Vaticano, justicia y abuso sexual (o peras al olmo)
Confusiones, injusticias, el Vaticano.
En las noticias: la desvinculación de Peter Saunders, sobreviviente de abuso sexual y miembro de la “Comisión para la protección de menores” creada por Francisco I. El comunicado oficial del Vaticano fue que Saunders se ausentaba (una suerte de licencia o sabático) para pensar en formas de continuar colaborando, pero él objeta esta versión y exige reunirse con el pontífice para clarificar su situación (ver nota de prensa).
No termina de despejarse la turbulencia anterior, cuando viene el segundo golpe: la prensa denuncia orientaciones entregadas por el Vaticano en la “inducción” o capacitación de obispos entrantes, sobre su no-deber de denunciar abusos sexuales a las autoridades civiles (no se explicita si presuntos o confirmados, así es que asumo ambos) .
No se trata de “opiniones” o “declaraciones” desafortunadas. Son lineamientos establecidos y no son nuevos: vienen impartiéndose desde el año 2001, y fueron presentados públicamente, en su momento, en una conferencia de prensa.
Redactados por Tony Anatrella, sacerdote y psicoterapeuta (cuesta creerlo) consultor del Consejo Pontificio para la familia, estos lineamientos señalan que “De acuerdo al estado de las leyes civiles de cada país donde la denuncia es obligatoria, no es necesariamente el deber del obispo referir los sospechosos a las autoridades, la policía o los fiscales del Estado en el momento cuando quedan al tanto de crímenes o hechos pecaminosos” (leer).
La indicación (textual) así fuera una “sugerencia”, una insinuación, una lectura entre otras posibles (“no es necesariamente”, ¿qué significa eso?), es de la mayor gravedad. Podría decir inmoral, aberrante, pero los adjetivos sobran a estas alturas.
Imaginemos a cualquier institución o autoridad -movimiento scout, fuerzas armadas, ministros de gobiernos- instruyendo, o comentando públicamente sobre la “no necesidad de denunciar abusos sexuales” (o cualquier crímen de lesa humanidad) a la justicia. ¿Cómo reaccionaríamos? y también, ¿cómo deberían reaccionar otras autoridades de quienes no se oye pío? (recordemos 2013, cuando profesionales de UnicefCL y la Comisión Jeldres omitieron denunciar abusos “por respetar anonimato” en una encuesta de satisfacción -mal construida, además-, y por “ser funcionarios internacionales”; impunidad total).
La responsabilidad de los obispos, según Anatrella, sí contempla “estar en conocimiento de leyes locales” (que es lo mínimo…aunque no se las respete, pero eso lo agrego yo). Frente a los crímenes, el deber llega hasta el tratamiento “interno” de las acusaciones, y sabemos ya lo antojadizo e impune que entraña ese concepto. “Interno”: a puerta cerrada, encubriendo, negando.
Los obispos parecen olvidar, completamente, que NO están por sobre la ley y que además de tener las mismas responsabilidades de cualquier ciudadano, exisste una responsabilidad moral, humana, y adulta más encima, de la que no se eximen.
Las indicaciones de Anatrella empeoran en relación a las víctimas, y son de un desdén frigorífico (no existe la palabra “crionizante”): si éstas quieren denunciar a la justicia, es de su resorte ver forma de hacerlo pues por lo demás “el procedimiento es de conocimiento público” como asimismo el hecho de que los abusos “en su mayoría ocurren en contextos intrafamiliares”, es decir, extra-religiosos.
Las acotaciones anteriores sobran, en realidad, pues es claro que desde el Vaticano no se necesita mayor justificación para la impunidad. Sólo es. Una enfermedad sistémica, un hábito de siglos que se resiste a dar pie atrás. No queramos adjudicar responsabilidad única a personajes oscuros que engañan a un pontífice ingenuo y víctima de la desinformación alevosa. Francisco I es responsable de la Iglesia Católica y además lidera un Estado. No puede no saber, ni nosotros seguir haciendo como que no sabe.
Es imposible, para cualquier ser humano cuerdo, intentar leer eventos recientes -y muchos otros- desde la consigna (y no es más que eso, en realidad) de “tolerancia cero” para el abuso sexual que declamó Francisco I hace un tiempo. Vacante de sentido, de todo sentimiento.
