“Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y nuestro porvenir. Por eso nos parece que son de goma, y que les bastan nuestros cuentos para dormir.” Joan Manuel Serrat
Nunca he terminado de escuchar Esos Locos Bajitos sin bordear ese llanto de “no sé por qué”: alegría, nostalgia, amor y maternidades, la memoria de las hijas o las propias infancias que en nuestros cuerpos adultos, si los imaginamos como Matrioshkas, no serán necesariamente la última muñequita casi irreconocible (un poroto colorido) de la secuencia.
No sería capaz de escuchar a Serrat en estos días. Tampoco sé cómo he sido capaz de hacer lo mínimo. Confinamientos prolongados en la biografía y contrapuntos entre fragilidades y resiliencias –junto a un par de epidemias que me encontraron en los lugares menos indicados estos últimos 15 años- pensé serían un pedazo de suelo razonable desde el cual hacer frente a lo que venía. No sé si lo ha sido.
Fui de las que, al escuchar las primeras noticias sobre coronavirus, alzó orejas de ciervo, algo que confieso me cuesta poco (la hiper/atención es mi copilota). Mi marido se divirtió un poco a costa de mi alarma en febrero, pero pronto se sumó a los esfuerzos de salud: ambos somos grupo de riesgo, y la pequeña siempre, sólo por ser niña. Tres de tres en un solo hogar.
Cada semana transcurrida sin que un estornudo alérgico termine en fiebre y tos o más, ha sido un alivio, pero desgarrador. Es primera vez que lo verbalizo.
He sentido miedo cada vez que mi compañero debió salir a trabajar, y como muchas mamás con las que hablamos seguido, podría repetir en piano, nota por nota, la frecuencia respiratoria de la más chica. He disimulado, también, sentimientos jodidos (viva la bodega, el closet o la ducha donde desahogarse), y he agradecido de estas semanas el acurruque que, frente a la adversidad y lo incierto, puede afirmarnos tanto.
En el silencio de la ciudad, he escuchado más claramente la desafección. Queda en mi aire, lo ennegrece y agita, cada vez de repasar mensajes de las autoridades sanitarias. No necesito descifrar nada: las sanas alertas aprendidas en años, se han encendido con razón. Es tan insoslayable el conflicto de prioridades –y la derrota más frecuente es del cuidado cuando se trata del modelo-, tan inhóspito el trato, que no hay cómo ablandar la realidad. Me anima al menos no dejar de verla, no perderme, ser testigo.
Dibujar todos los días, si es preciso, el límite fiero de nuestro amor frente a quienes tratan de correrlo a punta de miedos y gaslighting para empujarnos a hacer lo que en todo el cuerpo sabemos que no debemos hacer: enviar a hijos e hijas hacia el virus, trasgredir el cuidado, traicionar los afectos. Y hasta la cordura.
La presión constante con los niños, los “regresos graduales, seguros”, etc., al trabajo de antes, a la vida de siempre (o parecida) es agobiadora, e irreal. Gaslighting, nada más. Con los niños, el corazón frío del adultocentrismo. El escaso respeto por sus tiempos, su trayectoria de cachorros.
El tiempo no camina hacia atrás; no está disponible para piruetas extrañas ni estancamientos, y menos para ser cómplice de negligencias de nadie. Tampoco de un gobierno, en ningún lugar del mundo (da para posteo aparte la diferencia entre liderazgos femeninos y masculinas durante esta pandemia).
Entre las incertidumbres que abundan, si una certeza tengo es que con la vida no se juega, y no voy a obedecer instrucciones que arriesguen daños o pérdidas deliberadas de salud y de vidas.
“Cruce la calle con el semáforo en verde, use cinturón de seguridad”, etc., ningún problema. Considere que pronto enviará a su hija junto a miles de niños, profesores, auxiliares, a las escuelas, en pleno peak de una pandemia que se proyecta hasta fines de este 2020: de ninguna manera. No quiero usar palabras más duras que me rondan. Pero las macero.
La protección de la integridad es un principio consagrado para todos, también para los niños. Primero los recursos legales. Luego no sé. Hoy finalmente tres ministros o ex ministros en Brasil se querellaron contra el presidente por negligencia genocida. Me deja pensando.
Por lo pronto tropiezo cada ciertas horas con este NO que ha sido el más rotundo y enfurecido que recuerdo en años, décadas incluso. La activación de la leona interior es decir poco. Son todas las madres del reino animal, los padres también, metidos en este cuerpo ni tan grande pero capaz de volverse estampida de cuidado ético y responsabilidad, cada vez que oye “regreso a….” y otras tonterías irresponsables, o lisa y llanamente criminales.
No puedo olvidar lo que ha registrado la memoria a un mes y algo de cuarentena en Chile. Tampoco los recuerdos recientes del 2019. La palabra mutilación es imborrable y lo será mientras viva. Las ausencias imperdonables, también, mientras viva.
