A veces no queda más que forzar la letra, apurarla, no reparar en ortografía ni los tics de siempre, mientras se vuelve todo una rebelión a no dejar languidecer luego del año vivido: ni en la esperanza, la gentileza, la respuesta no-rabiosa, la resistencia al desánimo, a tanto juicio y prejuicio.
“Por qué se preocupan de la Patagonia y no del norte”, por qué de las niñas y no de los niños, por qué de esta infancia y no de esta otra… por qué de la línea recta y no del punto… así llega a sonar cuando se juzga constantemente la buena voluntad o la dedicación que pone cada quien en diversas causas de cuidado, de amor.
“Qué bueno que somos miles y diversos y que así multiplicamos formas de actividad y de presencia”, eso rara vez se escucha. Menos se escucha del amor, de la defensa apasionada del sobrevivir (en estado de coma, también se podría, pero no es así que queremos continuar en la vida), de la gratitud por un día más y de la vindicación por días mejores, MUCHO mejores.
¿Usted querría morir hoy? Seguro que no, diríamos, y menos se entiende dilapidar días en el encono, y la inhumanidad.
(“Algo me afirma aquí dentro/ Mi amor por la vida, los seres, las cosas/ se hace cada día tan mayor”. Cecilia Casanova).
Hace poco escuchaba a una persona decir en una entrevista “por supuesto estoy a favor de la idea de tener humanidad, pero…”. Todas las palabras que anteceden a “humanidad”, la desposeen, de cuerpo, huesos, de formas de respirar –comunes-, de sangrar, de sentir dolor. ¿No que éramos todos seres humanos, con la misma dignidad, la misma vulnerabilidad? Llega el final de la frase y ahí queda ella, “humanidad” , como la niña de los fósforos de Andersen. Se agota el último cerillo, menos mal, antes de que el discurso continúe: más argumentos racionales, referencias a una emoción que jamás llega a sentirse presente. ¿De qué humanidad estamos hablando? ¿De la que me asemeja o hermana a mi peor enemigo o abusador? No conozco otra.
Lo que no nos interpela en relación a criminales de lesa humanidad, violadores, abusadores, igualmente podría disolverse en relación a otros seres humanos. Eso me asusta. Es el riesgo que siento en las distinciones de la compasión “sólo para tal, o cual” y la indolencia, permitida, excusable, si se trata de “estos otros” (cualesquiera “otros” sean). El problema es que la indolencia –tal cual la violencia- no es una criatura muy dada a la selectividad fina, o la modulación, y menos el control (creer que podemos “regularla” es un autoengaño): ella podría tomárselo todo, si uno la deja, si nos distraemos.
Puede comenzar con unos pocos seres humanos –quizás lejanos, “extraños”, simplemente “diferentes”, “extranjeros”, y en un extremo lóbrego, hasta podría parecer “justificada” si se trata de quienes son concebidos como “peligrosos”, “enemigos”, “psicópatas”, etc. Pero sin darnos cuenta la superficie se extiende, un poco y luego otro, hasta que la indolencia mina o impide nuestra conexión –en el sufrimiento o el deseo de plétora, del mismo modo- con compatriotas, o la tierra, sus seres vivos, y hasta con nosotros mismos, o con nuestros niños, todos los niños. Los más indefensos, borrados del alma.
Los niños. Los niños. Hablan de otros niños y niñas, nos cuentan cómo se llaman, a qué juegan, qué los hace llorar o reír. Rara vez comentan sobre etnias, procedencias, creencias, géneros, etc. “Migrantes”: no existe. De quiénes son hijos, o “herederos”, ni idea. Sólo ven y se relacionan con humanos. Sólo humanos. Antes de que aprendan de los adultos a juzgar. Prefiero, a mi edad, aprender de los niños. Lo poco que sé de amor incondicional (y queda mucho todavía), ellos, mis hijas sobre todo, me lo están enseñando. A darlo, a recibirlo.
Leo los resultados de la PSU, y los mejores puntajes provienen de un liceo en Ñuñoa, “este colegio era muy difícil, lleno de pandillas, partimos por darles cariño” dice su director (ver nota). Claro: sin amor ¿cómo educar? ¿Cómo nada?
Con amor: cuidar de una escuela, de un hogar, de los vínculos con los hijos, la pareja. Con amor cocinar, sacar energías para levantarse a media noche a arropar, a dar el remedio para la fiebre. Sin amor, cómo darse maña esos días en que querría una meterse en una caja de zapatos, o de aspirina, y descansar del tiempo, su prisa. Sin amor, cómo.
Los palafitos, por este tiempo, son una imagen que me ronda. La sensación de que las termitas se están comiendo calladas algo que no vemos, pero cualquiera de estos días, la casa que somos todos, del país que somos, se quiebra (o derrumba). Cuando un grupo de ciudadanos, como los niños y niñas, están en peligro como aquí están –y la realidad del Sename no puede ser más clara-, y son tratados o ignorados como en Chile, sin considerar el cuidado de sus vidas como la prioridad uno, es nuestra sociedad entera la que podría derrumbarse. No ahora, no de inmediato, pero ya sabemos cómo son las termitas.
Siento que estamos dejando que nos devore la falta de amor, de una actitud amante de la vida, capaz de esa pasión que permite insomnios (felices o preocupados), esfuerzos y desprendimientos, y que ante la sola mezquindad de respeto o de ternura, despierta, y defiende lo suyo, y hasta le alcanza para ir más lejos y ayudar a otros en su empeño protector, en el límite entrañable que intenta establecer: todo esto oscuro, gracias pero no, de aquí para afuera. Lejos. “No estamos disponibles”. No para más desmedro. No para más indolencia.
Cada amor, cada persona que ama, podría trazar firmemente su territorio, cuidarlo. Si lo demás flaquea y tiembla, que nuestro amor sea fuente de resiliencia, de poder, de inspiración, de resistencia mayor ante adversidades e injusticias. Arsenal en nuestros cuerpos, nuestro espíritu.
Lo conocemos, lo ejercemos, sabemos de qué es capaz el amor, sobre todo quienes estamos cuidando: el placer, la adhesión absoluta a lo que merece y nutre toda vida, y absoluta la ferocidad, también, de nuestros límites contra todo atropello, todo peligro, aquello que amenace en lo más mínimo la integridad de nuestros seres queridos. “Como una leona, león”, cada una de nuestras células.
No sé si alguna vez Chile fue un país particularmente reverente o amante de la vida, celebrador de sus días. Hoy no se siente así, y de mis recuerdos de niñez, tampoco queda esa emoción de la época pre-dictadura, y en dictadura menos. Luego, sin regenerar heridas, la democracia ha terminado siendo un tiempo poco vitalizador –y de muchas perplejidades- estos veintiséis años.
(Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris. Alejandra Pizarnik)
Esta bruma. Este frío. Tanta violencia, mil muertes, Florencia, Nabila, Lisette, tantos nombres que no alcanzamos a registrar. La confusión de contornos honestos y deshonestos, justos e injustos, cómo orientarse así, me pregunto. La soberbia inmoderada, el honor es una broma, la devoción por el bien común: una ausencia mayor.
De sueños, poco. Ateridos en el presente, uno tras otro: muchos presentes espesos, fatigados, con aspiraciones de futuro en miniatura, o superfluas, dependientes de “jaguares”, índices ocde, y cuánta otra compensación o excusa esté a la mano, para no ver nuestras carencias, o para no dar el salto a un cielo cualquiera y comprobar que tenemos alas todavía, y bastante grandes. ¿Y si 2017 fuera ese cielo?
Hay períodos, como en este 2016, en que cuesta mirar alto, suspirar de asombro o soñar, cuando sabemos que la desigualdad no amaina, y me la imagino riéndose de nosotros un poco, de nuestros empeños que serán siempre marginales en tanto no cedan la inequidad y la locura –y prefiero pensar en pérdida de cordura que en consentimiento con la eugenesia o el genocidio. Cómo entender la obsecuencia o la acción deliberada de una sociedad que permite que personas de toda edad (0 a 100) mueran, enfermen, sean olvidadas, porque no hemos defendido el cuidado de todas las vidas por igual. ¿Y el año que viene: podríamos sí defenderlas?
No dejar fuera a nadie. No saltarse pasos, etapas. O la pregunta del albedrío más elemental: ¿quiero o no quiero estar aquí? ¿quiero vivir? ¿Cómo? No transar ese estándar si podemos darle forma al fin. Para sí, para otros, para todos.
Derecho a ser cuidados, derecho a cuidar: hijos, parejas, padres ancianos, todos a quienes queremos acompañar en sus momentos de enfermedad, de recuperación, o en su despedida del mundo. Nuestras legislaciones todavía no entienden; todavía nos fuerzan a escindirnos. Podríamos negarnos. Claro que sí.
Veo al pasar un estudio de PNUD, los chilenos sueñan con “un país más protector”. Nostalgia del cuidado, como ética en las relaciones, como respuesta irrecusable, como acto de responsabilidad y soberano, tan favorable a la vida, al amor en el vivir.
Están faltando espacios amorosos, o palabras y voces en que podamos quedarnos, convalecer, emocionarnos, donde encontrarse unos y otros y levantar, construir, imaginar juntos. El clima social se siente agrio, con más inclinación al hartazgo que a la porfía de vivir mejor. Las mentiras interrumpen, las desidias, las humillaciones, las inquisiciones, o los actos grotescos, bailes a la salida de tribunales (celebrando privilegios de la justicia que no, no es igual para todos), juguetes de hule patéticos manoseados por señores idem, leyes importantes pospuestas como si no tuvieran más valor que el de un volante entregado a la salida del metro (de aquellos que guardamos en el bolsillo a falta de basurero próximo). En nada de eso ve uno amor. Cero.
Tampoco se deja sentir en campos o en calles sucias, la tierra arrasada (no trataríamos así a nuestros hogares, ahí donde dormimos cada noche), la dureza de construcciones e industrias -como la minera- que no tienen contemplaciones para con ninguna vida (ni humanos, ni animales, ni vegetación), o simplemente en el cotidiano descuidado de las palabras, del trato. En el Estado, sus poderes, no reconozco mucho espacio de amor tampoco, ni recuerdo su oficio de gran puente, de gran cuidador de todos, especialmente en el vínculo siempre delicado (y descabelladamente dispar) entre poderosos y la ciudadanía, y en ella, sus más vulnerables: los niños, y los ancianos.
Me suenan vacíos anuarios, indicadores (y desconfío del “estamos bien en comparación a”, que puede significar nada), los análisis eternos, las excusas, en el fondo. Las causas de la “crisis” –con diversas nomenclaturas y éticas preferidas en los matices- más o menos ya todos las conocemos, o las sentimos en la piel, y si no podemos indignarnos y reflexionar sobre ellas al mismo tiempo que trabajamos de cabeza en lo que pide transformación, de poco sirve. El hacer colectivo, que vaya más allá de la protesta. Vengan, en alud, las proposiciones de amor.
(El mundo es un elemento desesperado. Tendríamos que darle calma, acogerlo. Jorie Graham).
La desesperación, tan urgente como ilusionada, quiero creer, busca respuesta frente al cómo seguimos, qué hacemos ahora, de qué manera detenemos esta avalancha, la contenemos, la acunamos incluso, lo que haga falta para volver a un pulso más coherente con el aprecio a la vida, las vidas de todos –sin juicio de valor ni moralina, sólo hablo de desear vivir versus desear morir, y querer vivir no a duras penas, sino bien- porque sin eso no sé cómo hacemos visible y palpable la humanidad de los más chicos, eso como punto de partida inexorable.
(si recordamos, fuimos también niños, esa memoria está en nosotros, con su maravilla y su soledad, sus tribulaciones y abandonos, todo, todo)
Sename, licencia para cuidar, abuso sexual imprescriptible, la reforma a la educación, las garantías integrales para la protección de la infancia, la transformación radical del sistema de salud (basta de pedidos a medias, si sabemos que ese derecho debe ser universal), o de cómo vivimos día a día todo eso que llamamos “la dignidad humana”, “los derechos humanos” (que no son monopolio de nadie, hasta cuándo también con el sesgo, por sutil que sea, por tenue el subtexto, ya basta) especialmente pensando en los niños.
Inermes frente a la justicia, sin derechos humanos plenos, sin el apoyo de todos, además del daño a sus vidas hoy, dejamos en los humanos niños y niñas una granada de racimo para más adelante. Necesitamos proteger a las generaciones más jóvenes para que ellas también cuiden y doten de corazón a este país como casi no recordamos, como no disfrutamos hace mucho.
Los walking dead que sean personajes para la tele, los comics; no pueden andar circulando por paisajes queridos. No pueden hacerse cargo de nada, menos de esta democracia que tanto costó recobrar y cuyo síntoma de decadencia más grave, es su falta de amor y pasión por sus niños. O su falta de amor, punto.
Las edificaciones soportan lo que arrecia, todavía grises y anquilosadas, y es tanto lo que hemos lastimado del espíritu y la piel de esta nación. En libre circulación, faltan más amantes de la vida. Por ahora, mucho zombie todavía (quizás yo misma, más de una vez, por más alerta que ponga), arrastrando sus jirones o matando el tiempo entre un devorar y otro (humanos, vidas, tiempo, recursos, amores, los sueños, en fin, lo que encuentren a su paso). O entre uno y otro período de gobierno. O entre una y otra estación del año, nada más.
Qué palabra más hermosa podría ser “estación”, o “gobierno”, desde una emoción distinta y menos opresiva. Evoco sólo en el cuerpo, ese ejercicio -de soberanía, de consentimiento- y me demuele y enoja a la vez el respeto perdido a verbos y nombres que tanto tienen de vida, de derecho a decidirla: cómo la hacemos vivible, preferida. DIGNA. Amada.
(Cuéntame: ¿qué planeas hacer con tu única vida, salvaje y hermosa? Mary Oliver)
La vida es un tesoro, decimos, y no falta el que nos mira con cara de delirantes, ridículos, o poco inteligentes. Pero es un tesoro, cada día (aunque no nos propongamos agradecerlo y pase inadvertido el regalo de contar con uno más mientras otras personas, ahora mismo, mientras escribo, reciben la noticia de un diagnóstico terminal, tres meses, o uno). Me lo he repetido a diario, más en silencio que a viva voz, la mayor parte de mis casi cincuenta años, a pesar de lo que haya tocado vivir. Querría escucharlo en el volumen más alto imaginable, sobre todo de los más chicos que viven en este lugar, “mi vida es un tesoro”, podrían decir alegres y convencidos, con confianza en nosotros si somos capaces de sentir eso mismo, de repetir después de ellos que sí, sí lo es, y demostrarlo sin pausa.
¿Qué podría volver a enamorarnos así?
¿Qué sería de este país si en diez, veinte años, todas las nuevas generaciones llegan a grandes bien cuidadas y bien amadas, apoyadas en sus talentos, en su derecho a construir vidas preferidas y a hacerse responsables por esas vidas, no como una carga, sino como una entrañable oportunidad? Ya algo asoma de esa semilla. Me gustaría antes de vieja celebrarla en su esplendor.
(Yo te miro, yo te miro sin cansarme de mirar, y qué lindo niño veo a tus ojos asomar… Gabriela Mistral)
Añoranza profunda, activa, de vivir en un país donde poder cuidar y amar tranquila, y defender ese límite: ni un rasguño más, ni un abuso, ni una interferencia más a nuestros afectos ni a la posibilidad de juntarnos el puñado o los miles, millones ojalá, que compartimos esa disposición, que la vivimos día a día en casa, o tratamos, al menos, y no dejamos de tratar, junto a nuestras parejas e hijos, nuestras amistades, vecinos, con nuestros animales compañeros de vida también (cuánto amor ahí también), con nuestras flores de balcón o de jardín si contamos con uno.
Separados y con la cabeza gacha, el corazón frío, no le servimos a nadie (o le servimos justo a quienes menos queremos serles útiles), o quizás a la muerte que sabemos tendrá su momento, sí o sí, y no necesita mayor ayuda. Nosotros en cambio, la necesitamos: ayuda, para pelearle a tanta fealdad y codicia un buen pedazo de territorio donde vivir y convivir bien, en las mejores condiciones posibles. Condiciones de cuya creación somos responsables, si nos decidimos de una vez. Si nos reunimos en esta porfía.
(Pedir perdón por el tono, o lo poco, o las insistencias inevitables, pero la letra se arranca y corre por su cuenta hacia donde necesita en este regreso).
Es mundial, pero aquí cerca, el pedido del tiempo resuena semejante: ponernos a disposición los unos y los otros, de nuestros niños, de la vida buena, a pesar de tanta fragilidad que nos rodea.
Viene un nuevo año, dicen algunos que “con tal que no sea el 2016” es suficiente. Y sí, arduo año ha sido éste. Pero en pedir no hay engaño, y hay que pedir mucho más, intencionar mucho más: desear un 2017 amorosamente aguerrido, o aguerridamente amoroso, firmes cuidando y protegiendo (honrando) nuestras vidas, a nuestros niños, todo lo que sea “cuidable”, también el deseo a más no poder, y el derecho a desear, desear con todo el alma esa plétora que espera (siempre espera), y que mucho brío, demasiado, necesita recobrar.
(Nosotros también nos elevamos deslumbrantes y tremendos como el sol. Walt Whitman)
Ética del cuidado y sexualidad/afectividad y relaciones humanas, etapa 0-7 años:
Uno de los factores protectores más importantes en materia de prevención del abuso sexual infantil es una comunidad atenta y responsable en el cuidado de todos los niños. Para el ejercicio de este cuidado, es preciso informarse y compartir la información: con otras personas y también, y muy especialmente, con los propios niños. La función educativa es primordial, la enseñanza del autocuidado, y la educación sexual. Estos recorridos comienzan en el hogar y en el jardín y la escuela.
La experiencia de la sexualidad es desde el día uno, y hasta nuestra muerte. Su desarrollo en la niñez y adolescencia es acompañado, como todo, por la presencia y la guía de adultos que cuidan y son responsables de hacer, aquí también, un “traspaso de la antorcha”; el aliento de esa lumbre que permita a niños y niñas reconocer y aprender de la maravilla de sus propias vidas, cuerpos, sentidos, emociones, y de su derecho a ser cuidados, escuchados, respetados en sus tiempos y sus límites.
De la mano los afectos y la sexualidad, mientras los más pequeños recorren años determinantes de su preparación en, para y junto a la vida. Durante la niñez temprana, la educación sexual ya está en movimiento. Desde el nacimiento, el trato a las guagüitas y sus cuerpos es informativo y ya deja huella en lo que tomará todavía muchos años terminar de formar: el consentimiento, la capacidad adulta de discernir y elegir en coherencia con la propia vida y sus necesidades, y con los propios deseos, afectos, derechos, valores, y límites de autocuidado y auto amor. En cierto sentido, el primer amor, o el amor más grande de una vida, es cada uno y una para sí. Ojalá lo fuéramos (qué tremendo punto de partida para las nuevas generaciones).
Desde la ética del cuidado, la dignidad humana y el otro legítimo se desdibujan si el cuidado y el respeto incondicional no han sido antes conferidos o experimentados en relación a la propia vida, al propio ser. Es una urdimbre delicada, la de cada humano niño, y de sus vínculos con todos los mundos que habita: partiendo por su propio cuerpo. Su “hogar primario”. Cómo conciba, sienta y trate a ese hogar cada niño o el adulto que llegará a ser, dependerá en gran medida de cómo fue tratado por sus cuidadores.
El trato es “la escuela primordial” para los más pequeños: el que reciben y el que atestiguan entre las personas que acompañan sus vidas, expresado en actos y palabras. Nuestros niños aprenden de nuestro trato y actitudes en relación a nuestros cuerpos, cómo interactúan con otros y en qué contextos relacionales, desde qué preferencias y límites, desde que estándares de mutualidad en el respeto, y también desde los lenguajes que elegimos para referirnos a lo corporal, a la sexualidad, a la reproducción humana, al amor.
