La voz tiende el puente entre nuestro interior y el mundo que habitamos; nos confirma existentes, autores de nuestra propia historia. Sin ese puente, quedamos aislados; ateridos ante experiencias como el abuso sexual infantil. Como si tuviéramos por delante un enorme precipicio que quisiéramos, pero resulta imposible de cruzar en tanto no se cuente con voz, con un cuerpo capaz de escucharse a sí mismo contar lo vivido, con prójimos dispuestos a dar crédito y responder a ese relato.
Del otro lado de ese abismo, después del relato, de la resignificación de lo vivido, se vislumbra la posibilidad de una vida preferida, de una autoría al fin propia sobre el propio devenir. Pero sólo después de esa primera vez; ese salto desde lo indecible (sin importar la duración del silencio, siempre demasiado largo).
Para un niño, una niña -o para los adultos que una vez lo fueron- comprenderse en tanto víctimas de un crimen atroz, a manos de alguien querido o cercano –el “victimario” que únicamente, como cualquier adulto, debió ser “cuidador”-, y poder elaborar el daño y trasgresión que exceden por lejos las vejaciones sexuales (la herida es masiva, no exonera esfera vital alguna), es un proceso descomunal y como tal, requiere de una variedad de pilares: recursos personales, hitos del desarrollo, capacidades cognitivas, resiliencias, madurez biopsicosocial, una distancia protectora en relación al abusador, un entorno a salvo con alguien digno de confianza que ayude a verbalizar el trauma, o que sea al menos alguien capaz de sólo escuchar incondicionalmente la historia. Esa historia que fue arrebatada -en el mandato de secreto, en la profecía de “nadie va a creerte”, o en la indiferencia y desprotección de los alrededores- junto a todo lo demás que el abuso sexual roba de vida.
La evidencia existente en relación al ASI –aunque se desoiga o se la ignore deliberadamente- ha establecido que por cada víctima que devela durante su infancia (o cuyo abuso es detectado e interrumpido por la intercesión de un tercero, aun sin haber contado con su relato), otras seis a siete no hablarán de lo vivido sino hasta mucho después, entrada la adultez. Quizás, cerca de la ancianidad, o la muerte. Quizás nunca.
Que cada vez sean más los niños, niñas, adolescentes que puedan pedir ayuda y contar su historia, depende de diversas condiciones y presencias (que asimismo serán de ayuda para sobrevivientes adultos que constatando entornos más propicios, quizás puedan abrir su relato por fin): familias incondicionales, figuras de apego seguro, o bien docentes bien dispuestos y prístinos en su rol de cuidadores (indivisible del rol de educadores), y servicios de salud donde existe el espacio para que los niños sean escuchados –y no sean sólo los adultos acompañantes quienes respondan por ellos-, y donde se realicen las preguntas que permitan relatos sobre toda posible adversidad de la niñez.
También son importantes las actitudes de los medios –y las palabras y forma en que tratan temáticas de vulneración de la niñez-, el comportamiento y sensibilidad de la autoridad y líderes políticos, los diálogos cotidianos y los que abren las artes (libros, películas, etc) en torno al abuso de poder y la vulneración de la niñez, y de cada uno, cómo se expresa nuestra atención y buen trato hacia los niños en nuestro barrio, en los medios de transporte, las plazas, las salas de espera de hospitales, oficinas públicas, etc. Todo puede convertirse en signo de cuidado y de disposición a acoger, o bien, de intemperie y soledad en cuyos confines (o confinamiento) se perpetúa el silencio. En la dependencia vital, y en la inexorable asimetría de poder y desventaja de los niños en relación al mundo adulto (aun en la familia más amorosa, la escuela más respetuosa, la sociedad más protectora de la dignidad de sus ciudadanos menores de edad), necesitamos explicitar una y otra vez que estamos disponibles, despiertos, presentes en la trayectoria, con actos y palabras, con escucha incondicional, cuidando.
Hemos compartido información sobre las dificultades de los niños y niñas víctimas para poder develar (ver “Denuncia y actos de cuidado“) y de esta forma, poder propiciar entre todos, una mayor empatía y entendimiento de la experiencia infantil del abuso en la restricción de la voz. Pero si contra todo obstáculo e indiferencia, con miedo y confusión, sin contar siquiera con todas las palabras necesarias, un niño o niña logra expresar de alguna forma el abuso que están viviendo, es importante que nosotros podamos responder de la mejor manera posible a ese testimonio: escuchando, dando crédito, comprometiéndonos a hacer lo que esté a nuestro alcance (sin imprecisiones ni exageraciones ni promesas que no podamos cumplir) para proteger a ese niño o niña.
Hace dos semanas, nos conmovió profundamente la historia de dos niñas de 10 años quienes, luego de varios intentos, filmaron el abuso del padre de una de ellas como na forma de denunciarlo y evitar que no les creyeran. El fiscal a cargo del caso en Uruguay, dijo “deberíamos avergonzarnos todos” y en ese “todos”, no habita sólo la sociedad de un país, sino todos los adultos, de distintas latitudes, que todavía no reflejan una disposición de apertura y acogida incondicionales a las vivencias de los niños; y muy específicamente, a sus sufrimientos en el abuso sexual. ¿No dejaremos más alternativa a los niños que la de defenderse solos, exponiéndose a más peligros y heridas con tal de probar ellos mismos la violencia a la que son sometidos? Podemos hacerlo de otra forma.
Es difícil resumir en unos pocos párrafos, la complejidad y detalle de procesos tan delicados como la develación del abuso sexual. Hoy es más accesible la información y muchos de nosotros nos estamos actualizando constantemente en temáticas relativas al cuidado y la evitación de daños evitables –como el ASI- a nuestros hijos. Sin embargo, sabemos que es una tarea mucho más inclusiva, de resorte colectivo, y necesitamos a muchas personas en el círculo de cuidado. Para expandirlo, y para contar con muchas más presencias cuidadoras –considerando incluso al Estado, en nuestras interpelaciones y activismos también- es importante compartir todos los conocimientos y herramientas posibles, ojalá de manera expedita, con nuestras familias, compañeros de trabajo, diversas redes y comunidades de las cuales formamos parte y a las que querríamos sentir en sintonía, muy cerca nuestro, en el cometido de cuidar y prevenir abusos.
Un rol protagónico, además de las figuras de cuidado más cercanas a quienes los niños puedan recurrir –mamás, abuelas, papás, hermanos mayores, etc.-, es el que tienen los/las docentes y en diversos ciclos educativos. Esto, tanto en la detección (sobre todo con los más pequeños) como en la recepción de relatos, de manera creciente, a partir de la pubertad (11, 12 años) y de forma coincidente, muchas veces, con el aumento de conocimientos y acceso a información sobre sexualidad humana y/o la oportunidad de dialogar al respecto de éste y otros temas afines –en clases de biología, educación sexual, o en actividades de orientación y consejo de curso, entre otras. Las carreras de pedagogía han demorado en incorporar este tema, no existe capacitación obligatoria al respecto en un enorme número de escuelas, y la política pública va muy demorada en materia de prevención e intervención ASI, quedando todavía a criterio de cada establecimiento –o sujeto a las posibilidades e iniciativa personal de cada docente- el cómo se verifica la respuesta ante el abuso sexual infantil, más allá de contar con protocolos de denuncia mandatarios por ley.
La mayor esperanza está, no obstante, en la motivación que he percibido en diversas comunidades educativas -profesores y familias- y también centros de alumnos y estudiantes de pedagogía –de manera independiente y muchas veces solitaria, en relación a sus casas de estudio-, y en cuerpos docentes de jardines infantiles y colegios (en distintas regiones) quienes por su cuenta organizan actividades formativas o de perfeccionamiento, tanto para su gremio como para familias y comunidades a quienes puedan comprometer en el cuidado de sus alumnos, quienes hoy por hoy, pasan mucho más tiempo en sus escuelas que en sus propios hogares (por las jornadas escolares extendidas), con la cercanía que ello implica en el vínculo con sus maestros.
Quedan aquí para descarga, tres recursos que espero sean de utilidad: dos de ellos informativos, en lo general, sobre el proceso de develación y la respuesta siempre necesaria –ESCUCHAR, CREER, PROTEGER- para ayudar a ese proceso y lo que siga, y adicionalmente, un listado más específico de claves para la recepción del relato de abuso (que cada uno podrá adecuar a la situación y contexto, y sobre todo, de forma sensible en relación a la edad, estado físico y emocional, capacidad de comprensión, vivencia, etc de cada niño al momento de contar su historia). Muchas gracias, como siempre, por estar juntos en esto.
(Parte de la presentación realizada en el Congreso de Chile, ante la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados, responsable de aprobar la idea de legislar por la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra menores de edad).
Antecedentes
En el mundo, se ha estimado que son más de 40 millones de sobrevivientes adultos de ASI (datos de la CDC, EEUU). Sólo en el año 2014, 120 millones de niñas fueron víctimas (Unicef, “In plain sight”, informe de violencia infantil)[1]. La prevalencia, a nivel mundial, es del orden del 20%[2].
En Chile, anualmente, las denuncias son cercanas a las 20 mil; cada día, 50 a 60 niñas/os y adolescentes vivirán abusos. Un niño o niña cada 33 minutos. Del total nacional de víctimas de delitos sexuales, más del 70% son menores de edad. Por cada víctima que devela, otras seis no lo harán[3]. Los números no son números: son cuerpos, vidas, seres humanos niños y niñas que viven experiencias definidas como “inenarrables”[4].
¿Cómo podría un niño o niña dar nombre o hacer frente a la experiencia de incesto que en el hogar que debía refugiar, puede darse en cualquier momento, día, semana, años completos? ¿Cómo reconocer que cuidadores, mentores, y que espacios como escuelas, pastorales, residencias de “protección del Estado”, pueden ser lugares peligrosos? ¿Cómo decodificar el abuso sexual adulto, cuando lo “sexual” no existe ni como palabra todavía en el lenguaje de los niños pequeños?
Junto a las definiciones que la ley establece para los delitos sexuales, necesitamos ser enfáticos en que éstos son una gravísima violación de los derechos de los niños que el Estado chileno se comprometió a respetar en acciones, no sólo en palabras (al suscribir a la CDN, en 1990).
La violencia sexual y los delitos sexuales contra la niñez han sido reconocidos como formas de tortura (que es un crimen de lesa humanidad, imprescriptible). En informe reciente del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes para la Asamblea General de Naciones Unidas (enero de 2016), se insiste en la responsabilidad del Estado sea que éste desempeñe o no un rol directo en la perpetración de la violencia sexual contra diversos grupos, como por ejemplo, la niñez.
El Estado tiene obligación de prevenir, educar, reconocer patrones de violencia, procurar justicia y asistir a las víctimas de dichos delitos. La “pasividad” o “no diligencia” del Estado podrá considerarse como indicadora, inclusive, de “endoso y justificación” de la violencia sexual.
No se ha cumplido con el compromiso adquirido (y malamente un proyecto de ley por garantías integrales para la infancia tendrá valor, si el Estado de Chile no es coherente con acuerdos ya suscritos y que tienen valor de ley) y el estado chileno desoye e inclumple recomendaciones como la que realizó el año 2015, el Comité de DErechos del Niño de Naciones Unidas, en relación a la necesidad de legislar para que REALMENTE se penalicen los abusos sexuales contra niños, niñas y adolescentes, y que éstos NO PRESCRIBAN:
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Abuso sexual infantil, su dinámica y sus tiempos
El abuso siempre involucra a un abusador, y adultos no-ofensores (personas o comunidades completas) quienes mediante su silencio, omisión, complicidad o la desidia en informarse y/o actuar en favor de proteger a la niñez, son corresponsables igualmente de la ocurrencia de delitos sexuales en su contra.
El poder para proteger o para desproteger, lo compartimos como colectivo (“it takes a village”, para cuidar o para abusar, recordemos Spotlight, el film sobre la denuncia de abusos sexuales eclesiásticos en Boston, EEUU). La responsabilidad es total, absoluta y únicamente adulta.
El abuso sexual infantil (ASI) necesitamos entenderlo, muy específicamente, como un abuso de poder adulto que se expresa desde lo sexual, sometiendo al niño, niña o adolescente en una etapa de máxima fragilidad y dependencia vital del cuidado del mundo adulto (ese mundo del cual el abusador forma parte).
Desde el imperativo de especie y ético en el cuidado, necesitamos comprender que el ASI constituye un gran fracaso colectivo: no sólo del abusador, o de una familia disfuncional, o institución negligente, sino también de sistemas de salud, de educación, gobiernos, y cada una y uno de nosotros, si no hicimos todo a nuestro alcance por proteger a todo niño y niña, o por socorrer a las víctimas.
En la relación abusiva, la perversión del cuidado, de la confianza en lazos humanos, la tensión en la cordura, son inconmensurables. Si los niños no pueden distinguir entre quienes cuidan y quienes vulneran, ¿de dónde se afirman, cómo pueden aprender a detectar peligros y malestares, desde dónde se construyen?
