John Joseph Reilly, abusador sexual infantil

En un máximo de 72 horas a partir de mañana lunes 10 de diciembre de 2018 debe abandonar Chile, el abusador sexual John Joseph Reilly, conocido también como John O’Reilly en Chile *.

Poca atención ha merecido a nivel público, hasta aquí, el que diciembre sea un mes decisivo, y muchos nos preguntamos si la iteración a veces exasperante de los medios en torno a una diversidad de hechos –relevantes como anodinos-, concederá tiempo relevante a comentar y reflexionar en torno al abuso sexual infantil y la expatriación de uno de los sacerdotes y líderes más reconocidos de la Legión de Cristo, agrupación religiosa fundada por Marcial Maciel, otro abusador sexual de niños y adolescentes. La coincidencia no puede pasar inadvertida, es imposible. Como tampoco se puede soslayar la pregunta angustiante sobre niños y niñas que continúan educándose en instituciones de la legión.

Han pasado seis años desde las denuncias por abusos ocurridos en el colegio Cumbres, y cuatro desde el juicio que en octubre de 2014 declaró culpable a John O’Reilly como “autor de delitos reiterados de abuso sexual a menor de edad, condenado a la pena de cuatro años y un día de presidio menor en su grado máximo, la de inhabilitación absoluta perpetua para cargos y oficios públicos y derechos políticos, y la de inhabilitación absoluta para profesiones titulares mientras dure la condena, y a la pena accesoria de sujeción a la vigilancia de la autoridad durante los diez años siguientes al cumplimiento de la pena principal y la de inhabilitación perpetua para cargos, oficios, o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad”. En 2015 el Senado de la República acordó revocar la nacionalidad por especial gracia, y el Ministerio del Interior y Seguridad Pública dispone su abandono del país, cancelando su permiso de permanencia definitiva (que había sido otorgado con fecha 10 de diciembre de 1985 mediante Resolución Exenta N° 861).

El pasado mes de noviembre pasado Reilly terminaba su condena. Irrisorios cuatro años y un día de pena remitida -ningún minuto de cárcel- como sanción por el abuso sexual reiterado de al menos una de dos hermanas víctimas (la prueba no permitió demostrar los abusos de la mayor “más allá de toda duda razonable”). Pero eran dos niñas, y quizás cuántas más cuyas denuncias no llegaron a conocerse luego de que el caso llegara a la justicia.

Dos niñas. Mil veces, las dos. Mi cercanía con el caso desde el inicio, me permite realizar esta afirmación con toda serenidad y convicción, y el paso del tiempo sólo ha fortalecido el crédito que di y sigo dando a los testimonios de ambas hermanas, sus experiencias; a su camino de reparación junto a padres amorosos y valientes (y hay que serlo, frente a un abusador vinculado a grupos poderosos) que lograron balancear la indispensable resiliencia que un proceso de esta magnitud exige también a los adultos, al tiempo que viven un duelo devastador por sus hijas. No ha sido fácil ser testigo -como psicóloga, ciudadana y mamá- del efecto de las conductas desplegadas por J. Reilly (y muchos de sus seguidores) durante la investigación del caso, durante el juicio, y desde su condena en adelante. Conductas que revictimizan y amedrentan, que deberían ser prevenidas, interrumpidas o sancionadas si la justicia adhiriese a un marco de cuidado ético, y no cediera –como lo hace con regularidad- a la lógica perversa de “no es constitutivo de delito, no quebrantó ninguna ley”.  Delito o no (y la revictimización debería serlo), los daños han continuado.

JJ Reilly cumplió su pena siendo vecino de sus víctimas, residiendo en la misma comuna, a cuadras apenas de distancia. No pasaron dos meses, y la prensa compartía imágenes del sentenciado en la misma comunidad donde la familia de las niñas veraneaba por décadas. Todos hechos archiconocidos por el sacerdote. Pero su indolencia fue ininterrumpida, y a la par, la revictimización de las niñas (lamentablemente, reforzada por personas y medios que han publicado entrevistas del agresor sexual y hasta sus anuncios de posibles libros).

No puedo describir, en este contexto, lo doloroso y arduo que puede ser para un niño llevar un proceso de reparación, expuesto constantemente a evocaciones traumáticas. Cómo puede convalecer la memoria, cuando una víctima sabe que su agresor adulto no sólo circula libremente, sino que lo hace en lugares cercanos. Hoy se agregan medios y redes sociales y los niños pueden escuchar comentarios de su caso en cualquier lugar, incluidos espacios con sus pares. No hay descanso. Hay quienes dicen “la familia debió cambiar de casa, o de ciudad, y hasta de país para no exponerse”, pero no siempre se puede, aunque la idea ronda a muchos padres y madres que por lo demás no tendrían por qué hacer nada. Lo lógico sería que el abusador se mantuviera lejos, en la cárcel. Pero si cumple una pena remitida o es liberado de prisión, ¿no deberían especificarse ciertos criterios exigibles de forma de proteger el proceso de las víctimas? 

