El lugar del otro… (Pía Barros)
“Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa”, Gabriela Mistral
Mi maestra y mentora en las letras, la escritora chilena Pia Barros, acaba de lanzar su último libro llamado “El lugar del otro”. Hermoso y hondo; pequeño y gigante. Pero “El lugar del otro” no debió haber sido ahora el título de ningún libro (perdón Pía), sino esperar otro tiempo de gestación hasta darse a luz sobre otro que está siendo escrito, ahora mismo, aunque no en papel: el de la vida de esta Maestra que se ha apostado justamente al lugar de los otros.
No es sencillo precisar la cantidad de alumnos, como fui yo alguna vez, que hemos asistido a los talleres literarios de Pia Barros, movilizados por el amor a la palabra. Crecimos en nuestra escritura, pero sobretodo terminamos encontrando piezas faltantes o nuevas para el motorcito interno que alimenta otros amores, tan esenciales: por nosotros mismos, por otras personas o por la vida toda, sus milagros y cojeras, cada elemento e intersticio de ella, merecedor de aprecio o de perdón en el hábitat donde nos confirmamos vivos y resilientes gracias a la Maestra.
Yo crucé la puerta del departamento en Providencia donde Pía dictaba sus talleres a mediados de los 90, como una mujer, y salí otra, más íntegra y amparada. “Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa”, este verso perfecto de Gabriela Mistral y preferido de Pía Barros, resume la experiencia. En los ojos claros de Pía, mi historia y yo, así como las de muchas otras mujeres (y hombres también), nos volvimos hermosas. Digna y sagradamente hermosas.
A mí me enviaron a taller dos mejores amigas. Yo no estaba buscando, pero encontré. Encontré un lugar perfecto donde con la “excusa” de conocer y profundizar una cierta destreza escritural -que ellas decretaron era un “talento”-, pude también sanar mi alma. Ése era el propósito central y “secreto” de Andrea e Isabel: que en mi intercambio con la Maestra, yo recobrara la voz perdida (simbólica y también físicamente, luego de casi un año de afonía), que riera como antes.
Eran tiempos ásperos, primer ciclo de la terapia por incesto, y sentía que todo era un solo temblor interno donde a cada rato podían caer cosas al suelo, algunas rotas, otras no, y vuelta a limpiar y ordenarme, decenas de veces, en un ejercicio extenuante que a veces parecía jamás tendría fin. En esas condiciones comencé mi taller. Una iniciativa apoyada, asimismo, por mi terapeuta. Mario, como Pía, cree a ciegas en el poder reparador de la palabra y sabía que para mí, como para muchos, el valor terapéutico del ejercicio narrativo, con disciplina y constancia, sería imbatible. Quizás porque en la médula del abuso sexual, hay una expropiación justamente de la historia propia; es otro quien la decide y, en esa medida, la escribe por uno. Y la escribe mal. Rescatar ese relato -luego de aceptar que existe, que es parte de los tomos de la biografía y no se puede borrar- y reescribirlo con palabras propias y preferidas, con sentidos elegidos por una, es acaso el máximo triunfo sobre el daño y el destino, la expresión suprema de soberanía y de propiedad sobre una vida. En esta victoria personal (que todavía me tomaría años), regreso de tanta muerte, Pía fue clave.
En tiempos de taller, fue lindísimo observar cómo el tiempo puede cambiar según nuestras elecciones. Para mí, los calendarios comenzaban en Martes y uno tras otro éstos se volvían efeméride: de un silencio vencido, de un derecho recuperado, de la expresión de una preferencia para mi vida, y a veces de una carcajada magnífica e inevitable –y qué sorpresa, cada vez, volver a oír mi risa- gracias a las críticas, reflexiones y anécdotas de Pía durante la clase. Y también, gracias a la retroalimentación de mis compañeros de taller quienes, sin saber nada de lo que yo traía dentro, se animaron un buen día a decirme que les gustaba lo que yo escribía, pero que debía de una buena vez salir fuera, como los niños a jugar, dejando atrás la tristeza. No con poca dificultad, traté de seguir el sabio consejo. Poco tiempo después, el juego llevó al sueño y el sueño, a nuevos planes para mi vida. Un año más tarde, estaba yéndome de Chile.
