El tiempo diferente (abuso sexual infantil y memoria)

Antes de los 18 años, serán abusadas una de cada 3 o 4 niñas, y uno de cada 6 niños (aunque nunca he confiado en esta cifra cuando los niños, es sabido, callan más). Según estadísticas internacionales, 85% de las víctimas no develará o lo hará mucho tiempo después. Otras estimaciones indican que por cada niño/a que llega a hablar, otros siete no lo harán posiblemente hasta bien entrada la adultez. Algunos, jamás.

No es llegar y encontrar las palabras para nombrar algo retorcido, perverso, que no se comprende en los niños más pequeños y colisiona desde una sexualidad adulta contra una sensorialidad naciente (los niños procesan como ternura, sin carga sexual como el adulto). Y aun contando con las palabras, o la comprensión o intuición del daño, igualmente podría el miedo ser más fuerte, los pactos forzados de secreto, o la consciencia de que será difícil lograr ser escuchados, y que el descrédito ronda, y está el afecto (o lo que quede de él después de tanta herida), la “lealtad” de niñ@s y adolescentes que paraliza a muchas víctimas que no conciben denunciar a un padre o un abuelo que las ha abusado años y a quien no desean el mal, ni la cárcel. Con el paso del tiempo, más difícil es.

Muchas víctimas, además, condicionarán su silencio ellas mismas porque demoran en reconocerse como tales y entender que no “propiciaron” nada, que no fueron “seleccionadas” por su “abusabilidad”.

Cuánta impotencia da cuando desde el propio frente de mi profesión encuentro libros advirtiendo sobre “perfiles” de niños (dóciles, carentes de afecto, con trastornos vinculares, etc.), sin mencionar la absoluta responsabilidad adulta en el cuidado (y en sus flancos expuestos), o la prevención de abusos como imperativo social, o el hecho reportado por los propios perpetradores en relación a la “oportunidad” o los factores situacionales que fueron determinantes, o por miembros de redes de pedofilia donde más que elegir por las características físicas o psicológicas, de lo que se trató fue de encontrar al niño más abandonado, más solitario, con menos red de apoyo y presencias adultas atentas.

No es tan distinto de la conducta predadora que se despliega en junglas o árticos u océanos: la cría que queda atrás (no herida ni enferma), aquella que la manada olvida o desatiende, es en una mayoría de ocasiones la que el predador ataca o devora. Da igual si era más o menos frágil, dócil, cariñosa, robusta, apegada, o lo que sea. Más sola, sí. Más vulnerable en su soledad, en la distracción de los otros.

Una sobreviviente a la que conocí, era abusada por un tío durante cumpleaños y festejos familiares. Todos socializando en una casa enorme, y ella siendo abusada (hubo tiempo hasta para realizar filmaciones del abuso) en un dormitorio al final de un pasillo, horas, durante las cuales a nadie se le ocurrió preguntar dónde estaba una niña tan chica (podría hasta haber caído en la piscina en tiempos donde no se usaban protecciones). Otra sobreviviente, con una madre alcohólica semi-inconsciente por las noches, vivía los abusos sistemáticos de su padre, y en ocasiones, de un amigo que los visitaba, en un dormitorio aledaño al de su hermano menor que por un agujerito de la pared -en una mediagua- observó esas vejaciones durante años sin comprender, y luego enmudeciendo solamente.

Siempre los niños en desventaja. No conozco la relación exacta pero me pregunto cuántas víctimas lograrán justicia versus cuántos responsables de abusos realmente serán procesados, sentenciados, o al menos desenmascarados. Cuando se trata de extraños, algo. En el territorio del incesto, ¿cuántos niños o niñas podrían comprender, acusar? ¿Quién, a cualquier edad, habría denunciado a un padre, un abuelo, de incesto y violación en los 1800, e inclusive  en el siglo veinte? Y aun ahora.

La impunidad es un obstáculo mayor. Chile no cuenta con imprescriptibilidad para estos delitos. Los diez años que se suman a la mayoría de edad, permiten el límite de 28. El abuso sexual infantil es un crimen con un carácter único: por su edad, las víctimas no serán conscientes de que se trata de un delito, sino hasta mucho después de su ocurrencia. Siendo niños o adolescentes, el abuso de poder del adulto manifestado en lo sexual, sobrepasa las capacidades de comprensión, defensa psíquica, y respuesta de la víctima. Mayor es el secuestro en el territorio del hogar, de entornos cercanos, de los afectos y vínculos (la mayoría de los abusadores son de la familia o muy cercanos al niño), todo lo que se pervierte. A las víctimas les llevará años procesar lo vivido, vencer el silencio de años, encontrar su voz (conozco a muchas mujeres que lo lograron después de sus 60) y cuando la encuentran, de adultas, o de adultos, los hombres, a much@s les preguntarán ¿y para qué, a estas alturas? No hay cómo responder a esta inhumanidad. Son experiencias traumáticas que requieren de un “tiempo diferente” para ser procesadas.