Nuestra democracia, nuestro sistema de justicia, hace mucho necesitan transformaciones radicales en lo que a procesos legislativos modernos se refiere. Cuidado ético, evidencia científica, consulta a expertos en psicología del trauma, neurobiología, medicina. Las secuelas del trauma por abuso sexual infantil así lo exigen. Entender de una vez que las leyes necesitan estar al servicio de seres humanos, y que no sólo tipifican delitos o establecen sentencias, sino que informan, enseñan, son agentes de cambio (o erosión) cultural.

La forma de definir agravios horribles a la integridad de seres humanos niños, la sanción que corresponde a cada delito, las consideraciones que debe involucrar la aplicación de justicia (recordemos entrevistas videograbadas): todo está construyendo o destruyendo nuestro presente y futuro, nuestra convivencia, la posibilidad de evitar estos daños a nuevas generaciones, y de reparar las heridas de niños y niñas a quienes no pudimos auxiliar antes, pero con quienes podemos recorrer un camino íntegro de reparación. Parte esencial de esa reparación es que los abusadores asuman responsabilidades. Que las sanciones se cumplan. Que podamos proteger a las víctimas mientras terminan de crecer, regresan a su infancia y consolidan su reparación.

RESPONSABILIDAD. Categóricamente. Del abusador y de sus cómplices o encubridores. No hablamos de venganza, desquite, ni de arriesgar por un segundo, consentir con la turba que como sociedad corremos el riesgo de levantar o dejar que otros levanten, en casos de abuso sexual. No basta apoyar buenas causas o ser nobles en la defensa de las víctimas de abusos, si al final vamos a terminar recurriendo a la violencia -la que sea- o a los mismos métodos del abusador. Lo he dicho antes y lo reitero: antes me clavaría de regreso a los peores años de mi niñez, que conceder con la energía destructiva del abuso, sus formas veladas, sus escaramuzas, sus lenguajes, sus seducciones y manipulaciones (y no, ni por la mejor causa, “el fin justifica los medios”), sus indolencias, sus lógicas perversas, su inhumanidad. Nada más alejado de lo que posibilita la reparación de las víctimas. Pero sí necesitamos asunción de responsabilidades. Si hasta aquí ha sido magra la aplicación de justicia en el caso O’Reilly  ¿Qué señales contundentes y adultas podemos esperar ahora?  ¿Cumplirá nuestro sistema de justicia con la expulsión del agresor sexual, de manera oportuna y eficaz?

Habrá presiones, quizás hasta extorsiones e intimidaciones, y de seguro recursos legales de última hora. Pero queremos, necesitamos confiar en el Estado. El Vaticano ha demorado de manera vergonzosa en establecer una sanción para J. Reilly, si es que algún día se pronuncia. Ya es demasiado tarde y ninguna medida exculpa el trato inmisericorde que por años la Iglesia tanto en CHile como en Roma dio a las víctimas del sacerdote legionario. La justicia no puede entonces fallar, ni a las víctimas ni al país. Es mucho lo que se arriesga, en protección de la niñez y en la confianza -ya muy escasa- de la ciudadanía en el derecho y aplicación de las leyes. El decreto de revocación de residencia permanente del Ministerio del Interior en 2015, expresa claramente los motivos por los cuales este agresor sexual no debe continuar en Chile. Durante la investigación que antecedió al juicio, la pericia psicológica concluyó categóricamente que este abusador no debía trabajar con niños, NUNCA MÁS, por el peligro que representaba (aquí nota sobre informe psicológico). ¿No debería en algo pesar este diagnóstico? La iglesia chilena no dice nada, aun cuando ya ha han sido expulsados sacerdotes como F. Karadima o C. Precht.

O’Reilly ha sido inhabilitado de por vida -y hay que ver cómo se verifica esa medida- para ejercer funciones vinculadas a la niñez, pero siguen siendo un problema aquellas instituciones que omitieron que “algo raro” sucedía, o que sabían de los abusos y los encubrieron, y aun después de develaciones y sentencias, no respaldan a las víctimas, interfieren con su reparación, y encima sostienen vínculos con agresores condenados de quienes podemos hasta desconocer abusos de otras víctimas. ¿Por qué esas instituciones gozan de impunidad pese a su comportamiento cómplice? ¿Podría considerarse a lo menos una negligencia que todavía niñas y niños sean confiados en su educación a entidades que actúan de esta forma? y de ser así, ¿correspondería interceder por estos niños, legislar, contemplar medidas protección para los niños que continúan en instituciones como las descritas?