Es difícil dar cuenta de la magnitud del daño que resulta cuando se contaminan y arrasan vínculos y espacios que debieron ser seguros y resultaban imprescindibles para cada nueva generación. Sabemos que la mayoría de los abusos son intrafamiliares, y la mayoría de los perpetradores, de sexo masculino (parientes o muy cercanos a su víctima y/o familia de ésta). Se estima que sobre un 80% de los incidentes de abuso ocurren en modalidad un perpetrador/una víctima y en residencias (de las víctimas, familia extendida, del abusador). Los datos trazan un mapa implacable.
En Chile, un estudio de la Unidad de Salud Mental del Hospital de Ancud, con mujeres víctimas de incesto en su infancia, informa una alta prominencia de padre agresor (biológico, por sobre padrastro u otro familiar), y un rango de edad para la ocurrencia del incesto entre los 3 y 26 años de edad, con dos peaks: entre los 6-8 y entre los 12-14 años[5]. El Colegio de Matronas/es de Chile, en diversas intervenciones públicas, ha señalado que una mayoría de los embarazos infantiles que se registran anualmente en Chile (del orden de los 800 casos), son por incesto. Cómo asimilar tanta transgresión en cuerpos y psiquis humanas. Tanto desamparo.
Se dice que la violencia sexual y delitos sexuales contra los niños/a y adolescentes, son los crímenes más impunes. La vulnerabilidad mayor en los seres humanos es durante la niñez, y los crímenes en esta etapa tienen un carácter único: por su edad, las víctimas no tienen cómo entender, resistir, escapar, protegerse o responder ante eventos que superan sus umbrales de defensa psíquica y física. Éste es un argumento que necesita acompañar cualquier debate sobre prescripción: la no consciencia de menores de edad en relación al crimen del abuso; su no discernimiento, su no consentimiento, los años que puede tomarle a niños/as y adolescentes, sólo darse cuenta de lo vivido.
Los adultos podemos reconocer un asalto o violación, recurrir a una comisaría, un hospital, querellarnos. Los niños no pueden. Y no bastan los marcos legales especiales destinados a protegerlos si en la realidad sus derechos no son exigibles ni sus vulneraciones atendidas como necesitan serlo por su desarrollo humano incompleto. Parte de lo que necesitan, y es no prescindible, es respeto de su derecho al tiempo (más cuando éste ha sido secuestrado, robado por los abusos).
En la dinámica del abuso, las estrategias de sometimiento y silenciamiento –que siempre son violencia- y la confusión o temor frente al abusador, harán todavía más difícil que las víctimas hablen acerca de lo que viven. El abusador no sólo tiene el poder desde el cuidado (en diversos roles) y/o tuición legal, sino que además gradualmente adquiere dominio psicológico sobre su víctima.
Contando con el tiempo y autoridad adulta a su favor, el abusador cultiva una relación abusiva. Ésta se impone en lo material, moral, emocional, espiritual, o todas las anteriores. Peor será en casos de polivictimización donde el maltrato físico, el acoso moral y las amenazas (contra la integridad de la víctima, de seres queridos, de sus mascotas, o hasta de juguetes queridos), son un factor disuasivo y todavía más paralizante. Cómo no enmudecer.
Pero con o sin violencia física y psicológica directas y explícitas (el abuso siempre será violencia, y no sólo sexual), y aun sin que las víctimas sean conscientes de los daños, el trauma irá dejando su huella en cuerpos, psiquis, su desarrollo evolutivo, el presente y futuro, su salud, su calidad de vida, sus relaciones. En países como EEUU se han estimado los daños y costos (para educación, salud, la productividad nacional) de la pérdida del potencial pre-abuso de las víctimas de ASI. Sólo en ítemes médicos y de terapia durante la adultez, se señaló un promedio de gastos de un millón de dólares por víctima en la reciente defensa de la legislación por la imprescriptibilidad que fue aprobada en el estado de California. No sabemos en Chile.
Daños perdurables (de largo plazo o permanentes) en estructuras y fisiología del cerebro, en funciones como la atención, memoria y aprendizaje, alteración en mecanismos de alerta, de adquisición-extinción del miedo, son sólo algunas de las consecuencias que tiene el abuso sexual infantil a nivel neurobiológico[6].
Hoy en día, gracias a progresos en imagenología es posible contar con evidencia muy concreta –y difícil de disputar- de estos daños[7]. Hay otros: afecciones como el estrés post traumático y la depresión, son frecuentes (entre 50-70% de las víctimas intentan suicidio, más de una vez). Trastornos vinculares, del ánimo, la personalidad. Problemas médicos, sexuales. Los abusos son un ataque masivo, no menos. En la niñez y adolescencia el organismo reconoce su irrupción (aunque su víctima no pueda); la traumatización particular y altamente invasiva que ahonda la indefensión de las víctimas, comprometiendo eventualmente –también hacia etapas sucesivas, y la adultez- sus capacidades de autocuidado y autoeficacia.
Los delitos sexuales no son vulneraciones que se circunscriban a la integridad sexual: necesitamos entender esto como sociedad. No lo hemos logrado todavía, y lo sabemos porque muchos mitos persisten, estigmas, prejuicios. En el ámbito clínico, uno todavía enfrenta preguntas de los adultos tales como: ¿pero si no hubo amenazas, como va a ser abuso?, ¿sin penetración (vaginal, anal, bucal), es todavía abuso sexual, o un delito?, ¿si fueron sólo tocaciones, es menos grave?, ¿no es tan traumático si no hubo violación, cierto?, entre otras.
Hablamos de una colisión de idiomas (lo sexual adulto versus las significaciones de los niños para lo sensorial, la ternura, lo placentero, los afectos), de fuerzas, de madurez dispar, total asimetría y desventaja. El mundo adulto, demasiadas veces, y de forma insensible, pide o espera de los niños/as o adolescentes, actitudes y respuestas que a sí mismo no se exigiría. Si realmente miráramos a los niños desde su estatura ante el mundo, llegaríamos a temblar dimensionando su fragilidad y el poder que tenemos. Ojalá éste estuviera sólo al servicio de cuidar, educar; de evitar sufrimientos evitables (los terremotos no lo son, el abuso sexual sí lo es).
En el abuso sexual, aunque la situación sea intraducible en palabras, o aunque pueda bloquearse, esto no implica ausencia de sintomatología ni sufrimiento en las víctimas. Niñas/os y adolescentes llevarán su propio volcán: el trauma es susceptible de estallar en distintos momentos, o bien, habrá síntomas que sostenida o intermitentemente intentan comunicar lo que la víctima no podría, no tendría cómo decir, expresar.
Entonces, si los adultos no detectan ni responden a señales y síntomas, o si aun reconociéndolos, no interrumpen los abusos sexuales, las víctimas podrían pasar años secuestradas en el abuso, acatando el silencio que impone el abusador –vía extorsión, amenazas, pactos secretos- o simplemente callando por confusión, por miedo, por proteger a seres queridos y familias, por sentimientos de culpa o vergüenza. O porque no tienen dónde ir. ¿Dónde escapa un niño/a de 5, 8, 10 años que lleva todo ese tiempo siendo abusado en su hogar? ¿Dónde pueden ir niños y niñas que ya fueron separados de sus familias y ahora son abusados en centros residenciales del Estado a cuyo cuidado fueron confiados?
Como si todo el abandono a una situación imposible no fuera ya excesivo, una consecuencia más y de las más crueles en la dinámica perversa del abuso, es que la responsabilidad única y absoluta del adulto, de alguna forma termina siendo transferida y compartida por la víctima: ¿por qué yo?, ¿puedo negarme, pedir ayuda?, ¿es “normal”, es esto cariño, es qué?, ¿y si yo tengo/tuve la culpa de esto? Las preguntas, por sí solas, pueden ser un tormento, y más cuando los pocos niños y niñas que llegan a vocalizar algo, o piden auxilio, no son escuchados, o bien son ignorados y desacreditados.
Es devastador aceptar que no habrá intercesión; seguir callando, esperando. Mientras, la memoria hará un esfuerzo por registrar y organizar recuerdos –en la mente y en el cuerpo- de forma de que niñas/os y adolescentes sigan viviendo, creciendo, yendo a la escuela, atravesando etapas, siendo todavía dependientes del mundo adulto aun cuando esa dependencia tenga el más alto de los precios. En la relación con el abusador, la expresión “a merced de” cobra una dimensión sobrecogedora.
Cautiverio, confinación, son palabras que pocos niños pequeños conocen. Con el paso del tiempo, sobrevivientes de abuso sexual infantil e incesto, describen la experiencia y sí aparecen palabras como “acorralado”, “atrapada”, “resignado”, “rendida”, “pesadilla”, “tortura”. Podía serlo: la espera, el hiperalerta, la confusión, el terror, la montaña rusa que significa a veces saber o anticipar, y muchas otras no, “lo que venía”. El abuso es caótico, lesivo. Deja heridas físicas y en el espíritu. La memoria las registra. Y perdura.
Los recuerdos tienen también su propio reloj y se lentifica, acelera, regresa, descansa, aterra, concilia, tensiona distintas etapas, aun de adultos y viviendo vidas elegidas y “a salvo”. James Rhodes, concertista británico, señalaba hace poco en una entrevista: “cuando tu hijo alcanza la misma edad en que a ti te violaron, todo estalla”. Y a veces estalla cuando los hijos preguntan por detalles generalmente inofensivos: ¿y tu primer beso mamá, papá, cómo fue?, ¿eras feliz cuando chico, cuando joven? Qué podríamos decir.
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Encontrar la propia voz
Tomar consciencia de lo vivido, con el paso de los años, es también asumir el abuso sexual como parte de una biografía. Muchas víctimas deberán revisar etapas completas de sus vidas a la luz de esa información perturbadora. El duelo por lo que fue, o nunca llegó a ser (el cuidado intacto, el tiempo claro de la niñez, los vínculos sin doblez ni perversión).
Las definiciones más sencillas –hija/o de, alumno, discípulo, padres, familia- cambiarán su resonancia de modo permanente desde el registro de un pasado que nadie querría tener que relatar (y menos recordar en un duelo perpetuo de la memoria) como parte de su vida. No es motivo de orgullo. No hay nada heroico o encomiable en haber sido parte de relaciones perversas en la niñez, en haber sido violados, usados, en haber vivido aterrados por años. Es horrible reconocer que gente querida fue lo fue, o que nadie interviniera para detener los abusos. No es una palabra llena de luz: “víctima”. Jamás lo será.
Es arduo llegar a testimoniar: sentirse capaz, encontrar las palabras, el momento, decidir hablar, escucharse a sí mismo/a contando esa historia. Cuando preguntan por pruebas o la veracidad de los relatos de las víctimas, uno se pregunta ¿Quién querría inventar algo así, o para qué, si siguen siendo tan altos los costos, tanto el descrédito, el estigma, la incomprensión? En sociedades que desacreditan y estigmatizan, que avalan la violencia, y/o restringen el acceso a justicia, más difícil se vuelve decidir denunciar.
“Contar lo vivido” puede tomar años y darse en muy distintas edades, dependiendo de una multiplicidad de variables. No existe un patrón único, aunque se produce un notorio aumento en los testimonios una vez que las víctimas entran a la adultez.
Veinte, treinta años pueden ser comunes como plazos, hasta lograr completar procesos y hablarlos. Algunas personas recién han develado en la ancianidad, después de una vida completa (como una señora que calló ochenta años la violación de un sacerdote a sus diez años, y sólo se sintió capaz de hablar con sus hijos al ver a James Hamilton en televisión, dos años antes de morir a la edad de 92).
¿Qué sentido tendría a esas alturas?, “¿para qué hablan ahora si ya pasó tanto tiempo?”. Son preguntas que les hacen a las víctimas. Preguntas válidas, pero carentes de empatía. Indiferentes al hecho de que una mayoría de las víctimas debió condicionar sus tiempos a los tiempos de dependencia de sus familias –hasta poder emanciparse, como adultas-, y/o viven expuestas a encuentros con sus abusadores: ya sea porque éstos fueron juzgados y sentenciados a cumplir penas remitidas (en régimen de libertad condicional), o porque sin juicio, tampoco recibieron sanción social, y en familias o comunidades –pastorales, por ejemplo- continúan presentes.
El vínculo no interrumpido con abusadores, es una nueva forma de vulneración e impunidad donde se ignora el dolor de las víctimas, se hace “la vista gorda” ante la violencia sexual y el comportamiento delictivo, y no mide ni evita el riesgo de reincidencia y de daños para otros niños.
¿Para qué hablar? La misma pregunta inmisericorde se la plantean a sí mismas muchas víctimas y nuevamente el lugar es de desvalimiento, de silencio, semejante al que impuso el abusador en la niñez. Pero ahora es la sociedad, o la propia justicia quien lo habilita y demarca. Los límites de este abandono, cómo eludirlos, cuando observamos la enorme brecha entre la gravedad de los delitos sexuales contra niños, sus penas máximas hoy en Chile, y los plazos de prescripción (M. Contreras, abogado, resumen situación CL):
Los plazos de prescripción -inadecuados, desinformados, anticuados, y francamente arbitrarios- excluyen a miles de víctimas de ASI de la posibilidad de denunciar e iniciar acciones legales, si sus tiempos humanos no coinciden con los tiempos de la ley.
