Convivencia: paso a paso
De menos a más, y no al revés: los afectos, las confianzas, los vínculos, las cotidianeidades amorosas, se construyen paso a paso. A veces en tramos milimétricos, como si sumando rocíos en un pequeño balde.
El corazón y el cuerpo crecen a ritmos lentos en nosotros, los humanos. Alcanzar nuestra estatura final toma alrededor de dos décadas; las bases de muchos aprendizajes nos las entregan en doce años de colegio; aprender solamente a caminar, a diferencia de otros cachorros animales que nacen y se ponen de pie, puede llevarnos cerca de un año completo.
La tierra y la naturaleza saben bien de estaciones y esperas, pero en los vértigos y apuros que se han tomado nuestras vidas (desde hace mucho ya) pareciera casi delictivo declarar paciencias, delicadezas, o decir que nadie, ni pequeño ni grande, tiene obligación de volcarse en vínculos con los otros –otros mayores u otros de la misma edad- de forma instantánea y acrítica. Todo tiene su ritmo, sus etapas y, en los humanos, su albedrío además.
No me parece objetable decir que los niños tienen derecho a definir su espacio de intimidad y privacidad corporal y emocional; que pueden decir no a los adultos (incluidos sus padres); que son libres de ir aprendiendo a quién y cómo expresan su simpatía o cariño (y a quiénes no); que no están obligados a adorar y obedecer ciegamente a educadores, parientes, guías espirituales, y que bien basta -para comenzar su recorrido- con ser cordiales, respetar a sus prójimos y asimismo esperar respeto de vuelta. Las expresiones de cariño irán emergiendo y temperándose etapa tras etapa; las confianzas con el prójimo, también.
La noción de distancias y de construcción pausada de vínculos en lo físico y lo emocional se entreteje con la ética del cuidado y la consideración por el otro. No es una aberración, señal de paranoia o de frigidez emocional como algunos han querido plantear, advirtiendo sobre el “peligro” de llegar a parecernos a los “fríos norteamericanos” en materia de relaciones entre niños y adultos.
En EEUU, se dan efectivamente otros códigos de relación entre pequeños y grandes: quizás exagerados y extremos para algunos (por el cero contacto que se recomienda, especialmente a nivel de colegios), o no lo suficiente para otros (si se considera que pese a las precauciones y aunque haya disminuido, todavía existe el ASI). Yo al menos aprecio la voluntad de cuidado y prudencia que se expresa y puedo dar fe de sus beneficios, por sobre efectos potencialmente negativos.
Mi hija mayor antaño y hoy la menor, no han sufrido traumas en el país del norte, porque sus profesores, orientadores, mentores académicos y/o espirituales hayan sido y sean respetuosos de los límites físicos y emocionales de interacción con niños y adolescentes. Tampoco esto “empobreció” la relación de mi hija mayor, especialmente, con adultos valiosos y admirables.
Para Diamela, año tras año, algún profesor o profesora fue particularmente significativo. Y para algunos hubo espacios de mayor confianza y cálida cercanía, porque ella así lo eligió y porque tuvo tiempo para macerar esas afinidades de su alma.
Con la más pequeñita, jamás una educadora o cuidadora ha forzado abrazos ni besos involuntarios. Y tampoco le han hecho preguntas con dobleces como ¿es que no quieres a la tía?, ¿y si me pongo triste porque no me das un besito? A mí tampoco me han dicho “qué arisca o poco sociable es su hija”, ni se le ha ocurrido a ningún adulto llegar y besar a mi niña sin su consentimiento, o tomarla en brazos sin el mío. No me parece horrífico ni castrador. Solo me parece respetuoso y lo agradezco.
Cada país, comunidad y familia define sus coordenadas de interacción y convivencia. Sin embargo, en Chile, últimamente, me elude la sensación de contar con una brújula que, a todo evento, se oriente hacia el interés superior de los niños.
Aunque valoro inmensamente el que estemos conversando y tomando consciencia sobre temas históricamente silenciados u omitidos, como el abuso infantil, entristece darse cuenta de que hay aspectos de la convivencia entre adultos y niños que lejos de tomarse como una oportunidad para examinarnos, crecer y construir algo mejor, se toman casi como una provocación o una blasfemia.
No solo hemos debido observar con desgarro interno inconfesable (y qué suerte que no soy niña) cómo se cuestionan los testimonios de ASI de pequeñ@s que apenas comienzan su escolaridad, cómo se los desacredita o se cuestiona con sospecha e inmisericordia, la actitud de cuidado que muchos padres y madres han tenido al escuchar a sus hij@s (con el peso, más encima, de contemplar que alguien les haya faltado el respeto, o les haya infligido daño).