El escándalo por el conocimiento público de abusos sexuales a niñxs y jóvenes estalló en los ochenta (en EEUU y otros países del hemisferio norte). Estamos en 2016. Cuánto hemos esperado. El encubrimiento, las “palmadas en la mano” a abusadores y pederastas, el no hacerse cargo del problema sistémico y de un reflexión radical sobre la sexualidad y el poder al interior de la Iglesia…nada…el tiempo detenido.
Una sensatez ganada con los años, es haber aprendido a no pedir “peras al olmo” como nos decían los abuelos. En el mundo en que habitamos, asimismo, si alguien, por un largo período, muestra una forma de ser y de comportarse sostenida a lo largo de los años, no veo por qué podríamos continuar esperando algo distinto. Del Vaticano, por ejemplo. No va a actuar desde el cuidado, no espontáneamente. Esa expectativa imposible: que no nos duela más.
Resistir la injusticia es otra esfera; rebelarse contra la ignominia y tener la capacidad de ser a la vez profundamente solidarios con las víctimas, comunidades, y con nosotros mismos. Permitirnos sufrir todavía o suspender nuestro juicio de realidad frente al proceder de personas como Francisco I, es una pérdida de energía. Lo digo con pesar. Con impotencia. Pero sin duelo.
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Desde el nombramiento del Papa –y dado el historial de la Iglesia, no daba como para conferirle confianza ciega, a él ni a nadie-, las señales han sido consistentemente inconsistentes. Y terminamos cansándonos, perdiendo salud en la oscilación (tóxica a estas alturas, y perdón la dureza del término) entre la esperanza y la decepción recurrentes.
Si se tratara de una amistad o una relación de pareja, ya habríamos decidido retirarnos, por autocuidado. Es más complejo desistir cuando se trata de algo tan inmenso e importante como para muchas personas es su fe, vivida de la mano de la pertenencia a una religión e Iglesia donde no todo es tiniebla –aunque las máximas autoridades actúen con más sombras que luz- y donde existen todavía millones de hombres y mujeres, y niños, habitando “el lado claro de la fuerza”.
La educación católica, asimismo, sigue contando con enorme adhesión y son miles de alumnos estudiando en sus jardines y escuelas. Independientemente de nuestra opinión acerca del enlace entre derecho a educación y elecciones de consciencia –que seres humanos de cinco, o siete años, no están en condiciones de realizar, y aquí hay una reflexión pendiente-, no podemo distanciarnos (en el sentimiento comprensible de “no quiero más, batalla perdida, por lo demás no es mi/nuestro colectivo”) ni abandonar a esa infancia, o a la comunidad donde adherentes y no adherentes a la Iglesia, convivimos, construimos, y aspiramos, en general, a una vida buena, especialmente para la nueva generación.
La niñez no merece ser confundida del mismo modo en que nosotros lo hemos sido durante décadas (siglos, en realidad). El Papa Fco I, sostiene y nos expone, además, una y otra vez, a esa confusión, y son demasiadas como para creer en accidentes (menos, dada su pericia política). Lo que sí necesitamos, creo, luego de tanto ahogo, es serenamente observar y re-pensar cómo vamos en esta experiencia.
Es un patrón, no hay ya cómo omitirlo: dichos por un lado, acciones por otro; esa sensación resbaladiza, insegura, que no ceja. Años en el mismo loop. Desespera. Exaspera también. En la memoria reciente: el nombramiento de J. Barros como obispo de Osorno, el tono despectivo (y autoritario) de ciertas declaraciones de Fco I en relación a la feligresía Chilena y de esa ciudad, o su impavidez ante el sabotaje desde el arzobispado en Chile, de un hombre como Juan Carlos Cruz, que debió haber integrado la Comisión de protección a menores.
Recordemos las declaraciones del Papa sobre los niños y la condonación del castigo corporal, para luego pontificar sobre la ternura o la protección de la vida, del medioambiente, y países completos olvidan ausencias inmisericordes en materia de abuso sexual mientras vitorean al pontifice y celebran anécdotas simpáticas.