Las leyes en nuestro país todavía no reflejan la comprensión que se requiere acerca de la extensión y gravedad de las consecuencias del abuso y violencia sexual, y del valor que tiene, para las víctimas y como sociedad, respetar el derecho al tiempo de elaboración y develación, si de ello dependen la posibilidad de denuncia y justicia, de sanción efectiva para estos crímenes. De no impunidad de los abusadores.
A la luz de los progresos científicos para comprender los efectos del trauma por violencia sexual, no se justifica persistir en plazos que obstaculizan su reparación. Y aunque podemos entender el sentido de la prescripción, no podemos dejar de sentir que de alguna manera nos deshumaniza, nos arriesga a la pérdida de cordura social.
Si no hay posibilidad de justicia, el delito bordea lo inexistente: “como si” el abuso no hubiese sido, “como si” no viviera entre nosotros la posibilidad del daño todavía, para otros niños. La impunidad lleva olvido social, lesiona la confianza, la paz, la convivencia. Significa un retroceso en nuestros esfuerzos por prevenir el abuso sexual, y envía un mensaje de indiferencia o de endoso, inclusive, de la violencia sexual que se expresa en diversos delitos contra los niños. Delitos que ya hemos consensuado son dañinos y deben ser punibles.
Más cuesta entender la rigidez en la defensa de la prescripción cuando hablamos de crímenes cuyas secuelas –físicas, psicológicas, sexuales, relacionales, laborales- probablemente jamás cesen, o al menos se tomen muchos años (todavía más) de las vidas de los sobrevivientes.
El impacto del daño necesitamos considerarlo en función de la niñez, de cada ser humano, cada víctima, del tiempo subjetivo del trauma. El derecho a ese tiempo es un mínimo humanitario: son demasiadas las víctimas, 60-80%, que no develarán en la niñez o cuyo abuso no será detectado ni interrumpido.
En términos generales, las conclusiones de diversos estudios indican que a mayor complejidad del abuso sexual -intrafamiliar, prolongado, con penetración, y polivictimización-, la revelación será menos frecuente y mucho más tardía. Un estudio reciente sobre develación de ASI en Chile, publicado por el Centro de Estudios en Infancia, Adolescencia y Familia de Paicabí[8], concluye que: “sólo un tercio de las niñas y niños revela de forma temprana. Esto es coherente con estudios previos que describen que niños y niñas tienden a revelar el abuso de forma tardía o incompleta, o revelar y retractarse, o revelar de manera progresiva”[9].
Por su parte, Fundación Previf, comparte un promedio de 17-20 años en pacientes mujeres adultas (mayor prevalencia del ASI es en niñas, una de cada tres) para comenzar a verbalizar el abuso vivido en la niñez y/o adolescencia. Este dato es consistente con la literatura especializada (y lo que reportan organizaciones internacionales) que señala un promedio de 15 a 20 años de demora (independientemente de intentos de develación en distintos momentos de la niñez o adolescencia, desoídos o ignorados), tomando a algunas víctimas 30 años poder verbalizarlo, un tiempo que no es infrecuente para quienes vivieron violaciones.
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Valor de la denuncia para la paz social
Queremos compartir con ustedes una gráfica que trata de resumir distintas fuerzas que inciden y tensionan para los niños y niñas víctimas, la posibilidad de llegar a develar, o que sea detectado, el abuso sexual:
No sé cómo, en nuestro sano juicio, podemos atrevernos a establecer límites mandatarios o siquiera “deseables” para el dolor humano y su necesidad de contención, de testimonio, de trato justo.
En una sociedad democrática, no se puede extinguir la posibilidad de justicia para víctimas que nunca renunciaron a derechos de denuncia y/o prosecución de acciones en la justicia. Simplemente no sabían, no podían; nunca estuvieron en condiciones de comprender el crimen, ni de elegir o renunciar a nada.
Muchos hemos querido pensar que la ética del cuidado humano no es separable de la justicia; que las leyes son herramientas al servicio de la sociedad, y de la protección de la niñez, como una prioridad irrecusable. Pero aquí nos enfrentamos al argumento de tiempos transcurridos y prescripciones que, como certeza, sólo sirven a abusadores sexuales: personas que frente a interpelaciones de sus víctimas, ya adultas, todavía responden con un ¿y quién va a creerte?, tan seguros de su poder, de marcos legales que operan a su favor, y de la ausencia de la sociedad y de Estados que fallan en proteger y garantizar justicia, aun conociendo patrones de criminalidad y de violencia como la que se ejerce contra la niñez en Chile: 71% de los niños/as y adolescentes sufren algún tipo de violencia, ya sea física, psicológica y/o sexual (Unicef Chile, 2012). Qué dice eso de nosotros, de la clase de relación que establece este país con sus niños/as y adolescentes.
Sabemos que existen crímenes para los cuales todas las sentencias o indemnizaciones del mundo, no alcanzan. No por ello, desistimos de la voluntad de cuidado que entraña la justicia por insuficiente que siempre parezca, y que sea en realidad, frente a lo inexpiable.
En sociedades democráticas, afortunadamente, aumentan los esfuerzos por dar mejores respuestas, más humanas, y un número creciente de países avanza en iniciativas por legislar la imprescriptibilidad, o el aumento significativo de plazos de prescripción para delitos sexuales (contra niños, niñas y adolescentes, o bien, sin distinciones de edad, como sería humano y deseable):
En EEUU, 36 de sus cincuenta estados tienen alguna imprescriptibilidad (penal o civil o ambas) para estos crímenes.
En Boston, por ejemplo, se está intentando aprobar un plazo de cincuenta años, reconociendo además la necesidad de sancionar no sólo a personas naturales sino jurídicas también (la no-prescripción para colegios, iglesias, sistemas públicos y privados de protección de menores, etc).
La tendencia se intensifica, a propósito de los abusos eclesiásticos, y el 2016, particularmente, luego de casos muy mediáticos como el que involucró al comediante Bill Cosby, a cuyas víctimas les llevó décadas ser escuchadas.
Existen diversas proposiciones e iniciativas que contemplan extensiones o suspensiones plazos de prescripción penal y/o lo civil; o que consideran la imprescriptibilidad para algunos delitos, y/o para la denuncia y la acción legal, mas no para la condena. La excepción por ADN y “discovery rule” (derivado de casos de negligencia médica) han permitido extensiones de plazo a partir de pruebas de ADN, o del descubrimiento que realiza la víctima sobre el delito como tal, o sobre la relación entre éste y las lesiones.
En otros estados, mientras logran avanzar en la imprescriptibilidad, han encontrado soluciones como las ventanas o suspensiones (o levantamientos) de plazos de prescripción durante períodos de 2 y hasta cuatro años, que han permitido a muchas víctimas de abusos sexuales –cuyos plazos habían prescrito- encontrar justicia. No fueron millones ni miles siquiera, ni representaron ningún colapso de sistemas penales, civiles, ni del orden social.
Entre los países que cuentan con imprescriptibilidad para todo delito de índole sexual, como por ejemplo Inglaterra, Australia, Nueva Zelandia, y Canadá, encontramos sólo para este último el dato de qué porcentaje de víctimas hace ejercicio de su derecho: 6%. Apenas. No alcanza para el colapso ni la debacle del sistema judicial ni la “caza de brujas” que algunos avizoran
En Suiza, se logró el 2008 la imprescriptibilidad de delitos sexuales cometidos en contra de niños prepúberes así como de las penas correspondientes.
En Latinoamérica, no existen países todavía con imprescriptibilidad para el ASI –según datos Amnesty International- pero en Argentina, el 2015, se aprobó en Cámara y Senado (por unanimidad) el proyecto ley por la no prescripción y el respeto al derecho del tiempo para las víctimas. Y en México, aunque la imprescriptibilidad no se contempla a nivel federal, existe una excepción estatal (Oaxaca, desde 2010).
Conclusión: no es imposible, es realizable y el mundo civilizado avanza en esa dirección.
Hoy más que nunca las legislaciones deberían tener la capacidad de adaptarse a la realidad de las evidencias –y a las evoluciones de sistemas de justicia- para responder de forma adecuada y sin discriminar, a las necesidades de protección de la niñez y de justicia frente a los crímenes cometidos en su contra.
Las herramientas jurídicas deberán ser un instrumento que permita encarnar en un marco legal la protección específica e indispensable que los poderes del Estado tienen la obligación de brindar a la infancia y a las víctimas del abuso sexual infantil. Esta protección necesita que nuestro sistema de justicia asegure las condiciones que permitan a las víctimas completar sus procesos psicológicos, y mantener abiertas las posibilidades si deciden compartir su relato, y realizar la denuncia y acusación que inicie la acción penal (y queda la pregunta abierta por plazos de prescripción en lo civil).
Con anterioridad a que la víctima del delito complete su proceso psicológico, sencillamente no existen las condiciones requeridas para punir tales conductas. Citando el documento que haremos llegar a vuestra comisión (elaborado en conjunto con abogados/as penalistas): “si la sociedad tiene pretensiones de que los delitos sexuales contra menores sean efectivamente penados, debemos asegurarnos de que existan las condiciones que aseguren que ello sea posible y ello será únicamente en la medida en que permitamos a las víctimas completar sus procesos psicológicos. Solo así, la pretensión de punición contra tales delitos tendrá una posibilidad de efectuarse en la realidad”.
La pregunta principal es acerca del valor que conferimos a la sanción y condena de crímenes (ya consensuados como horribles y punibles) donde las víctimas necesitan de un tiempo distinto –reiteramos: por la edad en que fueron cometidos los delitos- para comprender, procesar y verbalizar su experiencia, y decidir, en condiciones de pleno acceso a la justicia, sin presiones, si y cuándo inician acciones legales que además tienen un valor para la paz social, para la protección del colectivo. Aquí no es la prescripción, sino la imprescriptibilidad, lo que puede asegurar esa paz.
La pregunta a la que responde el proyecto ley actualmente en revisión NO es, ni será, ni necesita ser sobre aspectos procesales (que deberán ser resueltos por el sistema de justicia, los jueces, expertos, etc), o que son resorte de la institucionalidad defectuosa con que contamos actualmente. Es al menos una desinteligencia cuestionar al proyecto de ley -o peor: negarse a la idea de legislar siquiera- porque éste no cumplirá metas que le son ajenas e inalcanzables por lo demás.
El abuso sexual no desaparecerá por una rectificación en los plazos de prescripción, menos en una sociedad que no ha decidido todavía que es urgente y prioritario detener la aberración de la violencia y el abuso sexual. ¿Qué acciones realmente serán capaces de asegurar la debida prevención y erradicación, ojalá, de estos flagelos? es algo que merece y obliga a mucho más trabajo como nación.
Ningún proyecto ley es la “panacea”. Los fines son más modestos: ser una pieza más, en un engranaje donde todos necesitamos ser parte -y el Estado, de una buena vez- para evitar y detener estos sufrimientos y torturas contra niños, niñas y adolescentes, sancionar a abusadores sexuales y sus crímenes, y permitir que sea posible alguna justicia.
El PL también aborda nuestros fracasos como sociedad y Estado: si ya fallamos en evitar abusos sexuales contra niños, niñas y adolescentes, y todavía en 2016 son miles y miles de víctimas y sobrevivientes de distintas edades, entonces lo menos que puede prodigar una sociedad mínimamente humana y decente, es respuesta, asistencia y real acceso a justicia si y cuándo las víctimas estén en condiciones de poder denunciar e iniciar la acción penal.
Dejamos planteadas nuestras preguntas en relación a la prescripción civil, la responsabilidad de personas jurídicas (instituciones religiosas, educativas, centros de protección del Estado, y muchos otros lugares donde niños y niñas son víctimas de abusos horribles, y que deben responder por estos crímenes como instituciones).
Asimismo, no está fuera de la mesa la consideración de los abusos sexuales como crímenes de lesa humanidad, y podría ser un camino, entendemos, en base a las recomendaciones de Naciones Unidas, y de fallos de la CIDH. Queremos confiar en que legisladores y poder judicial podrán encontrar la mejor respuesta. Concebir junto a nosotros, que las leyes no están disociadas del cuidado y están REALMENTE al servicio de la protección de la niñez, especialmente y de modo prioritario.
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ASI y responsabilidades colectivas
El problema del abuso sexual y la violencia sexual contra niños/as y adolescentes menores de edad, requiere de un esfuerzo que excede, por cierto, el ámbito de lo legislativo, pero que lo involucra de modo vertebral (y no es renunciable). Para quienes, además, vemos las leyes y a la justicia como inseparables de lo humano, se hace muy difícil comprender la impiedad de ciertos argumentos ante la dimensión de la tragedia que entraña la violencia sexual. Mayor disposición atestiguamos en declarar imprescriptibles delitos económicos que contra vidas y cuerpos humanos. No podemos comprenderlo. Sencillamente no podemos.
Hace mucho la OMS y la CDC señalaron que el ASI es un problema de salud público urgente, a nivel mundial, tanto en su prevención, la detección temprana así como en la generación de respuestas comprensivas de servicio y asistencia a las víctimas (la responsabilidad sobre acceso y costos de la terapia, es una deuda ética) y co-víctimas. Hablamos de reforma educacional, y ésta no puede separarse de un esfuerzo superlativo por la prevención bien realizada y la educación en sexualidad, afectividad y relaciones humanas para todo ciclo escolar, junto a la definición de términos de relación exigibles al mundo adulto, en la relación docentes-estudiantes.
