En el día de la mujer, la carta a mi hija que no fue
“We need to seize again the whole language in search of better desires” Jorie Graham” (Necesitamos capturar una vez más, todo el lenguaje en búsqueda de mejores deseos).
Porque ha sido fin de bosques y de vacaciones, por el regreso a Chile, por el comienzo de su vida escolar en un colegio donde no sé, en verdad, por cuanto tiempo podrá estar, por el día de la mujer, y porque sí, porque la amo cada día más, porque la veo crecer, tenía ganas de escribirle una carta a mi hija menor, sabiendo que su hermana, más grande, entendería y celebraría esta exclusión que es solo una diminuta excepción en ternuras siempre duplicadas.
No llegaré a escribirle mi carta a Emilia, agradeciéndole por su alegría y sentido del humor, su asombrosa autonomía y capacidad de multiplicar mundos imaginarios, su solemnidad –tan chiquita- para viajar, explorar, ofrecer cuidado a otros, componer canciones y melodías casi a diario (incluso con efectos de mix, cual DJ). Tanto.
Tampoco podré compartirle esta vez (para que quede hacia el futuro y ella se mire, algún día, con certera benevolencia en su propia maternidad o en cualquier esmero) que me cuesta este camino, con 45 años no es fácil, y es extenuante a niveles que no puedo verbalizar porque, además, ha sido mi elección no delegar en terceros el cuidado de mi hija y tener, en cambio, una cafetera cerca y horarios muy peculiares de trabajo (con turnos diurnos y nocturnos), para no restar tiempo maternal debido a los oficios con pacientes, comunidades o la literatura.
Cómo explicarle ahora a Emilia –su hermana ya sabe, y lo hizo propio- que no puedo ni quiero abandonar mis vocaciones, no completamente, ni siquiera por ella, porque el hambre de creación y humanidad me haría desaparecer, aunque más mengua y vergüenza sentiría ante mis niñas por ser una mujer/ser humano/madre que no les muestre, en movimiento, que ellas tienen derecho a elegir, hacer, diseñar una vida donde todo su potencial, inspiraciones y talentos encuentren resonancia y cauce.
Si no puedo escribir mi carta es porque me embosco, una es lo que es, y aunque no siempre tenga bien claro de dónde proviene cada defecto e impedimento mío, al menos sé que vi paralizada mi intención epistolar por una noticia quizás demasiado común en Chile, o hasta irrelevante y tediosa en el torrente cotidiano de información –política, crímenes, mil fútbol, farándula, política and so on– en una mayoría de medios nacionales (y no es extraño que prefiera saber de acontecimientos en otras latitudes, experiencias plurales, vividas por miles más de seres humanos que miramos el cielo desde vidas y lugares tan diferentes, y tan semejantes también).
“La persona equis dijo que…”, el encabezado. Las réplicas, casi dignas de terremoto. Vi algo al pasar en redes sociales y no pude evitar preguntarme qué tan grave u horrible habría dicho “la persona equis” que pudiera explicar el encono, reproche e insultos; y esa intolerancia sobre la que pongo aguda atención, no por morbosa curiosidad, sino por miedo. Un miedo inmenso, inmaniobrable. Viene conmigo desde la misma edad que hoy tiene EMilia; hipervigilante, veloz en detectar cualquier giro sutil de las furias.
Hace tiempo vengo sintiendo que me cuesta escuchar o leer ciertas cosas en Chile. Noticias y luego cadenas de comentarios donde brillan como gemas muy escasas, casi de otra galaxia, aquellos que son constructivos, cargados de preguntas o nueva información, sin suspicacias ni descalificaciones, abiertos a debates donde no es preciso destruir a quien expresa una opinión diferente, y donde los acuerdos o disensos pasan por lo que se dice (y de todo deberíamos poder hablar), no por quien.