Los niños requieren presencias que cuidan, acompañamiento, información y herramientas indispensables para sus vidas y esto incluye aprender también a reconocer la existencia de riesgos, junto a la certeza de la protección, y de la asistencia y auxilio oportunos con que deben contar –y que los adultos debemos entregar- accidentes y quebrantos. El cuidado sin atención constante y desprendida (para ponerse a disposición de los más chicos), y sin información –un derecho más-, no puede ser efectivo.
Como padres y madres, no sabemos todo ni podemos estar presentes las 24 horas de cada día, y compartimos responsabilidades en el cuidado con otras personas a quienes debemos compartirles lo que sabemos, lo que esperamos, orientarlos también en lo que deben acompañar y observar, y compartir con nosotros de inmediato para poder ir adaptando y actualizando nuestro rol de cuidadores de la mejor manera posible.
Contamos con diversas señas que nos ayudan a orientarnos. El desarrollo evolutivo en sexualidad, ya nos provee de un suelo: etapas, tareas a cumplir, conductas frecuentes o esperables, y otras, menos. No hay juicio de bien o mal, sano-enfermo, o “normal” vs “anormal”. Cada niño es único, cada infancia. Sí puede ayudarnos mucho la distinción entre aquello que es más o menos presente y común, lo que cuida y no, lo que favorece o interfiere el desarrollo, o lo que en mayor o menor medida puede evitar peligros y daños que sí son evitables. Como el abuso sexual infantil (ASI).
En relación al ASI, parte de nuestra preparación pasa por observar, y reconocer conductas más o menos afines con nuestros propios hijos y sus características, y las de su generación, inclusive; con sus experiencias en familias (más o menos expresivas, más o menos conversadoras, con más o menos hermanos, primos, etc.) y con las comunidades donde crecen (será distinto en Holanda, en Irán, o en Chile), o en los jardines infantiles y juegos con sus pares. Todos estos bits de información nos permiten reconocer una música o “tono” cotidiano, habitual, que acompaña el desarrollo de nuestros hijos, muy intensivo en la niñez temprana. Es importante conocer bien esa música, para poder identificar lo que se aleja de ella, o desafina (y que debe concitar nuestra preocupación y acciones responsables). La disonancia puede ser estridente o muy tenue, y pasar inadvertida, de todos modos. Eso no necesariamente equivale a descuido ni despreocupación A veces nos cuesta leer las claves, o nos resistimos, desde lo más profundo, a aceptar ciertos signos, por potencialmente devastadores. Pero con más ojos, y presencias acompañantes (no juzgadoras o condenatorias), podríamos recibir cualquier frecuencia de luz, con la pupila valiente, más segura de sí.
Compartimos aquí algunas conductas vinculadas a lo corporal y lo sexual infantil que se consideran como más comunes, y como menos. Éstas últimas son las que requieren de atención y búsqueda de apoyo especializado a la brevedad para precisar su origen, y evaluar asimismo –a fin de descartar o confirmar- la posibilidad de abusos o de otras transgresiones como la exposición accidental del niño a contenidos sexuales adultos en revistas, o que se conversan en televisión o radio en cualquier horario, o que se actúan en videos de pornografía (muchos celulares, tablets y laptops contienen búsquedas adultas que fácilmente podría replicar con un solo click, el niño pequeño que accede al dispositivo por casualidad). Todos estos contenidos pueden ser imitados o asimilados por los niños, y cuando se expresan, deben movilizar nuestra respuesta inmediata.
Lo sexual infantil es un idioma completamente diferente a lo sexual-adulto. Los niños se mueven desde la ternura, lo sensorial, lo agradable de la tibieza y el contacto, los afectos, lo placentero de ciertas sensaciones ligadas al reconocimiento del propio cuerpo, su exploración, o ciertos juegos entre pares (y aunque tengan connotación sexual aparentemente, como por ejemplo jugar al doctor o al papá y la mamá que tienen una guagua, siguen siendo juegos de niños y en clave infantil, no sexual-adulta). En su imaginario o en sus conductas, la marca de lo sexual-adulto no tendría por qué estar presente, los niños no tienen cómo replicarlo, a no ser que hayan sido expuestos de alguna manera. Una de ellas y la más devastadora, es el abuso sexual.
No podemos omitir señas. Toda vez que reconocemos la marca de lo sexual-adulto en actividades, relatos o dibujos de los niños pequeños, necesitamos preguntarnos por qué. Igualmente, si reconocemos en nuestros niños rigideces o interacciones recurrentes, imitaciones, o diálogos y preguntas donde se evidencia el conocimiento de actos sexuales adultos específicos. Bien podría ser que vieron algo, o que lo vivieron. No podemos no actuar o quedarnos con la duda.
Necesitamos, también, precaver situaciones, por ejemplo, cuidando rigurosamente los límites de la intimidad adulta como una forma de proteger a los más pequeños. Muchos chiquitos han sorprendido a sus padres/madres o a sus hermanos adolescentes teniendo sexo, y reproducen lo que vieron, y hay pequeños que no cuentan con los recursos lingüísticos para explicar el origen de esa “imitación”, cuando les pregunten qué hacen o a qué juegan. Denuncias por posible abuso se han desencadenado así; de ahí la importancia del apoyo experto y de la acción conjunta familia-docentes-profesionales de apoyo. Nadie querría que un niño pase por un proceso judicial –y menos innecesariamente-, con todo el estrés y daño que se inflige con múltiples entrevistas y evaluaciones. Tampoco querríamos que pasen inadvertidos al diagnóstico, abusos sexuales que pudieron ser interrumpidos y denunciados.
Es entendible que nos sea difícil acercarnos al problema o escuchar sobre medidas de prevención o detección precoz, cuando existen decenas de otros temas, hermosos e interesantes, vinculados al crecimiento de los niños, y a los que preferiríamos dedicar tiempo como padres y madres. Sin embargo, es parte de nuestro rol aprender continuamente, y en esa autoeducación y en los aprendizajes que compartimos con otras familias, ganamos un poder enorme para proteger mejor a nuestros niños, fortaleciendo el círculo de cuidado que formamos entre todos.
“Hay momentos en la vida en que una persona, para ser fiel a sí misma, tiene que cambiar.
No de batalla, sino de trinchera. Cambiar de camino, no de dirección”
Leonardo Boff
Con afecto, con claridad, y también con necesaria coherencia, queremos compartir con ustedes la decisión de concluir al menos en esta primera etapa, nuestra participación en el movimiento “Repensando las tareas” (La tarea es sin tareas) al que nos sentiremos siempre, profundamente vinculados.
Fuímos dos de tres personas (junto a Paulina Fernández) que dimos inicio a este recorrido con la primera entrevista –vía diario la Tercera- sobre una iniciativa que en realidad veníamos dando a luz hace muchos años. Desde nuestros trabajos (Vinka y Carlos) y en publicaciones sobre educación, más de una vez, levantamos el cuestionamiento acerca del impacto de las tareas –en los derechos, salud y procesos de aprendizaje de muchos niños que además, en Chile, tienen jornadas extendidas-, entendiéndolas siempre como un síntoma más de una educación por mucho agobiada, y a la que concebimos inseparable del cuidado y respeto por la dignidad de sus niños, familias, y sus maestros.
Durante años, fuimos testigos de cómo los estudiantes secundarios y universitarios daban la batalla por una mejor educación, y por su lado, también los profesores. Pero faltaban las familias en esta tríada vital para cualquier sueño, reforma o revolución educativa en un país. Ver desde el primer día, cómo nacía un movimiento de mamás, papás, (abuelos, tíos, todos) que al cabo de un tiempo récord, contaba con noventa mil personas, ha sido realmente una experiencia tremenda y un éxito –“el resultado feliz de”- que alegra el alma. La oportunidad que se abría, era portentosa y entrañable. Para los niños, y para la educación.
De estos meses, conservamos aprendizajes, lecciones y lucideces nuevas, y otras de siempre. Seguimos creyendo, tal como desde el primer día, que cualquier causa relacionada con algo tan sagrado como la niñez y su educación, es indivisible de la vocación de cuidado y de una ética de responsabilidad (el cuidado, nuevamente) cuya prioridad sea proteger y alentar las vidas de cada nueva generación, sin alienar ni omitir ni por un momento el respeto, validación y contención de quienes acompañan su recorrido: las familias, las escuelas y docentes, junto al colectivo. Más aún, ese cuidado alcanza al propio activismo que cada persona elige desplegar: en sus acciones, su lenguaje, su sensatez y sensibilidad, y la constante atención al presente y lo que ese presente va hilando hacia el futuro.
Hemos reflexionado mucho acerca de lo que significa la actuación del movimiento, su vinculación –imprescindible- a las comunidades educativas (algo que todavía creemos indispensable fortalecer), y especialmente, el efecto del temprano involucramiento de los políticos en la trayectoria de estos meses. Aunque valoramos que la mayor amplitud de partidos y agrupaciones, junto a medios de comunicación, y foros sociales hayan demostrado interés en participar de una conversación siempre urgente en la protección de derechos de la infancia y su educación en Chile, nos preocupa que en demasiadas ocasiones lo que más resuene sean los mensajes “anti”, en clave negativa e imprecisa, o verbos como “prohibir”, o dinámicas de debate/disenso impositivas o agresivas, inclusive. Nada de lo anterior nos refleja, queremos ser muy asertivos, y lo hemos hecho presente desde un primer momento. También lo expresamos ante en el escenario no previsto y apresurado de la presentación de un proyecto de ley “para prohibir las tareas” (anunciado por el Sen. Quintana a la prensa, en junio pasado).
La prisa, la redacción del PL, no reflejaban el cuidado que exigen la niñez y su educación, las familias (el problema de la JEC no es separable del problema más vasto de jornadas laborales que no propician en lo absoluto el cuidado familiar y la conciliación), los profesionales docentes (invitar al colegio de profesores no es suficiente considerando su moderado % de representatividad del magisterio nacional), y las comunidades educativas.
Un país entero hace mucho espera conocer hasta dónde puede llegar su envergadura de imaginación y alas en este siglo XXI. El exceso de tareas es síntoma, ya lo decíamos, de una educación malherida, pero en la dolencia mayor, herramientas obsolescentes como “los deberes para la casa” se suman a la realidad de la JEC, a modelos curriculares sofocantes, a la presión del SIMCE, los incentivos perversos, la falta de apoyo a profesionales docentes, y la brecha de inconmensurable desigualdad entre niños/as que viven en Chile. Una brecha que sólo la educación, seguimos creyendo, como un puente hermoso y tozudo, podría y debe ayudar a eliminar.
Desde las premisas señaladas, ¿cómo entender un proyecto de ley sin una mirada holística e inclusiva de las comunidades educativas, y que encima refuerza la segregación al abordar solamente a colegios subvencionados? ¿No es continuar en las mismas dinámicas mercantiles y perversas si se castiga la subvención por incumplimiento de la “prohibición” de las tareas? ¿Cómo se planea fiscalizar el cumplimiento de esa ley: multando a colegios que a su vez deberían multar a profesores? ¿Y los demás establecimientos, quedan fuera?
¿No habrá una forma de combatir el agobio que lejos de ahondar separaciones, sea inclusiva y equitativa? ¿Bajo qué premisas se preserva el cuidado por el bienestar de nuestros hijos junto al bienestar y la apuesta que un país necesita realizar para que sus docentes puedan dar lo mejor de sí en el aula? No concebimos transformaciones en la educación sin un accionar estrechamente vinculado a los profesores y comunidades educativas que encarnarán esos cambios.
También es necesario responder a estas preguntas: ¿Cuál es la tasa de tareas escolares en Chile, qué contiene la rúbrica de evaluación disponible para apoderados y padres? ¿Cuál es la definición de “tarea”, y dónde se explica, al alero de esa definición, cómo debería entenderse entonces el juego educativo, determinadas actividades para niños con NEE, o los videos de YouTube que los niños ven (y aman hacerlo) en el modelo de flipped-classroom que algunos establecimientos están implementando, o la realización de proyectos fenomenológicos en colegios donde se están dejando atrás las asignaturas, o en aulas donde los docentes trabajan –luego de la revolución iniciada por Mortimer Adler y revivida por Salman Khan- el seminario socrático? Las tareas pueden ser motivo de tensión, conflicto y hasta de maltrato físico/psicológico en hogares donde la dificultad del niño para “responder” genera frustración en padres agotados, agobiados. Pero en hogares donde niñ@s son abusados sexualmente, muchos de ellos encuentran un refugio en el tiempo y “defensa” de sus actividades escolares y/o rendimiento académico, como una forma de reducir la frecuencia y exposición al abuso. Podríamos señalar muchos ejemplos donde no es tan blanco-negro el resultado de la implementación de una medida como la que sin mayor detalle ni desarrollo, enuncia el proyecto ley original (en el sentido de “prohibir”, “eliminar”).
Si el camino elegido y justificado es legislar, se legisla para un país entero, para toda su infancia, considerando a todas las comunidades educativas. No podemos omitir preguntas, ninguna, si dicen relación con la experiencia de niños/as diversos en proyectos educativos asimismo muy diversos. Lo anterior no equivale a capitulación, sino a respeto y en esa disposición no hay renuncia. La humildad, el autoexamen, son constantes como premisa del cuidado ético (Gilligan, Noddings) y también lo es la responsabilidad modélica de adultos, educadores y activistas, frente a la infancia y frente al colectivo.
A la presentación apresurada del PL en junio, se suma el que la Comisión de Educación del Senado sorprende a todos con una votación el pasado 12 de octubre, de la cual nos enteramos mientras se realizaba y sin contar con la certidumbre de que se hubiesen tomado en cuenta los resultados de acuerdos vinculantes. Podemos valorar la diligencia, pero recordemos que el propio Senado condicionó la votación del proyecto –en agosto pasado- a las recomendaciones que entregara Mineduc luego de convocar una mesa técnica con la participación de educadores, familias (representadas por el movimiento), expertos, etc. De esa mesa que duró dos meses y en la que participamos (durante 6 Sesiones, de 2 horas y media cada una), surgen conclusiones y un informe que los Senadores recibieron. No obstante, no consta su consideración en la votación del 12 de octubre, aun cuando ésta fuera entendida como un “triunfo”. En cualquier logro, creemos, el autorespeto traza un límite y como movimiento debió ser explícita la insistencia y respaldo al informe (y trabajo) de la mesa técnica. Los códigos de la esfera política, legislativa, no siempre son iguales a los de la ciudadanía y las personas, pero más de un activismo está demostrando que es posible hacer las cosas sin comprometer su autocuidado y autorespeto.
Las causas nacen, cumplen ciclos, y entre esos puntos se levantan identidades, y se eligen por acción u omisión ciertos derroteros (con los cuales diversas personas se sienten más o menos en sintonía). Ojalá las elecciones siempre fueran, sean, con plena presencia e intención, y no arrastradas por contingencias, la prisa, o la desatención. El autoexamen es constante, para nosotros lo ha sido, al respecto del fin y de los medios, de lo que es endosable y lo que no, y de lo que consideramos y no como “logros”.
Hay un verso muy lindo de Vicente Huidobro que dice: “deseo esta ola del horizonte como único laurel para mi frente”. Esa ola que podría ser un amor bien correspondido, la reverencia ante la vida, un sueño cumplido. Nuestro horizonte más feliz ha sido y seguirá siendo aportar a la vida buena y el cuidado de la niñez, y al fortalecimiento de la educación entendiéndola como un bien público y de hacer colectivo. Siempre con los profesores y comunidades educativas y humanas, y siempre con la mayor delicadeza, de artesano chino en cada acción, cada palabra, cada paso, para poder disfrutar uno o más laureles con dicha, y con satisfacción cristalina. Con paz.
Aquello que uno más ama, lo que más anhelamos, lo que tratamos de construir para quienes más queremos (nuestros hijos y los de todos) merece tiempo, templanza, visión de futuro, y aunque suene repetitivo, el mayor cuidado. Los niños son un tesoro, su educación debería serlo, el movimiento lo es, y puede todavía llegar a ser más grande en tanto logre invocar y reunir –sin alienar con palabras ni acciones o con un proyecto ley que no refleje la integralidad del problema- a miles de personas y voluntades. Somos casi cien mil, pero recordamos que existen 3.6 millones de NNA en edad escolar, miles de familias más, y miles de docentes. Hay espacio para crecer todavía más, y del modo más inclusivo.
Para terminar, gracias a cada uno y una, a todos, por lo compartido y aprendido en esta primera etapa, y también por recibir esta decisión que resulta de un discernimiento largo, y de un período de espera que creímos importante sostener en tanto se concretaban trayectorias como por ejemplo la mesa técnica y la elaboración de una propuesta sólida de parte del movimiento (actualmente en desarrollo y destacamos el rol que la psicóloga Constanza Gamboa ha tenido en dicho cometido).
El tiempo dirá si nos volvemos a encontrar en etapas futuras. Ahora nos despedimos y tengan la certeza que desde dondequiera, estaremos trabajando como siempre, con y para los niños y niñas, jugándonos por el sueño de una educación inseparable del cuidado ético, y de un país responsable con su infancia, capaz de darle protección, y un amor tan grande que alcance y vuelva sobre toda nuestra sociedad.
Errar –y ser vulnerables- es de lo más humano que tenemos. Sin embargo, cuando se trata del ejercicio de responsabilidades adultas que además están contenidas en el ejercicio de autoridad –en este caso, cívica, municipal, gubernamental con el manual “100 preguntas de sexualidad”- pensaríamos que el esfuerzo va dirigido a trabajar con el mayor estándar de excelencia y precisión, y asimismo, de evitación de errores. No hablamos de “detalles”. Tampoco de “minucias” que puedan llevar a “interpretaciones subjetivas”. Minimizar o relativizar no hace bien, y menos cuando se trata de la niñez y su cuidado.
Quizás porque se minimiza o se confía excesivamente en el propio criterio adulto o “experto” –olvidando que siempre bordeamos, habitamos, lo falible- es que se llega a incurrir en errores como los siguientes, desde el Estado: en el gobierno anterior (de S. Piñera), el Ministerio de Justicia difundió un manual de prevención de abuso sexual infantil donde un “hada” enseñaba a los niños criterios de protección en relación a los adultos, y luego ella misma –supuestamente para ejemplificar- les preguntaba si podía tocarlos “debajo de la ropa”. En el actual gobierno (el año 2015), el Ministerio de Educación adquirió el libro “Caperucita se come al lobo” (miles de ejemplares para todas las escuelas de Chile) que fue distribuido y luego retirado, gracias a que un niño, sí un niño, preguntó a su profesor si realmente se trataba de un material educativo, advirtiéndole de su alto contenido sexual adulto. La propia autora señaló que NO fue pensado jamás para otro tipo de lectores que no fueran personas con criterio formado (ver post, por favor).
Los anteriores son ejemplos de iniciativas originadas en la buena intención y la preocupación por aportar recursos educativos para niños y adolescentes en temas realmente importantes (vinculados al autocuidado, la prevención de violencia sexual). Sin embargo, terminaron siendo grandes errores por falta de precisión, prolijidad; por actuar con prisa también. Podríamos, podría el Estado, haber aprendido mucho de estas experiencias. No parece ser el caso y si lo fue, esas lecciones fueron olvidadas.
El Estado no se exime del imperativo de cuidar éticamente. Todos los actores sociales son necesarios en acciones e iniciativas destinadas a proteger a cada nueva generación, aportar en su educación integral –la sexualidad debe ser parte de ello- y estimular la participación de los ciudadanos niños/as y adolescentes. Esto siempre será bienvenido. Y como mensaje, comunica a los más pequeños y jóvenes que nos importan y que realmente estamos presentes.