Recordemos que el abuso sexual infantil no llega a ser reiterado y crónico sólo por la compulsión del perpetrador, o de un círculo de pedófilos. El abuso necesita de entornos que lo sostengan, lo permitan pasiva o activamente, negando, callando, encubriendo o sacrificando niños, antes que enfrentar responsabilidades.  ¿Qué posición hemos tomado como sociedad a este respecto? En EEUU la matrícula en colegios católicos bajó drásticamente conforme se iban develando los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. El efecto aquí no se deja sentir, o no todavía. Pero no podemos ya decir que la información no está disponible, o las historias desgarradoras que no terminan de contarse para ayudarnos, sobre todo, a despertar y apostarnos al cuidado y la prevención de estos crímenes horribles contra niños y niñas que a todos nos lesionan.

Los abusos dejan heridas múltiples, primero en las víctimas, sus vidas, y en sus familias y comunidades, pero también en el tejido social que supura cada vez que sabemos de la recurrencia de las agresiones sexuales de adultos contra los cuerpos más indefensos; y en los sobrevivientes, que reviven el estupor de cada vez que saben de otras víctimas –y sus carencias de justicia y cuidado. Es un desuello, siempre, saber que la impunidad vive entre nosotros, en violaciones tan graves a nuestra humanidad. Sabemos que una sentencia de cien, doscientos años, o mil, no alcanza, pero tampoco podemos asimilar un “cero años” o un “cuatro años y un día” de pena remitida, en esencia, algo así como un régimen de libertad con inconvenientes que, en el fondo, nos dice que el abuso sexual de un niño poco importa. No, cuando nuestra justicia no considera siquiera un tiempo justo de ausencia del abusador para que la víctima, de manera protegida, convalezca y pueda retomar su vida.

Ausencias de justicia. También de educación, de salud, todos los organismos que desde el Estado deberían concurrir completamente en el cuidado de la infancia, el apoyo y reparación de las víctimas, la PREVENCIÓN como una tarea urgente. Es una epidemia de abuso sexual infantil la que enfrentamos.

No es menos que una urgencia sanitaria si cincuenta niños son abusados a diario, y esos son los casos que llegan a ser denunciados. Entre 2012 y 2017, veinticuatro mil denuncias de delitos sexuales, casi dos informes Valech y permanecemos impertérritos. Más de 70% de esas denuncias corresponden a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Del total de embarazos por violación, 66% corresponde a niñas y adolescentes menores de 18, el 12% son menores de 14 años y el 7%, menores de 12. Un 90% de estas víctimas son violadas por familiares o conocidos, y en el 44% de los casos, repetidamente (A. Huneeus, Epidemiología del Embarazo por Violación, 2016).

¿Por qué esto no ha sido una prioridad para nuestro Congreso Nacional, autoridades, los propios presidentes y presidenta que hemos tenido? Contamos con un Instituto de DDHH, una subsecretaría de DDHH, y hasta el ministerio de justicia pasó a ser de “justicia y derechos humanos”. Han sido progresos valorables, pero no olvidemos que en la defensa de esos derechos, los últimos suelen ser los niños.

La intención de cambio declarada en “los niños primero” tiene una potencia conmovedora y energizante para una democracia, pero no puede arriesgar quedar como un pálido slogan. Con precisión, con visión, y con amor, eso siempre, la expatriación del abusador sexual John O’Reilly es una oportunidad también, de reforzar esa intención, y ser consistentes, cueste lo que cueste, con el compromiso de protección de la infancia en Chile. Esperamos así sea.

 

 

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* Es la fecha con la que contaba Gendarmeria, pero hoy lunes 10 se ha informado que la defensa del abusador esperaría la audiencia judicial de cumplimiento de condena para ver sus opciones legales. No es una práctica habitual y suena redundante necesitar que se convoque formalmente una audiencia más -luego de haber concluido una pena- para que te digan básicamente “sí, usted cumplió su condena”, pero no es ilegal y nuevamente la justicia excluye lo ético y sacrifica el cuidado de las víctimas y su proceso de reparación. Como decimos en Chile, esto se trata sólo de “estirar el chicle”, de “ganar tiempo” , ese tiempo que debería estar del lado de las víctimas, y no amparando a abusadores. Hoy, a uno que inclusive celebra y recibe agasajos por su cumpleaños. Qué desconsuelo nuestro país. No sé ya qué decir