En México, recientemente, las celebraciones eran dos carnavales de Río en uno, como si en ese país no hubiesen ocurrido los abusos más atroces a manos de sacerdotes católicos y de la Legión de Cristo (no hay que dejar de ver el documental “Agnus Dei” de 2010). Esperemos esto NO suceda en Chile, si se materializa la visita anunciada.
Francisco I insiste en que los abusadores están mayoritariamente en las familias, no en la Iglesia (y la estadística así lo refleja), pero no puede hacer como si los miles de niños, niñas y jóvenes (y también hombres y mujeres adultas) vulnerados por sacerdotes y/o religiosas, fueran un pie de página entre las millones de víctimas en el mundo.
En cualquier entorno donde ocurra el abuso, importa. Y la actitud y respuesta de la autoridad de la Iglesia frente a abusos ocurridos en su seno (ignorados, encubiertos, minimizados, obstaculizados en su justicia) expresa una indiferencia que no sólo revictimiza y abandona a sus víctimas sino que exonera y habilita, de algún modo, el abuso e indiferencia para con todas las víctimas de abuso sexual infantil, a nivel mundial.
El mes de septiembre, en entrevista en CNN, en EEUU, sólo proponer la pregunta –que yo no podía dejar de explicitar- sobre la consistencia en las acciones de Francisco I en relación al abuso sexual, generó comentarios en las redes sociales locales. Me quedé pensando, al concluir la transmisión, cómo un grupo de personas en un país donde ni siquiera existe mayoría católica, y dónde mucho se ha avanzado en develar y perseguir los delitos de abuso sexual –sea quien sea el responsable-, parecía hechizado ante el carisma del Papa y dispuesto a la amnesia, a lo menos transitoria, sobre todo horror pasado y presente.
Quizás es sólo humano negarnos a la posibilidad de tanta corrosión de instituciones y credos, o de la falibilidad que nos habita a todos, y que en sacerdotes y religiosas puede llegar a trasgresiones tan extremas como el abuso de poder expresado en delitos sexuales contra indefensos. La dificultad mayor, acaso (yo sé que lucho con ella) está en la intersección de identidades, y en nuestra capacidad de aceptar versiones del ser no sólo contradictorias, sino enemigas, en otros, y en nosotros mismos.
Un dictador terrible podría ser un abuelo adorado por sus nietos; un actor o estrella de rock magistrales, ser violadores o traficantes de droga; escritores o escritoras admirables por obras dedicadas al amor, podrían ser padres o madres y parejas narcisistas y desleales.
El contrapunto gracia-error, belleza-horror va con nosotros, junto al ser “heribles” e hirientes, proclives tanto a la bondad como a la crueldad. Llevo años intentando integrar de un sacerdote que me era, es, fue querido (no sé cómo conjugar los verbos, me cuesta hasta nombrarlo, y continúa el luto), su dimensión heroica en tiempos lóbregos de nuestra nación, junto a la dimensión abusiva de su relación con jóvenes. Duele más, de ‘ácido-en-el-alma-duele’, porque no hubo un mínimo acto de contrición, de responsabilidad y valentía para enfrentar las consecuencias de sus trasgresiones, y para restituir a las víctimas.
La lucha interna es fuerte, pero no porque la Iglesia no haya mostrado compasión para con las víctimas de abuso, pasado y presente, tiene uno que renunciar a la compasión y las segundas oportunidades (segundas, no enésimas). Lo anterior no quiere decir que no exista un límite y lo necesitamos hoy, cuando forzarnos a acoger más de lo mismo, se vuelve en contra de la propia integridad, psíquica, emocional, incluso orgánica. Como individuos, y colectivamente. Hay que sostener nuestro autocuidado
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Podemos no dejar de lado el respeto (eso nunca), pero sí la comprensión y el beneficio de la duda se han agotado en relación a la figura del Papa y sus acciones, su círculo cercano, y un número no menor de obispos y cardenales” que a nivel mundial (y en nuestro propio país) no disimulan su desinterés frente al abuso sexual infantil y la reparación debida a sus víctimas.