En relación a la educación sexual, es fundamental –y bello- recordar que todavía, en este siglo y milenio, diversas encuestas y estudios siguen reflejando que la nueva generación recurre, o querría recurrir a los adultos como primera fuente de información para resolver inquietudes en sexualidad humana: en primer lugar a sus familias, y luego sus profesores/as, incluso por sobre internet y sus pares. Yo lo encuentro maravilloso, un honor, pero también una tremenda responsabilidad como padres, madres, familias, educadores, y también desde las autoridades adultas.
Por estos días, ha estado muy presente en las conversaciones país el documento “100 preguntas sobre sexualidad adolescente”, elaborado y publicado por la Municipalidad de Santiago. Aun valorando la iniciativa, lo reitero, y especialmente porque alienta y recoge las voces de l@s adolescentes, muchos hemos ya reparado en un error grave en la pregunta #77 (existen otras imprecisiones y acotaciones que realizar, pero no quiero desviarme del foco). Es imprescindible rectificar a la brevedad, en la versión digital y antes de que la versión impresa sea distribuida en escuelas como se ha anunciado (incluyendo, es lo esperable, la fe de erratas o anexo que amerita, como mínimo).
Tal como fueplanteada por los adolescentes la pregunta señala lo siguiente: “si una niña de 6 u 8 años de edad tiene relaciones ¿puede quedar embarazada?”.
La respuesta del comité de expertos (y el centro no está en “expertos” sino en “adultos”, y eso hay que repetirlo todas las veces que sea necesario) se centra únicamente en la llegada de la pubertad y la menarquia (primera menstruación): “el riesgo de que una niña pueda quedar embarazada no podría darse porque aún no se presenta la pubertad, sin embargo en el caso de las niñas de 8 años, existiría un riesgo precisamente por el inicio de la pubertad que puede ocurrir a esa edad”. (por favor ver pag 115 del manual).
En primer lugar salta la disonancia garrafal al leer “relaciones”. NO tienen niñas de 6 u 8, “relaciones sexuales” (no existe consentimiento, ni discernimiento y ni siquiera la capacidad física ni psíquica para resistir una irrupción así en el desarrollo) y si un embarazo llega a ocurrir es porque una niña fue vulnerada.
No se explicita en el manual que un embarazo a los 8 años, en organismos y psiquis inmaduras, todo tan pero tan pequeño, sería peligroso -con un enorme riesgo vital, físico y psicológico, para las niñas-, y que de darse una situación como ésta, además de ser completamente anómala, se tratará de un delito en la inmensa mayoría de los casos. Porque aquí hablamos de abuso sexual, de violación.
Respondiendo a preguntas que me han hecho estos días, podría darse abuso sexual entre menores de edad y resultar en embarazo (por ejemplo, niña de 9 y adolescente de 11 años, aunque por su edad no sea imputable). En el caso de violación por un adulto, sí será totalmente imputable, y su crimen es claramente definido como tal por la ley chilena (no somos un país, menos mal, donde exista “matrimonio infantil” que es una aberración, lo siento, no me da para relativismos culturales aquí).
Nada de lo anterior se establece ni desarrolla en las respuestas provistas por los adultos para el manual, y fuera de perder una oportunidad educativa de enorme valor, se incurre en una falta gravísima al omitir información sobre delitos sexuales contra niñas menores de edad (en otros países, un error de esta magnitud muy posiblemente habría significado no sólo sanción social, sino acciones desde la justicia contra los responsables legales de la publicación y la autoridad que la patrocina).
Me han consultado mucho estos días, también, por interacciones sexuales entre niños. Lo agradezco porque es importante aclarar nuevamente que no se trata de “relaciones”. Los niños y niñas –de 6 u 8 años de edad a quienes alude la pregunta #77- pueden realizar actividades como la autoexploración y “juegos” con otros niños, y está dentro de lo común y/o esperable para esas edades, pero la forma de observar esa experiencia requiere de los siguientes criterios: es frecuente y común si se da entre niños de la misma edad o etapa, inclusive de estaturas similares, con espíritu lúdico, divertido, parte de la curiosidad infantil. Pero si se da con coerción, con violencia entre los niños/as (por ej., amenazas de “te pego” o “te quito algo” si no haces lo que te digo), o como una forma de jugar recurrente y casi exclusiva, o excluyente (con desinterés casi total del niño/a por otros juegos o actividades ya sea en el hogar, la escuela u otros espacios), en esos casos, es recomendable consultar con un especialista a la brevedad.
Ahora, desde la municipalidad se ha señalado que quisieron acoger las preguntas de los adolescentes tal cual habían sido realizadas –parte de su metodología de trabajo: adolescentes preguntan, expertos adultos responden- y que en realidad ésta, la #77, aludía en general a la edad a partir de la cual se pueden producir embarazos.
Si era así, de todos modos habría que haber sido muy específicos y claros en que es incorrecto y NO se puede hablar de “relaciones”. Y aun cuando la pubertad puede comenzar entre los “8 y 13 años”, como señala la respuesta del libro, estamos hablando de niñas. Recordemos a “Belén” (de Puerto Octay, 11 años) y a cuantas niñas de las cuales hemos conocido –y cuántas más de quienes no se cuenta su historia, o no llegamos a saberla- embarazadas como resultado de abusos, incesto y violaciones.
Más aún, y no me parece susceptible de omisión: aun compartiendo el respeto incondicional por la voz de los adolescentes y el criterio de no reformular sus preguntas (y dejarlas tal cual fueron expresadas), asuelan dos preocupaciones:
1- El título (y sentido) del libro es “100 preguntas sobre sexualidad adolescente”, y no “100 preguntas adolescentes sobre sexualidad”. No es irrelevante la distinción porque las niñas de 6 u 8 años no tienen nada que hacer en la “sexualidad adolescente” y es preocupante si se percibe así; si en el imaginario o inquietudes de los/as adolescentes están incluidas niñas tan pequeñas. La pregunta que sigue, INEXORABLEMENTE, es ¿por qué? Y esto engrana con la segunda preocupación:
2- frente a una interrogante planteada en los términos de la pregunta #77, lo que resulta esperable es querer explorar desde dónde surge, por qué un o una adolescente centra su inquietud o preocupación en relación al comienzo del embarazo en niñas de 6 u 8 años y las “relaciones” con ellas: ¿es por una vocación de cuidado con las niñas y niños de esas edades?, si fuese la única alternativa, sería encomiable y digna de ser explicitada (porque alienta y esperanza ver a generaciones de jóvenes comprometidos con la protección de los más chiquitos).
Pero también puede haber otras posibilidades, y todas dignas de alerta: el o la adolescente que planteó la pregunta ¿fue por algo que vio en las noticias o internet, o que escuchó en una conversación?, ¿fueron esas “relaciones” (como se definen) parte de su experiencia de los 6 u 8 años. y si fue así, con quién?, o bien ¿conoce a alguna niñita que esté siendo abusada ahora mismo?, ¿se trata de un amigo o amiga que siendo adolescente tiene “relaciones” (abuso sexual, violación) o se lo ha planteado, con niñas pequeñas? Todas estas interrogantes son de la mayor relevancia y un equipo experto no puede omitirlas sencillamente. Había que cuidar, interceder, eso primero que nada. Y realizar tal vez una excepción -para efectos del material a publicarse- y aquí sí reformular la pregunta. ¿Dónde estuvo la guía responsable adulta?
Estas preocupaciones podrán ser opinables para más de alguien, pero no surgen sólo de mi esfera de trabajo, o de una forma de ser en relación al preguntar (desde chica), sino también desde el ser mamá y, como muchas mamás y papás, uno se acostumbra a “preguntar de vuelta” cada vez que los hijos llegan con una inquietud de forma de conocer su motivación, de dónde surge la pregunta, o qué saben ya acerca de un tema para así poder responderles de la manera más clara y precisa, más contenedora, y apoyarlos en lo que necesiten.
Me queda rondando –y admito con angustia- el origen de la pregunta 77 y si no entraña algo más, un pedido de ayuda, de guía, y es difícil dar por asumido que el equipo de la municipalidad se haya hecho cargo, cuando por otro lado ha sido tan profunda la omisión, el error, y lo que ello implica. El flanco de desprotección que deja abierto.
Querría saber también qué clase de contención y orientación adulta -si la hubo- tuvieron los adolescentes antes, durante y después de la edición del libro, y qué vínculos y consultas se realizaron a profesionales del Ministerio de Salud, Justicia y Educación (médicos, docentes, abogados), y asimismo con organismos como Unesco en CHile (que tienen un material increíble en educación sexual y relaciones humanas para todo el ciclo escolar, no sólo adolescentes e integra la afectividad, información sobre derechos, prevención de violencia y abusos sexuales, es muy completo), para fortalecer este proyecto. Si ello hubiese requerido más tiempo, bien habría valido la pena.
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Los esfuerzos por prevenir abusos sexuales que realizamos como sociedad, por responder a la realidad de las víctimas –contra viento y marea, porque es un recorrido lleno de obstáculos-, y por garantizar su acceso a justicia y reparación, no son ayudados en lo absoluto con errores como los que señalamos en relación al manual del Municipio de Santiago.
Al leer la pregunta #77, pensé de inmediato “ojalá mamás y papás de niñas que han sido violadas a esas edades no lean esto, no llegue a sus manos”, ni a las de sobrevivientes adultas en procesos de terapia donde ha costado tanto comprender que fueron víctimas, y que no porque hubiesen dicho “sí” a un padre, o abuelo, o profesor, dejó de ser un crimen la violación, el incesto, en una dinámica donde no existe, jamás, el consentimiento: sólo sometimiento ante el adulto abusador.
Los adolescentes que participaron del libro de la municipalidad no tendrían cómo haber anticipado consecuencias, pero habría esperado –con todo lo que ya sabemos- que los adultos sí lo hicieran. Con respeto por el comité de profesionales adultos que proveyó las respuestas, es preciso señalar que aquí la responsabilidad no se limitaba a ser “técnicamente correctos”. Aunque en relación al embarazo en los seres humanos sí sea efectivo que se convierten en una posibilidad con la primera ovulación, menarquia y llegada de la pubertad, esto no es la información completa y está muy lejos de serlo.
Lo técnico, o lo biológico, desprovisto de contexto –sea que se trate de un libro, o de una sola pregunta como la #77- de poco sirve, sin situarse en el imperativo de cuidado ético de la niñez y adolescencia, en las tareas y posibilidades específicas de niños y adolescentes en distintas etapas de su desarrollo, en el vínculo de la sexualidad con vidas que son cuerpo-mente-emoción-relaciones (y no sólo órganos o funciones), todo lo anterior junto a la explicitación de riesgos de vulneraciones e información pertinente a lo que ya ha sido consensuado como delitos sexuales. Sin esto, el cometido no sólo queda a medio gestar; se vuelve negligente.
Si un adolescente toma el manual y entre las 100 preguntas y respuestas, lee como una más de entre muchas la #77 ¿qué registra?, ¿qué reflexiones pueden habilitarse?, ¿de qué educación podemos hablar?
Es impresentable e irresponsable correr el riesgo, así sea en un 0,0001%, de que el eco que quede sea “a los 6 años, sin pubertad, no hay riesgo de embarazo, pero a los 8, si ya hubo menstruación, entonces es posible”. Es básicamente el mensaje. Y nada más. Se supone fueron varios adultos los que debieron revisar el documento, y no hubo quien reparara en la omisión flagrante de delitos sexuales contra menores como información obligatoria a presentar. Es alarmante y es más grave aún, porque el libro no es una iniciativa surgida desde cualquier espacio: es desde el municipio y el gobierno local de la ciudad de Santiago, la capital de nuestro país (no lo digo con orgullo ni soberbia, es sólo un dato y no menor en un país centralizado). La autoridad, debe asumirlo, es también responsable, tanto como lo es el comité de profesionales y/o editores de la publicación.
Sabemos bien que los lenguajes construyen realidades y que las omisiones también comunican. “Hablan fuerte y claro”, así reza el dicho. Todo se amplifica cuando estamos hablando de la responsabilidad de educar.
El manual aspiraba a servir ese fin: educativo (al menos como uno entre otros materiales de apoyo a los cuales podríamos recurrir en el tramo de 6to-4to medio, y eso creo, debe ser examinado todavía con muchísima detención). No está definido como un libro “experiencial” o un inventario de preguntas/respuestas nada más (o de “trivia”). Pero si la meta era educar, el cuidado -y su reflexión- no era, es ni será prescindible.
No se puede separar la ética del cuidado de la función educativa, y eso corre para todo ciclo escolar. Inclusive en la educación superior es exigible la responsabilidad adulta y de quien educa en relación a quienes están aprendiendo. El cuidado también alcanza a las familias, el colectivo, a la sociedad toda, y asimismo se expresa en los contenidos y la forma en que éstos se comparten y presentan, ya sea en una clase, en una charla o conversación, o en un escrito. Y no sólo la forma, sino el contexto, la emoción. El amor.
En relación al texto del municipio, el cuidado debió ser una prioridad, asimismo, en relación a los y las jóvenes que generaron las preguntas. He pensado mucho en ellos estos días, y antes de señalar mis críticas al respecto de la pregunta #77.
En el documento existen preguntas de l@s adolescentes sobre afectividad, diversidad sexual, algunas advierten sobre el acoso, lo electivo de los vínculos y afectos, y lo que podría significar convertirse en padres a una edad donde no se está preparado. Otras preguntas, tal vez para nosotros puedan resultar peculiares, desconcertantes o intrascendentes como para haber sido incluidas. Pero por favor –y quiero ser muy enfática en pedir este respeto, una vez más- no es nuestro lugar juzgar o cuestionar las inquietudes y voz de los/as jóvenes. Valoramos poder escucharlas, y es más, hay que agradecerlas.
Las generaciones actuales son nativas digitales, y aunque internet abre posibilidades magníficas (de educación, colaboraciones, tomas de consciencia, desarrollo de un sentido de ciudadanía global, etc)., asimismo conlleva una velocidad y abundancia de información que no siempre están capacitados para comprender y contextualizar niños y niñas de diversas edades (en función de su etapa). Muchos niños es más, navegan solos por la web, sin mayor supervisión ni orientación (aunque no los dejaríamos cruzar la Alameda sólo porque han aprendido recién a caminar), ni acuerdos sobre tiempos incrementales de uso -de acuerdo a cada edad- o límites en las interacciones con otras personas -y así pueden terminar expuestos a vincularse con adultos abusadores. Que niños y adolescentes sean capaces de verbalizar y compartir sus inquietudes con nosotros, sin restricción en temas o preguntas que necesiten plantear, nos ayuda en nuestro ejercicio del cuidado. Por eso decía que hay que agradecer sus voces, su candor, su no-filtro ni autocensura.
Ahora, es muy distinto en relación a los adultos y aquí sí es nuestro DERECHO y DEBER reflexionar, examinar y ponderar el propósito, resultados, criterio, las respuestas dadas por adultos y la responsabilidad en la gestión de un libro como el de las 100 preguntas, disponible ya online, y que será distribuido, eventualmente, a mil establecimientos educacionales. Sería interesante saber de qué forma se ha programado esa entrega, la presentación a cuerpos docentes y familias, y los propios estudiantes. Cómo es el proceso de inducción para orientadores y/o para los educadores responsables de los programas de sexualidad/afectividad y relaciones humanas en las escuelas. El “regalo” de un libro, más si se trata de niños y jóvenes, es un acto que entraña dedicación, respeto y afecto (gozo también). Qué ganas de poder percibir así la entrega de este manual.
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Por último, aunque podamos reconocer, sin sombra de duda, lo positivo de que todo municipio se conciba como agente y partícipe de la educación/cuidado de niños, niñas y adolescentes -más cuando a nivel del Estado y de Mineduc el ámbito de la educación sexual se siente descuidado-, también necesitamos hacernos parte, nos convoquen o no, en cometidos que involucran a nuestros hijos e hijas.
Es parte de esa responsabilidad revisar completo el material, minuciosamente (yo recién voy en la pregunta 90) y llamar atención sobre aquello que nos la merece, y por supuesto, ser vocales en relación a errores como los señalados (pregunta #77) u otros que pudieran ser observados. Por cierto, en ánimo de que estos puedan ser corregidos que es lo más importante ahora, y lo que como ciudadanos necesitamos esperar de una autoridad seria. Que nuestro estándar -independientemente de adhesiones o fidelidades políticas o por sectores o personas-, insisto, sea el más alto si se trata de nuestros niños.
La Municipalidad de Santiago ha hecho eco, como se publicó hoy en la prensa, de éstas y otras preocupaciones que han surgido en relación al documento, y se ha comprometido a realizar una revisión, queremos confiar, lo antes posible. Es muy valorable esta disposición y creo es siempre una gran lección cívica admitir que se ha cometido un error por omisión de contenidos que ahora sí deberán ser incluidos por el valor que tienen para el cuidado y en la prevención de delitos sexuales contra niñ@s y adolescentes. Que el aprendizaje de esta experiencia pueda servirnos a todos, a otros municipios. Como colectivo.
Sería además un mensaje positivo, pero es una opinión o añoranza muy personal, rectificar el error para alimentar el diálogo de otra forma; distante de la polémica y del encono que se ha dejado sentir cada vez que algo acerca del manual ha sido cuestionado, incluyendo la omisión en abuso sexual que muchos habríamos pensado no daría lugar a acusaciones de “cartuchos”, “fanáticos religiosos”, y otras en ese tenor. No se trata de eso. Podemos reconocer vitalidad, maravilla y una esfera de realización, felicidad, encuentro, etc., en la sexualidad humana, y de igual modo podemos tener ojos claros para reconocer la sombra y la grieta que ella arriesga frente al abuso, el maltrato, el acoso, la violencia sexual.
La sexualidad nos acompaña la vida entera (desde el día que nacemos y hasta ancianos), y queremos hacerlo con nuestros hijos e hijas, mucho mejor de lo que nuestros padres, abuelos y generaciones pasadas lo han hecho. Queremos ser capaces de guiar, acompañar, contener, apoyar, “preparar para la vida”, y una vida preferida, que se ame, se cuide. Queremos que la educación sea efectivamente integral, desde nuestros hogares, escuelas y comunidades, y que la sexualidad, la afectividad, las relaciones humanas, sean parte de esa educación, pero no de cualquier forma, sino de una forma bien pensada y bien sentida (o bien amada), con un “para qué” muy claro, desde un contexto que ayude a cada nueva generación -y también a nosotros- a situar la sexualidad en el lugar más luminoso posible, lleno de vida (que despierta nuestra responsabilidad en el sentido del “respondere”).
Todos nuestros niños y niñas llegarán a ser responsables de sí, de sus recorridos y vínculos, sus decisiones en toda esfera, ¿cómo no desearles el mayor bienestar y éxito? (recordando que éxito significa “resultado feliz de”). Eso nos compromete a enseñar de autocuidado, consentimiento (la madre de todas las batallas, y una tarea que cruza más allá de la niñez y adolescencia), y a compartir información existente e indispensable para el cuidado de su integridad (no podemos negar datos sobre salud sexual, derechos reproductivos, prevención de enfermedades, respuestas ante la violencia sexual, etc.) pero sin disociar esta información del ser humano integral que es cada niño, niña y adolescente, cuerpo-mente-afectos-vínculos-vida. En la ética del cuidado -como ética de responsabilidad- se propone escuchar las voces de los niños y adolescentes desde consideraciones ineludibles como quién habla, desde qué cuerpo habla, desde que historia y contexto cultural, y desde qué silencios también.