El esfuerzo en educación es además desde la educación superior, en la formación de pre y postgrado que responda de manera eficiente e impecable a las necesidades de la población infantil en materia de abuso sexual: prevención, detección temprana, atención en salud adecuada, acompañamiento en la develación, en procesos de justicia y reparatorios que sean protectores e idóneos (un tema crítico es la formación de peritos). Por último, la educación es un imperativo para la sociedad toda e involucra conversaciones y difusión de información que sirva al cuidado, en todo espacio: lugares de trabajo, servicios de salud, los medios, compromisos de instituciones públicas y privadas. Es una gran tarea la que tenemos por delante, pero será siempre incompleta si desestimamos la urgencia de legislar la no-prescripción
Sólo podremos ser un país humano, que cuida, si lo hacemos juntos. Muchos hombres y mujeres sobrevivientes de abusos sexuales ya no tuvimos derecho a justicia. Pero siguen siendo miles las víctimas, y miles los abusadores que confían en la impunidad que el Estado de Chile y su actual legislación habilita. Creemos que podemos cambiar esta situación.
La ley de #ASIimprescriptible, incluso más que para los adultos y adultas sobrevivientes, es una ley para el colectivo completo, junto a todos nuestros niños.
Es tiempo de cuidarnos, con todo lo que ello significa: cuerpos, espíritu, alegría, duelos, justicia, reparación, restitución. Un país que no es capaz de responder y cuidar a sus niños y su gente evitándoles de abusos (y peor, un país que arriesga endosar y ser parte de estos delitos), no tiene futuro, o no tiene un buen futuro (y para malos futuros, no estemos disponibles).
El engranaje de los abusos es vasto, insidioso, cuesta verlo, por eso hay que darse empeño, maña, no se trata de vivir paranoico ni amargado, de ninguna manera: es estar atentos, presentes, conscientes de que podemos poner límites, sacar la voz y la cordura (callar y negar realidades no nos ayuda), y a fin de cuentas, movernos desde el agarre a la vida, lo bueno de ello, que cuando lo sentimos en peligro, nos activa, eso es mamífero, humano. Y es una TREMENDA fuerza y poder, cuando la reconocemos en nosotros.
No se puede vivir ni siendo víctima de abusos ni viviendo rodeado de ellos o de omisiones que vienen a ser otra forma de vulnerar, Hay que volver a confiar y eso se logra con señas claras, leyes humanas, en un Estado también humano. No porque falle o demore en serlo, vamos a bajar las expectativas. La ciudadanía ha sido tremendamente clara y solidaria al respecto, y así lo atestiguamos en las adhesiones a la carta pública a los tres poderes del estado “Abuso sexual imprescriptible en CHile: es tiempo” (www.abusosexualimprescriptible.cl).
Por nuestro lado, los y las sobrevivientes de crímenes sexuales en la niñez y adolescencia, y las familias de niños y niñas víctimas que actualmente están transitando procesos muy difíciles, nos ponemos a disposición con todo lo que hemos debido aprender de una experiencia que queremos prevenir y evitar a toda, TODA, costa para las nuevas generaciones. Que conozcan un país bueno, protector, responsable. Capaz de expresar amor y tratar honorablemente al fin a sus niños y niñas.
“Someone that victimizes a child should never be able to hide behind time”. Ken Ivory, parlamentario estadounidense.
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[1] El año 2002, la OMS había estimado 150 millones de niñas y 73 millones de niños (Break the Silence initiative, WHO, Unicef).
[2] De los pocos estudios de prevalencia mundial disponible, destacamos el de la U. de Barcelona, 2009: “Meta análisis de la prevalencia del ASI” (65 investigaciones de 22 países para obtener un índice estimado de ASI a nivel mundial), Pereda, Noemi et al.
[3] Carabineros de Chile, “propuesta de estrategias en el control y la prevención para el delito de abuso sexual en niños, niñas menores de 14 años”, año 2012
[4] Herman, Judith (Harvard Medical School, Victims of Violence Program at Cambridge Hospital) 1997: Trauma and Recovery, Basic Books, EEUU
[5]García Benítez, Katia: “Qué hacer frente al abuso sexual infantil en el ámbito escolar”, presentación para Mineduc, agosto 2016.
[6] Un muy buen trabajo es el de Noemi Pereda y David Gallardo-Pujol de la Universitat de Barcelona, “Revisión sistemática de las consecuencias neurobiológicas del abuso sexual infantil” (2011). Otras lecturas recomendadas: “El cuerpo violado” de Maurizio Stupiggia (Cuatro Vientos, 2011) y “The body Keeps the score”, de Bessel Van der Kolk, (Penguin Random House, 2014).
[7] Hart, Heledd, and Rubia, Katia (2012). Neuroimaging of child abuse: a critical review. Front Hum Neurosci. 2012; 6: 52. Published online 2012 Mar 19. doi: 10.3389/fnhum.2012.00052
[8] En Chile, las dos organizaciones pioneras (a partir de los noventa) en intervención ASI son Paicabí, en la V región, y Previf en la R. Metropolitana. Son dos espacios donde recurrir por información valiosa y actualizada.
[9] Arredondo, V., Saavedra, C., Troncoso, C. & Guerra, C. (2016). Develación del abuso sexual en niños y niñas atendidos en la Corporación Paicabi. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 14 (1), pp. 385-399.
Antes de los 18 años, serán abusadas una de cada 3 o 4 niñas, y uno de cada 6 niños (aunque nunca he confiado en esta cifra cuando los niños, es sabido, callan más). Según estadísticas internacionales, 85% de las víctimas no develará o lo hará mucho tiempo después. Otras estimaciones indican que por cada niño/a que llega a hablar, otros siete no lo harán posiblemente hasta bien entrada la adultez. Algunos, jamás.
No es llegar y encontrar las palabras para nombrar algo retorcido, perverso, que no se comprende en los niños más pequeños y colisiona desde una sexualidad adulta contra una sensorialidad naciente (los niños procesan como ternura, sin carga sexual como el adulto). Y aun contando con las palabras, o la comprensión o intuición del daño, igualmente podría el miedo ser más fuerte, los pactos forzados de secreto, o la consciencia de que será difícil lograr ser escuchados, y que el descrédito ronda, y está el afecto (o lo que quede de él después de tanta herida), la “lealtad” de niñ@s y adolescentes que paraliza a muchas víctimas que no conciben denunciar a un padre o un abuelo que las ha abusado años y a quien no desean el mal, ni la cárcel. Con el paso del tiempo, más difícil es.
Muchas víctimas, además, condicionarán su silencio ellas mismas porque demoran en reconocerse como tales y entender que no “propiciaron” nada, que no fueron “seleccionadas” por su “abusabilidad”.
Cuánta impotencia da cuando desde el propio frente de mi profesión encuentro libros advirtiendo sobre “perfiles” de niños (dóciles, carentes de afecto, con trastornos vinculares, etc.), sin mencionar la absoluta responsabilidad adulta en el cuidado (y en sus flancos expuestos), o la prevención de abusos como imperativo social, o el hecho reportado por los propios perpetradores en relación a la “oportunidad” o los factores situacionales que fueron determinantes, o por miembros de redes de pedofilia donde más que elegir por las características físicas o psicológicas, de lo que se trató fue de encontrar al niño más abandonado, más solitario, con menos red de apoyo y presencias adultas atentas.
No es tan distinto de la conducta predadora que se despliega en junglas o árticos u océanos: la cría que queda atrás (no herida ni enferma), aquella que la manada olvida o desatiende, es en una mayoría de ocasiones la que el predador ataca o devora. Da igual si era más o menos frágil, dócil, cariñosa, robusta, apegada, o lo que sea. Más sola, sí. Más vulnerable en su soledad, en la distracción de los otros.
Una sobreviviente a la que conocí, era abusada por un tío durante cumpleaños y festejos familiares. Todos socializando en una casa enorme, y ella siendo abusada (hubo tiempo hasta para realizar filmaciones del abuso) en un dormitorio al final de un pasillo, horas, durante las cuales a nadie se le ocurrió preguntar dónde estaba una niña tan chica (podría hasta haber caído en la piscina en tiempos donde no se usaban protecciones). Otra sobreviviente, con una madre alcohólica semi-inconsciente por las noches, vivía los abusos sistemáticos de su padre, y en ocasiones, de un amigo que los visitaba, en un dormitorio aledaño al de su hermano menor que por un agujerito de la pared -en una mediagua- observó esas vejaciones durante años sin comprender, y luego enmudeciendo solamente.
Siempre los niños en desventaja. No conozco la relación exacta pero me pregunto cuántas víctimas lograrán justicia versus cuántos responsables de abusos realmente serán procesados, sentenciados, o al menos desenmascarados. Cuando se trata de extraños, algo. En el territorio del incesto, ¿cuántos niños o niñas podrían comprender, acusar? ¿Quién, a cualquier edad, habría denunciado a un padre, un abuelo, de incesto y violación en los 1800, e inclusive en el siglo veinte? Y aun ahora.
La impunidad es un obstáculo mayor. Chile no cuenta con imprescriptibilidad para estos delitos. Los diez años que se suman a la mayoría de edad, permiten el límite de 28. El abuso sexual infantil es un crimen con un carácter único: por su edad, las víctimas no serán conscientes de que se trata de un delito, sino hasta mucho después de su ocurrencia. Siendo niños o adolescentes, el abuso de poder del adulto manifestado en lo sexual, sobrepasa las capacidades de comprensión, defensa psíquica, y respuesta de la víctima. Mayor es el secuestro en el territorio del hogar, de entornos cercanos, de los afectos y vínculos (la mayoría de los abusadores son de la familia o muy cercanos al niño), todo lo que se pervierte. A las víctimas les llevará años procesar lo vivido, vencer el silencio de años, encontrar su voz (conozco a muchas mujeres que lo lograron después de sus 60) y cuando la encuentran, de adultas, o de adultos, los hombres, a much@s les preguntarán ¿y para qué, a estas alturas? No hay cómo responder a esta inhumanidad. Son experiencias traumáticas que requieren de un “tiempo diferente” para ser procesadas.
Investigaciones en EEUU desde los 80 han ayudado a explicar que las víctimas de abuso sexual infantil, cuando niños/as, viven una suerte de “detención del reloj” a nivel de la memoria. Este reloj se reactivaría muchos años después, en diversidad de circunstancias -desde las más inocuas hasta las más cercanas y evocadoras de la experiencia original o del abusador-, al momento de completar (o recobrar, en algunos casos) la memoria del o los abusos ocurridos en la niñez. Completarla al darle una voz. Poder contar lo vivido, dar con las palabras que no existieron a los 4 años, los 8, en realidad casi a ninguna edad si de lo que había que ocuparse era de sobrevivir. La voz necesita otro espacio para poder salir, ser escuchada dentro, y luego ser compartida. Para poder sanar.
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El tiempo del abuso es diferente al que tiempo que conocemos. Durante la infancia, transcurre como el de un cachorro que juega todavía, ajeno a la herida que rae su pelaje, capaz de disociar carriles de realidad donde uno de ellos tendrá esa condición brumosa e inasible de las pesadillas al dormir, aunque estando despiertos. Con los años, el tictac puede tomar un ritmo confuso, agitado, hasta perforar las defensas y los ojos, hasta tener que ver, aceptar lo vivido, en ocasiones, a golpe de revelaciones casi nunca esperadas.
Una niña que había sido abusada de pequeña por un profesor y sacerdote se dio cuenta de lo vivido, recién a los 12 años. Todavía no le pondría nombre -“abuso”- pero entre clases de educación sexual en el colegio y una película que le mostraron unas compañeras, la angustia fue tal que recurrió a su madre, preguntándole “qué fue eso entonces”. Ella sí sabía (y también que debía denunciarlo junto a su niña).
Imagen o sensación, consciencia y cuerpo: la reconstitución de la memoria del ASI, para algunas personas, puede ser menos difícil, para otras, será fragmento a fragmento; o una sola marejada. A veces, una combinación de ambas formas a lo largo de los años. Luego de la reposesión de los recuerdos, vendrá el esfuerzo de dar nombre a lo innombrable, asimilar la propia historia, y lograr que aquello recordado pueda atestiguarse, cobre al fin existencia, desobedeciendo al fin la separación del propio transcurso.
Liberar la memoria. Maternal, me la imagino, quiero, necesito imaginarla: cuidando y limitando el acceso o comprensión de recuerdos confusos, tristes, traumáticos hasta estar mejor preparados –física y/o emocionalmente- para recibirlos. Aunque nunca se esté preparado en realidad, para la vivencia de un flashback (la irrupción intempestiva de memorias, con sensaciones vívidas y experimentadas en tiempo real) o la más modesta devolución de un detalle. Duele. Remueve todo. Luego, vuelta a reagrupar el alma, acunar el cuerpo. Doy fe
El dolor del abuso se vive en el psiquismo y en el cuerpo, y así también es su memoria. Doble. A dos bandas (como si una ya no fuera demasiado). Una dimensión es la memoria tal cual la conocemos, y la organización de sus recuerdos (una línea del tiempo, un espacio para ellos desde el cual puedan hilarse al resto de una biografía que es más que la sola historia de trasgresión sexual en la niñez). Otra dimensión es la memoria corporal: en el cuerpo hay un registro del abuso -del dolor, de confusión, o de miedo, repulsa- y sus recuerdos pueden emerger de una manera anárquica, incluso ante los más simples estímulos sensoriales. Un olor, una intensidad de luz, o el tacto; a veces una noticia, un lugar, una canción, un mueble que la memoria cognitiva ni tenía registrado, pero que el cuerpo sí pudo reconocer. La vida puede estar bien, ser vivible y amorosa, y el asalto de esa memoria podrá ocurrir de todos modos, de la forma más inesperada, o bien, sabiéndonos más vulnerables, o sólo más sensibles, algunos días.