No es tiempo de candor ni de confianzas incondicionadas. Contamos con información excesiva: alcanza para blindarnos de ingenuidades y auto-trampas cuyo mayor peligro, creo, es que podrían desacelerar o debilitar el sentido de premura en acciones emprendidas por la justicia civil contra sacerdotes/religiosas encontrados culpables de delitos de abuso. Hemos perdido ya mucho tiempo.
Dependemos como ciudadanos de la justicia civil que es la única que puede sancionar, por bien de la comunidad, los delitos de abuso sexual y a quienes los cometen, son cómplices, encubren y/o no denuncian.
La sanción de abusadores sexuales (encima reincidentes) necesita ser desde su separación del colectivo, para proteger a las víctimas y a todo niñx y joven. Pero “separación de la comunidad” no equivale ni remotamente a retiro espiritual, sabáticos en el extranjero, y/o reprogramaciones conductuales improbables (como esas clases de ética mandataria para empresas coludidas en Chile). Todas esas actividades se realizan bajo una atmósfera de feriado o vacaciones que es inaceptable (y siempre revictimizante).
Por años, la Iglesia ha sabido de los abusos sexuales, interferido con la justicia civil (no colaborar es una forma de interferencia flagrante), y demorado en la canónica, o evitado directamente la sanción de abusadores/as que ni siquiera son excomulgados o pasados a retiro permanente. Todo lo contrario. No olvidemos que John O’Reilly – de quien todavía no se conoce qué ha resuelto la Iglesia, a más de un año de la sentencia emitida por tribunales chilenos- hace vida social en vecindarios cercanos al de sus víctimas. ¿En qué mente medianamente sana y bienintencionada puede llegar a ser aceptable por un día siquiera, esta realidad?
Francisco I es un ser humano con atributos y también con contradicciones, seguramente, pero en lo que es evidente a nuestros ojos, protagoniza un record en relación a la temática de abuso sexual que no es encomiable ni confiable. Desde ahí, distintas personas podrían elegir continuar o no siendo parte de la Iglesia, sentir o no afecto por el sumo pontífice (a pesar de todo), o ver la forma de empujar cambios desde dentro o fuera de la comunidad católica. Pero confiar, no veo cómo.
El elástico no parece vencido, sino roto. Da pena ponerlo en esas palabras, desde el afecto y respeto que podemos sentir por sacerdotes y religiosas que sí cuidan y son dedicados trabajadores por la niñez. Si desde fuera esto se siente amargo e indignante, imaginemos cómo se experimenta desde la pertenencia.
Parte del amor de vivir, se expresa en seguir tratando, aun en contra de lo que indica la razón. A veces el mayor acto de entrega es sencillamente no darse por vencido (como decía una vieja sabia en relación al matrimonio: “hay días en que el amor más grande está en no-irse, no mandar todo al diablo”); seguir en la gesta, cualquiera sea, a pesar de saber que seremos derrotados, o lesionados.
Sin auto engaño, continuamos atentos y en movimiento por adhesión al ser profundo; a una suerte de fuerza de gravedad interna que nos impide restarnos de hacer o decir algo en favor de lo que sentimos justo, o en oposición a lo que sentimos injusto. En ambos impulsos, el amor.
Católicos y no católicos, más allá de lo que haga o diga el Papa y la Iglesia, necesitamos continuar trabajando juntos para que no existan más víctimas de abuso sexual ni se instale la impunidad, y para velar y exigir hasta el cansancio que sea la justicia civil –no canónica, y tampoco híbridos mutantes- quien proteja y sancione como corresponde (y necesitamos, por favor, imprescriptibilidad). Por encima de todo, somos imprescindibles, juntos, en la voluntad mucho mayor, y éste sí es el big-picture, de construir una cultura perdurable de cuidado y de respeto por los derechos de los humanos niños (y todo humano).
(Gracias a mi colega, Tomás Ojeda, psicólogo, por contribuciones y enlaces en este artículo)
Lecturas recomendadas, abuso e Iglesia, en este mismo blog (dan cuenta del paso del tiempo y de nuestras inovcaciones aún sin respuesta(: La mala espera, 2014 y Guiar, pero en serio, 2015