Investigaciones en EEUU desde los 80 han ayudado a explicar que las víctimas de abuso sexual infantil, cuando niños/as, viven una suerte  de “detención del reloj” a nivel de la memoria. Este reloj se reactivaría muchos años después, en diversidad de circunstancias -desde las más inocuas hasta las más cercanas y evocadoras de la experiencia original o del abusador-, al momento de completar (o recobrar, en algunos casos) la memoria del o los abusos ocurridos en la niñez. Completarla al darle una voz. Poder contar lo vivido, dar con las palabras que no existieron a los 4 años, los 8, en realidad casi a ninguna edad si de lo que había que ocuparse era de sobrevivir. La voz necesita otro espacio para poder salir, ser escuchada dentro, y luego ser compartida. Para poder sanar.

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El tiempo del abuso es diferente al que tiempo que conocemos. Durante la infancia, transcurre como el de un cachorro que juega todavía, ajeno a la herida que rae su pelaje, capaz de disociar carriles de realidad donde uno de ellos tendrá esa condición brumosa e inasible de las pesadillas al dormir, aunque estando despiertos. Con los años, el tictac puede tomar un ritmo confuso, agitado, hasta perforar las defensas y los ojos, hasta tener que ver, aceptar lo vivido, en ocasiones, a golpe de revelaciones casi nunca esperadas.

Una niña que había sido abusada de pequeña por un profesor y sacerdote se dio cuenta de lo vivido, recién a los 12 años. Todavía no le pondría nombre -“abuso”- pero entre clases de educación sexual en el colegio y una película que le mostraron unas compañeras, la angustia fue tal que recurrió a su madre, preguntándole “qué fue eso entonces”. Ella sí sabía (y también que debía denunciarlo junto a su niña).

Imagen o sensación, consciencia y cuerpo: la reconstitución de la memoria del ASI, para algunas personas, puede ser menos difícil, para otras, será fragmento a fragmento; o una sola marejada. A veces, una combinación de ambas formas a lo largo de los años. Luego de la reposesión de los recuerdos, vendrá el esfuerzo de dar nombre a lo innombrable, asimilar la propia historia, y lograr que aquello recordado pueda atestiguarse, cobre al fin existencia, desobedeciendo al fin la separación del propio transcurso.

Liberar la memoria. Maternal, me la imagino, quiero, necesito imaginarla: cuidando y limitando el acceso o comprensión de  recuerdos confusos, tristes, traumáticos hasta estar mejor preparados –física y/o emocionalmente- para recibirlos. Aunque nunca se esté preparado en realidad, para la vivencia de un flashback (la irrupción intempestiva de memorias, con sensaciones vívidas y experimentadas en tiempo real) o  la más modesta devolución de un detalle. Duele. Remueve todo. Luego, vuelta a reagrupar el alma, acunar el cuerpo. Doy fe

El dolor del abuso se vive en el psiquismo y en el cuerpo, y así también es su memoria. Doble. A dos bandas (como si una ya no fuera demasiado). Una dimensión es la memoria tal cual la conocemos, y la organización de sus recuerdos (una línea del tiempo, un espacio para ellos desde el cual puedan hilarse al resto de una biografía que es más que la sola historia de trasgresión sexual en la niñez). Otra dimensión es la memoria corporal: en el cuerpo hay un registro del abuso -del dolor, de confusión, o de miedo, repulsa- y sus recuerdos pueden emerger de una manera anárquica, incluso ante los más simples estímulos sensoriales. Un olor, una intensidad de luz, o el tacto; a veces una noticia, un lugar, una canción, un mueble que la memoria cognitiva ni tenía registrado, pero que el cuerpo sí pudo reconocer. La vida puede estar bien, ser vivible y amorosa, y el asalto de esa memoria podrá ocurrir de todos modos, de la forma más inesperada, o bien, sabiéndonos más vulnerables, o sólo más sensibles, algunos días.