Frente a una memoria de las características ya descritas (y recuerdos que no “prescriben” ni se pueden llegar y borrar o “archivar”), el trabajo no es menor. Toma tiempo y no poco. Si el fracaso, del Estado, de la familia y la sociedad toda en proteger a niños y niñas del abuso termina enajenándolos de inocencias, infancias y potenciales de desarrollo que les pertenecían ¿cómo no permitir que, más adelante, al menos cuenten con tiempo y espacio para procesar su experiencia? El tiempo también es un territorio del cuidado.
Reconocer este derecho, muy humano, a demorar cuánto sea necesario, es lo que persiguen las iniciativas por la imprescriptibilidad del abuso sexual infantil, o a lo menos, por la extensión de sus plazos de prescripción.
Es necesario permitir ese tiempo, dar cuenta de su recorrido inexorable -neurológico, maduracional, emocional, personal, único- . Respetar los procesos de recuperación o significación de la memoria luego del ASI; poder dar con las palabras (cada uno las suyas, sin imposiciones ni sugerencias), sin prisa, sin presiones, para contar la historia sin caer doblados al escuchar su propia voz contando lo inenarrable, niños, hombres y mujeres. La voz tiene que poder sostenerse y no es de un día para otro. Necesita tiempo.
Entre tanto daño, una victimización más: negar el “tiempo diferente”, forzar otra forma de silencio en las víctimas.
Sueño con que Chile, en esta materia, pueda seguir los pasos de EEUU donde, en la práctica, no existe prescripción de estos delitos. Si bien existe un estatuto de limitación sobre el tiempo para denunciar, lo que termina imponiéndose es la jurisprudencia establecida por los tribunales sobre situaciones que comprometen a la ciudadanía y afectan al bien común.
Así, luego de conocerse los estudios sobre “recuperación de la memoria” -y a pesar de que no faltaron quienes han tratado de desacreditarlos- el sistema de justicia norteamericano ha admitido denuncias de abusos sexuales infantiles así hayan pasado 20 años luego de la comisión del delito, y/o de la mayoría de edad. Actualmente, el estado de Pennsylvania intenta que sea posible denunciar hasta la edad de 50 años (para quienes estén interesados en el tema, pensando en CHile, aquí encuesta 2012 con la situación por c/estado).
Una mayoría de estados ya ha incorporado una ley sobre “recuperación de la memoria” que ha facilitado y masificado las denuncias. Ahora, que éstas devengan en juicios orales y sentencias para los responsables no es tan frecuente como uno supondría. Para muchas víctimas que develaron de adultas, su medida de justicia ni siquiera pasa por una sentencia, sino por la admisión de culpa del abusador, la compleción de un engranaje donde la verdad necesita ser una sola a dos voces: víctimas y victimario. Tristemente, es la forma en que una mayoría de familias y sociedades recién dan crédito a las víctimas.
Otro sentido de procesos judiciales con denunciantes adultos de los abusos vividos en su niñez, es lograr restitución al menos vía cobertura, completa o parcial, de los costos de la terapia que no suele ser breve (menos en casos de incesto) y que deberían ser asumidos por el responsable de los abusos. Puede parecer un pedido insuficiente (versus la prisión o lo que otras personas, que no han vivido incesto y ASI, podrían juzgar como “justo” desde su lugar, reprochando a muchas víctimas por no sumarse a la cólera, por no querer “vengarse” incluso, o por sentir compasión de sus victimarios ya viejos o enfermos y uno se pregunta ¿se darán cuenta quienes juzgan de cuánto más daño se inflige al tratar de imponer a las víctimas, cómo deben sufrir o comportarse?).
Cualesquiera sean los sentidos de la justicia para las víctimas que develan décadas después, necesitamos situarnos desde el respeto, y confirmar sus esfuerzos de intentar elegir cómo quieren conducir su proceso de enfrentamiento a la verdad y de restitución de equilibrios rotos. Esto tiene un inmenso valor en términos de ejercicio del autocuidado, el gobierno de la propia vida, y la reparación. Y para las sociedades también, para el cuidado de sus nuevas generaciones.
En el gobierno anterior, el senador Patricio Walker presentó un proyecto ley por la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra niños menores de edad (2010, contaba con apoyo del Ejecutivo, mediante el ministro Bulnes desde la cartera de justicia). Lo esperable era al menos conseguir una extensión ojalá semejante a la de países como EEUU. Recuerdo que acompañamos al Senador al Congreso, junto a los denunciantes del caso Karadima (Hamilton, Cruz, Murillo). No significó mucho. En marzo del 2014, el proyecto (boletín 6956-07) fue “archivado”.
Me pregunto qué tendríamos que hacer para lograr que se tramite de una vez. Qué haría falta, qué medios, cuántos virales, o tal vez la inmolación de alguna sobreviviente, proclives como somos a reaccionar en contextos de tragedia, y tragedia con mucho impacto mediático. ¿Qué dice el INDDHH, los organismos de mujeres, de infancia, de quién sea? El abuso sexual infantil ha sido considerado como una forma de tortura (un crimen de lesa humanidad) por Naciones Unidas.
Las repercusiones, el estrés post traumático, las lesiones físicas y morales, todo califica. Pero quizás debería ser siempre en medio de conflictos bélicos, terrorismo (incluido el de Estado), dictaduras, o deberíamos agregar al incesto y el abuso sexual infantil un componente ideológico y de discriminación –etnias, minorías sexuales, género, etc- para que tuviera mayor resonancia, para que importara más, mucho más. Pero son sólo niños (sí, lo digo con rabia, con apego fiero a esa defensa de los más, más, más vulnerables de todos). No son adultos.
Tengo claro que las urgencias siempre serán sobre los vivos más que en nombre de los muertos, sobre el presente más urgente que el pasado, y hay ahí una lealtad de especie, una inclinación orgánica, que puedo entender y compartir. Pero los sobrevivientes niños, niñas y adult@s de abusos sexuales en la infancia están aquí, y en tiempo presente lidian con las heridas muy reales (no sólo físicas: las heridas “morales”, emocionales, psicológicas, no por ser invisibles son menos dañinas y concretas en las vidas cotidianas) de lo que debieron resistir.
En un país donde no existe política de salud mental ni siquiera ante la emergencia del aumento anual de suicidios infantiles reportado por la OMS, difícilmente habrá voluntad de saldar la deuda ética con las víctimas de ASI, habilitando formas de acceder a tratamientos y terapia de calidad vía el sistema de salud público (y privado). La única persona, en mi avanzada edad, de quien conocí una disposición seria y bien fundamentada a contemplar –y materializar- la inclusión de la reparación en ASI para niños y adultos vía AUGE, fue a Andrés Velasco. El tema ni siquiera aparece con suficiente fuerza vindicativa en mi propio gremio profesional; entre quienes trabajamos en la esfera de abuso.
Quizás me pierdo. Quizás haber atestiguado que es posible la restitución con apoyo colectivo en otros países me confundió la esperanza así como la percepción del tiempo. Aquí lo siento empantanado. La relación de nuestra sociedad, de un mundo adulto que reacciona todavía con sospecha o reproche ante la palabra “derechos” cuando va en una frase junto a “los niños”, es no menos que decadente.
Existen términos como “racismo”, “homofobia”, “crímenes de odio” para aludir a discriminaciones y crueldades de unos seres humanos contra otros, diferentes, a quienes se considera inferiores. Debería existir un término análogo – “niñismo”, “infantofobia”- para nombrar el conjunto de actitudes a la base de la exclusión, desconsideración, opresión, vulneración, y negación de derechos humanos iguales a los niños. Como si fueran inferiores, hasta dispensables; hechos de hule, de fierro o de nada, vapor humano, menos valioso que muchos bienes y patrimonios que se defienden a brazo partido en nuestra sociedad. ¿Cuánto hemos evolucionado en doscientos años en el trato a la niñez?
Sumo años, una hija ya es una mujer grande, la menor recorre su primera década de vida, y la situación de los derechos infantiles cambió poco y nada en Chile. El tiempo suspendido, musgoso. ¿Qué deseos expresaría si pudiera, qué manifiesto a campo traviesa? Yo quiero que el abuso expire; eso quiero. Echar “agüita de cloro” (como recitaba Cecilia Casanova, QEPD) en todas estas ciénagas, toda esta brea, el peso de media tonelada en el corazón humano, como el de una orca, y no sé el de sus crías, peró sí que jamás llevarán en la memoria relojes detenidos como los que todavía deben cargar las nuestras.
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Agosto 2016: El pasado mes de julio el proyecto de ley para la imprescriptibilidad fue desarchivado y se solicitó urgencia al Ejecutivo para su tramitación. Como un aporte al proceso de debate y decisión, esta carta que les pido por favor leer, firmar si es posible, y difundir entre sus seres queridos y redes: “ABUSO SEXUAL IMPRESCRIPTIBLE EN CHILE: ES TIEMPO” http://abusosexualimprescriptible.cl/
En Chile, se revocó la ciudadanía ilustre a un abusador sexual, Fernando Karadima, ex sacerdote de la Iglesia El Bosque en la comuna de Providencia, Santiago (actualmente cumple la “pena” impuesta por el Vaticano, en retiro espiritual). Esta decisión se recibe con alivio, con gratitud porque sea posible realizar actos de reparación simbólica para las víctimas en primer lugar, y para la comunidad también (bien por el consejo municipal que unánimemente materializa este hito).
Otro alivio, aun cuando se trate de otro país, es que finalmente se avanza en justicia para las víctimas del actor Bill Cosby quien enfrenta un proceso por acoso sexual. Mientras, varias otras acusaciones –en 19 ciudades de 11 estados en EEUU, más una en Canadá-, desafiando plazos de prescripción (difícilmente revocables), intentan abrirse paso en el sistema judicial.
La información provista en testimonios, o vía abogados y fiscales, permite establecer un patrón: Bill Cosby solía invitar a sus víctimas a compartir un trago que él había preparado con alguna clase de sedante, para luego violarlas cuando se encontraban con sus capacidades severamente disminuidas, o inconscientes. En los casos donde no hubo violación, aparece igualmente el intento de sedación, o bien, sin drogas, está presente el acoso, los besos y manoseos por la fuerza.
Son hasta aquí 58 mujeres quienes entre la década de los 60 y los 2000 (ver pfvr reportaje del Washington Post), han padecido además del dolor causado por el trauma, toda clase de descréditos y silenciamiento. Una segunda victimización que se suma a la vulneración original.
El argumento de las “víctimas propiciatorias”, que a estas alturas más que indignación genera miedo y repulsa, ha sido innumerables veces planteado o insinuado. El daño es para quienes sufrieron la violencia sexual, y también para quienes puedan vivirla a futuro. ¿Qué sentido tiene denunciar si no van a creerte? El daño es también para la comunidad pues esos argumentos confunden, y entre los confundidos, puede haber más de un violador. ¿Qué mensaje recibe éste al atestiguar el descrédito a las víctimas? Un free-pass, una seudo amnistía a priori, o por lo bajo, una rebaja en la responsabilidad del delito, compartida con quien lo “propició”.
“Ellas se lo buscaron, se expusieron, se arriesgaron, aceptaron beber con él, sabían a lo que iban, quizás hasta lo trataron de seducir, o de sacar ventaja -‘escalar’ (sus carreras), extorsionar, obtener compensaciones posteriores- y les salió el tiro por la culata”. ¿Por qué se vienen a quejar ahora, luego de tantos años, de qué sirve?, si lo que dicen fuera cierto tendrían que haber hablado antes y la justicia las habría tomado en serio”. No es tan así.
Los sistemas judiciales también cambian, progresan, a veces muy lentamente; también nuestras actitudes como sociedades evolucionan: en Chile, hace una década costaba imaginar la denuncia de abusos sexuales al amparo de la Iglesia. Es un avance. Pero la justicia no todavia
Abusos gestados desde el poder, y defendidos celosamente desde el poder también: de un cuerpo más fuerte sobre otro indefenso; poder del adulto frente al niño, de instituciones, autoridades, de industrias como los medios o el cine. Es difícil preguntarnos si o cómo nos alcanza el poder del abusador o de los entornos que le son propios, o cómo cedemos espacios para la omisión o lasitud, y demoramos en cuestionar, o sacrificamos directamente a las víctimas al silencio, muchas veces antes de terminar de escucharlas.