Pasaría tiempo antes de mi primer libro y, mientras lo escribía en EEUU, más de alguna vez escuché, pero de verdad ESCUCHÉ a la Pía como un pequeño espíritu arrancado de quizás dónde (o bien era yo que deliraba), colándose en mi oficina o saliendo de esquinas de mi escritorio, para darme instrucciones y corregirme también. La obra terminada, la he sentido como un cachorro recién nacido en brazos de su abuela leona, contenedora y muy orgullosa. Una abuela viajera además, que generosamente ha llevado a ese cachorro a lugares del mundo a los que nunca habría llegado de no ser por ella.
Hay escritores así, como maestros orientales casi, jugados por la trascendencia más allá de sí mismos; capaces no sólo de compartir el spotlight, sino de deslizarse suavemente hacia las bambalinas para permitir que otros, que apenas comienzan o son más pequeños, ensayen sus pasos más firmes y conozcan la experiencia de sentirse más grandes, parados bajo esa luz -imposible de describir- que señala o reconoce que hemos hecho algo especial, un aporte a la belleza, a lo humano; un esfuerzo que puede ser apreciado y útil para otros (dejando de ser nuestro en ese justo momento).
Mientras escribo, recuerdo a otras cachorras adoradas en brazos de mi Maestra. Mis dos hijas. Diamela me fue a buscar a la salida de taller, tenía 5 ó 6 añitos, y quedó embelesada con esta mujer de pelo largo “como Rapuncel, mamá”, tan rubia y poderosa, cálida y risueña como también era mi hija (entre ángeles traviesos se reconocen). Casi veinte años después, mi Emilia de apenas meses de vida, figuraba en brazos de Pía en una prestigiosa universidad de Atlanta, donde con coche, bolso de pañales y todo, asistíamos a un congreso en el que Barros era protagónica y no por ello perdía prioridad lo más simple y cotidiano: antes estuvo Emilia, contener su llanto y hacerla reír. Después vino el intercambio post conferencia con académicas y figuras ilustres del mundo de las letras. Ese gesto de cuidado y nobleza materna, femenina, no sé bien cómo definirla, es una marca distintiva de la Maestra, una bendición que no falla.
Cuando en estos tiempos, he podido visitar a Pía en su hogar en Chile –abierto a seres de todo el planeta, un continuo circular de humanos de todas las edades, necesitados de un tacto amoroso y vital, tal como en la película “Antonia’s line” o “ Las vidas de Antonia”- me doy cuenta de que mi balance sobre el efecto de su presencia en mi vida, es más justo y maduro.
Me sé honrada, quizás por cuáles diosas y dioses, por poder compartir con ella una mañana de niebla o sol, bajezas y grandezas, gracias y logros de nuestras hijas, alquimias ganadas, un sueño testarudo en la ética de cuidado por mujeres, niños, los más indefensos u olvidados, un cuento o poema o un amor inolvidable, mayonesa hecha en casa y guiso de espinacas.
A mis veinte o mis cuarenta años, hay cosas que no cambian, y por suerte que es así. Nada queda intacto cuando uno cruza camino con Pía Barros. En cualquier siglo, ella trae su bosque para que sea lugar compartido con los otros: espacio mágico de quienes creen en buenos conjuros y sueños siempre posibles; refugio de amor para los heridos; matriz, placenta y encajes de todos colores para las ellas y ellos que veneran lo femenino; verde infinito sobre infinito, para aquellos valientes dispuestos a la plétora y también a la muerte, que no es fuera de la vida, ni de su abundancia. Eso dice la Maestra (porque lo ha vivido). Y es verdad.
Fotografía del título: Seahorses at the Montery Bay Aquarium