Cuidar la adolescencia

Este comercial (de una suerte de Homecenter o Easy alemán) es una buena proposición para pensar acerca de la adolescencia y sus desafíos. Y los nuestros, como adultos y adultas que cuidan y acompañan a la nueva generación.

En esta etapa, la identidad es un tema mayor, y no bastando con ello, los descubrimientos, ensayos y/o elecciones que se van realizando en torno a su construcción -junto a la definición de sus éticas preferidas y el desarrollo del consentimiento- ocurren en medio de la enorme demanda biológica, psicológica y emocional que aún experimenta el cuerpo: un cuerpo que continúa en desarrollo -lo que ya es bastante- y que además está viviendo transiciones determinantes a la adultez.

Entre cambios hormonales y de la neuroquímica del cerebro, cómo no comprender -cómo no recordar- la trayectoria variable, anímica y energéticamente hablando, que observamos en los adolescentes; sus desvelos (el funcionamiento nocturno), tiempos distintos (dormir en las mañanas); sus adhesiones rotundas, y angustias también, en la relación consigo, sus pares, el mundo. Sólo por mencionar algunos ejemplos.

Los niños pequeños dependen completamente de sus cuidadores para su supervivencia, y cualquier señal de distancia, reproche, o violencia que reciban de personas significativas como papás, mamás, o educadores, el cerebro la recibe y el cuerpo la vive, como amenaza y peligro para la continuidad de su vida (con total independencia de su contenido o correlación con la realidad). Son “huellas” de miles y miles de años que, a pesar de los cambios radicales en formas de vivir de los humanos, continúan operando como si los cachorros corrieran el riesgo real de ser “dejados atrás” o abandonados en la intemperie, y a su suerte, por el resto de la manada.

Los adolescentes, a su vez, con mayores repertorios y habilidades para el autocuidado (sin depender completamente de los adultos para alimentarse, cobijarse, movilizarse, etc) permanecen en relaciones de interdependencia que tienen un valor evolutivo y de supervivencia, ahora con sus pares. Miles de años atrás, y con esperanzas de vida mucho menores, los adolescentes tenían la responsabilidad evolutiva de preservar la especie, y de llevarla a nuevos territorios y logros. Ser aislado, excluido o abandonado por su grupo de congéneres, era una amenaza a la supervivencia comparable a la que experimentan los cachorros en relación a los adultos. Así de intensa.

No es trivial para un adolescente ser sojuzgado o excluido por su grupo de pares. No pensemos en situaciones extremas como el bullying, sino en situaciones mucho más cotidianas que para los adultos podrían parecer hasta nimias, como no ser invitados a participar de una salida al cine o el quedar fuera de un grupo deportivo, o un grupo de amigas. Para el cerebro adolescente esto se procesa como un “peligro” evolutivo; un abandono que podría amenazar la continuidad de sus vidas (aunque ya no vivan en el siglo uno de la humanidad) y de progresos imprescindibles para la especie.

Por su forma de funcionamiento cerebral, durante un período (el de la pubertad y adolescencia), la generación más joven no dejará de percibir y reconocer peligros, pero se inclinará hacia la exploración, por la recompensa potencial que conlleva, incluso a costa de exponerse a algún riesgo. ¿Por que?Porque desde tiempos inmemoriales son ellos quienes, evolutivamente, empujan a la especie completa en dirección de nuevas fronteras.

Cuánto hay que agradecer a la creatividad, originalidad, o la solidaridad e imaginación de convivencias distintas que nos han contagiado los adolescentes. Cuánto hemos aprendido de su agudeza y humor, y hemos debido comprender de sus desolaciones y duelos, también. Cómo nos han conminado a ser más activos en transformaciones de aquello que nos daña, nos separa, limita nuestras vidas (la discriminación de género, los acosos y violencias sexuales, las agresiones a la naturaleza). Responder desde la ética del cuidado, la ternura, del perdón, de la esperanza, es algo que podemos hacer mientras transitan este tiempo.

María Montessori dijo que todo el desarrollo era una sucesión de renacimientos. La adolescencia es un período de despedidas de la infancia (se vive ese duelo, sabiéndolo o no), de expectación y asombros ante lo que viene, de temor y fragilidades también. Entre tanto paisaje y galaxia revuelta, en un cuerpo que despierta cada día a los vaivenes de su neuroquímica de oruga y preparativo de alas, hay un cerebro maravilloso buscando su camino y también, señalando el de todos. Aunque algunos seres humanos conservan esa energía juvenil a lo largo de los años, una gran mayoría de los adultos -con un cerebro que ha completado su desarrollo, y alcanzado madurez LUEGO DE 25 AÑOS- tenderá a priorizar la autopreservación y la evitación de riesgos, por sobre las recompensas de aventurarse en descubrimientos e imaginaciones individuales y colectivas.

Un marco explicativo fascinante y muy actualizado lo ofrecen los estudios del cerebro adolescente de la norteamericana Beatriz Luna (leer “Teenage Brains“, artículo de National Geographic del 2011, y este reciente artículo del 2015, ambos en inglés). Luego de leerla, en verdad se amplifica la empatía y sensibilidad, y también el aprecio y gratitud, por cada nueva generación en su adolescencia. Y podemos, asimismo, examinar nuestro rol adulto en el cuidado y la guía que todavía estamos prodigando durante esta etapa final de la infancia, compleja y fascinante a la vez.

 

Desde la ética del cuidado, algunas proposiciones fundamentales -además de la incondicionalidad del acompañamiento y protección de los adolescentes- dicen relación con que seamos adultos accesibles, presentes, dispuestos a concurrir en amor, en ayuda, y en auxilio también. Ser capaces de compartir experiencias con los más jóvenes cuando ellos manifiestan interés por escuchar (y lo hacen, tanto es así, que los padres y madres, y luego los docentes, continúan apareciendo como fuentes preferidas de información y consejo para los niños y adolescentes, más que los pares o internet), y sobre todo, disponernos a escucharlos y habilitar sus voces, sin sojuzgar ni forzar -directa o indirectamente- a disociaciones entre lo que en realidad piensan y sienten, versus lo que ellos creen que “deberían” decir que piensan y sienten, protegiéndose de cuestionamientos nuestros o de la sociedad que muchas veces los hostiliza, y estigmatiza (y hasta criminaliza), los deja más solos.

(Confieso que he dejado de leer a un reputado columnista, rector de universidad y supuestamente educador, luego de sus reiteradas descalificaciones a las nuevas generaciones, sin contemplar cuántas de sus afirmaciones -siendo una figura intelectual admirada por muchos- afectaban actitudes y respuestas sociales de cuidado y aliento a las y los jóvenes, inclinándolas hacia el desdén y el abandono. Si de una autoridad académica, de un educador, o de todos los docentes, no es posible esperar pasión por la educación, y por las y los humanos aprendices, ¿de quién entonces?)

Este video apela y representa de muy buena forma, algunos de los desafíos que entraña el ser adolescente y el ser, además, diferente. Recordándonos, hermosa y categóricamente, el valor de la presencia incondicional del mundo adulto en una etapa de vindicaciones intensas, de autoconocimiento, de revelaciones del propio cuerpo acercándose a la vivencia de la sexualidad y del amor, de esfuerzos por ir ganando autonomía (con rebeliones, rupturas, mudas de piel), equilibrandos responsabilidades y autocuidados, vulnerabilidades y maravillas, todo lo que es parte de esta etapa y necesita, como siempre, acaso más todavía, de contenciones, vínculos, pilares de resiliencia, y mucho amor para allanar caminos que recorrer, no por encima ni en contra de ellos, sino junto a.