Hay una forma de sordera que puede provenir del miedo, el desconcierto, el cansancio con las malas noticias, pero también, repetitivamente, ésta sordera no es más que un medio para “proteger” o defender –a veces del modo más violento- la reputación de un posible abusador. “Santo”, “genio”, encantador, “lo incriminan injustamente por ineptitud (de policías, psicólogos, etc), por venganza, por envidia, histeria, para sacarle plata”. Colectivos completos bajo la seducción y el hechizo que bien conocen las víctimas.
La reputación, el prestigio, fueron argumentos reiterados por personas comunes y corrientes, admiradoras de Bill Cosby, para ignorar acusaciones que iban sumando a lo largo de 4 décadas. Aún hoy, con la evidencia disponible, se pueden leer en diversos foros: justificaciones a su conducta, o bien, la admisión de las faltas pero minimizadas o blanqueadas en consideración a sus contribuciones al espectáculo, la comedia, y especialmente, a buenas causas como la educación superior de jóvenes afroamericanos carentes de oportunidades. Pero son carriles separados. Puede alguien ser un filántropo, y también ser un violador.
Seguramente, advierten los expertos, no habrá penas acordes a sus delitos, pero al menos B. Cosby está comenzando a enfrentar la justicia, y el cuestionamiento social. Algo semejante es casi impensable en relación por ejemplo, a Woody Allen, quien cuenta con una defensa mucho más férrea –junto a una disposición a omitir y perdonarle cualquier cosa al parecer.
Hace unos tres años, terminé eliminando un posteo en mi blog ante el encono con que reaccionaron algunos de sus fans. No importó que fueran más los comentarios positivos: un puñado (4) en tono violento, me hizo volver a un miedo imposible de nombrar, pero era una energía reconocible, y fue superior. Un par de académicos de psicología de univ. Latinoamericanas me escribieron para que repusiera o compartiera mi escrito al menos con ellos. Ya lo había eliminado hasta del recycle bin.
En ese post, fui clara en precisar “según lo informado en tal y cual medio” (incluyendo cada enlace), y en delinear lo subjetivo de mis opiniones “yo creo, siento, a mí me pasa que…”. Desde el momento en que supe de la relación de Woody Allen con su hijastra Soon Yi -o como algunos quieren establecer para tranquilidad de consciencia “la hija adoptiva de su pareja”, casi como si se tratara de un accidente cósmico- establecí una distancia, y un auto decreto de no ver más sus películas. Puede ser una medida exagerada, pero no es negociable.
Para mí, el cuestionamiento era desde el cuidado, no la moralina; desde las preguntas, no las respuestas definitivas. No podía no-ver que la localización de W. Allen –al momento de casarse con Mia Farrow- era de cuidador, alguna versión de figura paterna, o a lo menos un adulto en un vínculo con un grupo de hijos donde adoptivos o biológicos no era una distinción que los niños establecieran. Ellos eran “hermanos”, familia, y esa familia quedó rota. No sólo porque el esposo de la madre se separara de ella para casarse con una de sus hijas, así se insista en lo de “adoptiva” (y claro, en estricto rigor no puede definirse como incesto sin vínculo sanguíneo), sino porque a lo anterior se sumó que la hija menor, con 7 años –hija biológica, y ahí sí el incesto no es eludible- develó abusos, e insiste en su verdad sin importar cuántos años hayan pasado. Le creo.
Escribí ese posteo cuando el cineasta recibió el Oscar por Blue Jasmine. Quizás no fue el mejor momento para sus fans, pero me dejó pensando: si un mísero blog generaba reacciones agresivas en algunos, cómo sería la magnitud de las violencias enfrentadas por Dylan y Ronan Farrow –junto a su madre- por la osadía de haber intentado y perseverar en establecer la responsabilidad de W. Allen como perpetrador de abusos.
Mia Farrow era “una loca”, Dylan mentía o había sido inducida, y Ronan era un exagerado, hijo malagradecido, etc. El descrédito a sus anchas. Pero nunca se rindieron. Ronan, abogado y periodista, ha sostenido lealmente la defensa de su hermana (aquí su columna: Mi padre y el peligro de las preguntas omitidas) y desafiado a todo poder en este cometido que no es sólo familiar sino por las víctimas de abuso y el silencio al que son forzadas (ver esta nota, inglés, donde él habla del daño colectivo). Su voz se vuelve más necesaria desde que Ellijah Wood –del Señor de los Anillos- denunciara los abusos y capacidad de encubrimiento e impunidad de un grupo de pedófilos en Hollywood (vía El País).
Adicionalmente, la actriz Susan Sarandon, en pleno festival de Cannes 2016, con homenajes a W. Allen en curso (por su obra y sus ochenta años de edad), tuvo un gesto que se agradece: declaró que no tenía nada positivo que decir en relación al cineasta pues ella creía (y enfatizo el “creía”) que había abusado sexualmente de una menor. Recordé las loas de Diane Keaton y de Cate Blanchett durante los Oscar 2014, embelesadas con la genialidad de Allen. También recordé la total indiferencia de ambas actrices en tiempos en que el respetadísimo escritor y activista Nick Kristoff había puesto a disposición su tribuna en el New York Times para acoger a Dylan Farrow y ayudarla a publicar una carta con su testimonio de incesto, sin censura.
Ronan Farrow compartió que otro medio, el Times, había accedido también a la publicación limitando su extensión a un número de caracteres risible y con la condición de adjuntar, en una columna paralela, la trayectoria de la acusación de abuso sexual fracasada. Lo fue, pero no porque hubiese sido establecida la inocencia del padre, o porque se descartara completamente la verosimilitud del testimonio de la hija, sino porque el abuso no pudo ser demostrado (leí alguna vez el expediente que se hizo público y vale revisarlo para formar opinión cada uno sobre la naturaleza de los interrogatorios a los que fue sometida la niña).
Si el mismo proceso hubiese tomado lugar en estos días probablemente, otro sería el resultado (éste es un interesante artículo al respecto) y Dylan Farrow, que no tendrá justicia (por prescripción), podría recobrar la confianza en que aun sin respaldo colectivo, tiene derecho, como mínimo, al “beneficio de la duda”.
Es horrible agregar a lo vivido, la incredulidad ante al relato de una experiencia como el incesto o la violación. Más horrible es constatar que sea preferible, para una sociedad, difumindar la línea entre víctimas y victimarios.
Las “malas de la película” no son las niñas, jóvenes o mujeres violadas, ni los niños, jóvenes y hombres que son víctimas también de violencia sexual. Los enemigos no son quienes ejercen, finalmente, el único derecho –muchas veces sabiendo que jamás habrá justicia- de vocalizar el abuso, así pasen ochenta años (como la conserje de mi edificio de infancia).
Es posible el autocuidado, el cuidado, honrar el lenguaje, compás sagrado. Pero hoy fallan mis márgenes y siento rabia y me doy cuenta de que estoy harta, realmente cansada, de llevar años hablando de lo mismo y defendiendo la credibilidad del testimonio de niños y niñas chicos, de adolescentes, mujeres y hombres adultos sobrevivientes, que merecen otra respuesta de parte de sus sociedades: una respuesta humana, acompañante en el duelo. Pero si las respuestas no van a estar a la altura, al menos es exigible una presunción de inocencia (misma que se garantiza a los imputados por cualquier delito), antes de sojuzgar y desechar las verdades de las víctimas. “Los niños mienten, fantasean, se confunden”, “las adolescentes exageran, no asumen responsabilidad, se expusieron”, “las mujeres son vengativas”, “los adultos están ‘fregados del mate’, quizás hasta inventan, se están vengando por algo”. ¿HASTA CUÁNDO?
En la memoria reciente, las jóvenes argentinas asesinadas en Montañita, Ecuador. Años atrás Nirbhaya, “la hija de la india”, y todos los días, en todo el mundo, hasta sentirnos incapaces de asimilar otro recuento de atrocidades. “Víctimas propiciatorias”, se dijo de ellas en innumerables oportunidades.
Hemos escuchado lo mismo, con una redacción ligeramente distinta, en relación a niñas o niños pequeñísimos que “quizás buscaron afecto” (pero no una relación sexual adulta) y “por eso se expusieron”, o en relación a mujeres víctimas de violencia intrafamiliar, y ha tomado años entender que no es por “débiles de carácter” que permanecieron en relaciones dañinas, sin buscar ayuda (ni ver salida) u otorgaron enésimas oportunidades a sus agresores, arriesgándose a nuevos ataques, más ensañados, o letales.
De las víctimas de violación, los “contextos” o vestimentas son la excusa (y siempre, tengámoslo claro, serán excusas en pos del violador). Las víctimas “no debieron aceptar alcohol”, “eligieron el encuentro” pero una cita o una fiesta nada, NADA, tiene que ver con haber consentido a una violación.
Lo compartí hace poco en un post sobre abuso sexual en universidades: no puede ser que víctimas de violación deban dudar de su propia experiencia en función del descrédito social que las victimiza, y que más terrible aún, terminan asimilando como propio. La crueldad mayor: poner en sus manos un arsenal para seguir hiriéndose. ¿Qué país es el nuestro? ¿Cuánta más disociación del cuidado?
Recientemente se ha hablado mucho de violencia, de salud mental y su estado crítico en Chile. La enfermedad es también que tantas jóvenes se recriminen a sí mismas o duden reconocer que fueron violadas –cuando sí lo han sido- porque primero dijeron que sí –a un cortejo, un beso, o una relación sexual- pero luego no estaban seguras, o se negaron y entre medio algo disminuyó sus capacidades de deliberar y consentir, y alguien decidió actuar de todos modos (básicamente con un cuerpo como podría ser uno en estado de coma), o bien, porque aun habiendo dicho NO desde un comienzo, fue su propio pololo o novio o amigo del alma el que las sedó o embriagó para luego violarlas (también hay jóvenes varones violados en estas condiciones, por hombres o mujeres, y recuerdo el caso de un muchacho gay vulnerado con una boca de botella de vidrio, por una compañera que le hacía bullying).
El sí es sí cuando es rotundo, inequívoco, en pleno uso de facultades y -no puedo creer que debamos enfatizar lo siguiente- 100% consciente. Todo lo demás es no: el no declarado, junto a otros “no” quizás dubitativos, a medias murmurados, o expresados sin voz pero sí con el cuerpo. Son más. El sí es sólo uno y es nítido. Y si eso no es una claridad en nuestro país, posible de aprender desde niños en hogares y en escuelas (y no es sólo la educación sexual, es TODA) entonces tenemos una tremenda ausencia que reparar.
El consentimiento es una capacidad adulta, pero su desarrollo comienza desde el nacimiento. Comenzar a conversar o guiar en la adolescencia, ya es tarde, y peor en la adultez. Pero no por eso vamos a dejar de hacernos responsables de volver a examinar nuestros SI y NO, su ejercicio lúcido, soberano. Se lo debemos a las nuevas generaciones. Que en el futuro nunca deban hacerse preguntas destructivas:
¿Fui o no violad@, tengo derecho a reconocer que lo fui? es la clase de pregunta que alimenta una sociedad hostil con las víctimas de violencia sexual, donde existen autoridades que demoran, refuerzan la sospecha contra las víctimas (“tomaron traguitos de más”, “quieren pasar gato por liebre”), y/o no responden con firmeza a las demandas de protección y justicia; de cuidado al fin.
Se absuelve o libera a violadores (en nombre de la ley) pero a las víctimas se les exigen pericias, testimonios reiterados, y “pruebas” a sabiendas de lo inmensamente difícil que es comprobar agresiones sexuales sin señas físicas que sirvan de evidencia. Y no las habrá: pasados años y/o sin oponer resistencia, es casi imposible contar con lesiones retratadas o listas para descongelar. Pero igualmente serán exigidas las pruebas (inclusive si se trata de niñas pequeñas violadas durante años por padres, padrastros u otros miembros de sus familias, o niñas embarazadas como resultado del incesto ¿qué más evidencia quieren?).
Con o sin pruebas, con o sin justicia, las voces de las víctimas de violencia sexual, cada uno y una puede elegir no ponerlas en duda, escuchar, no ahondar su temor y su soledad. Yo puedo tener un punto no ciego sino fijo e inamovible, o si alguien elige verlo así, puedo pecar de “parcialidad”, y lo respeto, aunque disienta, pero para mí esto no se trata de ser parcial o no, sino humana y punto.
Creer a las víctimas, escuchar, tratar de entender que no debería haber espacio para tanta incredulidad si aun en las peores condiciones, con todo adverso, en una cultura como la nuestra y en un sistema judicial como el nuestro, un ser humano llega a compartir una historia traumática de abuso sexual infantil o violación. Es la indefensión total de un lado, y del otro, una ráfaga de molinos gigantes: una sociedad que duda, y abusadores que por su edad, su rol, o su peso público en muchos casos, favorecen la omisión u olvido de sus víctimas, y de paso, disuaden a cientos o miles más de intentar alguna restitución.
“Víctimas propiciatorias”, “de alguna forma consintieron”. Me pregunto si se darán cuenta quienes urden esas palabras, de lo que están haciendo, la llaga que ahondan con una cobardía que no por dejar la redacción a medias, se vuelve invisible. “Propiciaron la violación, consintieron ser violadas, horadadas, asesinadas”, podrían decirlo así (tal como lo piensan) y en realidad nada cambiaría, no para las víctimas: media frase o la frase entera, la sugerencia o la afirmación, la daga a 2/3 o 4/5 clavada, todo está hecho de lo mismo. El mismo juicio, el mismo hielo.
