Intercesiones
Llegar a casa y leer un artículo online sobre los niños, los golpes, la vida privada y los derechos de los adultos. Pausa.
Antes de decir nada, recordar la sala de espera del primer pediatra de mi hija menor, en Athens: un hombre que le hablaba a Emilia (recién nacida) como si ella hubiese podido comprender que le pedía permiso para moverla, tocarla, escuchar sus latidos. Al terminar, agradecía con el gesto de Namasté, cada secuencia del examen. He contado esta historia decenas de veces (y no me cansaré jamás), pero hoy recordaba, además del doctor, a una mujer a quien conocí en su consulta.
Era una mamá mayor, con tres hijos de edades cercanas (10 meses, 3 y 6 años). Trabajaba en ventas, corría a buscar a sus niños a sala-cuna, jardín y escuela respectivamente, y pasaba la tarde con ellos, conectada aún con clientes vía remota. Como una mayoría de familias en EEUU, no contaba con más red de apoyo que ella misma y su marido, fuera de casa durante la jornada completa.
Conversando de las tensiones y desafíos de cualquier maternidad, y específicamente en los cuarenta, a la mención del cuidado mutuo (no como una gracia o un favor, sino como un atributo clave en nuestra continuidad como especie), ella tuvo la generosidad de compartir esta historia.
Con tres niños hablando, discutiendo, resistiendo dormir o comer todos al mismo tiempo, se volvió más difícil conservar la calma. Los gritos se hicieron más y más altos, y en situaciones límite, también las palmadas –aunque se había jurado jamás castigarlos como a ella, de niña.
Se sentía cansada, derrotada, y una “mala madre”. Era 2008 además, el año en que el mercado colapsó y muchas familias perdieron sus hogares. La suya luchaba por mantenerse a flote.
Una tarde cualquiera, una vecina llegó a su puerta. Le pidió disculpas por la visita sin anunciar, y le dijo que por algún extraño cruce de ondas de radio, el monitor en el dormitorio de su bebé registraba lo que ocurría en el hogar aledaño, transmitiendo en vivo sus discusiones con los niños. Los golpes también.
Consciente del riesgo cierto –dada la legislación norteamericana- de ser denunciada a servicios sociales y de perder la custodia de sus niños, apenas pudo escuchar la última frase de su vecina: “… también escuho tus sollozos cuando estás sola”.
La mamá “de al lado” no venía a increparla o amenazar con denuncias (aunque su sola aparición bien funcionaba como advertencia y llamado al cambio), sino a preguntarle si aceptaría su ayuda. Era más joven, tenía un solo hijo, y no planeaba tener otro como asimismo no planeaba trabajar en un largo tiempo (y podía elegirlo así).
Traía su ID y otros papeles –la delicadeza de querer avalar que era una persona “seria”-, compartió varios detalles de su vida (nunca antes habían intercambiado más que un “buenos días, tardes”), y ofreció cuidar una tarde completa a los tres niños para que su mamá pudiera salir sola, o estar sola, en silencio, en descanso. A continuación propuso dedicar un par de horas (dos o tres), un día al menos de cada semana, como apoyo hasta finalizar ese año (era comienzos de agosto).
Cuando conocí a la mamá en la consulta del pediatra, llevaba un mes en esta forma de cuidado compartido. Me contó que aunque todavía gritaba algunas veces –soy “gritona” en general, diría ella-, no había vuelto a golpear a sus niños. Pero tenía miedo de cantar victoria: permanecía atenta, un día a la vez. La disciplina de su amor.
Recordando esta historia, pensaba no sólo en el poder de la empatía, la solidaridad, y una serie de acciones que, si bien entre desconocidos, hablan igualmente de afectos y solidaridades. Sobre todo pensaba, a la luz de lo que había leído esta mañana, en cómo la forma que tenemos de acercarnos y vincularnos al otro, hacen toda la diferencia.
La curiosidad, insisto, antes del juicio o la ofensa: ¿qué estará pasando, puedo preguntarte, podría ayudar en algo? Nos pueden decir que sí, o no. En el respeto, el límite. Pero sin ser indiferentes al imperativo de cuidado: elegir interceder por el más indefenso. Aunque no sea sencillo, la pregunta nos mira a los ojos: cuánta injusticia o violencia podemos atestiguar sin interceder.
Si vemos en un hospital que una enfermera o enfermero trata de mala forma a un paciente, podemos hacerlo ver, decir algo oportunamente. No se trata de invadir o hacer labor policial (nada más lejano) en la vida de otros, sino de amparar, o ser sólo humanos. Responder de la forma en que acaso querríamos otro velara por nuestros seres queridos, si estuviéramos ausentes.
El argumento de la no-intromisión (no me puedo meter; la vida privada; las libertades y prerrogativas de cada quien) no alcanza cuando la fragilidad de otro está en juego. Frente a la violencia, la no-intromisión equivale a no-auxilio, no-compasión, no-cuidado. Abandono ciego.
Hace unos días me dije en voz alta “pero qué tonta” (había quemado el pan que quedaba, todo, en el horno). Mi hija chica irrumpe (y enseña): “fue un accidente, mamá, no te trates así”. Podría escribir páginas sobre este pequeño y tremendo intercambio, pero por ahora sólo necesito volver a la intercesión que es cuidado puro, en el error, el desborde, o la indefensión si hubiese sido el caso.
¿Podemos hablar? ¿Puedo ayudar? me parecen hace años palabras valientes. A mi edad, he oído a demasiados adultos decir “ninguno de mis amigos tuvo valor de decirme, aconsejarme, llamar mi atención”, esto, antes de que procesos de deterioro en relaciones de pareja fueran irreversibles, o de que hijos adolescentes naufragaran (“¿Cómo nadie me conminó a ver?”).