Frente a una memoria de las características ya descritas (y recuerdos que no “prescriben” ni se pueden llegar y borrar o “archivar”), el trabajo no es menor. Toma tiempo  y no poco. Si el fracaso, del Estado, de la familia y la sociedad toda en proteger a niños y niñas del abuso termina enajenándolos de inocencias, infancias y potenciales de desarrollo que les pertenecían ¿cómo no permitir que, más adelante, al menos cuenten con tiempo y espacio para procesar su experiencia? El tiempo también es un territorio del cuidado.

Reconocer este derecho, muy humano, a demorar cuánto sea necesario, es lo que persiguen las iniciativas por la imprescriptibilidad del abuso sexual infantil, o a lo menos, por la extensión de sus plazos de prescripción.

Es necesario permitir ese tiempo, dar cuenta de su recorrido inexorable -neurológico, maduracional, emocional, personal, único- . Respetar los procesos de recuperación o significación de la memoria luego del ASI; poder dar con las palabras (cada uno las suyas, sin imposiciones ni sugerencias), sin prisa, sin presiones, para contar la historia sin caer doblados al escuchar su propia voz contando lo inenarrable, niños, hombres y mujeres. La voz tiene que poder sostenerse y no es de un día para otro. Necesita tiempo.

Entre tanto daño, una victimización más: negar el “tiempo diferente”, forzar otra forma de silencio en las víctimas.

Sueño con que Chile, en esta materia, pueda seguir los pasos de EEUU donde, en la práctica, no existe prescripción de estos delitos. Si bien existe un estatuto de limitación sobre el tiempo para denunciar, lo que termina imponiéndose es la jurisprudencia establecida por los tribunales sobre situaciones que  comprometen a la ciudadanía y afectan al bien común.

Así, luego de conocerse los estudios sobre “recuperación de la memoria” -y a pesar de que no faltaron quienes han tratado de desacreditarlos- el sistema de justicia norteamericano ha admitido denuncias de abusos sexuales infantiles así hayan pasado 20 años luego de la comisión del delito, y/o de la mayoría de edad. Actualmente, el estado de Pennsylvania intenta que sea posible denunciar hasta la edad de 50 años (para quienes estén interesados en el tema, pensando en CHile, aquí encuesta 2012 con la situación por c/estado).

Una mayoría de estados ya ha incorporado una ley sobre “recuperación de la memoria” que ha facilitado y masificado las denuncias. Ahora, que éstas devengan en juicios orales y sentencias para los responsables no es tan frecuente como uno supondría. Para muchas víctimas que develaron de adultas, su medida de justicia ni siquiera pasa por una sentencia, sino por la admisión de culpa del abusador, la compleción de un engranaje donde la verdad necesita ser una sola a dos voces: víctimas y victimario. Tristemente, es la forma en que una mayoría de familias y sociedades recién dan crédito a las víctimas.

Otro sentido de procesos judiciales con denunciantes adultos de los abusos vividos en su niñez, es lograr restitución al menos vía cobertura, completa o parcial, de los costos de la terapia que no suele ser breve (menos en casos de incesto) y que deberían ser asumidos por el responsable de los abusos. Puede parecer un pedido insuficiente (versus la prisión o lo que otras personas, que no han vivido incesto y ASI, podrían juzgar como “justo” desde su lugar, reprochando a muchas víctimas por no sumarse a la cólera, por no querer “vengarse” incluso, o por sentir compasión de sus victimarios ya viejos o enfermos y uno se pregunta ¿se darán cuenta quienes juzgan de cuánto más daño se inflige al tratar de imponer a las víctimas, cómo deben sufrir o comportarse?).

Cualesquiera sean los sentidos de la justicia para las víctimas que develan décadas después, necesitamos situarnos desde el respeto, y confirmar sus esfuerzos de intentar elegir cómo quieren conducir su proceso de enfrentamiento a la verdad y de restitución de equilibrios rotos. Esto tiene un inmenso valor en términos de ejercicio del autocuidado, el gobierno de la propia vida, y la reparación. Y para las sociedades también, para el cuidado de sus nuevas generaciones.

En el gobierno anterior, el senador Patricio Walker presentó un proyecto ley por la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra niños menores de edad (2010, contaba con apoyo del Ejecutivo, mediante el ministro Bulnes desde la cartera de justicia). Lo esperable era al menos conseguir una extensión ojalá semejante a la de países como EEUU. Recuerdo que acompañamos al Senador al Congreso, junto a los denunciantes del caso Karadima (Hamilton, Cruz, Murillo). No significó mucho. En marzo del 2014, el proyecto (boletín 6956-07) fue “archivado”.