No arriesguemos que más niñas o mujeres se resten del derecho que tienen a vivir un proceso de develación, de escucharse y ser escuchadas, recobrar la voz, poco a poco, el curso de sus vidas, poco a poco. Nada es milagroso, ni ligero, ni rápido. Pero por difícil que sea desobedecer los silencios del vejamen, no pueden los actos de voz -rudimentarios, susurrantes al partir, luego más articulados, audibles- tomar lugar en la piedra, la espina.
El descrédito, por favor abramos los ojos, no es más que un nuevo abuso (de verdad lo es, no imaginan el dolor psíquico que provoca en las víctimas), la repetición o regreso simbólico de un verdugo que contaba con esa misma certeza conveniente que las sociedades todavía hoy permiten sentir: “¿quién va a creerte?”, “¿quién? a un niño o niña tan chicos, quién a una adolescente, quién, a una mujer. Y claro, los relatos del horror son confusos, atarantados, o en extremo asustadizos, y no comienzan con tranco firme, ni siquiera comienzan con la seguridad de que llegarán a la tercera frase. Aquí sí la voz es un lápiz que escribe chueco, a punta de lágrima y codazos internos, de borrones de grito en la memoria, muchos borrones (esto no puede ser, pero es, mil veces no, pero sí). No es extraño que la lengua se ponga torpe (¿se puede ahora decir lo indecible?), y los dientes rechinen, los huesos, y hasta la verdad que no importa cuantas veces sea pronunciada, siempre tiene un sonido que recoge el cuerpo, a veces más, otras menos, pero ese sonido, ese sonido, no hay cómo cambiar sus notas. Quizás por eso cuesta tanto que sea escuchado, me lo he planteado miles, literalmente, miles de veces. Quizás eso lo saben bien quienes abusan y a más poder, más distorsionada la escucha de quienes deberían concurrir por las víctimas. O acaso el poder termina dando lo mismo si los perpretadores dan por descontado que la indolencia es su garantía (mucho más de lo que otros seres humanos jamás seremos capaces de creer, de comprender). Todavía puede serlo, Pero no dejo de esperar ese día en que por fin se equivoquen.
Muchos papás y mamás nos preguntamos cuándo es el momento para enseñar “los nombres correctos” de las partes privadas, o si podemos usar diminutivos o apodos. No solemos hacer las mismas preguntas en relación a otras partes del cuerpo: simplemente las enseñamos usando sus nombres, con la mayor naturalidad. Es lo mismo para las partes privadas, y es positivo incluirlas desde el comienzo, incluso antes de que nuestros hijos comiencen a hablar. Hoy en día, el criterio es universal: lo encontramos en casi todos los jardines infantiles, salacunas, escuelas, en libros, en visitas al pediatra, etc. Esa sintonía expresa cuidado: la información es protectora, en cambio, la desinformación o la confusión desprotegen a nuestros hijxs.
Estamos compartiendo con nuestros hijxs una “historia” acerca del cuerpo humano, de sus cuerpos, que va con afecto, respeto, y mucha maravilla, al mismo tiempo que les enseñamos a cuidar, a cuidarse, a conocer sus derechos, sus límites y ejercerlos. Lo anterior representa un factor protector, y también empoderante para niños y niñas: provee un sustento para interacciones y relaciones que se irán construyendo en el tiempo, y para el desarrollo del consentimiento que quizás, cuando vemos jugar a nuestros niños pequeños, se ve todavía muy lejano, pero no lo es y ya comenzamos -desde el primer día- a nutrir su desarrollo. Lo demás, en las tarjetas 😉
Hay semanas vergonzantes. Otras además se sienten inhumanas. El 14 de marzo se conocieron los resultados del informe Jenafam, 2015 en el cual se indica que 79% de las denuncias por delitos sexuales que recibe la PDI, corresponde a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Son 4890, y no son los datos completos.
Para hacernos una idea, ha habido años con un total de trece mil, catorce mil denuncias. Esto no ha generado mayor reacción, y es durísimo admitirlo. Más bestial es la pregunta de cuántos niños tendrían que vivir qué clase de vejámenes para decidirnos a actuar, sin dejar pasar un día más. Fiscalía entregó estimaciones (como en 2014) de un abuso sexual infantil en Chile cada treinta y algo minutos, y no sé cómo se miran las manecillas de cualquier reloj después de saberlo, o cómo acunamos a nuestras hijas e hijos sin ver en ellos a todos los niños (sabemos que el abuso es transversal).
Un 8,7% de las niñas y niños que viven en Chile ha sufrido abusos sexuales –desde abuso impropio hasta violaciones- antes de sus 14 años (Unicef, 2012). Según un estudio de Carabineros del 2012, por cada niña/o que denuncia, otros 6 no llegarán a hacerlo. En Chile, sólo el 2% de los delitos sexuales –total país, adultos y niños- se reporta a la policía (PNUD, 2013). No da ni para pizca de iceberg.
Es efectivo que una mayoría de víctimas de abuso sexual infantil no devela; muchas compartirán su historia en la adultez y otras, nunca. Un número considerable de denuncias surge de situaciones muy extremas, o desde relatos que niños pequeños comparten de manera casi accidental(sin saber bien lo que viven o están contando en realidad). En muchos casos, el pedido de ayuda nace de la desesperación de niñas o niños abusados que quieren proteger a otros niños (herman@s, primos, compañeros).
Hablamos de develación, de denuncia, y nos detenemos muy poco a meditar sobre el significado de estas experiencias. Siendo adultos podemos sentir vergüenza (aunque no corresponda) al dejar constancia de la agresión de una pareja, y no hay cómo describir los sentimientos que acompañan una denuncia por asalto sexual o violación. Para los niños, el abuso sexual vivido excede todo: su estatura, madurez, vocabulario, capacidades. Cómo asimilar que personas queridas que debían cuidar, atormenten (sabemos que en su mayoría, los abusadores son de la familia o muy cercanos).
Es tremendamente complejo el proceso de denuncia, las fuerzas que jalan en direcciones opuestas, contar o no, y cómo, a quién, qué vendrá después. Imaginemos los niños al centro, y a su alrededor, todos los universos que ellos habitan y cuyas energías –de apoyo, contención, indiferencia o abandono- están percibiendo, sean o no conscientes de su influjo. Imaginemos al mundo adulto, desde diversos ámbitos, debiendo crear las condiciones que permitan a los niños que han vivido abusos, saber que pedir ayuda es un derecho, y que nosotros haremos algo con ese pedido.
El cuidado debería ayudarnos a evitar, colectivamente, daños evitables. Si fracasamos en eso, y aun con la consciencia de esa derrota, a lo menos el cuidado debería servirnos para acoger la voz y verdad de los niños, y sostener la denuncia y lo que se abre con ella, viendo una oportunidad de reparar y no de sumar más heridas. No es así, no todavía.
En el caso de muchas víctimas, sus familias no advirtieron el abuso, o bien, aun sospechando “algo”, optaron por “esperar”, por desconocer, y cuando la evidencia fue inapelable, aun así eludieron la denuncia y trataron de minimizar los hechos, o pidieron a las víctimas “paciencia” u “olvido” (como si fuera posible), para “no meter a todos en problemas”. Quizás los adultos reaccionan distinto cuando se trata de un extraño que de un abusador conocido, y se sentirá distinta, en uno u otro caso, la angustia frente a costos morales y materiales de un posible proceso judicial. Pero cualquiera sea el caso, los niños son leales con quienes aman y lo que piden, lo que sienten. No querrán ver a sus familias sufrir. Y si no perciben una voluntad clara e incondicional de apoyo, lo más probable es que callen.
Si faltara la familia, uno piensa de inmediato en otras personas de la comunidad que deberían notar que algo “anda mal”. Lamentablemente, la evidencia indica que las intercesiones ante el abuso sexual no son igualmente categóricas que cuando se trata de violencia física. Los vecinos prefieren no inmiscuirse, no “equivocarse”, ser precavidos y no “alarmar” con una denuncia (y podemos empatizar, pero si está en riesgo la integridad de un niño, ¿entonces qué?). El hecho de que ésta pueda ser realizada anónimamente no hace la diferencia, y en ciudades pequeñas o pueblos donde casi todos se conocen, la resistencia a ser “denunciante” es todavía mayor. También la soledad de las víctimas.
En la escuela, al menos, la denuncia es obligatoria –por sospecha o ante la evidencia de abuso sexual, física y/o mediante un relato del niño- y sin embargo, en demasiadas ocasiones se calificará de “problemáticos” a niñas y niños sin llegar a contemplar que en realidad, podrían estar siendo abusados.
Muchos profesores no cuentan con formación esencial –ni durante sus estudios de pregrado ni en sus lugares de trabajo- relativa a detección y respuesta frente a casos de abuso sexual. Otros educadores preferirán mantenerse ajenos para no verse obligados a notificar un posible caso a la justicia. Tal vez muchos más estarían dispuestos a correr el “riesgo”, quiero creer, si supieran que un número importante de niños y adolescentes habló por primera vez del abuso con un profesor/a por quien sentía afecto y confianza. La otra preferencia mayor es con las madres (o figuras maternas), y en el caso de los adolescentes, se mencionan también los pares (un mejor amigo/a o pareja). Muy escasamente aparecen profesionales como médicos, dentistas, psicólogos, asistentes sociales, etc. Y no son pocas las víctimas que señalan errores diagnósticos de parte de estos y otros profesionales. Cuántos “trastornos” de salud, conductuales, o del aprendizaje no eran sino una “voz” que intentaba develar, sin palabras, el abuso.
Los más chiquitos pueden usar el verbo “adivinar”. Los niños más grandes, así como sobrevivientes adultos de abuso sexual infantil, expresan en uno y otro estudio, o durante la psicoterapia, el deseo de que alguien hubiese sido capaz de prestar atención y reconocer su sufrimiento para socorrerlos y detener el abuso. Muchas víctimas sienten que sus cuerpos y emociones sí “contaron la historia”. Hubo quienes además usaron palabras, y tampoco fueron escuchadas. “Exageras”, “estás confundido”, “mejor no hablar de esto”. Volver al silencio; uno que, contrario a lo esperado, no habrá sido impuesto por el abusador, sino por las omisiones de todo un colectivo.
En relación al abusador, y no puedo saltarme este punto, sus amenazas, pactos, “secretos”, pueden ser menos determinantes en la no-denuncia que otras tensiones titánicas que enfrentan las víctimas. El desconocimiento y desinformación (la falta de educación en sexualidad/afectividad y en autocuidado y prevención) son un tremendo flanco expuesto. Ningún niño pedirá ayuda si no sabe que puede hacerlo o frente a qué. Tampoco lo hará si siente que, en alguna medida, es “culpable” de lo vivido o “no merecedor” de auxilio. En este sentido, es crítico el rol que juegan los medios e internet –donde nada se olvida- para niños que sí se dan cuenta de cómo se cubren noticias sobre delitos sexuales, y cómo se estigmatiza y desacredita a las víctimas, o se las desprotege al punto de que “todo el mundo termina enterándose” de sus historias, nombres, colegios, etc. Hemos visto cómo expedientes judiciales completos han llegado a la web con todo el costo que esa violación de la privacidad tiene para las víctimas, en todos sus entornos, en el presente y hacia el futuro.
Los niños y adolescentes que han develado, en su mayoría señalan como lo más reparador el que al menos una persona les haya creído y se haya mostrado dispuesta a detener el abuso. Pocas víctimas hablan de “castigo”, “sentencias”, o “impunidad”; ni siquiera de “justicia”. Son palabras más bien distantes del vocabulario y conversaciones de la infancia. Pero hay niños que sí llegan a saber por los medios que hay abusadores que continúan libres, como si nada. ¿Para qué denunciar entonces? Y si la denuncia se constata como una fuente de nuevos daños, es comprensible que muchas víctimas se retracten. Estamos muy claros en que la trayectoria de la justicia chilena aún expone a niñas y niños a la reiterada evocación del trauma (por eso la urgencia de contar con la ley de entrevistas videograbadas), en tanto muchos imputados tienen la prerrogativa de declinar evaluaciones psicológicas, optar a penas remitidas y hasta reducir años de cárcel por “buena conducta”, sin ninguna garantía de rehabilitación y no-reincidencia.
Las realidades y cifras de abuso sexual infantil están disponibles hace mucho, y más cuesta digerir la indolencia en un país donde a duras penas existe un proyecto ley –luego de 26 años de democracia- para la protección integral de la niñez, y donde día por medio se vindican los derechos humanos, pero de los adultos, o donde escuchamos hablar de “obligatoriedad de la denuncia” para víctimas de violencia sexual con una desafección alarmante, durante el debate para el proyecto de ley #3causales (recientemente aprobado en la cámara baja). Un 70% de las víctimas de violación en Chile son niñas: a ellas las ignoran, de ellas hablan con crueldad y sospecha, revictimizándolas. Y si fueran sus hijas.