Asimismo hemos debido observar una serie de objeciones, y a veces hasta agresiones, cuando se habla sobre el sentido benéfico que tienen las distancias físicas y emocionales en los niños. Estas, a mi parecer, tampoco son traumáticas o victimizantes como algunos han querido señalar. Una vez más, solo me resuenan como respetuosas y coherentes con ritmos de desarrollo humano infantil que merecen su tiempo. No sé en qué planeta podría ser “dañino” el cuidar etapas y límites que protegen y expresan respeto por los niños y su crecimiento, su soberanía (y que adicionalmente, pueden ser una herramienta útil al momento de hablar de prevención de ASI).
¿Por qué tanta dificultad, reparos y a veces hasta rabia en la reflexión sobre formas de convivir o de relacionarse con los niños que incorporen la mirada a sus ritmos, a sus preferencias? No paro de preguntármelo y tiendo a pensar que quizás tanto tumulto tiene que ver con contradicciones o preguntas que a los adultos tampoco nos resulta fácil plantearnos en nuestros mundos cotidianos.
A mí me resulta a veces extraño, en nuestro país, que personas que apenas uno conoce –por más afinidades que se compartan- se declaren amigas en apenas días o semanas, o se comuniquen con nosotros en lenguajes y códigos que no son solo afectuosos o amables –y eso es bello siempre- sino que reflejan un grado de confianza e intimidad que aunque fuese posible alcanzar en el futuro, todavía no se ha desarrollado. ¿Por qué tanta prisa y ese punto ciego donde el otro deja de ser visto y sentido en sus cadencias particulares? No puedo evitar desconfiar un poco, o replegarme, de quien no es capaz de permitirnos ir a paso lento si así lo necesitamos. Y pocas veces tiendo a lamentar la pérdida o alejamiento de personas así. Más bien me serena.
Aunque hay “chispazos” y encuentros con almas gemelas que nos despiertan la intuición muy pronto sobre un lindo futuro posible, siento que la amistad es más bien un proceso reposado, de revelaciones y puentes tendidos sin saltarse pasos. Así la confianza también. No porque se trate de alguien de mi misma nacionalidad, oficio, biografía, o éticas, uno va a acelerar estaciones. Se puede respetar y admirar a muchas personas y eso ya es un suelo portentoso para relaciones de colaboración. Pero los afectos y encariñamientos son otra cosa. La amistad escribe su historia sobre cielos de confidencias, tortas de cumpleaños, lealtades en la alegría por el otro, respetos incondicionales, desvelos, gestos de cuidado, muchas solidaridades que se prodigan incluso antes de ser necesarias o convocadas. Y tiempo. Todo esto requiere de tiempo.
Por supuesto, en la amistad también se dibuja el espacio de acercamiento o intercambio físico de cada uno, según preferencias muy personales. Por ejemplo, hay quienes no compartirían habitación con un amigo del sexo opuesto en un viaje. O que jamás se desvestirían en público, y menos delante de alguien que no fuera su pareja o su médico. Conozco exes –mujeres y hombres- que insisten en acariciar a o en dejarse tocar por compañeros del pasado, con una complicidad comparable a la de tiempos ya cerrados (se supone), y con total irrespeto y desconsideración por sus actuales parejas. Me cuesta entender estos intercambios. Quizás porque hay gestos de cuidado y respeto -que no siempre fueron precisos, pero que gracias a la terapia aprendí a dibujar con mano firme- conmigo, con mi marido, mis amistades, mi mundo adulto, y asimismo con infinito respeto a los niños (incluidas mis hijas) y los límites en la relación con ellos. Límites que me son entrañables e irrenunciables. No necesito someterlos a revisión.
¿Rígida? Es posible. O precisa con mis límites y nada más (y aun así, una puede equivocarse, haber ofendido o herido a alguien, y cometer muchas torpezas). Por encima de todo, agradecida de esos espacios donde los cuerpos se encuentran marcando coloraciones y rítmicas amorosas que son distintivas: algunas más libres, otras más recatadas, a veces incinerarias o enternecidas, siempre templadas de acuerdo a cada persona, momento y ocasión (y siempre será distinto un abrazo de cumpleaños que uno de condolencias)
Ya sé, con mis casi 45 años, que mi tacto, mis manos, mi regazo, tienen su forma preferida de desplegarse sobre mi marido, o con mis hijas, o con mis amigas del alma, o con mis tías ancianas, o mis sobrinos, o mis alumnos, o con colegas de trabajo solamente, y por supuesto con personas apenas conocidas. No es igual. Y creo que tampoco da igual poner o no atención sobre estas distinciones: las estamos enseñando a nuestros niños, cada día; dejándoles saber que ellos y ellas también podrán dibujar las propias, a su ritmo. Es un hermoso regalo. No puedo concebirlo de otro modo.
Fotografía del título: Dew like gems