Educar en sexualidad es estar dispuestos a escuchar, acoger y dialogar sin dejar de ser sinceros y respetuosos –con nosotros mismos y nuestros niños- en el sentido de también poder expresar nuestras opiniones y preferencias. No como una imposición o una forma de control, sino asimismo desde la intención de guiar y cuidar, con mucho amor.
Los niños, niñas y adolescentes nos reciben en esa intención y sentimiento, ese hilván, y muchas veces expresan cuánto lo valoran. En educación sexual desde el cuidado ético, entre otras, una trabaja con premisas como “preferencias-límites-responsabilidad” (sí o no quiero-puedo-debo en coherencia conmigo y otros), la “respuesta suficiente” (acorde a cada edad, etapa del desarrollo, capacidad de comprensión y características del niño o niña y de su biografía y contexto vital) y “contenido + emoción, sobre todo emoción”, aludiendo a que aun cuando a veces en los contenidos podamos no ser lo más certeros del mundo, prima y deja huella la emoción que acompaña nuestra voluntad, gestos, nuestras palabras y respuestas en relación a la sexualidad y el cuidado.
Sinceramente, ojalá todas las respuestas en “100 preguntas sobre sexualidad adolescente”, junto a los contenidos correctos, dejen la sensación inequívoca de cuidado, pero especialmente la pregunta #77 en relación al abuso sexual que es, y perdón la insistencia en uno y otro escrito e invocación, un sufrimiento evitable y uno al que ningún niño o niña debería estar expuesto, por acción y tampoco por omisión.
Otros recursos:
Podcast Radio infinita, Panorama (ir a hora 1.31): “Hacer las cosas no sólo bien, sino excelente, cuando se trata de la nueva generación” (entrevista V. Jackson, “100 preguntas sobre sexualidad adolescente”).
(Parte de la presentación realizada en el Congreso de Chile, ante la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados, responsable de aprobar la idea de legislar por la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra menores de edad).
Antecedentes
En el mundo, se ha estimado que son más de 40 millones de sobrevivientes adultos de ASI (datos de la CDC, EEUU). Sólo en el año 2014, 120 millones de niñas fueron víctimas (Unicef, “In plain sight”, informe de violencia infantil)[1]. La prevalencia, a nivel mundial, es del orden del 20%[2].
En Chile, anualmente, las denuncias son cercanas a las 20 mil; cada día, 50 a 60 niñas/os y adolescentes vivirán abusos. Un niño o niña cada 33 minutos. Del total nacional de víctimas de delitos sexuales, más del 70% son menores de edad. Por cada víctima que devela, otras seis no lo harán[3]. Los números no son números: son cuerpos, vidas, seres humanos niños y niñas que viven experiencias definidas como “inenarrables”[4].
¿Cómo podría un niño o niña dar nombre o hacer frente a la experiencia de incesto que en el hogar que debía refugiar, puede darse en cualquier momento, día, semana, años completos? ¿Cómo reconocer que cuidadores, mentores, y que espacios como escuelas, pastorales, residencias de “protección del Estado”, pueden ser lugares peligrosos? ¿Cómo decodificar el abuso sexual adulto, cuando lo “sexual” no existe ni como palabra todavía en el lenguaje de los niños pequeños?
Junto a las definiciones que la ley establece para los delitos sexuales, necesitamos ser enfáticos en que éstos son una gravísima violación de los derechos de los niños que el Estado chileno se comprometió a respetar en acciones, no sólo en palabras (al suscribir a la CDN, en 1990).
La violencia sexual y los delitos sexuales contra la niñez han sido reconocidos como formas de tortura (que es un crimen de lesa humanidad, imprescriptible). En informe reciente del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes para la Asamblea General de Naciones Unidas (enero de 2016), se insiste en la responsabilidad del Estado sea que éste desempeñe o no un rol directo en la perpetración de la violencia sexual contra diversos grupos, como por ejemplo, la niñez.
El Estado tiene obligación de prevenir, educar, reconocer patrones de violencia, procurar justicia y asistir a las víctimas de dichos delitos. La “pasividad” o “no diligencia” del Estado podrá considerarse como indicadora, inclusive, de “endoso y justificación” de la violencia sexual.
No se ha cumplido con el compromiso adquirido (y malamente un proyecto de ley por garantías integrales para la infancia tendrá valor, si el Estado de Chile no es coherente con acuerdos ya suscritos y que tienen valor de ley) y el estado chileno desoye e inclumple recomendaciones como la que realizó el año 2015, el Comité de DErechos del Niño de Naciones Unidas, en relación a la necesidad de legislar para que REALMENTE se penalicen los abusos sexuales contra niños, niñas y adolescentes, y que éstos NO PRESCRIBAN:
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Abuso sexual infantil, su dinámica y sus tiempos
El abuso siempre involucra a un abusador, y adultos no-ofensores (personas o comunidades completas) quienes mediante su silencio, omisión, complicidad o la desidia en informarse y/o actuar en favor de proteger a la niñez, son corresponsables igualmente de la ocurrencia de delitos sexuales en su contra.
El poder para proteger o para desproteger, lo compartimos como colectivo (“it takes a village”, para cuidar o para abusar, recordemos Spotlight, el film sobre la denuncia de abusos sexuales eclesiásticos en Boston, EEUU). La responsabilidad es total, absoluta y únicamente adulta.
El abuso sexual infantil (ASI) necesitamos entenderlo, muy específicamente, como un abuso de poder adulto que se expresa desde lo sexual, sometiendo al niño, niña o adolescente en una etapa de máxima fragilidad y dependencia vital del cuidado del mundo adulto (ese mundo del cual el abusador forma parte).
Desde el imperativo de especie y ético en el cuidado, necesitamos comprender que el ASI constituye un gran fracaso colectivo: no sólo del abusador, o de una familia disfuncional, o institución negligente, sino también de sistemas de salud, de educación, gobiernos, y cada una y uno de nosotros, si no hicimos todo a nuestro alcance por proteger a todo niño y niña, o por socorrer a las víctimas.
En la relación abusiva, la perversión del cuidado, de la confianza en lazos humanos, la tensión en la cordura, son inconmensurables. Si los niños no pueden distinguir entre quienes cuidan y quienes vulneran, ¿de dónde se afirman, cómo pueden aprender a detectar peligros y malestares, desde dónde se construyen?
Es difícil dar cuenta de la magnitud del daño que resulta cuando se contaminan y arrasan vínculos y espacios que debieron ser seguros y resultaban imprescindibles para cada nueva generación. Sabemos que la mayoría de los abusos son intrafamiliares, y la mayoría de los perpetradores, de sexo masculino (parientes o muy cercanos a su víctima y/o familia de ésta). Se estima que sobre un 80% de los incidentes de abuso ocurren en modalidad un perpetrador/una víctima y en residencias (de las víctimas, familia extendida, del abusador). Los datos trazan un mapa implacable.
En Chile, un estudio de la Unidad de Salud Mental del Hospital de Ancud, con mujeres víctimas de incesto en su infancia, informa una alta prominencia de padre agresor (biológico, por sobre padrastro u otro familiar), y un rango de edad para la ocurrencia del incesto entre los 3 y 26 años de edad, con dos peaks: entre los 6-8 y entre los 12-14 años[5]. El Colegio de Matronas/es de Chile, en diversas intervenciones públicas, ha señalado que una mayoría de los embarazos infantiles que se registran anualmente en Chile (del orden de los 800 casos), son por incesto. Cómo asimilar tanta transgresión en cuerpos y psiquis humanas. Tanto desamparo.
Se dice que la violencia sexual y delitos sexuales contra los niños/a y adolescentes, son los crímenes más impunes. La vulnerabilidad mayor en los seres humanos es durante la niñez, y los crímenes en esta etapa tienen un carácter único: por su edad, las víctimas no tienen cómo entender, resistir, escapar, protegerse o responder ante eventos que superan sus umbrales de defensa psíquica y física. Éste es un argumento que necesita acompañar cualquier debate sobre prescripción: la no consciencia de menores de edad en relación al crimen del abuso; su no discernimiento, su no consentimiento, los años que puede tomarle a niños/as y adolescentes, sólo darse cuenta de lo vivido.
Los adultos podemos reconocer un asalto o violación, recurrir a una comisaría, un hospital, querellarnos. Los niños no pueden. Y no bastan los marcos legales especiales destinados a protegerlos si en la realidad sus derechos no son exigibles ni sus vulneraciones atendidas como necesitan serlo por su desarrollo humano incompleto. Parte de lo que necesitan, y es no prescindible, es respeto de su derecho al tiempo (más cuando éste ha sido secuestrado, robado por los abusos).
En la dinámica del abuso, las estrategias de sometimiento y silenciamiento –que siempre son violencia- y la confusión o temor frente al abusador, harán todavía más difícil que las víctimas hablen acerca de lo que viven. El abusador no sólo tiene el poder desde el cuidado (en diversos roles) y/o tuición legal, sino que además gradualmente adquiere dominio psicológico sobre su víctima.
Contando con el tiempo y autoridad adulta a su favor, el abusador cultiva una relación abusiva. Ésta se impone en lo material, moral, emocional, espiritual, o todas las anteriores. Peor será en casos de polivictimización donde el maltrato físico, el acoso moral y las amenazas (contra la integridad de la víctima, de seres queridos, de sus mascotas, o hasta de juguetes queridos), son un factor disuasivo y todavía más paralizante. Cómo no enmudecer.
Pero con o sin violencia física y psicológica directas y explícitas (el abuso siempre será violencia, y no sólo sexual), y aun sin que las víctimas sean conscientes de los daños, el trauma irá dejando su huella en cuerpos, psiquis, su desarrollo evolutivo, el presente y futuro, su salud, su calidad de vida, sus relaciones. En países como EEUU se han estimado los daños y costos (para educación, salud, la productividad nacional) de la pérdida del potencial pre-abuso de las víctimas de ASI. Sólo en ítemes médicos y de terapia durante la adultez, se señaló un promedio de gastos de un millón de dólares por víctima en la reciente defensa de la legislación por la imprescriptibilidad que fue aprobada en el estado de California. No sabemos en Chile.
Daños perdurables (de largo plazo o permanentes) en estructuras y fisiología del cerebro, en funciones como la atención, memoria y aprendizaje, alteración en mecanismos de alerta, de adquisición-extinción del miedo, son sólo algunas de las consecuencias que tiene el abuso sexual infantil a nivel neurobiológico[6].
Hoy en día, gracias a progresos en imagenología es posible contar con evidencia muy concreta –y difícil de disputar- de estos daños[7]. Hay otros: afecciones como el estrés post traumático y la depresión, son frecuentes (entre 50-70% de las víctimas intentan suicidio, más de una vez). Trastornos vinculares, del ánimo, la personalidad. Problemas médicos, sexuales. Los abusos son un ataque masivo, no menos. En la niñez y adolescencia el organismo reconoce su irrupción (aunque su víctima no pueda); la traumatización particular y altamente invasiva que ahonda la indefensión de las víctimas, comprometiendo eventualmente –también hacia etapas sucesivas, y la adultez- sus capacidades de autocuidado y autoeficacia.
Los delitos sexuales no son vulneraciones que se circunscriban a la integridad sexual: necesitamos entender esto como sociedad. No lo hemos logrado todavía, y lo sabemos porque muchos mitos persisten, estigmas, prejuicios. En el ámbito clínico, uno todavía enfrenta preguntas de los adultos tales como: ¿pero si no hubo amenazas, como va a ser abuso?, ¿sin penetración (vaginal, anal, bucal), es todavía abuso sexual, o un delito?, ¿si fueron sólo tocaciones, es menos grave?, ¿no es tan traumático si no hubo violación, cierto?, entre otras.
Hablamos de una colisión de idiomas (lo sexual adulto versus las significaciones de los niños para lo sensorial, la ternura, lo placentero, los afectos), de fuerzas, de madurez dispar, total asimetría y desventaja. El mundo adulto, demasiadas veces, y de forma insensible, pide o espera de los niños/as o adolescentes, actitudes y respuestas que a sí mismo no se exigiría. Si realmente miráramos a los niños desde su estatura ante el mundo, llegaríamos a temblar dimensionando su fragilidad y el poder que tenemos. Ojalá éste estuviera sólo al servicio de cuidar, educar; de evitar sufrimientos evitables (los terremotos no lo son, el abuso sexual sí lo es).
En el abuso sexual, aunque la situación sea intraducible en palabras, o aunque pueda bloquearse, esto no implica ausencia de sintomatología ni sufrimiento en las víctimas. Niñas/os y adolescentes llevarán su propio volcán: el trauma es susceptible de estallar en distintos momentos, o bien, habrá síntomas que sostenida o intermitentemente intentan comunicar lo que la víctima no podría, no tendría cómo decir, expresar.
Entonces, si los adultos no detectan ni responden a señales y síntomas, o si aun reconociéndolos, no interrumpen los abusos sexuales, las víctimas podrían pasar años secuestradas en el abuso, acatando el silencio que impone el abusador –vía extorsión, amenazas, pactos secretos- o simplemente callando por confusión, por miedo, por proteger a seres queridos y familias, por sentimientos de culpa o vergüenza. O porque no tienen dónde ir. ¿Dónde escapa un niño/a de 5, 8, 10 años que lleva todo ese tiempo siendo abusado en su hogar? ¿Dónde pueden ir niños y niñas que ya fueron separados de sus familias y ahora son abusados en centros residenciales del Estado a cuyo cuidado fueron confiados?
Como si todo el abandono a una situación imposible no fuera ya excesivo, una consecuencia más y de las más crueles en la dinámica perversa del abuso, es que la responsabilidad única y absoluta del adulto, de alguna forma termina siendo transferida y compartida por la víctima: ¿por qué yo?, ¿puedo negarme, pedir ayuda?, ¿es “normal”, es esto cariño, es qué?, ¿y si yo tengo/tuve la culpa de esto? Las preguntas, por sí solas, pueden ser un tormento, y más cuando los pocos niños y niñas que llegan a vocalizar algo, o piden auxilio, no son escuchados, o bien son ignorados y desacreditados.
Es devastador aceptar que no habrá intercesión; seguir callando, esperando. Mientras, la memoria hará un esfuerzo por registrar y organizar recuerdos –en la mente y en el cuerpo- de forma de que niñas/os y adolescentes sigan viviendo, creciendo, yendo a la escuela, atravesando etapas, siendo todavía dependientes del mundo adulto aun cuando esa dependencia tenga el más alto de los precios. En la relación con el abusador, la expresión “a merced de” cobra una dimensión sobrecogedora.
Cautiverio, confinación, son palabras que pocos niños pequeños conocen. Con el paso del tiempo, sobrevivientes de abuso sexual infantil e incesto, describen la experiencia y sí aparecen palabras como “acorralado”, “atrapada”, “resignado”, “rendida”, “pesadilla”, “tortura”. Podía serlo: la espera, el hiperalerta, la confusión, el terror, la montaña rusa que significa a veces saber o anticipar, y muchas otras no, “lo que venía”. El abuso es caótico, lesivo. Deja heridas físicas y en el espíritu. La memoria las registra. Y perdura.
Los recuerdos tienen también su propio reloj y se lentifica, acelera, regresa, descansa, aterra, concilia, tensiona distintas etapas, aun de adultos y viviendo vidas elegidas y “a salvo”. James Rhodes, concertista británico, señalaba hace poco en una entrevista: “cuando tu hijo alcanza la misma edad en que a ti te violaron, todo estalla”. Y a veces estalla cuando los hijos preguntan por detalles generalmente inofensivos: ¿y tu primer beso mamá, papá, cómo fue?, ¿eras feliz cuando chico, cuando joven? Qué podríamos decir.
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Encontrar la propia voz
Tomar consciencia de lo vivido, con el paso de los años, es también asumir el abuso sexual como parte de una biografía. Muchas víctimas deberán revisar etapas completas de sus vidas a la luz de esa información perturbadora. El duelo por lo que fue, o nunca llegó a ser (el cuidado intacto, el tiempo claro de la niñez, los vínculos sin doblez ni perversión).
Las definiciones más sencillas –hija/o de, alumno, discípulo, padres, familia- cambiarán su resonancia de modo permanente desde el registro de un pasado que nadie querría tener que relatar (y menos recordar en un duelo perpetuo de la memoria) como parte de su vida. No es motivo de orgullo. No hay nada heroico o encomiable en haber sido parte de relaciones perversas en la niñez, en haber sido violados, usados, en haber vivido aterrados por años. Es horrible reconocer que gente querida fue lo fue, o que nadie interviniera para detener los abusos. No es una palabra llena de luz: “víctima”. Jamás lo será.
Es arduo llegar a testimoniar: sentirse capaz, encontrar las palabras, el momento, decidir hablar, escucharse a sí mismo/a contando esa historia. Cuando preguntan por pruebas o la veracidad de los relatos de las víctimas, uno se pregunta ¿Quién querría inventar algo así, o para qué, si siguen siendo tan altos los costos, tanto el descrédito, el estigma, la incomprensión? En sociedades que desacreditan y estigmatizan, que avalan la violencia, y/o restringen el acceso a justicia, más difícil se vuelve decidir denunciar.
“Contar lo vivido” puede tomar años y darse en muy distintas edades, dependiendo de una multiplicidad de variables. No existe un patrón único, aunque se produce un notorio aumento en los testimonios una vez que las víctimas entran a la adultez.
Veinte, treinta años pueden ser comunes como plazos, hasta lograr completar procesos y hablarlos. Algunas personas recién han develado en la ancianidad, después de una vida completa (como una señora que calló ochenta años la violación de un sacerdote a sus diez años, y sólo se sintió capaz de hablar con sus hijos al ver a James Hamilton en televisión, dos años antes de morir a la edad de 92).
¿Qué sentido tendría a esas alturas?, “¿para qué hablan ahora si ya pasó tanto tiempo?”. Son preguntas que les hacen a las víctimas. Preguntas válidas, pero carentes de empatía. Indiferentes al hecho de que una mayoría de las víctimas debió condicionar sus tiempos a los tiempos de dependencia de sus familias –hasta poder emanciparse, como adultas-, y/o viven expuestas a encuentros con sus abusadores: ya sea porque éstos fueron juzgados y sentenciados a cumplir penas remitidas (en régimen de libertad condicional), o porque sin juicio, tampoco recibieron sanción social, y en familias o comunidades –pastorales, por ejemplo- continúan presentes.
El vínculo no interrumpido con abusadores, es una nueva forma de vulneración e impunidad donde se ignora el dolor de las víctimas, se hace “la vista gorda” ante la violencia sexual y el comportamiento delictivo, y no mide ni evita el riesgo de reincidencia y de daños para otros niños.
¿Para qué hablar? La misma pregunta inmisericorde se la plantean a sí mismas muchas víctimas y nuevamente el lugar es de desvalimiento, de silencio, semejante al que impuso el abusador en la niñez. Pero ahora es la sociedad, o la propia justicia quien lo habilita y demarca. Los límites de este abandono, cómo eludirlos, cuando observamos la enorme brecha entre la gravedad de los delitos sexuales contra niños, sus penas máximas hoy en Chile, y los plazos de prescripción (M. Contreras, abogado, resumen situación CL):
Los plazos de prescripción -inadecuados, desinformados, anticuados, y francamente arbitrarios- excluyen a miles de víctimas de ASI de la posibilidad de denunciar e iniciar acciones legales, si sus tiempos humanos no coinciden con los tiempos de la ley.
Las leyes en nuestro país todavía no reflejan la comprensión que se requiere acerca de la extensión y gravedad de las consecuencias del abuso y violencia sexual, y del valor que tiene, para las víctimas y como sociedad, respetar el derecho al tiempo de elaboración y develación, si de ello dependen la posibilidad de denuncia y justicia, de sanción efectiva para estos crímenes. De no impunidad de los abusadores.