Y si fueran las nuestras. ¿Podríamos decirles que confíen en su país?, ¿confiaríamos nosotros así como están las cosas? Cada uno con su respuesta, pero por favor pensemos en cuánta valentía y resiliencia han tenido los niños y niñas que aun con todo en contra, sacan la voz cada día, y los adultos que convierten esa voz en denuncia y apoyo para sus hijos, y en invocación, también, para nosotros.
Escribí hace unos días “Todo un pueblo”, reflexionando sobre el proverbio africano que el film Spotlight amplificó en resonancia al vincularlo al abuso sexual: “it takes a village to raise a child… and it takes a village to abuse them”. Se necesita de toda una aldea, de todos y cada uno, para criar a un niño…y para abusar de ellos también. Somos todos necesarios, asimismo, cada regazo y par de manos, para abrir paso a la verdad, ayudar a reparar. Ser un pueblo leal con sus niños. Ora na azu nwa (Igbo, Nigeria).
Este material ha sido preparado especialmente para niños y niñas en la prescolaridad y ciclo básico temprano, 0-7 años (puede ser más, he visto excelente resonancia hasta los 9, y en esos casos, se aborda con muchas más preguntas y opiniones que niños un poquito más grandes están en condiciones de desarrollar), y para ser trabajado en compañía de sus familias y/o docentes.
Una buena idea es fotocopiarlo y compartirlo con la familia extendida que siempre puede ser una gran aliada si cuenta con información acerca de qué etapas y tareas del desarrollo están viviendo nuestros niños, y qué temas estamos conversando con ellos y cómo podemos cuidarlos y guiarlos mejor.
Los elementos centrales de este material -inspirado en el libro “Mi cuerpo es un regalo”- son “mi cuerpo me pertenece, es mío, escucho su voz, lo cuido, me ayudan a cuidarlo, merece ser cuidado de la mejor manera”, y la noción de “círculo de cuidado” , ese grupo de personas que para los niños y niñas son fuente de afecto, confianza, y cuidado incondicional.
La “voz del cuerpo”, y las necesidades de salud y bienestar de cada cuerpo de los niños y las niñas, necesitan estar presentes siempre, son temas cotidianos, que podemos retomar a diario, en pequeños intercambios. Conozco a muchos niños/a que desde este acercamiento temprano a la consciencia de lo corporal, hablan de “mi cuerpo me pide más agüa, más postre, más juegos, más amor, o menos acelga o brocoli (jaja)” y que expresan sus emociones asentadas en el cuerpo.
Los límites comienzan aquí también, en los menos y más, en los después, en los “me da un poco de susto, me emociona, siento nervios (situaciones sociales nuevas, etc)”, o en los “prefiero jugar de esta forma sí y de esta no”. No puedo enfatizar lo suficiente, cuán importante es dar presencia al cuerpo y su voz, y ser nosotros capaces de escuchar y acoger lo que esa voz expresa, para que así nuestros hijos también aprendan a escucharse a sí mismos desde pequeños.
Es sumamente importante que trabajando este material, y siempre, periódicamente, en diversos contextos, propongamos a nuestras hijas e hijos nombrar una por una a estas personas, y nosotros registrar, esos nombres. Si son 5 (es un buen número), pueden nuestros niños, por ejemplo, anotar sus nombres en cada dedo de una mano, o hacer un dibujo (que reúna a la mamá, papá, alguna maestra/o, pediatra, un abuelox , por señalar algunas personas que se repiten en la mención/selección de niños de diversas latitudes).
Es fundamental, asimismo, conversar de quiénes son y por qué fueron elegidas las personas del círculo de cuidado, pero sin cuestionar sus elecciones. Si notamos que hay alguna que nos resulta particularmente preocupante (por ejemplo, una tía o primo mayor o padrino que no tiene límites, que establece relaciones demasiado intensas, o que continuamente fuerza cosquillas e interacciones físicas), necesitamos redoblar atención, si es posible explicitar a esa persona nuestras preferencias acerca de cómo interactuar con nuestro hijo/a.
Recordemos explicitar a los niñxs que en su círculode cuidado (o su lista de personas favoritas que los cuidan) se pueden agregar integrantes o bien, que puede haber “turnos” -un concepto con el cual los niños están familiarizados- y por ende, ellos pueden perfectamente cambiar a una persona por otra. Estas instancias, por último, son propicias para conversar en general sobre el rol y responsabilidades del mundo adulto en el cuidado (y todos: bomberos, carabineros, choferes, personal de salud, gobernantes).
En relación al círculo de cuidado, por último, es muy recomendable que conversemos y compartamos con quienes fueron nombrados por nuestros niños en su círculo de cuidado, cuáles son las expectativas que trae consigo este “nombramiento”: la disposición a escuchar sin juicios, a creer y acoger lo que los niños cuentan (luego podemos examinar o preguntarnos por esos relatos lo que queramos, pero al escuchar, acogemos sin cuestionar ni ponerlos en duda, sólo escuchamos), a estar disponibles pues en situaciones de “malestar” la recomendación es recurrir, contar y/o pedir ayuda de inmediato a alguien del círculo de cuidado.
La afirmación, explícita o no, es todo el tiempo: “yo te cuido, yo te aprecio, yo te creo”. Por cierto, es necesario que todos nos ayuden -me refiero a quienes son parte del círculo de cuidado- compartiendo oportunamente toda información que nos sirva para proteger y orientar mejor a nuestros hijos.
Como una música que siempre acompaña, los “derechos de los niños”, al menos los que dicen relación con el respeto a su integridad, el buen trato, la protección, el derecho a estar saludables y seguros, a contar con cuidados.
En relación a las partes privadas, partimos de la base que es indispensable enseñar sus nombres correctamente y reforzarlos de forma constante (más aún si todavía se usan apodos cariñosos para nombrarlas a veces). No se hace fácil compartir orientaciones como “nadie puede pedirte tocarlas o que le toques sus partes a otro”, pero todo dependen del tono en que lo hagamos, la carga o naturalidad que imprimamos a ese mensaje. Es un mensaje protector, es empoderante, va con amor: no necesita ser tenso o sombrío. Sereno y claro, eso sí.
En relación a los secretos, reforzar la noción de que no son secretos sino “sorpresas” los regalos o fiestas que se preparan para personas queridas, sin que podamos contarles por un tiempo. Hablemos con amiliares y amistades para que ojalá compartan esta noción también y eviten naturalizar los secretos. Igualmente, si algo es privado o personal, no es sinónimo de “secreto”. Que no compartamos algo con los demás no significa que lo ocultemos, o que no confiemos en alguien. Por ejemplo, en el colegio cuando comienzan los niños y niñas a hablar de un amigx especial o un niñito/a que “les gusta”, no hay obligación de contarle a medio mundo o responder preguntas (así sean nuestras, o de los abuelos, etc). Pueden responder “es personal”, o “ahora no quiero hablar de esto, gracias”.
Cuántas veces nosotros como adultos no hemos querido compartir un proceso íntimo y terminamos a contrapelo contando la historia completa sólo para que nuestra reserva no se interpretara como algo negativo, oculto, o vergonzante, o como poco afecto o desconfianza por nuestro interlocutor. A muchos no nos enseñaron de niños que hay temas, espacios “personales”, simplemente. Tampoco nos enseñaron que no estábamos obligados a saludar de igual forma a todas las personas, o a que teníamos un cuerpo al que podíamos llamar “mío” y prodigarle afecto y cuidados, o que era un derecho de los niños establecer ciertos límites y decir NO si algo nos hacía sentir incómodos, confundidos o asustados. El reforzamiento de esta idea de los límites y el NO es fundamental como factor protector en la esfera del abuso sexual, y en otros dilemas que irán enfrentando nuestros hijos conforme crecen y la relación con sus pares aumenta en importancia, junto a las presiones sociales, también.
Más que el abuso sexual y su prevención que es absolutamente indispensable y una responsabilidad nuestra, todos estos materiales que estamos compartiendo convergen en algo mucho más vasto que es el desarrollo del consentimiento. Estamos construyendo su suelo desde que nacen nuestros hijos, y en la etapa prescolar y escolar temprana nos jugamos una tremenda oportunidad de hacerlo sólido para el futuro. Gracias por concurrir, una vez más, VJ. Les invito a conocer la tabla:
La prevención de abusos es un imperativo para todos los que somos madres y padres, convivimos y/o trabajamos con niños y niñas. Por supuesto nos hacemos decenas de preguntas antes de emprender este camino: ¿no será demasiado, realmente es necesario, cuánta afectará su inocencia o confianza en el mundo, no estaremos pecando de sobreprotectores, histéricos, etc? Categóricamente SI a la necesidad de la educación y prevención, y rotundamente NO a los cuestionamientos sobre nuestra “exageración”.
Esto se trata de responsabilidad, de cariño, de honestidad en la presentación de un mundo -el que van habitando y haciendo suyo nuestros hijos- donde siguen siendo más las personas que cuidan, pero donde también existen motivos para estar muy atentos en la protección.
Los niños, llegada cierta edad y conforme crece su capacidad de comprensión, saben que exiten “desviaciones” del bienestar y el cuidado: escuchan hablar de robos y ladrones, de la violencia y las guerras, o el maltrato a los animales, o los daños al medioambiente. No por estas nociones van a quedar para siempre traumatizados, atemorizados, o van a perder vitalidad y alegría. Pero claro que dudamos, en lo personal y aún trabajando en esta esfera, se me ha hecho difícil con mis propias hijas (y querría un mundo donde jamás hubiese sido preciso hablar de abuso sexual o combinar esas dos palabras en relación a los más indefensos). Hasta que constato que su entusiasmo y maravilla ante la vida, y el disfrute de los vínculos, no cambian porque hayamos conversado de “riesgos” o de medidas de autocuidado.
Por el contrario, entregar ciertas herramientas se siente empoderante. Y obviamente no vamos a hablar de “delitos sexuales” o “redes de pedofilia” a niños pequeños (aunque crecerán y nos preguntarán muy seguramente por éstas y otras nociones difíciles), pero sí de formas de tocar apropiadas y completamente inapropiadas, del derecho a decir NO y protegerse, y junto con ello estaremos nosotros muy alertas en el cuidado y el rol que nos pertenece, en la supervisión, la guía, sin dubitar ni creer por un momento que por esto afectamos el espíritu democrático y respetuoso de nuestra crianza, sino que estamos ejerciendo responsabilidad y dando ejemplo de ella.
Si por ejemplo, definimos controles parentales o reglas -por ejemplo, en relación a ciertos juegos de video y la edad que indican, ni un día menos; o a cuentas en redes sociales, uso de internet, uso de celular generalmente pagado por nosotros, etc-, no nos convertimos en “policías” ni tiranos ni padres “anticuados”, se trata de reglas claras, y de una actitud de cuidado que los niños aprecian cuando es translúcida, y no un subterfugio para el control sin más. Además, las reglas se reciben bien cuando se acompañan de diálogos y escucha, de entrega de información imprescindible (aunque no nos guste, aunque nuestra opinión sea negativa en relación a ciertos temas, no negamos datos vitales, que aportan al autocuidado de nuestros hijos), y sobre todo de amor y respeto.
En esta tabla volvemos sobre elmentos como la información precisa, educación en sexualidad/afectividad y relaciones humanas, conversaciones acordes a las edades, contextos, y capacidades de comprensión de los niños; el respeto a la “voz del cuerpo” e intuición, enseñanza de derechos, ejercicio y expresión de preferencias, y límites-límites-límites (una herramienta imprescindible). Son algunos pilares fundamentales, que siempre están en actualización, para la promoción del cuidado y la prevención de abusos. Más vasto aún: alcanzan el desarrollo de la identidad, del autoconocimiento, de la autoconfianza y autoestima de nuestros hijxs, y progresivamente, en la mirada de mediano y largo plazo, están proveyendo la base de sustento para el consentimiento adulto. Muchas gracias por concurrir. VJ
Estaremos compartiendo diversos recursos que, aunque vuelvan sobre contenidos y recomendaciones más de una vez, creemos siempre útiles y necesarios en el empeño de promover los buenos tratos y el respeto a los niños y niñas, y de prevenir toda violencia contra ellos, y muy específicamente, el abuso sexual. Nunca estarán de más todas las herramientas de las cuales podamos valernos y que podamos poner en manos de nuestros hijos, recordando también, que es central compartirlas con nuestros entornos más cercanos. Este esfuerzo es colectivo, y necesita consistencia y continuidad: donde quiera que vayan los niños, cualquiera sea el espacio donde se encuentren, en todos los vínculos significativos, ojalá puedan reconocer claves comunes y conductas semejantes entre adult@s que cuidan.
Las siguientes tablas tienen un foco en aspectos relativos a las comunicaciones e interacciones entre adultos-niños. Me gustaría señalar que aunque el centro está en lo explícito (lo que verbalizan los niños), nuestra escucha también necesita acoger y resonar con lo que no dicen, no con palabras, pero sí con gestos, estados de ánimo, síntomas del cuerpo, o la sola “intuición”, el “no sé por qué pero no quiero ir a ese lugar”. Como señalan las tablas no hacen falta explicaciones -que por lo demás, a veces los niños pequeños no tienen como expresar u organizar-, y respondemos de todos modos. En descargas sucesivas iremos revisando en detalle estos y otros contenidos de utilidad, esperamos. Gracias por vuestra atención y lo que nos motiva en el cuidado. VJ