Qué hacer si la libertad de expresión pierde contornos y se torna maledicencia irresponsable, daño…
Ayer, recordé que justo antes de partir a Atlanta al comenzar el año, vi la hoguera crepitar –antorchas por igual en manos de hombres y mujeres (¿y la solidaridad de género?)- en contra de la esposa de un candidato presidencial de la coalición de derecha en el gobierno.
Ella, muchos años atrás, no había apoyado iniciativas legislativas para el divorcio en Chile. El tiempo pasa, y los relatos de vida cambian. No la conozco, pero supe que ella misma enfrentó una separación, seguramente un duelo (como todos los que hemos estado en ese lugar, sea que lo hayamos elegido, o que nos haya caído como un alud). Luego conoció a alguien digno de su amor y de sus sueños con quien finalmente se casó. Qué bueno por ella y por él, sinceramente lo digo (desde una empatía universal y muy particular de mujer, y algo de niña que siempre celebra los happy endings). Prefiero pensar hacia el cielo antes que hacia infiernos y vertederos, e imaginar que quizás todo lo vivido ha sido crecimiento, y que tal vez, puesta en la misma disyuntiva que antaño, esta vez ella sí habría votado por la ley de divorcio (que menos mal, sí llegó a existir en Chile, uno de los últimos países en lograrla en el mundo).
Fue una sorpresa amarga, ver la forma en que fue tratada esta mujer por personas a quienes tampoco conozco, pero que en las redes sociales me dejaban la impresión de inclinarse a buenas causas, sensibilidades afines a las mías. No revisé tweets un par de días de pura frustración y desencanto. Más que con personas específicas, mi objeción es con ese pulso violento que en otros espacios, también se deja sentir. Violencia en las palabras, juicios frívolos y ligeros, fundamentalismos aterradores, vulgaridad en el sentido de ausencia y asfixia total de bellezas posibles, de empatía, compasión.
Es consensual que los lenguajes construyen realidades. Niños tratados con amor y reconocimiento en las palabras, levantan mejores autoestimas y capacidad de goce y progreso. Niños desmoralizados, maltratados o desprovistos de aliento y cariño en los lenguajes con que se les habla, tienden a reflejar menores aplomos y sentidos de valía, a veces mucho dolor, otras, rabia.
Las palabras que traen las personas con ellas, las palabras con que se expresan en relación al prójimo y a sí mismas: destello de almas y países interiores; textura de sus intenciones.
Me rodeo de personas a elegidas –o deselegidas- en pleno albedrío y luz. Ciertas señas del lenguaje –manipulador con los afectos o vía chantajes y amenazas, posesivo, ciego a los límites o argumentos del otro (o ciego al prójimo, derechamente), descalificador, difamatorio o dado al sarcasmo, la pesadez, el chisme– me bastan para salir corriendo y cerrar la puerta por siglos.
En el oficio de escribir, coordenadas similares. No he escrito en otro medio chileno que no sea ElPost.cl (y uno que otro más, en oportunidades especiales), y aprecio mucho mi primera experiencia y la “comunidad” de lectores-posteadores que se ha ido articulando en apenas dos años de existencia, así como el tono general del diálogo, comentarios a las columnas, proposiciones de temas. Me doy cuenta de que es posible. Y así también lo constato en mi hogar, y otros entornos que me permiten resistir el alarido interno, o peor aún, el silencio irredimible que me secuestra –a modo de sedición y duelo también- cuando observo excesos y crueldades pasar casi inadvertidas.
En el verano, comenté a algunas amigas sobre lo que había sentido al respecto de esta mujer, esposa del candidato. Estuvimos de acuerdo, pero no dijimos mucho más, y de alguna forma nos hicimos cómplices de esas piras donde fue quemado el beneficio de la duda, el reconocimiento de la legítima subjetividad o humanidad del otro, la tolerancia, la aceptación y el respeto. Ahora, que sale al camino otro hecho que me parece serio y disonante éticamente, no puedo evitar sentir, decir algo. A la vez que debo aceptar que pierdo la alegría de escribirle a mi hija menor, con tanto ruido en el alma. Sobre el trato que nos damos unos a otros, y entre las mujeres; o la forma en que podemos mirar, o negar, nuestros méritos y nuestras carencias.
