una reflexión padres-madres-hijos (diez líneas) en torno a ciertos temas; una “entrevista”. Sigue siendo lo lúdico, una presencia, una fuente de encantamiento, de bienestar.
El juego es reconocido como un derecho humano: “todo niño tendrá derecho al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad, y a participar libremente en la vida cultural y en las artes” (art 31, CDN).
Justamente, para promover ese derecho, un ex atleta olímpico creó en los 90 la organización RIGHT TO PLAY (ver video) que trabaja con miles de niños en países muy vulnerables. Los resultados: incorporando el juego activamente, 100% de los niños se muestra mejor dispuesto a asistir y colaborar en su escuela; 93% desarrolla mayor autoestima y habilidades de liderazgo; sobre el 80% se preocupa más por su salud, el autocuidado y el cuidado de los demás.
Esta temática debería ocupar de modo prioritario a nuestros ministerios. No puede ser educativa ni saludable la falta de tiempos y espacios abiertos para jugar, integrar el cuerpo, las emociones, las ideas y sueños; para ser niño, simplemente. En un punto impronunciable: los niños que trabajan, que cuidan a otros niños, o bien, a adultos (que por salud o abandono, no pueden cuidar de sí). ¿Cómo promover acuerdos colectivos para cuidar el juego, de todo niñx, en todo lugar? No olvidemos el tremendísimo poder del juego, también, en la reparación del trauma; la contención cotidiana cuando la vida de los niños atraviesa por pérdidas, duelos.
Sin juego, arriesgamos la pérdida de reverencia, de maravilla, de progresos y evoluciones trascendentales para nuestra especie: sólo recordemos cuántos inventos e ideas benéficas para la humanidad han emergido desde el juego. Sin jugar, cuántos talentos no llegarán a ser descubiertos. Cuántos proyectos de vida, jamás realizados.
Jugar es indispensable: consigo, con “amigos imaginarios”, con amigxs de verdad, con profesores, con palabras y números, con la familia, con mascotas y animales, con los árboles, con el mundo. Jugar para alegrarse, para sentir placer y perder miedo, para inventar, para compartir, para construir identidades, para amarse y amar. A cualquier edad, para creer en paraísos tan entrañables como la propia vida: jugar.