Una siempre espera que, ante una situación desconocida o intimidante, que afecta a un planeta completo y las vidas de todos, podamos levantar la vista buscando a quienes más saben o más experiencia tienen, o más poder de decisión en pos del bien común. Sin ceder razón ni corazón, dejarnos guiar era una necesidad, sigue siendo.
Sin embargo, pese a toda buena disposición, me ha sido casi imposible confiar consistentemente en quienes no hablan con la verdad, y ocultan o ignoran lo que señalan los expertos, o bien lo incorporan de forma intermitente, lenta y confusa en decisiones donde lo que se juega es literalmente la vida o la muerte.
Trauma, oportunidades de cuidado
Qué oportunidad de construcción comunitaria, hasta aquí, tirada por la ventana. La relación cívica en Chile venía lastimada en lo más profundo, y lo que tocaba era -sigue siendo- mitigar desconfianzas para poder cuidar unos con otros, y no continuar reforzando separaciones ni abusos. Tantas tensiones a la sanidad que intentamos salvaguardar desde nuestras preguntas del cuidado humano, muy claras.
¿Cuida a la población, por ejemplo, el ocultamiento de datos en medio de una pandemia? No. Eso basta para desconfiar. Aunque la gestión del Estado hoy o sus resultados mañana, fueran satisfactorios en un número de aspectos –y algunos lo son- o así el ministro de salud fuera nobel de medicina, la falta de transparencia no puede pasarse por alto. Es autodestructivo hacerlo.
Sí puedo confiar todavía en epidemiólogos, profesionales de salud, y algunos organismos nacionales e internacionales que nos guían en base a datos y evidencias. Su constancia vigilante frente a la trayectoria de contagio, su disposición a sumar esfuerzos (aunque hayan debido interrumpirse por razones de consciencia que entiendo plenamente), son un factor tranquilizador y lo agradezco.
Prefiero la inteligencia y emoción bien equilibradas, las ciencias y el amor llevando las riendas, sin descartar a nadie. Lejos de manipulaciones que van siendo cada día más estridentes, y de la frivolidad que ha derivado en que miles de personas sientan -contra toda racionalidad, y justamente porque el momento es traumático- que es posible salir a tomar café, ir al mall o a la peluquería, o a paseos fuera de las ciudades, porque autoridades así lo han habilitado.
Las indolencias que se dejan sentir en el discurso público y las decisiones, u omisiones de la autoridad, nos fragilizan, física y mentalmente. No son un “detalle” para nuestra salud. Quiero tomar un momento para compartir que un sentimiento y un relato que se repite en sobrevivientes de maltrato físico grave y de abuso sexual infantil, es el de dispensabilidad. La vida devaluada en la violación, la golpiza, la humillación: fuera de la órbita del cuidado, llega un punto en que el sufrimiento es tanto, que hasta la muerte querría morir de pena acurrucada a un cachorro humano que siente que “no da más”.
Vidas, no vectores : “Hasta que se trata de nuestros niños”
Lo dispensable nos ha rondado este tiempo, no sólo a sobrevivientes, sino a todos. Necesitamos saber que nadie sobra, de ninguna edad. Que la vida se cuida porque eso es lo único digno y humano de hacer. Dejar de insistir en enfermedades previas o ancianidades para minimizar duelos; cansarse de una buena vez con la referencia a los niños como “vectores” y no como personas, solamente. Personas que pueden enfermar. Morir también.
Los índices de contagio y mortalidad infantiles pueden ser muy bajos, y un 1, 2, o 3% parecen tan invisibles como los propios niños en nuestras sociedades. Pero la CDC señaló muy recientemente que “niños y niñas de TODAS las edades están riesgo de contagio, si bien las complicaciones parecen ser algo más suaves en la población infantil que en la adulta, eso, según los limitados reportes disponibles en China y EEUU”, por cierto, dos países que distan de ser un ejemplo cuando el primero ha ocultado datos al resto de la humanidad, y el segundo ha diseminado información aberrante y arengado a su población a repeler medidas sanitarias a toda costa. De ahí el acto terrorista del pasado jueves 30 de abril en el Capitolio de Michigan. Menos mal nadie salió herido.
Pero pensaba en la policía,protegiendo la sede de gobierno, a los civiles y a la Gobernadora retenidos en el primer piso del edificio, en tanto desde el segundo un grupo delirante apuntaba sus armas al hall central. Oficiales arriesgando sus vidas por esos ciudadanos también -que no quieren ser protegidos-, y por ellos llevando más riesgo toavía a sus hogares, a sus niños. Justamente, el 19 de abril recién pasado, murió la única hija de una policía y un bombero de Michigan, ambos servidores públicos y trabajadores esenciales.