No somos perfectas, ni santas absolutas, y parece que se necesita mucha más valentía y probidad de las que yo creía, para admitir lo que no somos; quizás, lo que tememos no llegar a ser (¿?).
Ayer, nuevamente en las redes sociales, los insultos y descalificaciones en contra de una mujer me llevaron a buscar en la prensa qué hecho tan grave habría ocurrido como para explicar estas reacciones. No pensé en imprecisiones o torpezas comunicacionales, tampoco en disensos de opinión. Lo que se decía de ella era demasiado fuerte: bajeza, deslealtad, falta de integridad ética.
No resoné con lo que se decía. Sobre todo, porque la conozco personalmente. Inolvidable ella que unos años atrás, siendo de una vereda política y hasta profesional completamente diferentes a la mía, por iniciativa propia, íntimamente, del modo más discreto y delicado, me invitó a conversar con ella, si yo quería. Había llegado a sus manos mi libro “Agua Fresca en los Espejos” y sentía que necesitaba comprometerse más, aprender, entender, compartir preguntas, buscar respuestas, caminos, toda la información que pudiera ayudarla a “hacer las cosas mejor”.
Con una calidez y respeto que no se extinguen, recuerdo también la correspondencia que siguió al primer encuentro. Ahí se dejaba sentir esa genuina avidez de los aprendices (me siento una también, y quizás por eso el instinto de reconocer a otros, afines): por leer, seguir preguntando, pensar en las niñas, en mujeres sobrevivientes de abuso, hombres también, cómo apoyarl@s, y cómo imaginar una nación más orientada al cuidado. Impecable puente de ida y vuelta; veraz; humano. Me pareció entonces y me parece ahora, una mujer luminosa. Hablo de la Ministra de Sernam, Carolina Schmidt.
“Desgraciadamente, vemos que la participación de las mujeres en cargos de elección popular no ha aumentado en nuestro país. A pesar de haber tenido a una Presidenta mujer, eso no incrementó el número de mujeres que nos representa en el Parlamento”. “Todos los gobiernos han hecho un aporte importante en que Chile avance en eliminar las tremendas desigualdades que tenemos en nuestro país entre hombres y mujeres, todo suma”. “Hoy tenemos que ver cambios concretos y cambios reales que permitan una mayor participación de las mujeres en el mundo de la política” (en diarios nacionales).
¿????????????????? No puedo usar otros símbolos para traducir mi desconcierto. Estas fueron declaraciones de la Ministra ayer, en el contexto de un acto público; el desencadenante de una avalancha de críticas (y algunas nobles y escasas defensas respetuosas del espíritu cívico). Leyendo y oyendo opiniones de varias personas en relación a las declaraciones de la Ministra –o a sus años de gestión y otros aspectos que ni venían al caso–, me preguntaba qué moviliza y motiva esas indignaciones; qué sincera ocupación republicana, o qué sensación de fondo cargada de inseguridad, miedo, o hasta de mezquindad y fealdad (y rara vez usaría esta palabra, pero hay cuestiones que rayan en lo grotesco) en la forma de hacer política, de sentirse ciudadanos.
No quiero entrar en análisis para los que me siento sin autoridad. Pero leo y releo los dichos de la Ministra y me cuesta –como persona común y corriente– explicarme el revuelo, la rabia y la infantería de defensores de un solo gobierno anterior (y todos tienen cosas buenas y cosas pésimas): una presidencia por primera vez femenina que efectivamente, durante su tiempo e inmediatamente a continuación, no se reflejó en mayor presencia y participación política de las mujeres.