A la luz de los progresos científicos para comprender los efectos del trauma por violencia sexual, no se justifica persistir en plazos que obstaculizan su reparación. Y aunque podemos entender el sentido de la prescripción, no podemos dejar de sentir que de alguna manera nos deshumaniza, nos arriesga a la pérdida de cordura social.
Si no hay posibilidad de justicia, el delito bordea lo inexistente: “como si” el abuso no hubiese sido, “como si” no viviera entre nosotros la posibilidad del daño todavía, para otros niños. La impunidad lleva olvido social, lesiona la confianza, la paz, la convivencia. Significa un retroceso en nuestros esfuerzos por prevenir el abuso sexual, y envía un mensaje de indiferencia o de endoso, inclusive, de la violencia sexual que se expresa en diversos delitos contra los niños. Delitos que ya hemos consensuado son dañinos y deben ser punibles.
Más cuesta entender la rigidez en la defensa de la prescripción cuando hablamos de crímenes cuyas secuelas –físicas, psicológicas, sexuales, relacionales, laborales- probablemente jamás cesen, o al menos se tomen muchos años (todavía más) de las vidas de los sobrevivientes.
El impacto del daño necesitamos considerarlo en función de la niñez, de cada ser humano, cada víctima, del tiempo subjetivo del trauma. El derecho a ese tiempo es un mínimo humanitario: son demasiadas las víctimas, 60-80%, que no develarán en la niñez o cuyo abuso no será detectado ni interrumpido.
En términos generales, las conclusiones de diversos estudios indican que a mayor complejidad del abuso sexual -intrafamiliar, prolongado, con penetración, y polivictimización-, la revelación será menos frecuente y mucho más tardía. Un estudio reciente sobre develación de ASI en Chile, publicado por el Centro de Estudios en Infancia, Adolescencia y Familia de Paicabí[8], concluye que: “sólo un tercio de las niñas y niños revela de forma temprana. Esto es coherente con estudios previos que describen que niños y niñas tienden a revelar el abuso de forma tardía o incompleta, o revelar y retractarse, o revelar de manera progresiva”[9].
Por su parte, Fundación Previf, comparte un promedio de 17-20 años en pacientes mujeres adultas (mayor prevalencia del ASI es en niñas, una de cada tres) para comenzar a verbalizar el abuso vivido en la niñez y/o adolescencia. Este dato es consistente con la literatura especializada (y lo que reportan organizaciones internacionales) que señala un promedio de 15 a 20 años de demora (independientemente de intentos de develación en distintos momentos de la niñez o adolescencia, desoídos o ignorados), tomando a algunas víctimas 30 años poder verbalizarlo, un tiempo que no es infrecuente para quienes vivieron violaciones.
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Valor de la denuncia para la paz social
Queremos compartir con ustedes una gráfica que trata de resumir distintas fuerzas que inciden y tensionan para los niños y niñas víctimas, la posibilidad de llegar a develar, o que sea detectado, el abuso sexual:
No sé cómo, en nuestro sano juicio, podemos atrevernos a establecer límites mandatarios o siquiera “deseables” para el dolor humano y su necesidad de contención, de testimonio, de trato justo.
En una sociedad democrática, no se puede extinguir la posibilidad de justicia para víctimas que nunca renunciaron a derechos de denuncia y/o prosecución de acciones en la justicia. Simplemente no sabían, no podían; nunca estuvieron en condiciones de comprender el crimen, ni de elegir o renunciar a nada.
Muchos hemos querido pensar que la ética del cuidado humano no es separable de la justicia; que las leyes son herramientas al servicio de la sociedad, y de la protección de la niñez, como una prioridad irrecusable. Pero aquí nos enfrentamos al argumento de tiempos transcurridos y prescripciones que, como certeza, sólo sirven a abusadores sexuales: personas que frente a interpelaciones de sus víctimas, ya adultas, todavía responden con un ¿y quién va a creerte?, tan seguros de su poder, de marcos legales que operan a su favor, y de la ausencia de la sociedad y de Estados que fallan en proteger y garantizar justicia, aun conociendo patrones de criminalidad y de violencia como la que se ejerce contra la niñez en Chile: 71% de los niños/as y adolescentes sufren algún tipo de violencia, ya sea física, psicológica y/o sexual (Unicef Chile, 2012). Qué dice eso de nosotros, de la clase de relación que establece este país con sus niños/as y adolescentes.
Sabemos que existen crímenes para los cuales todas las sentencias o indemnizaciones del mundo, no alcanzan. No por ello, desistimos de la voluntad de cuidado que entraña la justicia por insuficiente que siempre parezca, y que sea en realidad, frente a lo inexpiable.
En sociedades democráticas, afortunadamente, aumentan los esfuerzos por dar mejores respuestas, más humanas, y un número creciente de países avanza en iniciativas por legislar la imprescriptibilidad, o el aumento significativo de plazos de prescripción para delitos sexuales (contra niños, niñas y adolescentes, o bien, sin distinciones de edad, como sería humano y deseable):
En EEUU, 36 de sus cincuenta estados tienen alguna imprescriptibilidad (penal o civil o ambas) para estos crímenes.
En Boston, por ejemplo, se está intentando aprobar un plazo de cincuenta años, reconociendo además la necesidad de sancionar no sólo a personas naturales sino jurídicas también (la no-prescripción para colegios, iglesias, sistemas públicos y privados de protección de menores, etc).
La tendencia se intensifica, a propósito de los abusos eclesiásticos, y el 2016, particularmente, luego de casos muy mediáticos como el que involucró al comediante Bill Cosby, a cuyas víctimas les llevó décadas ser escuchadas.
Existen diversas proposiciones e iniciativas que contemplan extensiones o suspensiones plazos de prescripción penal y/o lo civil; o que consideran la imprescriptibilidad para algunos delitos, y/o para la denuncia y la acción legal, mas no para la condena. La excepción por ADN y “discovery rule” (derivado de casos de negligencia médica) han permitido extensiones de plazo a partir de pruebas de ADN, o del descubrimiento que realiza la víctima sobre el delito como tal, o sobre la relación entre éste y las lesiones.
En otros estados, mientras logran avanzar en la imprescriptibilidad, han encontrado soluciones como las ventanas o suspensiones (o levantamientos) de plazos de prescripción durante períodos de 2 y hasta cuatro años, que han permitido a muchas víctimas de abusos sexuales –cuyos plazos habían prescrito- encontrar justicia. No fueron millones ni miles siquiera, ni representaron ningún colapso de sistemas penales, civiles, ni del orden social.
Entre los países que cuentan con imprescriptibilidad para todo delito de índole sexual, como por ejemplo Inglaterra, Australia, Nueva Zelandia, y Canadá, encontramos sólo para este último el dato de qué porcentaje de víctimas hace ejercicio de su derecho: 6%. Apenas. No alcanza para el colapso ni la debacle del sistema judicial ni la “caza de brujas” que algunos avizoran
En Suiza, se logró el 2008 la imprescriptibilidad de delitos sexuales cometidos en contra de niños prepúberes así como de las penas correspondientes.
En Latinoamérica, no existen países todavía con imprescriptibilidad para el ASI –según datos Amnesty International- pero en Argentina, el 2015, se aprobó en Cámara y Senado (por unanimidad) el proyecto ley por la no prescripción y el respeto al derecho del tiempo para las víctimas. Y en México, aunque la imprescriptibilidad no se contempla a nivel federal, existe una excepción estatal (Oaxaca, desde 2010).
Conclusión: no es imposible, es realizable y el mundo civilizado avanza en esa dirección.
Hoy más que nunca las legislaciones deberían tener la capacidad de adaptarse a la realidad de las evidencias –y a las evoluciones de sistemas de justicia- para responder de forma adecuada y sin discriminar, a las necesidades de protección de la niñez y de justicia frente a los crímenes cometidos en su contra.
Las herramientas jurídicas deberán ser un instrumento que permita encarnar en un marco legal la protección específica e indispensable que los poderes del Estado tienen la obligación de brindar a la infancia y a las víctimas del abuso sexual infantil. Esta protección necesita que nuestro sistema de justicia asegure las condiciones que permitan a las víctimas completar sus procesos psicológicos, y mantener abiertas las posibilidades si deciden compartir su relato, y realizar la denuncia y acusación que inicie la acción penal (y queda la pregunta abierta por plazos de prescripción en lo civil).
Con anterioridad a que la víctima del delito complete su proceso psicológico, sencillamente no existen las condiciones requeridas para punir tales conductas. Citando el documento que haremos llegar a vuestra comisión (elaborado en conjunto con abogados/as penalistas): “si la sociedad tiene pretensiones de que los delitos sexuales contra menores sean efectivamente penados, debemos asegurarnos de que existan las condiciones que aseguren que ello sea posible y ello será únicamente en la medida en que permitamos a las víctimas completar sus procesos psicológicos. Solo así, la pretensión de punición contra tales delitos tendrá una posibilidad de efectuarse en la realidad”.
La pregunta principal es acerca del valor que conferimos a la sanción y condena de crímenes (ya consensuados como horribles y punibles) donde las víctimas necesitan de un tiempo distinto –reiteramos: por la edad en que fueron cometidos los delitos- para comprender, procesar y verbalizar su experiencia, y decidir, en condiciones de pleno acceso a la justicia, sin presiones, si y cuándo inician acciones legales que además tienen un valor para la paz social, para la protección del colectivo. Aquí no es la prescripción, sino la imprescriptibilidad, lo que puede asegurar esa paz.
La pregunta a la que responde el proyecto ley actualmente en revisión NO es, ni será, ni necesita ser sobre aspectos procesales (que deberán ser resueltos por el sistema de justicia, los jueces, expertos, etc), o que son resorte de la institucionalidad defectuosa con que contamos actualmente. Es al menos una desinteligencia cuestionar al proyecto de ley -o peor: negarse a la idea de legislar siquiera- porque éste no cumplirá metas que le son ajenas e inalcanzables por lo demás.
El abuso sexual no desaparecerá por una rectificación en los plazos de prescripción, menos en una sociedad que no ha decidido todavía que es urgente y prioritario detener la aberración de la violencia y el abuso sexual. ¿Qué acciones realmente serán capaces de asegurar la debida prevención y erradicación, ojalá, de estos flagelos? es algo que merece y obliga a mucho más trabajo como nación.
Ningún proyecto ley es la “panacea”. Los fines son más modestos: ser una pieza más, en un engranaje donde todos necesitamos ser parte -y el Estado, de una buena vez- para evitar y detener estos sufrimientos y torturas contra niños, niñas y adolescentes, sancionar a abusadores sexuales y sus crímenes, y permitir que sea posible alguna justicia.
El PL también aborda nuestros fracasos como sociedad y Estado: si ya fallamos en evitar abusos sexuales contra niños, niñas y adolescentes, y todavía en 2016 son miles y miles de víctimas y sobrevivientes de distintas edades, entonces lo menos que puede prodigar una sociedad mínimamente humana y decente, es respuesta, asistencia y real acceso a justicia si y cuándo las víctimas estén en condiciones de poder denunciar e iniciar la acción penal.
Dejamos planteadas nuestras preguntas en relación a la prescripción civil, la responsabilidad de personas jurídicas (instituciones religiosas, educativas, centros de protección del Estado, y muchos otros lugares donde niños y niñas son víctimas de abusos horribles, y que deben responder por estos crímenes como instituciones).
Asimismo, no está fuera de la mesa la consideración de los abusos sexuales como crímenes de lesa humanidad, y podría ser un camino, entendemos, en base a las recomendaciones de Naciones Unidas, y de fallos de la CIDH. Queremos confiar en que legisladores y poder judicial podrán encontrar la mejor respuesta. Concebir junto a nosotros, que las leyes no están disociadas del cuidado y están REALMENTE al servicio de la protección de la niñez, especialmente y de modo prioritario.
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ASI y responsabilidades colectivas
El problema del abuso sexual y la violencia sexual contra niños/as y adolescentes menores de edad, requiere de un esfuerzo que excede, por cierto, el ámbito de lo legislativo, pero que lo involucra de modo vertebral (y no es renunciable). Para quienes, además, vemos las leyes y a la justicia como inseparables de lo humano, se hace muy difícil comprender la impiedad de ciertos argumentos ante la dimensión de la tragedia que entraña la violencia sexual. Mayor disposición atestiguamos en declarar imprescriptibles delitos económicos que contra vidas y cuerpos humanos. No podemos comprenderlo. Sencillamente no podemos.
Hace mucho la OMS y la CDC señalaron que el ASI es un problema de salud público urgente, a nivel mundial, tanto en su prevención, la detección temprana así como en la generación de respuestas comprensivas de servicio y asistencia a las víctimas (la responsabilidad sobre acceso y costos de la terapia, es una deuda ética) y co-víctimas. Hablamos de reforma educacional, y ésta no puede separarse de un esfuerzo superlativo por la prevención bien realizada y la educación en sexualidad, afectividad y relaciones humanas para todo ciclo escolar, junto a la definición de términos de relación exigibles al mundo adulto, en la relación docentes-estudiantes.
El esfuerzo en educación es además desde la educación superior, en la formación de pre y postgrado que responda de manera eficiente e impecable a las necesidades de la población infantil en materia de abuso sexual: prevención, detección temprana, atención en salud adecuada, acompañamiento en la develación, en procesos de justicia y reparatorios que sean protectores e idóneos (un tema crítico es la formación de peritos). Por último, la educación es un imperativo para la sociedad toda e involucra conversaciones y difusión de información que sirva al cuidado, en todo espacio: lugares de trabajo, servicios de salud, los medios, compromisos de instituciones públicas y privadas. Es una gran tarea la que tenemos por delante, pero será siempre incompleta si desestimamos la urgencia de legislar la no-prescripción
Sólo podremos ser un país humano, que cuida, si lo hacemos juntos. Muchos hombres y mujeres sobrevivientes de abusos sexuales ya no tuvimos derecho a justicia. Pero siguen siendo miles las víctimas, y miles los abusadores que confían en la impunidad que el Estado de Chile y su actual legislación habilita. Creemos que podemos cambiar esta situación.
La ley de #ASIimprescriptible, incluso más que para los adultos y adultas sobrevivientes, es una ley para el colectivo completo, junto a todos nuestros niños.
Es tiempo de cuidarnos, con todo lo que ello significa: cuerpos, espíritu, alegría, duelos, justicia, reparación, restitución. Un país que no es capaz de responder y cuidar a sus niños y su gente evitándoles de abusos (y peor, un país que arriesga endosar y ser parte de estos delitos), no tiene futuro, o no tiene un buen futuro (y para malos futuros, no estemos disponibles).
El engranaje de los abusos es vasto, insidioso, cuesta verlo, por eso hay que darse empeño, maña, no se trata de vivir paranoico ni amargado, de ninguna manera: es estar atentos, presentes, conscientes de que podemos poner límites, sacar la voz y la cordura (callar y negar realidades no nos ayuda), y a fin de cuentas, movernos desde el agarre a la vida, lo bueno de ello, que cuando lo sentimos en peligro, nos activa, eso es mamífero, humano. Y es una TREMENDA fuerza y poder, cuando la reconocemos en nosotros.
No se puede vivir ni siendo víctima de abusos ni viviendo rodeado de ellos o de omisiones que vienen a ser otra forma de vulnerar, Hay que volver a confiar y eso se logra con señas claras, leyes humanas, en un Estado también humano. No porque falle o demore en serlo, vamos a bajar las expectativas. La ciudadanía ha sido tremendamente clara y solidaria al respecto, y así lo atestiguamos en las adhesiones a la carta pública a los tres poderes del estado “Abuso sexual imprescriptible en CHile: es tiempo” (www.abusosexualimprescriptible.cl).
Por nuestro lado, los y las sobrevivientes de crímenes sexuales en la niñez y adolescencia, y las familias de niños y niñas víctimas que actualmente están transitando procesos muy difíciles, nos ponemos a disposición con todo lo que hemos debido aprender de una experiencia que queremos prevenir y evitar a toda, TODA, costa para las nuevas generaciones. Que conozcan un país bueno, protector, responsable. Capaz de expresar amor y tratar honorablemente al fin a sus niños y niñas.
“Someone that victimizes a child should never be able to hide behind time”. Ken Ivory, parlamentario estadounidense.
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[1] El año 2002, la OMS había estimado 150 millones de niñas y 73 millones de niños (Break the Silence initiative, WHO, Unicef).
[2] De los pocos estudios de prevalencia mundial disponible, destacamos el de la U. de Barcelona, 2009: “Meta análisis de la prevalencia del ASI” (65 investigaciones de 22 países para obtener un índice estimado de ASI a nivel mundial), Pereda, Noemi et al.
[3] Carabineros de Chile, “propuesta de estrategias en el control y la prevención para el delito de abuso sexual en niños, niñas menores de 14 años”, año 2012
[4] Herman, Judith (Harvard Medical School, Victims of Violence Program at Cambridge Hospital) 1997: Trauma and Recovery, Basic Books, EEUU
[5]García Benítez, Katia: “Qué hacer frente al abuso sexual infantil en el ámbito escolar”, presentación para Mineduc, agosto 2016.
[6] Un muy buen trabajo es el de Noemi Pereda y David Gallardo-Pujol de la Universitat de Barcelona, “Revisión sistemática de las consecuencias neurobiológicas del abuso sexual infantil” (2011). Otras lecturas recomendadas: “El cuerpo violado” de Maurizio Stupiggia (Cuatro Vientos, 2011) y “The body Keeps the score”, de Bessel Van der Kolk, (Penguin Random House, 2014).
[7] Hart, Heledd, and Rubia, Katia (2012). Neuroimaging of child abuse: a critical review. Front Hum Neurosci. 2012; 6: 52. Published online 2012 Mar 19. doi: 10.3389/fnhum.2012.00052
[8] En Chile, las dos organizaciones pioneras (a partir de los noventa) en intervención ASI son Paicabí, en la V región, y Previf en la R. Metropolitana. Son dos espacios donde recurrir por información valiosa y actualizada.
[9] Arredondo, V., Saavedra, C., Troncoso, C. & Guerra, C. (2016). Develación del abuso sexual en niños y niñas atendidos en la Corporación Paicabi. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 14 (1), pp. 385-399.
Termino en este posteo una serie de 3 dedicados a los niños, los niños hombres (ver, RENT 1, y RENT 2). Las letras van sin ánimo de separar, de descuidar a nadie, aunque no debería ser precisa la aclaración.
Si he querido detenerme en los niños y su trayectoria particular en la voz, sobre todo, ha sido por empeño de reunir, de prevenir disociaciones u omisiones más profundas de las que ya percibo a mi edad, y en este milenio.
Veo en estos escritos, una oportunidad de aprender y asombrarme también, porque aunque parta desde las fragilidades, es hacia la resiliencia del amor y el cuidado que estoy caminando, todo el tiempo. De ida y vuelta.
Llevo en la memoria el registro de experiencias que me han ayudado a poner más dedicación, y otras, que me han maravillado simplemente. Con casi 50 años, las historias que he escuchado en voz de niños y adolescentes no son pocas. En el aula, en sesiones de educación en sexualidad/afectividad y relaciones humanas, en el trabajo con niños refugiados, en la práctica clínica. Tantas voces que nos enseñan. De niños, o de los hombres que una vez fueron niños.
Veo también en estos escritos, y creo es justo sincerarlo, una oportunidad de reparar tejidos, como cada vez que me acerco -aunque me sienta ignorante o inadecuada o sin derecho a hacerlo- al mundo de lo masculino. El padre, más que quebrarme a mí, quebró un vínculo con la vida donde también habitaban, más o menos en un 50%, los hombres que eran y son parte de la humanidad. Hombres que son hermanos, aliados, prójimos, semejantes. Con quienes comparto, como mujer, como persona, mi vida. El cuidado.