Me pregunto qué tendríamos que hacer para lograr que se tramite de una vez. Qué haría falta, qué medios, cuántos virales, o tal vez la inmolación de alguna sobreviviente, proclives como somos a reaccionar en contextos de tragedia, y tragedia con mucho impacto mediático. ¿Qué dice el INDDHH, los organismos de mujeres, de infancia, de quién sea? El abuso sexual infantil ha sido considerado como una forma de tortura (un crimen de lesa humanidad) por Naciones Unidas.

Las repercusiones, el estrés post traumático, las lesiones físicas y morales, todo califica. Pero quizás debería ser siempre en medio de conflictos bélicos, terrorismo (incluido el de Estado), dictaduras, o deberíamos agregar al incesto y el abuso sexual infantil un componente ideológico y de discriminación –etnias, minorías sexuales, género, etc- para que tuviera mayor resonancia, para que importara más, mucho más. Pero son sólo niños (sí, lo digo con rabia, con apego fiero a esa defensa de los más, más, más vulnerables de todos). No son adultos.

Tengo claro que las urgencias siempre serán sobre los vivos más que en nombre de los muertos, sobre el presente más urgente que el pasado, y hay ahí una lealtad de especie, una inclinación orgánica, que puedo entender y compartir. Pero los sobrevivientes niños, niñas y adult@s de abusos sexuales en la infancia están aquí, y en tiempo presente lidian con las heridas muy reales (no sólo físicas: las heridas “morales”, emocionales, psicológicas, no por ser invisibles son menos dañinas y concretas en las vidas cotidianas) de lo que debieron resistir.

En un país donde no existe política de salud mental ni siquiera ante la emergencia del aumento anual de suicidios infantiles reportado por la OMS, difícilmente habrá voluntad de saldar la deuda ética con las víctimas de ASI, habilitando formas de acceder a tratamientos y terapia de calidad vía el sistema de salud público (y privado). La única persona, en mi avanzada edad, de quien conocí una disposición seria y bien fundamentada a contemplar –y materializar- la inclusión de la reparación en ASI para niños y adultos vía AUGE, fue a Andrés Velasco. El tema ni siquiera aparece con suficiente fuerza vindicativa en mi propio gremio profesional; entre quienes trabajamos en la esfera de abuso.

Quizás me pierdo. Quizás haber atestiguado que es posible la restitución con apoyo colectivo en otros países me confundió la esperanza así como la percepción del tiempo. Aquí lo siento empantanado. La relación de nuestra sociedad, de un mundo adulto que reacciona todavía con sospecha o reproche ante la palabra “derechos” cuando va en una frase junto a “los niños”, es no menos que decadente.

Existen términos como “racismo”, “homofobia”, “crímenes de odio” para aludir a discriminaciones y crueldades de unos seres humanos contra otros, diferentes, a quienes se considera inferiores. Debería existir un término análogo – “niñismo”, “infantofobia”- para nombrar el conjunto de actitudes a la base de la exclusión, desconsideración, opresión, vulneración, y negación de derechos humanos iguales a los niños. Como si fueran inferiores, hasta dispensables; hechos de hule, de fierro o de nada, vapor humano, menos valioso que muchos bienes y patrimonios que se defienden a brazo partido en nuestra sociedad. ¿Cuánto hemos evolucionado en doscientos años en el trato a la niñez?

Sumo años, una hija ya es una mujer grande, la menor recorre su primera década de vida, y la situación de los derechos infantiles cambió poco y nada en Chile. El tiempo suspendido, musgoso. ¿Qué deseos expresaría si pudiera, qué manifiesto a campo traviesa? Yo quiero que el abuso expire; eso quiero. Echar “agüita de cloro” (como recitaba Cecilia Casanova, QEPD) en todas estas ciénagas, toda esta brea, el peso de media tonelada en el corazón humano, como el de una orca, y no sé el de sus crías, peró sí que jamás llevarán en la memoria relojes detenidos como los que todavía deben cargar las nuestras.

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Agosto 2016: El pasado mes de julio el proyecto de ley para la imprescriptibilidad fue desarchivado y se solicitó urgencia al Ejecutivo para su tramitación. Como un aporte al proceso de debate y decisión, esta carta que les pido por favor leer, firmar si es posible, y difundir entre sus seres queridos y redes: “ABUSO SEXUAL IMPRESCRIPTIBLE EN CHILE: ES TIEMPO” http://abusosexualimprescriptible.cl/