Interceder para prevenir y también para iluminar, para celebrar. ¿Podemos hablar?: de virtudes, del lindo gesto de tu hij@, de lo admirable que es tu pareja, de lo bien que lo hacen ustedes como familia. O bien ¿podemos hablar de derechos humanos de la niñez, de formas de relacionarnos, convivir, guiar sin recurrir a extorsiones, malos tratos ni temores?
Cuesta pensar que los golpes deban formar parte de nuestras discusiones, todavía. Escribía en un posteo anterior, sobre el compás interno, los varios aprendizajes y experiencias que nos van dando señales sobre lo que siente bien, lo que es compatible (y no) con la vida y el respeto a los cuerpos, consciencias, sentimientos. Desde ese compás, creo que pocos defenderíamos los golpes como algo bueno, constructivo.
Las gradaciones son algo relativo, y algunos adultos podrían decir hoy “a mí me pegaron de niñ@, y no me pasó nada, estoy bien, soy feliz”, y otros ni siquiera podrían enunciar las heridas profundas que esos golpes dejaron. Pero desde cualquier experiencia e historia, me atrevo a decir que una mayoría de nosotros no se sentiría con derecho a golpear a una pareja, un amigo/a, un alumno o colega, o a un desconocido en la calle, porque su conducta sea excesiva o inaceptable, o porque no nos entiende o se niega a responder a un pedido nuestro.
Lo que puede parecer bastante claro en las interacciones entre adultos, es mucho menos nítido en el vínculo con los niños, pese a que tienen cuerpos a todas luces más pequeños y más frágiles. A casi todos nosotros, si recordamos la infancia, pueden habernos dicho alguna vez en el parque o en la casa, “cuidado con los más chicos, no se le pega al primito, la hermanita: eso es abuso”. La memoria.
El mundo está cambiando, nuestro mundo, en occidente, y son muchos los países que han considerado que el castigo corporal a los niños es una injusticia, una violación de derechos inaceptable, tal cual ya lo es y hace tiempo, la agresión física entre adultos, o incluso el daño a la propiedad, y resulta poco cuerdo –si lo pensamos- que el daño a un inmueble o un objeto sea más sancionado que la agresión a un ser humano niño (en absoluta desventaja y dependencia en relación al mundo adulto). Una agresión deliberada.
Es distinto observar a otras especies en el reino animal, donde es posible que se desplieguen conductas “correctivas” de los cachorros –para evitarles peligros- que pueden ser muy físicas. Sin embargo, sería improbable que las crías llegaran a ser víctimas de correazos, palizas y castigos cada vez de llorar o hacer una pataleta, de trasgredir un límite o de poner a prueba la paciencia de leones, aves o ballenas adultas. O quizás hay mucho que ignoro y por ahí existe alguna especie comparable a la nuestra, capaz de golpear y de cometer atrocidades mayores con los niños y las niñas, como ha sido a lo largo de nuestra historia, y aún en estos tiempos.
Se recurre al argumento de la disciplina que en su origen (disciplinare) tiene relación con enseñar, no con castigar. Imagino una encuesta entre niños de diferentes edades sobre qué les evoca esta palabra. Veo sus caras. Pocos quizás nos creerían si les decimos que junto a disciplina vienen en la ronda otras palabras como constancia, sentido de dirección, compromiso, propósitos, habilidades, un camino para conocerse y regularse, para cuidarse también. O la alegría, la satisfacción encontrada en la autonomía, el autoconocimiento, en la noción de cierta fortaleza sin la cual no lograríamos algunos cometidos entrañables.
Disciplina hay en el dominio de destrezas como bailar, pintar, escribir; en la capacidad de hacer ciertas cosas por nuestra salud, y seguir un tratamiento médico cuando enfermamos, o cuando luego de un accidente, debemos rehabilitar una pierna o una mano lesionada; disciplina hay en historias bellísimas de hombres y mujeres que no cejaron hasta inventar algo magnífico y útil, o hasta derrotar un mal, una tiranía, un sufrimiento evitable. Podría continuar con los ejemplos, tantas latitudes y comunidades.
Los papás y mamás no aspiramos a enseñar disciplina a nuestros hijos para que sufran, sino pensando en su bien. Es un acto de amor. De aliento. Los golpes y palabras hirientes no alientan ni expresan amor. En eso podemos tener acuerdo, tanto como en que no es fácil la parentalidad en estos tiempos.
Nuestras vulnerabilidades y responsabilidades han cambiado mucho, y a velocidades sobrehumanas. Con toda su maravilla y potencial, “estos tiempos” imponen una presión y desasosiego enormes sobre nuestros cuerpos y psiquis y es natural que esferas como la crianza no se libren de esa marca. No nos eximimos de contradicciones, de reflejos que apenan.
(“… y tus sollozos cuando estás sola”)
¿Qué hacemos? Aun a riesgo de ser majadera o ingenua, volver al cuidado como proposición. Los niños comprenden los argumentos del cuidado; no tanto, mucho menos, los del “deber ser”, o del “porque yo lo digo”.
Yo te aprecio, yo te amo, yo te cuido, año tras año, suman décadas ya, y sigue siendo más efectivo y persuasivo: con hijos, con estudiantes, con los niños llamados “difíciles” o “imposibles”. Dar fe.
El respeto, la escucha, abren puertas, y no: nada es mágico o instantáneo, pero con sensatez en la forma en que abordamos el tiempo, la espera en los procesos, y especialmente con los niños, es más frecuente que infrecuente observar en ellos cambios, progresos, conductas más proclives a su bienestar, su felicidad, y la disposición a aprender (la disciplina incluida). Sin necesidad de golpes.
Fotografía del título: Sunny Bathroom Window