El trabajo con la infancia ha sido una fuente de redención y renacimiento, de aprendizaje mayor, cada niña, cada niño. También, los papás dedicados que he conocido en procesos de reparación del trauma de sus hijos/as. Mis colegas sabios, amigos amados, el compañero de ruta. Desde la ética del cuidado, la energía es atenta e insistente, el amor y respeto por niñas y niños. Cuando alguno se nos queda atrás, olvidado, no escuchado, necesitamos regresar, enmendar, replantearnos cómo lo estamos haciendo. Una niña. Un niño. Quien quiera, no quede fuera de nuestro amor.
Erich Fromm dijo (en “El corazón del hombre”) que “la condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño (o en la niñez), es estar con gente que ama la vida”. Ese amor es contagioso, y se contagia en los gestos, los ejemplos, el tono de voz, las relaciones afectuosas, la libertad, la influencia estimulante: “abundancia contra escasez”, propuso Fromm, por supuesto sin separar a niñas de niños. Vulnerables, mortales, si la condición humana insistimos en llevarla a la discrepancia, a la separación, ¿cómo poder amar?
No dejamos de preguntarnos de dónde sacar amor por la vida -fuera de nosotros y nuestros mundos- cuando el tono predominante de este tiempo como nación, en lo que expresa la conducta de quienes nos gobiernan, las historias que hemos conocido, tiene un volumen nefasto y mezquino. Más de pérdida, de muertes (de niños), que de vida buena. Pero siempre nos queda apuntar el alma con cariño hacia cada niño y niña mientras crecen; hacia su maravilla y “perseverancia en el vivir”, en el aprender a vivir. Con oportunidades -abundantes, equitativas, deben ser- para desplegar su potencial y el amor que ellos mismos pueden llegar a sentir por la vida, y a volcar en ella.
Pensemos en los niños que están realizando, ahora mismo, durante sus infancias, proyectos increíbles en beneficio de sus vidas y de la humanidad. Richard Turere (Africa), Jack Andraka (EEUU), Travis Price y David Sheperd (Canada), Kesz Valdez (Filipinas), por sólo mencionar algunos ejemplos, son testimonio de cómo el cuidado y afecto incondicional prodigado por una persona al menos, hizo florecer inspiraciones y tesones para llevar a cabo sueños que no tuvieron y no tienen por qué esperar a la adultez para cumplirse, si los niños cuentan con todos nosotros apoyándolos. Y si cuentan también, con sus pares, su generación.
No partamos diviéndolos, o poniendo el acento en las brechas. Las diferencias son otra historia: hay que mirarlas, aprender de ellas, asombrarse, maravillarse en su presencia. Son distintos, claro que sí, niñas y niños, mujeres y hombres, y todos los seres humanos. Pero “diferencias” en igualdad: igualdad de trato, de respeto, de cuidado, de amor. Niños y niñas, lo repito en cada lugar que voy, con cada grupo de estudiantes, de cualquier edad: necesitan disfrutar y propiciar la mutualidad del aprecio un@s por otr@s, del respeto, del cuidado y buen trato. Más que los géneros, la educación desde la ética del cuidado de la niñez, el desarrollo humano, la construcción de humanidad.
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Recuerdo lo emotivo que fue el discurso de la joven actriz Emma Watson ante Naciones Unidas el 2014 por la campaña “He for She”. Muchos no dejamos de añorar, todavía, mucho más que una campaña de “She for he” (también se ha propuesto), una de “She and he for us”. Todos y todas, por todos y todas, resistiendo toda discriminación, toda injusticia. Tratándose de la infancia, ¿cómo separar a niños de niñas o viceversa? No lo hacemos con nuestros hijos. No lo hacen otros mamíferos con sus cachorros; no existen discriminaciones sexistas, ni existen defensas por uno u otro género donde se arriesguen puntos ciegos o mudos para unos cachorros u otros.
El discurso de Emma Watson fue comentado por una columnista de TIME, Cathy Young. A propósito de las innumerables menciones que realizó la actriz al feminismo, Young presentó sus críticas, muy duras, por la actitud divisiva y el lenguaje utilizado por el feminismo radical (demoledor en relación a los hombres) y en relación a la ausencia de un debate, todavía, serio acerca de los derechos a cuidar, iguales para mujeres y hombres. Pero su más sentida advertencia, y la que resume todo, fue la siguiente: “mientras el feminismo no reconozca activamente la discriminación ejercida contra los hombres [niños incluidos], la lucha por la igualdad de género será siempre incompleta” (ver columna, inglés). Absolutamente.
Recuerdo haber comentado la columna de TIME con Carol Gilligan. Por ese tiempo, emocionadas por el film “Boyhood” (y aunque muy distinto el género y tema central, la serie Stranger things de Netflix logra capturar formidablemente la sensibilidad y mundo de los niños), y compartiendo la preocupación por el silencio de los niños, la siguiente anécdota fue una inyección de poder y esperanza:
En una conferencia sobre ética del cuidado, en una universidad francesa, en la parte final de las preguntas y comentarios del público, un grupo de mujeres feministas la interpeló provocativamente acerca de su definición como tal, y su compromiso con la causa.
Con su serenidad imbatible, Gilligan respondió que se reconocía feminista -entendiendo el feminismo como un movimiento de liberación para mujeres, hombres, niñas y niños- y siempre conservaba un compromiso férreo por la igualdad de derechos de todas las personas (con una prioridad por los derechos de la niñez). Pero a su edad, y en relación a la pregunta central, simplemente le parecía innecesario tener que adherir a rótulos o encasillarse en caracterizaciones que la alejaran de lo más importante: su condición humana, y la ética humana del cuidado, como el mayor desafío y vocación, una urgencia mayor en estos tiempos.
Aplauso cerrado, en mi alma también (ovación de pie), porque hubiese espacio para honrar la lucha de tantas mujeres que se apostaron a luchar por sus derechos y los de sus hijas, sus nietas, y todas las que vendríamos después, y también para honrar a los hombres buenos, humanos y humanas que en cada generación han dedicado sus vidas, su amor de vivir, a resistir injusticias, faltas de cordura social, de cuidado.
En ese mismo círculo, poder agradecer también la lucidez amorosa de dos hijas, las dos personas gracias a quienes más aprendo de vivir y con quienes más entiendo –aunque todavía me falte mucho- cómo es que se va cambiando el mundo.
Es la fortuna que uno tiene de compartir con niños; la belleza de lo que viene engranado naturalmente, quizás, en el ciclo de la vida: esa capacidad de los más pequeños de regresarnos a lo esencial; de despejar, suavizar el corazón herido o el intelecto cuando se ha vuelto duro e intransigente.
Los niños y niñas nos transforman. Su ética en estado cristalino nos ayuda en la exactitud para reconocer gestos hospitalarios, bienes para la vida, sin separar a unas personas de otras, sin hacer diferencias. Todos los estudios, todo el trabajo y aprendizaje de décadas no serán más trascendentes que esas luces y tantas otras que todos recibimos, todavía en ventaja, de niños y niñas más que del mundo adulto. Quizás el tablero se equipare más adelante, no perdamos esperanza.
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Justo en el día de publicación de este posteo, encuentro este video encomiable realizado por Hay Mujeres, organización chilena fundada y dirigida por una gra cientista política y querida amiga, María de los Angeles Fernandez-Ramil.Ojalá puedan verlo y compartirlo: “Yo me libero”
Fue este invierno recién pasado, en EEUU. Veníamos conversando, contentas de haber participado en una actividad comunitaria – One Billion Rising, como todos los últimos años, en febrero. En la carretera, casi solas, junto al cielo precioso de justo antes de la tormenta. En la radio tocan “Rent” de Pet Shop Boys, mi hija deja de conversar y se apresta a cantar. Conoce el tema, está en mis listas, pero ahora ha crecido y mucho más que tararear, ella repite versos, estrofas completas. Una historia de dos.
“Mamá: ¿entonces la niña le paga el arriendo a su boyfriend?”. Mi cabeza y corazón tropiezan. Miro por el espejo retrovisor y me encuentro con los ojos más grandes y brillantes del mundo, esperando una respuesta.
Un poco acerca de la canción: en alguna entrevista los PSB contaron que fue escrita desde la perspectiva psicológica de una amante (de Kennedy, se decía) aun cuando el título evocara un “rent-boy” o gigoló. Las ambigüedades fueron intencionadas y en la letra, “I love you”/ “you pay my rent”, no llevan conector, haciendo más difuso el límite entre el amor y los arreglos financieros, las formas de trueque o pago por el afecto (“arreglos mercenarios” fue el término usado por uno de los miembros del dúo). Por supuesto nada de esto es parte del diálogo con mi hija de sólo 7 años.
A su pregunta respondo con otra: ¿y qué crees tú, qué imaginas? Me responde que ella cree que la historia es de un músico que lucha (“struggling musician”) por hacerse conocido “y después fue famoso, por eso su canción está en la radio, pero cuando era más pobre, su polola que tenía más plata, lo ayudaba a pagar el arriendo, la comida y la ropa”. ¿Y qué opinas tú de eso?, le pregunto.
Vamos bien, qué increíble este diálogo, pero en un traspié de puro acelerada, escapa un juicio que puede teñir cualquier respuesta de mi hija: “…porque no es la idea estar pagándole el arriendo a ningún pololo”, digo, al tiempo que quiero frenar el auto para cortarme la lengua.
Emilia menos mal no se deja “teñir” y no duda un momento en reclamar que siempre le hemos dicho que todos nos tenemos que ayudar, “¿entonces por qué una polola no puede ayudar a su pololo si lo necesita? Yo sí lo haría, y también me podría él ayudar a mí después”.
Me di cuenta de que todavía yo era capaz de hacer la vista gorda ante algunas desigualdades cuando se trataba de un hombre. Tema para autoexamen: cómo irrumpía aún la memoria de dos personas (un padre y una ex pareja de juventud), abusivas en todo sentido imaginable, incluido el económico. Pero esas historias no pertenecían a mis hijas, y a mí tampoco en realidad, ya no si durante la mayor parte de mi adultez, la dinámica en pareja ha sido: nos cuidamos, nos “prestamos” resiliencias, yo tengo 3, tú tienes 7, o viceversa, y juntos tenemos 10.
“Claro que las parejas pueden ayudarse y tomar turnos, hija”, exclamé, y vi su cara por el espejo retrovisor regalarme una sonrisa triunfante. “Hay que apoyarse en sueños de cada uno y de a dos, o en familia, o de muchos más”. De verdad creo lo que digo, creo en el cuidado, en su imprescindible mutualidad, en lo inseparable de cuidarse y cuidar, de dar -o tratar cuanto uno pueda- lo que uno también pide o sueña para sí, esa dignidad, ese afecto.
En el dialogo con mi hija quiero ser didáctica, y entusiasta en lo que puedo mostrar, y busco ejemplos a propósito de RENT entre recuerdos que me cuesta encontrar. Saltan nombres de amigos que quedaron cesantes y vieron cómo sus matrimonios agonizaron o terminaron por el tema económico (por deterioros en tensiones ya existentes, o porque verlos desmoralizados causaba exasperación en sus parejas, o porque fue insalvable la “pérdida de respeto”, como les dijeron a algunos). No pude recordar, en cambio, a una sola mujer de entre mis amigas, que en la misma situación, hubiese enfrentado cuestionamientos. Quizás las nuevas generaciones lo estén haciendo mejor, realmente entendiendo el junt@s desde otro lugar. Desde otra escucha.
Yo aun debo aprender, y no es tan fácil. Pero tengo oídos prestados, ojos claros disponibles: de mis hijas, de tantos niños y niñas con quienes he cruzado camino. No he sostenido en los brazos un hijo hombre, no conozco esa experiencia, ese amor, pero imagino a esos niños y quiero, desde ellos, mirar a los hombres del mundo: del mío y en latitudes lejanas. O al revés, tratar de ver en los hombres, la seña de los niños que fueron. Un “rewind” en segundos que pueda servirme como antídoto en la tentación del juicio o la generalización; algo que me proteja de la indiferencia que no es permisible si de cuidar se trata, a “toda la niñez”. Todas las vidas.
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Violencia y silencios
“Rent” jamás será la misma canción después de Emilia, su versos nuevos, su inocencia. Yo no soy la misma.
Mi hija mayor, cuando chica, alguna vez me dijo “tanto nombre, tanta teoría: las personas son distintas pero el respeto es igual”. Su hermana mayor, a una edad similar, reitera la pregunta más importante : ¿no era que todos teníamos que ayudarnos por igual?
Seguramente la discriminación, si se la explicara en detalle, le parecería tan absurda como le parece a la nueva generación que destruyamos la tierra, que existan guerras, que no nos alineemos naturalmente con el instinto de perseverar en la vida. Hay un “amor” que no ve colores, géneros, edades. Ve humanidad solamente.
Entre adultos, sin embargo, persiste el doble estándar, el criterio dispar, discriminador. A algunos se les exonera por las mismas razones que se condena a quienes son considerados “adversarios”, “los otros”, como una distinción que avala la indolencia. Es confuso. Es injusto. Y se vuelve difícil transmitir a las nuevas generaciones una ética de los DDHH, del respeto y solidaridad entre géneros, o simplemente entre seres humanos.
Nadie cuestionaría la balanza en cruel desventaja para niñas y mujeres –abusos sexuales, violaciones, golpizas, femicidios- pero solemos omitir, demasiado a menudo, las violencias que se ejercen contra niños varones, adolescentes, o contra hombres adultos. O contra el ser humano de quien se trate. Personas, sin distinción.
Las omisiones son más profundas si ni siquiera es posible para sus víctimas, reconocer la violencia; si dudan, o si aun sabiendo que están frente al daño, sienten que no tienen derecho a denunciarlo. Es lo que pasa con muchos niños, y hombres. “Mi mamá siempre le pega cachetadas y le grita garabatos a mi papá y él no se defiende, pero ¿lo que ella hace está mal, o no?” pregunta de un niño de quinto básico, en volumen muy bajo.
Un adolescente de segundo medio cuenta de una polola que se comporta de forma similar, y se cuestiona: ¿es violencia o no? Maridos que reportan agresiones -con lesiones- en la comisaría, son mirados con lástima o incredulidad o sorna, o bien son convencidos de no dejar constancia. Son pocas las excepciones. Supe de un carabinero mayor que se atrevió a aconsejar a un joven recién casado “es mejor separarse porque hay conductas que no cambian, hijo”. El joven tomó la decisión cuando sufrió cortes en la cara a manos de su pareja.
Cuesta hablar de estas cosas en tiempos donde la violencia contra las mujeres está desbordada: los femicidios, violaciones, actos inenarrables donde mujeres de nuestro país y otros, han sobrevivido contra todo pronóstico al ensañamiento de sus agresores hombres. Enmudecer, recogerse. Esa violencia es demasiada. Habría que pedir prestados corazón, estómago. Voz. ¿Hablamos por todos, mujeres y hombres, cuando los dañan? ¿Por niñas y niños?
Nuestras omisiones dicen mcho. Los silencios de quienes sufren callados, también. Los ojos, los cuerpos, la presencia quieta o en movimiento de cada uno y una, de cada comunidad. Todo es voz. Escuchar es un rito complejo, completo (décadas y todavía aprendiendo). Radical.
“Me asusta crecer, convertirme en lo que son los hombres grandes”. Dichos de un niño de sexto básico, en Chile (lo recuerdo bien) y no exactamente igual, pero muy parecido, fue el planteamiento del hermano mayor de una amiguita de Emilia en EEUU, de la misma edad (11, 12 años), apenas hace unos meses. Ambos niños, de países y culturas diferentes, coincidían en un temor que no surgía de la nada, ni sólo de noticias sobre actos violentos cometidos por hombres. La ansiedad se alimentaba también de dichos y discursos donde lo inescapable y lapidario del lenguaje y las sentencias acerca de lo masculino, iba quedando en los niños con peso de designio, de profecía, aunque nunca sea esa la intención (y eso no nos libra de responsabilidad). Si iban a convertirse en adultos, estos niños sentían que debían desvelarse por violencias inevitablemente agazapadas en su psiquis y cuerpos masculinos, listas para asaltar, subyugar, para no respetar y ser cómplices casi innatos del sufrimiento de mujeres con quienes cruzarían camino más adelante en sus vidas. ¿Con quién hablar, cómo deshacer conjuros?
“Yo no soy así. Ni quiero ser”, dicen estos niños. Y no tienen por qué. Claro que no. Los esfuerzos por una educación desde el cuidado, poco a poco dan frutos, pero no podemos perder atención sobre los actos y palabras con que estamos enriqueciendo o minando lo que sienten niños y niñas de hoy, y no hablo sólo de la educación preventiva que podamos realizar en relación al cuestionamiento de relaciones de dominación patriarcal, la desigualdad. la restricción de los estereotipos en el desarrollo infantil, y la resistencia colectiva para detener y erradicar la violencia de género. Cada hogar, cada sobremesa, cada noticiero, las RRSS, todo es espacio posible de enseñanza, de construcción, de escritura de una historia de posibilidades desde la mutalidad del cuidado, la solidaridad de géneros…o solidaridad simplemente. La niñez es una
¿Cómo distinguir o jerarquizar heridas? Queremos evitar a niñas y niños sufrimientos evitables como la violencia, toda violencia: física, sexual, emocional, escolar, del Estado. Y la nuestra, por no escuchar, por lo que decimos, o por lo que dejamos que se diga, que digan otras y otros, sin inflexiones.
¿Qué escuchan los niños en nuestras voces y discursos? ¿Qué conservan y qué silencian los niños hombres frente al eco de esas voces? ¿Cómo se reciben generalizaciones sofocantes, rabiosas, y qué escucha ese corazón donde habita el amor por papás, hermanos, abuelos, maestros que son hombres? Y en el cariño consigo ¿qué huella queda?, ¿y en la posibilidad de la amistad y afecto con otros niños hombres, construyendo un espacio de intimidad que no sea golpeado, además, por la violencia homofóbica? Esto es de la mayor trascendencia. Porque las pérdidas no son sólo de sentido de dignidad, de autoconfianza, de autoestima, en presente y futuro. Las pérdidas son cesiones de territorio al abuso, al daño.
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Silencios y abuso sexual de los niños
En actividades de prevención de abuso sexual, surgen testimonios de adolescentes, notas que me entregan a la salida (de manera anónima), o esas miradas que sin decir nada, lo dicen todo. La cabeza asiente sin querer, el cuerpo se reduce ante palabras que describen los confines de una niñez vulnerada: “también los niños y muchachos están expuestos…”, digo, y a más de alguno se le escapa un “síiii”. El tono puede variar –fuerza, duelo, indignación, alivio- pero la resonancia es la misma, categórica: sí. Un sí enorme, no sabemos cuánto en realidad.
Las estimaciones en relación al abuso sexual de los niños varones nos dejan con sensación de deuda. El último informe de violencia contra la infancia de Unicef (2014) explicitó la dificultad –a modo de disculpa, muy franca, y provocativa, además- de conseguir datos fiables en relación a los niños (las niñas abusadas sexualmente eran 120 millones en el mundo).
Los niños comentaron que no denunciaban ni buscaban ayuda por los siguientes motivos: porque debían ser estoicos (era su creencia), por temor a ser estigmatizados por “posible homosexualidad” (anterior o posterior al abuso, como consecuencia de éste), y para proteger a sus familias de represalias.