Skylar era una niñita sana y llena de energía. Tenía 4 años al momento del contagio de covid 19 al que siguió una meningitis, la conexión a un ventilador -cumplió 5 años sin saber- y luego de casi un mes hospitalizada, su cuerpo no pudo más.
Su abuela reflexionaba en la partida: “te dicen que los números son bajos”, y casi creemos que es menor el peligro, que no va a tocarnos, “hasta que se trata de tus niños”.
No es la primera muerte infantil por covid 19 ni será la última en EEUU ni en el mundo. En Chile no ha ocurrido ninguna todavía, y ruego que siga siendo así. Los adultos resistimos muchas cosas, pero el límite más delicado y más intenso suelen ser nuestros hijos e hijas. No llegaremos a verlos como “vectores” o vectores bajitos, solamente, cuando vamos entendiendo mejor la magnitud y alcance de la pandemia.
La CDC ha dejado muy en claro que los niños pueden no sólo contagiarse y ser asintomáticos, sino que pueden también sufrir las peores consecuencias. También desde el Reino Unido, el llamado es a no bajar la guardia. La Soc. de Cuidado Pediátrico Intensivo (PICS, en inglés) y el NHS han advertido –y alertado- el incremento de un número pequeño de casos durante ya tres semanas, de niños con covid19 que presentan cuadros inflamatorios multi-sistémicos. ¿Cómo evolucionarán? ¿No merecen máxima atención?
En Chile, mientras tanto, un presidente, ministros de salud, de educación, siguen con la venda en el alma. “Hasta que se trate de nuestros niños”.
Elecciones y acciones urgentes en pos del cuidado y sostén de la vida
Nos hablan desde el futuro, quienes han vivido la peor parte de esta experiencia en otras latitudes. Nos piden cuidar. Los niños son vulnerables por su etapa simplemente; siguen estando expuestos a diversos contagios –coronavirus no es lo único-, y a enfermedades como el sarampión frente al cual la cual podrían no contar con mínimas defensas debido a la alteración de los calendarios de vacunación. También su salud mental sufre con el encierro, con la preocupación por seres queridos y abuelos, con el estrés por la escuela -en la nostalgia por sus compañeros, o la lid con las clases a distancia- o la angustia que perciben de sus padres, y en un entorno que se pregunta o teme por el futuro, mucho más, si el presente se siente a duras penas sostenido.
Tampoco las violencias se detienen en nombre de ninguna calamidad ni virus.
Los abusos sexuales continúan, el consumo de pornografía infantil (en video y streaming con niños que han sido secuestrados o son traficados y explotados por redes siniestras) se ha triplicado en países como Filipinas, Tailandia y Cambodia. No tenemos otros datos, pero números hórridos o no, sabemos de estos horrores y los vivimos aquí también. Tuvo que existir Hualpén para recordar, una vez más, el voto de cuidado y no abandono que continuamente incumplimos como sociedad.
No se trata de alarmar ni ser pesimista. Estamos dotados de razón y pensamiento precisamente para momentos como el que atravesamos, donde de pura ansia de vivir necesitamos también reconocer el peligro y actuar con realismos y sin temor de hacernos preguntas, ni de expresar consensos y disensos respetuosa y asertivamente, cuidando, aun en lo inhóspito, valores comunitarios y democráticos.
Ojalá llegue el momento de no necesitar volver continuamente a visibilizar la grieta donde se nos sueltan de las manos miles de niños y niñas, y los perdemos también. Por eso antes, el círculo de cuidado, todo el tiempo, pandemias o no, que no haga diferencia. Cuidando entre todos (palabras antiguas y entrañables, aunque sean usadas hoy en esloganes vacíos de agencias estatales escasamente activas o éticas en el cuidado).
El cuidado, los apegos, los afectos, los vinculos de respeto, la incondicionalidad, el consuelo, el aliento y apoyos mientras crecen niños y niñas, son factores de salud, de resiliencia, y necesitan de cultivo, tiempo, desprendimientos, la atención continua de los adultos cercanos y de la comunidad.
Confundimos tal vez resiliencias, con resistencias al maltrato y a cualquier adversidad. Niños y niñas son dúctiles, vitales, quieren jugar, seguir adelante, y puede hasta parecer que son de goma como canta Serrat. Pero no lo son. Considerarlos sólo como transmisores o vectores de covid19, lentamente los deshumaniza y permite que se haga más fácil descuidarlos durante la pandemia. Las tasas de covid 19 y mortalidad en la infancia pueden ser bajas, pero por favor, no lleguemos ni por un segundo a verlas como insignificantes. No esperemos a comprender la magnitud de esta pandemia, la responsabilidad irrecusable de los Estados -o la negligencia criminal de algunos, rasante en lo eugenésico-, ni sigamos perdiendo tiempo precioso para responder con la urgencia de cuidado que necesitamos fortalecer, “hasta que se trate de nuestros niños”.