Es más, recuerdo desde Atlanta, haber leído columnas de mujeres adherentes al gobierno de la primera presidente mujer en Chile, comentando el fenómeno de que esto no garantizaba necesariamente otros cambios y progresos para el género (o su aceleración) y conminando a la Presidenta a ser más enfática en promover el avance de las mujeres de forma global, y en la esfera de representación política, en particular. A nadie le pareció aberrante ni inadecuado, y mucho menos bajo o artero, desleal con el género (y me repito, las mujeres, como todos los seres humanos, tenemos lados de luz y de opacidad, talentos e incompetencias, triunfos y yerros). Como ahora no debería parecerlo tampoco.
Las democracias se construyen sobre debates (que ojalá se enseñara en todas las escuelas), voces, distintas miradas, y podemos preguntar por qué alguien asevera algo, cuáles son los datos que lo/la respaldan, o rebatir y expresar nuestro desacuerdo y cuestionamientos, en distintos estilos quizás, unos más intelectuales o emocionales, con sentido de humor e ironía, pero claros en su no–violencia, y su irrenunciable respeto por el otro.
Me cuesta habitar una democracia donde el derecho básico a la voz, el relato, las opiniones y el debate, es malversado o trasgredido; donde se detiene la mirada de presente o de futuro al omitir que los seres humanos somos multidimensionales, maravillosos y falibles, capaces también de rectificar, cambiar, o no (y siempre existe la posibilidad de no vincularnos y poner límites). Si alguien hoy no despierta mi adhesión o confianza, no quiere decir que mañana no pueda hacerlo; y si piensa distinto, quizás no seremos cercanos, pero siempre podemos respetarnos. Si el otro ha actuado de forma imperdonable –desde mi ética y marco de referencia–, puedo protestar, resistir, o alejarme, pero no destruirlo. Emilia, hija, a ti te hablo, para que lo recuerdes por favor (y no: no es la carta original que tenía pensada, pero espero de todos modos sirva).
Necesito mi ciudadanía, es una parte viva de mí, desde niña. Y necesito vivirla –en cualquier lugar del mundo– sin exponerla a cegueras, rencores e inseguridades que se tornen en violencia (quien está tranquilo con lo que cree y con sus obras no se perturba).
Prefiero las ideas, las conversaciones e inspiraciones, los sueños de una nación mejor, de una identidad que se nutra del sentido de colectivo, “estamos en esto, nos guste o no, todos juntos”. (Ese mar de hombros, como cuando ocurren desastres naturales, donde colaboran unidas personas jóvenes y viejas, mujeres y hombres con diversas historias, creencias y colores políticos, todos compatriotas). Qué ganas de sentirme, también, contenida y nutrida en mis esfuerzos de mamá –durante la crianza y formación valórica– si mi niña pequeña, aunque no entienda mucho todavía, puede respirar y crecer en un paisaje donde el respeto jamás llegue a ser frágil, deslucido.
No soy política (ni milito, ni soy de derecha, y tampoco voté por el actual gobierno), y puede que no comprenda decenas de argumentos que personas expertas puedan presentar –con mayor o menor ecuanimidad– sobre desempeños de personeros gubernamentales, estrategias, logros o retrocesos. Yo conozco de otros haceres; otros lenguajes y métricas. Desde ahí me detengo a mirar. Desde ahí mi esperanza, tristeza o la indignación ética. Desde ahí el silencio de mi carta radiante que sí espero escribir, muy pronto.
Por ahora, Emilia, de regalo el verso de Graham que sirve, creo yo, de brújula para levantar tu propia nación interna, sus afectos y pasiones, tu identidad más allá de cualquier geografía, ciudadana chiquita del mundo: que donde quiera que estés, al final del día, el alimento sea amoroso y las palabras propongan y encarnen los más increíbles y hermosos propósitos. Y que el respeto –por ti, por los otros– te prodigue serenidad y alas (y te juro hija, que nada de esto te restará holgura ni fuerza… todo lo contrario). Tu mamá.
Fotografía del título: Bosque en Finlandia