Cómo enmudecen a la niñez, cómo la estrangulan los estereotipos. El patriarcado pesa sobre los niños y adolescentes varones, las nociones sobre el “deber ser” de lo “masculino”: valientes, reservados, sin llanto, sin queja, sin voz, y sin margen de diversidad sobre su identidad, sobre su orientación sexual. Compartía en un escrito de un par de años atrás, cómo en procesos de reparación, es frecuente la pregunta (angustiada en general) de madres y padres sobre la posible homosexualidad de hijos varones que han vivido abusos sexuales. No es una pregunta común cuando se trata de niñas.
Los silencios de los niños, entonces, además de colgar de un abismo demarcado por el abusador/a (haya exigido o no secreto), persisten por miedo a la respuesta y el juicio social, el estigma, o por confusiones pantagruélicas sobre lo que es y no abuso (cuando todavía se considera una “proeza” que púberes sean “iniciados sexualmente” por mujeres mayores de edad), o por razones tan simples y brutales como ¿para qué hablar? Para qué si nadie escucha, si nadie dijo que podía hacer uso de esa voz, que merecía respeto, ser reconocida como existente.
Un ejemplo: se reprocha el uso de la palabra genérica “niño” o “niños” si hablamos de la infancia, y se nos recuerda que siempre debemos ser precisos. Explicitar “los niños y las niñas” así sea que debamos repetirlo veinte, treinta veces en un párrafo (recuerdo la protesta del escritor Javier Marías, años atrás, y mi sentimiento de culpa por encontrarle bastante razón). Pero muy rara vez, cuando se habla o escribe de violencia sexual, se alza la misma defensa o reclamo en pos de los niños varones si se los ha omitido y sólo se ha mencionado a las niñas y mujeres como víctimas. ¿Dónde queda la igualdad ahí? Más importante: ¿dónde queda el aprecio por sus vidas? Me preocupa esa ausencia. Son los mismos cuerpos inocentes, vulnerados. Y las mismas voces tenues, abdicando en la sombra al final de una pared.
Con luces en las venas, en las intenciones, necesitamos traer todas esas voces al frente, para que nadie deje de escucharlas en su idioma, sus vocabularios, “en cuclillas” nosotros, recibir lo que los niños hombres cuentan, a su ritmo, varias veces, hasta que una historia de daño no sea sólo una historia del daño, sino de la propia voz, niño-adolescente-hombre, voz libre, autora de una vida que se cuida, y es cuidada también por todos nosotros.
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Imagenes: Ellar Coltrane (8 a 19 años), protagonista del film “Boyhood”.
“La condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño, es estar con gente que ama la vida”. Erich Fromm
Tanto se habla de autoestima, de su importancia, a toda edad, y en especial para los niños: “hay que” fomentarla, decenas de tips, entrevistas a expertos, etc. Yo escucho nada a estas alturas, un eco lejano, casi un ruido ambiente como el de los autos que pasan y pasan cerca de donde vivo en Santiago.
Seré muy concreta tal vez, muy dependiente de las claves del cuerpo, del mío y del territorio -ciudad, país- donde me encuentre. Pero no siento que por estos lares la autoestima importe mucho, la de nadie. La autoestima que como concepto me remonta a textos o inventarios de mi disciplina. Pero de lo que habla es de amor. Amor. ¿Cuánto de este sentimiento nos rodea, qué amor se expresa en obras y dichos que entran a nuestras psiquis y cuerpos cada día, y más importante, a los cuerpos y psiquis de los más pequeños?
¿Nutrimos el cariño y confianza en sí de unos y otros?, ¿es un tema para los gobiernos, las escuelas, o una meta de nuestros hogares tan importante cómo asegurar alimentos, acceso a salud, etc? ¿Fortalecer la autoestima, really? No lo veo.
En un país donde sabemos cómo sufren miles de niños que han sido confiados al cuidado del Estado y su sistema de “protección”, o donde 71% de los niños vive algún tipo de violencia (Unicef CL 2012), cuántos pueden llegar a sentir amor, confianza, aprecio inmoderado por sus vidas. Me lo pregunto. Cómo insistir en el amor, cómo verse con ojos afectuosos, cuando el cuerpo es golpeado, abusado sexualmente, o pulverizado por palabras, negligencias, o la indiferencia.
Estos últimos meses en Chile, simulacro a duras penas, de cuidado. Se habla de la niñez casi en términos de vidas más/vidas menos, o “stocks”. Vergüenza. Y no cede espacio la fragilidad. Son 4.4 millones de niños, niñas y adolescentes en Chile. ¿Cómo aprenden a aprender, de sí mismos también?
Las encuestas de bienestar de Unicef, OMS, OECD, entregan algunas orientaciones. Para los niños del mundo siguen siendo importantes sus familias, sus escuelas, la posibilidad de aprender. Estos entornos inciden en cómo se perciben, y a sus vidas, en el presente y futuro.
En 2006, a la pregunta de ¿te gusta la escuela?, una mayoría de niños –de países OCDE- respondió que no mucho. El promedio de “me gusta”: 27,2 % (ver datos OECD, pg 58). Una década después, los resultados son mejores, con más países sobre el 50% (ver informe). Importa. No es un sentimiento menor el “me gusta”. Las preferencias son un territorio esencial de construcción de la identidad, a toda edad, y más durante la niñez y adolescencia. Dieciocho, veinte años, la mayoría de ellos, en escuelas e instituciones de educación.
“Me gusta la escuela”: al impulso humano de la curiosidad –que viene con cada niño-, sumar el placer, la emoción, las ganas. La experiencia en la escuela es determinante de la autoestima, la autoimagen, la eficacia, las conductas saludables de los y las estudiantes (ver OMS, 2009/2010, Informe Determinantes sociales salud y bienestar), la capacidad de hacerse responsables por sus cometidos, y un día, por su autocuidado y sus proyectos de vida. O bien, esta experiencia puede ser un factor de riesgo que mina la salud física, mental, espiritual, el presente y futuro de los estudiantes de distintas edades (a mayor disgusto y desconexión de su proceso educativo, por ejemplo, mayores tasas de deserción).
Cada rostro de niño cuenta una historia, su cuerpo, a veces mucho más que las palabras. Pero el relato –en cualquier forma- de la experiencia de cada día, apenas alcanzamos a escucharlo –o los niños a compartirlo- en las escasas horas de las tardes-noches, cuando una mayoría de familias recién se reencuentra. Si el engranaje de una semana pareciera menos una escalera mecánica y más un carrusel, una caja de música. Si solamente…
Jornadas excesivas (en CHile son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea luego de jornadas escolares de 8 a 9 horas, con “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos), curricula abultada y hasta inútil, la presión del SIMCE, etc. La sociedad del rendimiento llevada a su extremo, comenzando con los más pequeños. Ese sonido metálico, marcial, intentando en vano marcar el compás de lo que debería ser una danza. La educación y el cuidado. El cuidado como nutriente de la resiliencia, del autogobierno, del sentido de responsabilidad consigo y otros. Del amor.
En nuestra educación, cuánto de desequilibrio, de maltrato persiste (más o menos manifiesto), o más bien, cuánto de buen trato falta, de deseo franco por cuanta plétora sea posible. ¿Por qué no pedimos más? Sabemos lo que queremos, en el fondo siempre sabemos.
Una mayoría de quienes hemos buscado un jardín infantil o un colegio para nuestros hijos, no nos guiaríamos jamás por el criterio de “ojalá traten aaquí a nuestros niños lo menos mal posible”. No pues. En lo que pensamos es en un lugar donde sean acogidos, apreciados; donde puedan aprender a aprender, aprender a vivir. Con emoción, con amor. El primero: consigo. Desde ese pilar, todo.
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La autoestima. ¿Cómo enseñamos a nuestros hijos sobre ese vínculo amoroso, consigo? El de más largo plazo. Toda una vida. Qué nos hace sentir apreciados y no; qué nos hace sentir bien y qué no. O quiénes. Qué lugares. En medio del tráfago en que vivimos, del agobio en ciudades, hogares, escuelas, ¿cómo poder cultivar algo? Los vínculos requieren tiempo. El vínculo consigo también. La autoestima se desarrolla, como todo lo demás, desde que nacemos, desde el día uno.
La pregunta de ¿quién soy, quién quiero ser, elijo ser, cuenta con escaso silencio, atención. Para las nuevas generaciones, la dejamos a su suerte, o la presentamos en clave futura, algo de lo cual ocuparse hacia la adolescencia o adultez, como si el ser, como si la identidad, estuvieran en suspensión mientras los humanos niños crecen. Y no. Ya están conociéndose, aprendiendo de sí. Ellos mismos se preguntan, o nos preguntan desde muy chicos, ¿cómo soy? Tienen un nombre, un lugar en el mundo, son un mundo, cada un@. Nosotros también los ayudamos a conocer ese mundo, a contar parte de su histora, a escribirla.
El autoconocimiento es tan importante como el conocimiento de todo lo demás. Como el aprendizaje de las letras, números, las ciencias, etc. Junto al autoconocimiento, de la mano el autocuidado. El amor. La fidelidad, insisto.
Quizás no viene al caso, pero recuerdo un estudio de hace unos años, con seguimientos largos (en EEUU) donde se indicaba que la causa mayor de infidelidad conyugal –y divorcios, como consecuencia- no estaba relacionada a la sexualidad (en el sentido de falta de deseo, o baja frecuencia de relaciones) sino a la sensación de ser poco apreciado/a. El insuficiente “aprecio emocional” aludía a gestos ausentes de consideración, gratitud, generosidad, reconocimiento, entre miembros de la pareja. Para matrimonios casados durante décadas, se estimaba como un factor de “éxito”, además, el buen trato en las palabras expresado en una proporción de comentarios negativos/positivos de 1/5. Para quedarse pensando. ¿Cuál será esa proporción si se trata de cada uno, consigo? ¿Y para nuestros niños?
Cada día, o cada semana, qué ganas de saber más que acerca de los contenidos que aprendieron nuestros hijos en el colegio, cuántos comentarios positivos o negativos recibieron.
Y en nuestros hogares ¿sabemos? ¿llevamos una cuenta intuitiva de cuántas palabras hermosas, alentadoras, volcamos sobre nuestros hijos? ¿Cuántos gestos expresan aprecio incondicional por sus personas? Porque sí, y no porque se “portaron bien”, o porque son “buenos hijos, buenos hermanos”, ni porque “hicieron su mejor esfuerzo, o sacaron buenas notas”. Cuántas veces caemos, caigo en eso (cuánto de la voz interna, habla a cada uno, de esa forma)
El aprecio, la confirmación del otro: ¿cómo expresar todo eso sin arriesgar intercambios, comercio? o extorsión, y aunque sea una palabra muy dura, ayuda a ser más exactos en cómo nos relacionamos con nuestra incondicionalidad. “Yo te aprecio, yo te cuido”. Nada más. Y nada menos. No es una gesta menor, aunque en lo pequeño y cotidiano es que se engrana su historia
El cuidado es incondicional (si no, no es cuidado simplemente), y cada uno de los valores que lo habilitan, también lo son, y perdón que vuelva en uno y otro escrito sobre el punto, pero sigo sintiendo que es necesario. No hay más o menos respeto, compasión, empatía, según la conducta de los niños. No condicionaríamos el alimento o la atención médica a “buenos comportamientos”; ni el techo, ni el abrigo. Sería inhumano negar aquello imprescindible para la supervivencia y desarrollo de los más indefensos. También el amor es imprescindible. Su cauce en el buen trato.
Cada buen trato, cada señal de aprecio, cada “tono” en que sea compartida una enseñanza en los hogares, las escuelas, permite a los niños recibir un mensaje que valora sus vidas, su ser. En nuestras conductas de cuidado con ellos –y de autocuidado, de amor para con nosotros mismos- hay una semilla para cada niño y niña, y también para los hombres y mujeres que llegarán a ser.
Está de sobra establecido que los malos tratos en la infancia exponen a las personas a ser víctimas de malos tratos en el futuro (o al menos, a tener un punto ciego, o debilitado, para poder reconocerlos y enfrentarlos). Habrá quienes se nieguen a concebir que sus hijas o hijos sean adultos que sufran violencia física o psicológica de sus parejas (o lleguen a ser asesinados), pero está el abuso cotidiano en el trabajo, las humillaciones (a veces más letales), la explotación o el abandono económico (en casos de separación), o cómo somos tratados por gobiernos e instituciones.
Fuera de las pérdidas para cada ser humano, están las pérdidas que alcanzan a la comunidad, la humanidad. Ya me cuesta encontrar palabras para insistir lo suficiente sobre estos círculos adherentes a la vida. La vida buena.
El consejo de una vieja maestra al convertirme en mamá a mis veinte años fue: “nunca hay ‘demasiado’ amor, dalo a manos llenas”. No debía pasar un día en que mis hijas no sintieran la abundancia de cariño, de alegría, de aprecio por sus vidas. Una energía puesta al servicio del amor, el aliento, el autogobierno, y el consuelo, o el perdón, que ellas mismas aprenderían a prodigarse. El respeto más alto a su dignidad.
No una dignidad provisional (ni espejismo de dignidad como tanto es hoy en día). Dignidad de largo aliento tenía que ser, porque consigo mismas iban a vivir hasta el último día de sus vidas (y ellas elegirían sus vidas, “producirían sus vidas”, y la responsabilidad/libertad que entrañan esas tareas necesitaba estar bien asentada en cualquier situación: de satisfacciones y de derrotas). Ojalá contaran con un superávit de autoestima. Superávit, sí, porque muchos de nosotros sabemos cuánto más difícil fue construirse desde la escasez, el abuso, la soledad; cuánto más lento y tardío.
Mejor la plétora, desde el comienzo: de estímulos, de afecto, de apoyo. Que tengan nuestros hijos e hijas la sensación de bienvenida, de fortuna por estar aquí (con todo sus duelos, el mundo es y seguirá siendo inexorable y abrumadoramente bello y asombroso) y de confianza en nuestro cuidado, nuestro apoyo. No se trata de encontrarlo “todo magnífico”. Cuidar/educar es hacerlo para la responsabilidad. Pero es distinto guiar desde el no-juicio y la no-extorsión, que desde la honestidad y el respeto por la integridad y persona del otro
Mi hija mayor decía desde pequeña, sabiamente, que cada niñ@ debería contar con al menos “un fan incondicional”, casi un groupie, cheer leader, una mini barra-brava como la de una propaganda que recuerdo de años pasados. Un fan incondicional: Al menos una persona que acompañe el camino con bríos, con afecto, esuchando y guiando sin reservas, sin condiciones. ¿Cuántos tienen nuestros niños, cuántos fans incondicionales? ¿Los podrán reconocer?
En su graduación de kinder, KINDER, sí, la rectora de su colegio (no sus profesores que eran un pilar de amor y saber), en tono severo, árido, les dijo “de ahora en adelante las notas son MUY en serio”. Los estaba “estimulando” para el primero básico. A mi hija, angustiada y nostálgica de su jardín infantil, le dije que no le hiciera caso. Lo lamento, pero hay veces en que des-autorizar a algunos adultos sí es imprescindible, y una responsabilidad.
Le expliqué (quizás la directora no estaba up to date) que aprender era una función vital más, maravillosa, tan importante como otras que sostenían su vida y la ayudaban a crecer, y que a nadie cuerdo –menos mal- se le habría ocurrido jamás poner un número para evaluar si un niño inhalaba o exhalaba mejor o peor, o para calificar su digestión, o rankear latidos del corazón. Lamentablemente, en algún momento de la historia humana la sensatez escaseó y muchos adoptaron el sistema de tasar los aprendizajes de los cachorros humanos. Absurdo: poner nota al vivir.
Las notas, además de extrañas y descabelladas, eran apenas una foto de un momento, y tal cual las fotos, las había con más luz, con menos, con cara feliz o cara de resfrío. Lo importante es aprender, asombrarse, dejar al impulso humano y milenario de la curiosidad, hacer lo suyo, y confiar en que aunque algunas cosas parecieran aburridas o sin sentido o un dolor de cabeza –como los logaritmos, imprescindibles en animación según aprendí de adulta gracias a PIXAR-, el cerebro sabría qué hacer con ellas; cómo darles buen uso para desafíos que ella ni siquiera podía avizorar o imaginar, pero que serían quizás los más importantes de su vida, aquellos de los que se haría cargo, los que le permitirían diseñar una vida preferida, cuidarse, cuidar. Me creyó, nunca puso atención a las notas, y fue siempre una alumna -eso decían los colegios- “de excelencia”. Para mí, ella y su hermanita (que sigue los pasos, despreocupada de notas, y atenta en aprender), son aves preciosas que vuelan muy, muy lejos de números y evaluaciones.
Ahora las notas, en realidad, serían lo de menos si, en el cotidiano de la escuela, otras evaluaciones tendrán un impacto más determinante, más difícil de borrar. Un promedio de notas siempre podría mejorarse en plazos relativamente cortos. No así los daños en la autoestima que vienen de la mano de palabras desérticas, limitantes, o de buenos tratos apenas rasantes en lo civil, desprovistos de emoción. Esos daños sí que serían, y son de consideración: para la salud, el bienestar o la felicidad de cada ser humano niño, y en los medianos y largos plazos, como pérdidas para la comunidad.
Recuerdo un estudio realizado en 2012, en Inglaterra con niñas de entre 11 a 17 años, que proyectaba costos del siguiente tipo para el país si el país no destinaba recursos y energías colectivas a mejorar la autoestima de las adolescentes:
14% menos de gerentas mujeres
16% menos en medallistas olímpicas
21% menos de mujeres en el parlamento
17% menos de mujeres médicos y abogadas
Me pregunto qué costos puede enfrentar nuestro país si continúa sin relevar el amor en la educación, por ella, de sus actores principales, docentes, familias, y en la cúspide y centro de todo: los niños, niñas y adolescentes que son estudiantes y viven gran parte de sus vidas ligados a las escuelas.
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Observemos por favor las siguientes imágenes:
Estas imágenes son parte de los resultados de un estudio con estudiantes de 7mo básico (y gracias a educacion2020 por permitirnos tener una mirada anticipada de los resultados). Niños y niñas las eligieron para representar lo que sentían en relación a su educación, a su capacidad de aprender, a cómo se percibían como estudiantes.
¿Qué estamos haciéndoles, en serio? La pregunta es sobre todo para nuestro sistema de educación, y para cada docente en cada aula, y también para nosotros, las familias quienes junto a los maestros podemos desacatar la lógica del rendimiento duro, por la de una educación para esta humanidad y milenio.
El aprendizaje debería ser motivo de tantas cosas, pero no de demolición, de masacre de asombros, talentos, ingenios. De dónde saca fuerza alguien para aprender, para materializar, para ser perseverante, eficaz, responsable de sí mismo -progresivamente- hasta las últimas consecuencias, sintiéndose menoscabado, con temor…no se puede asi. Ni chicos ni grandes.
La imagen del bote, en el Emocionario, alude a sentimientos de culpa (y agregaría, de deseseperanza profunda), y de vergüenza, la oveja. Que un solo niño o niña se sienta así en relación a su aprendizaje en la escuela -hundiéndose, o expuesto y avergonzado porque otros atestiguan que no lleva nada encima, y así se percibe ese niño o niña: desprovisto, carente, creyendo que no puede o no sabe o no aprende, aunque sí sepa y sí sea capaz- dan ganas de llorar, y debería constituir un motivo de emergencia nacional. No exagero.
Es una emergencia: en el sentido de la preocupación urgente que amerita y también del compromiso, de la dedicación, la inspiración de una buena vez, y la convicción de que necesitamos hacer las cosas de otra forma.
¿Y si los niños y niñas llegaran a responder, masivamente, que en su educación se sienten felices y empoderados? Por ejemplo, con imágenes como éstas (también del Emocionario):
La imagen del árbol representa el amor, la de los planetas la felicidad, la de las ardillas (yo veo ardillas, XD) haciendo malabarismo, el placer, y la del pavo real, orgullo. Soñar que imágenes así representaran para niños y niñas las emociones que la escuela, el aprendizaje, sus propios descubrimientos de intereses y talentos, despiertan. Que esas imágenes hablaran de la autoestima -académica, pero también en un sentido integral-, del amor consigo y con cada horizonte de sus vidas que, desde la educación inicial hasta la graduación de la secundaria, fue creciendo en cada nueva generación. ¿Cómo sería nuestro país?
Como muchos padres, madres y docents, también veo a la educación como una bandada infinita, millones de aves, ella y todos sus niños y niñas, y sus maestros y maestras, y todos nosotr@s que amamos a nuestros hijoes e hijas. Sueño con ver vuelos altos y libres, distancias enormes, llevando en las alas sus contribuciones y dejándolas caer sobre el mundo entero, para bien de todos. Una suerte de “polinización” atómica (las abejas son muy chiquitas pero también podrían colaborar). No puedo verla reducida a un corral de 8 tablas. No quiero.
No esperemos a que gobiernos, parlamentos y/o autoridades educativas concreten la reforma de la educación, o a que sean los únicos responsables de vitalizar o dejar morir la educación integral, de calidad, anhelada para este milenio en nuestro país. Esto se hace entre tod@s, necesita de tod@s. Somos nosotros también responsables, y tenemos una espléndida oportunidad si queremos verla así (una forma de rebelión también, de resistencia amorosa: no permitir ni permanecer indiferentes ante la mengua del espíritu de los más chicos). En todo espacio donde compartimos nuestras vidas con niños a quienes podemos apreciar y empoderar, cada niño y niña de quienes podamos ser “un fan incondicional”, partiendo por nuestros hijos y hasta alcanzar a los hijos de todos.
Hoy Julio 19 de 2016, fue publicada una breve nota en El Mercurio de Santiago relativa a la presentación ante la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, ayer lunes 18 de julio (respondiendo a una invitación de la Cámara y en representación del movimiento Repensemos las tareas: La tarea es sin tareas).
Asistimos Carlos Ruz (profesor de aula) quien expuso sobre Educación, Pilar del Río (médico psiquiatra) quien expuso sobre salud infantil, y también yo, en ética del cuidado.
Aprecio el interés de EM en realizar cobertura de temas de educación, en esta oportunidad la problemática específica del agobio escolar. Al mismo tiempo, no obstante, me parece indispensable realizar las siguientes precisiones:
Mi presentación, muy breve e introductoria, se circunscribió a la lectura de un texto redactado por mí, que aludía a premisas del cuidado ético y la responsabilidad colectiva por la niñez y el respeto por sus derechos. Dicho texto no iba acompañado de ninguna cifra, y difícilmente podría haber “señalado” nada al diario, menos cuando los asistentes a la sesión no concedimos entrevistas por limitaciones de tiempo y para cautelar nuestro foco en la presentación.
Los datos aproximados que reproduce la nota fueron compartidos, en honor a la exactitud, por la Dra. Pilar del Río (copia ppt disponible en comisión) en base a información recogida vía encuesta del movimiento (muestra de ~2000 papás y mamás) y otras fuentes. Consultas sobre estos datos, por favor realizar a sras: Milka Fazio, Paulina Fernandez, vía el grupo público de FB.
El resumen con la información oficial compartida en el grupo público de FB, acerca de la sesión de ayer, se encuentra en este enlace
El resumen que publicó la comisión en la Cámara, en este enlace
Por último, valoramos las conversaciones públicas que se han generado, y la información que se comparte en los medios, en la medida que contribuya al diálogo claro y a que cada uno y una vaya formando su propia opinión.
Muchos pero muchos años atrás, recibí una llamada de la señora que cuidaba a mi hija mayor (y con sus casi 60 años, mi hija 5 y yo 25, era en realidad casi la madre de las dos) para preguntarme por qué había castigado a “su niña”. Yo estaba trabajando, no creía mucho en “castigos” (sí en la disciplina positiva) y menos recordaba haber restringido los “monitos” esa tarde. No puede ser, le digo, pregúntele de qué habla por favor. Vuelve al teléfono y me cuenta que mi hija “había decidido no hacer las tareas” que le enviaron, que ella era chica, que estaba cansada de que “todo el día era puro colegio”, pero sabía que no estaba bien así es que por eso no vería su media hora de tele.
“Yo encuentro que la niña tiene razón” me dice la querida señora. Yo también se la encontré, y al tiempo que anticipaba una maternidad desafiante con una hija capaz de auto-administrarse justicia, sentí sobre todo una inmensa emoción ante su claridad: la consciencia de su agobio, la noción de las reglas y responsabilidad a tan corta edad, y su confianza para expresar todo eso en su hogar. Dos años después nos fuimos de Chile, comenzó a disfrutar de la educación en la escuela, y no se convirtió en anarquista ni fracasada ni delincuente (el derecho fue su vocación). Es una gran mujer.
Escribo y no recuerdo una sola vez en su colegio en Chile en que me llamaran para contarme sólo algo bueno; sí un par de veces para pedirme ir al psicopedagogo. Nuestro camino comenzó, como para muchas familias en esos años, con la postulación a prekinder. Para mí sorpresa, el colegio decidió que debía ingresar de inmediato al kínder, pese a no contar con la edad, por los “excelentes resultados” en el examen de admisión. Números, cifras, rankings, recuerdo la entrevista de admisión como una clase de estadísticas. Llegué a ese colegio porque era pequeño y tenía un proyecto social (el francés iba siendo menos útil que el inglés, pero seguía siendo una lengua maravillosa), pero debo reconocer que me equivoqué y mi hija sufrió 4 años las consecuencias de mi desacierto mayor (menos mal no fueron más).
Desoyendo mis reparos, el colegio decidió que mi hija comenzara en kinder, aun siendo la menor del curso. Por supuesto, le faltaba madurez para aprender al mismo ritmo de los demás niños (seis meses pueden ser una tremenda diferencia a esa edad) y ella expresó desde el comienzo esa sensación de tener que “apurarse” constantemente. El colegio me consideró una mamá aprensiva e inexperta, y evaluaron todo como “espléndido” en razón de sus desempeños y promedios de notas (sobre 6,5). De nada valió el argumento de que ella lo pasaba mal, y que sus aprendizajes no estaban siendo bien consolidados. Me dijeron que quienes sabían de educación eran ellos y si no me gustaba, “ya sabía qué podía hacer”. Cuántos no hemos escuchado esas amenazas sin dar el único paso que creo corresponde dar ante cualquier extorsión: retirarse de inmediato. Pero no lo hice. Era una mamá sola, demasiado joven y me dejé intimidar aunque no por mucho. En nuestro segundo hogar fuera de Chile, mi hija por fin estaba contenta, gozando sus años de escuela. Jamás nos amenazaron ni desoyeron, y agradecí esas lecciones trabajando como orientadora y como profesora en aula desde el compromiso de jamás-jamás trasgredir la relación de imprescindible respesto y ayuda mutua que debía sostener con los apoderados y familias de mis alumnos. Esas lecciones volverían a ser de gran valor enfrentada a una segunda maternidad, dos décadas después.
Con mi hija menor, los límites los he cuidado yo en ambos países donde asiste a la escuela, pero debo reconocer que poco ha cambiado en Chile en una cuarto de siglo: la presión por rendir continúa, y una suerte de desconfianza en lo que la vida ha venido haciendo por millones de años desde que los niños nacen. Aprender. Aprender para vivir. Vivir aprendiendo. El aprendizaje no se interrumpe, trina y brinca de hogar a escuela y viceversa, y extiende su radio por doquier, en cada lugar donde estén los niños. No hace falta “forzarlo”, temer que se debilite, o se “olvide”. No olvidamos respirar.
La más chica menos mal es un dechado de optimismo y en períodos ha creído que las “tareas” -breves, interesantes, pertinentes y optativas- hasta eran un “regalo de la profesora”. En EEUU, el “journaling” o bitácora de aprendizaje ya me era familiar con mi hija mayor: en vez de las tediosas y repetitivas tareas, todos los días debía solamente escribir unas pocas líneas acerca de algo vivido en la escuela, y su emoción, sus reflexiones. Su hermanita hoy ama tanto ese ejercicio que decidió tener un cuaderno aparte para “inventar cuentos”.
No es “chochera”, ni es ningún genio ni fenómeno mi hija menor (aunque para mí sea lo más radiante que existe). Es como todos los niños, curiosa, y tiene que serlo, viene en su programa de cachorro humano: aprender y aprender, para conocer su mundo, crecer, y asimilar paso a paso, etapa tras otra, una serie de herramientas que un día le permitan cuidar de sí, ser autónoma, tomar decisiones informadas en relación a su propia vida, a sus proyectos de vida. Una vida que se ame, se agradezca (y deberíamos angustiarnos y levantarnos viendo los índices al alza de suicidio infantil, y de intentos de suicidio de nuestros niños en Chile…¿qué les estamos haciendo?).
Los niños nacen con esa “necesidad” o imperativo de aprender a vivir en su programa, y se disponen al aprendizaje con entusiasmo, con reverencia -ese respeto instintivo ante misterios que a veces se revelan, y otras, permanecen indescifrables y hermosos-, con mucho espíritu lúdico, y con la “responsabilidad” que atraviesa el cuerpo entero en un cometido de seguir vivo (por eso se conservan aprendizajes como no meter los dedos al enchufe, ni a la estufa, ni se tiran por la ventana cual pajaritos o superhéroes). Miro a mi hija chica y aun cuando todavía no llegue a comprender al 100% el sentido profundo de esa palabra, “responsabilidad”, yo la veo latiendo en ella todo el tiempo, cada vez que se dispone a responder, a dar respuesta: ante sí misma, ante otros, ante su mundo, sus seres. Me quedaría contemplándola años (y sé que pasarán en un suspiro)
“Mamá hay hormigas en el baño, ¿cómo las llevamos al patio del edificio?”, me dijo hace poco. Un apoderado me comenta “quizás es muy sensible para estos tiempos”. Escuché una advertencia similar acerca de mi hija mayor, a sus 5 años, y vuelvo a rebelarme por “pisar el palito” y, como muchos papás y mamás, llegar a cuestionarme así sea por un segundo, si el amor, la empatía, la gentileza, no serán un perjuicio y en cambio, para el Guantánamo emocional que algunos conciben como terreno propicio para los niños (¿qué tanto “bullying”? son cosas de niños, que se las arreglen… ok), no sería mejor de frentón entregarles un bate de beisbol, una pistola y un manual del psicópata para dummies junto a un dvd de American Psycho.
Me frustra, sí, y me enoja tener que explicar a estas alturas de la vida, con todo lo que sabemos del daño, de la soledad, de la violencia y las llagas que deja, por qué uno elige ciertos caminos con sus hijas y con el mundo de los niños en general. No es locura ni estupidez ni “sensiblería” apreciar la niñez, dedicarle lo mejor a nuestro haber.
Es en realidad muy demencial, lo repetiré mil veces, y además intimidante, vivir en un entorno que genera culpa o dudas por amar, por cuidar a los hijos, por querer convivir con otros sin andar a punta de zarpazos. El territorio propio necesita límites, no alambres de púas, y para cuidarlo, defenderlo -si no es una situación de vida o muerte-, en el año 2016 D.C., existe una diversidad de formas no agresivas, ni proclives al exterminio (físico, espiritual, emocional, intelectual) de nadie.
Le comentaba a mi marido, hace unos días, que no sabía cómo darle la vuelta ni cómo expresar la falta de aprecio y amor que veía por doquier (por la niñez, por las personas ancianas, por nosotros mismos, por el país, por la democracia, por nuestra tierra, por el agua, los árboles), sin correr el riesgo de sonar demasiado shalaila, o de retroceder o restar peso a proposiciones centrales que han nutrido mi trabajo por más de dos décadas ya. Le decía que si tuviera el poder de convocar a algo, no sería a marchas de “no más x,y,z”, sino a un gran rally nacional por el amor, con los niños de la mano, y pancartas que manifestaran intenciones empoderantes y cargadas de vida, no de pérdida, no de muerte.
Vuelvo a lo esencial, lo que más rescato desde que recuerdo: aprender con amor, acompañada de ese sentimiento, movida por él, hacia él. Hago estas reflexiones ya en defensa de nada, sólo por la delicia de contemplar el borde fluorescente que reconozco y no me deja de asombrar, sin importar mi edad, en la profunda conexión de los niños con la vida.
Veía hace un mes, más o menos, un documental llamado “the beginning of life” y volví a aprender, y a tener que revisar, y descartar inclusive, principios que creía completamente arraigados e inmutables. Ante el dolor habría que arrodillarse, pero más debería postrarse el cuerpo entero ante la maravilla. En casi medio siglo, junto a la naturaleza, nada me ha dejado más conmovida que ver a niños crecer, mis hijas en primera fila. Conocer a través de ellas, la inclinación a vivir, a estar bien (no mal), y empujar hacia adelante.
Lo he visto en las situaciones más terribles, y en mi esfera de trabajo en abuso sexual infantil, si uno no queda pulverizado después de ciertas sesiones de terapia, es porque además de ver la infinita capacidad restaurativa del amor en las víctimas –amor de sus familias, de sus entornos, el cariño que se prodiguen a sí mismas-, atestiguo la fuerza incontenible de la niñez, de su energía, de su disposición a hacer propios nuevos conocimientos, de ensayar y poner a prueba capacidades y talentos que se van reconociendo. Ahí, la escuela es un universo mayor, y los maestros. Verdaderos tótemes, ángeles guardianes, líderes de la manada (y cuándo entenderemos que la educación de pregrado, que los sueldos, las oportunidades de desarrollo e intercambio, y el aval colectivo que se prodigue al magisterio son DETERMINANTES para nuestro país y nuestros niños).
Los docentes no sólo dejan huella en la formación de cada ser humano niño que llega al mundo, sino también actúan como mediadores “no oficiales” de reparación del abuso sexual infantil (y de muchos otros traumas que se pueden experimentar en la niñez). Si de cada seis niños y niñas que viven abuso sexual, sólo uno devela, pensemos en que los que callan siguen estando ahí, asistiendo a clases, habitando el aula sin contar su historia, pero recibiendo la experiencia de la escuela y de lo que llega de sus maestros, como una energía reparadora, quizás al punto de que lleguen a encontrar una forma de expresar lo que padecen (el ASI se da mayoritariamente en contextos intrafamiliares). Y aunque se graduaran de la secundaria sin jamás haber compartido su tormento, al menos en paralelo, habrán escrito otra historia junto a sis profesores y compañeros, y habrán ganado resiliencias y permitido al cuerpo sentir una música diferente a la del silencio impuesto, mediante deportes, teatro, la expresión artística. Lo corporal como una experiencia alineada con la vitalidad y el placer de aprender, de creer en otro futuro posible, restando poder al daño.
Son incontables los relatos de pacientes que recién hablaron de adultos sobre el abuso vivido de niños, donde la escuela fue el pilar principal para construirse como personas, y un lugar de consuelo también, de luz y reposo por horas, antes de volver a lo inenarrable. En mi memoria, el colegio también: sagrado. Mis profesores y profesoras (también en el ballet) que me cuidaron más que en casa; y me dieron alas fuertes. El mayor respeto por ese tiempo, la mayor sensación de que la humanidad sí era mi lugar pese a lo desdibujado del hogar que sigue siendo, debería ser (el nido), para todo niño, el lugar FUNDAMENTAL donde aprender a aprender
Hace unas semanas mi hija menor entra a mi escritorio y ve en mi pantalla del computador el tweet de un astronauta italiano de la Estación Espacial Internacional (ISS, sigla en inglés) donde aparecía el nombre de su mamá. Me preguntó si lo conocía, le dije que no, pero sí sus fotos desde el espacio. ¿Le puedo escribir? Por supuesto, veamos qué pasa. Hizo una notita con dibujos y se la envié por DM. Él le respondió “felicito tu motivación, sigue aprendiendo, aquí va un sitio web para estudiar del espacio, you rock!”. Emocionadísima, la vi pegar su dibujo, pasearlo, llevarlo al colegio, compartir con sus compañeros y profesora el dato del sitio web, y llegar a casa varios días queriendo aprender más. Qué importante lo que hizo este astronauta, lo que cualquiera de nosotros puede hacer por los niños.
Pocos días después, me pregunta por el movimiento para repensar las tareas y le cuento que son muchos papás y mamás y profesores queriendo hacerlo mejor, cuidar a los niños, su salud, su imaginación, aprovechar bien el tiempo en la escuela, y en el hogar también. Pasando cerca del Nacional, le digo que esos adultos llenarían el estadio casi dos veces, y abre tamaños ojos. Qué agradecida de que ella sintiera esas presencias, y ojalá todos los niños las sintieran (sin que lleguen jamás a enterarse de cómo un sencillo pedido -no más sobrecarga, cuidemos a nuestros hijos- genera tanta resistencia, tantos juicios).
Más claro me queda que la educación, especialmente para los más pequeños, no se percibe como un hábitat separado del cuidado, y hasta del propio hogar (dos lugares donde “hacer la lumbre”). Y los adolescentes de un modo semejante, también esperan ese cuidado, la dedicación de tiempos y experiencias de los adultos, el poder conversar, encontrarse, y hasta recibir “consejos”. Hacerse ciudadanos, también
En un sinnúmero de textos, escritos internacionales y nacionales, y también en la información que acopió la campaña “Yo opino” del Consejo Nacional de la Infancia, se puede observar cómo niñ@s y jóvenes realizan pedidos y expresiones de deseo en relación al mundo adulto –sobre todo a familias, profesores y el Estado- que francamente, hasta ni merecemos cuando pienso en que por 26 años se dilapidó tiempo y que las garantías integrales para la protección de la niñez son recién un proyecto de ley en trámite. Por la ausencia irresponsable de esa ley, cada defensa de derechos vulnerados, cada intento por erradicar abusos de cualquier tipo, o interrumpir negligencias, ha sido y sigue siendo una gesta hasta el día de hoy.
Si denunciamos el abuso sexual a niños, se desacreditan sus relatos o se los revictimiza; si tratamos de difundir, promover o exigir sus derechos, se condicionan a “deberes” (¿cuáles podría tener un lactante? ¿un prescolar?); si se expone la necesidad de una educación que cuide, avale la creatividad, enseñe a los niños a aprender (antes que a memorizar), se sueñe con calidad y equidad para todos, entonces es “intromisión”; si se levanta un movimiento para repensar las tareas (NO para prohibirlas y menos sin razonamiento, sin diálogo, sin concierto de comunidad-docentes-expertos-familias) con casi ochenta mil papás y mamás a la fecha, se les reclama por no ocuparse de otros temas, o se les acusa de flojos, sobreprotectores, histéricos, sin considerar que se trata de un país que no ha cuidado bien su educación, a sus niños, a sus docentes. Son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea (y por favor no nos confundamos con datos que no sinceran que se trata de países con jornadas escolares de 5,6 horas: NO DE 8 o 9 como en Chile, donde más encima existen “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos).
Desbordan el agobio escolar y agobio docente, el curriculum es abultado y anticuado (y conforme se avanza a paso lento en la reforma educativa, ya ésta va quedando obsoleta), y el mismo sistema que alejó a la educación de su valor como bien colectivo (para convertirlo en bien de consumo) ha llevado a que se estén enviando tareas para la casa en salacunas “para que los niños (guaguas) se familiaricen con ese tipo de trabajo”, y en jardines infantiles “para preparar su admisión en buenos colegios”, y en escuelas con 8 horas y más de jornada “para que refuercen hábitos, o les vaya bien en el simce o PSU, etc” o para que terminen de revisar la materia que no se logra ver en días ya eternos.La salud física, los límites humanos de descanso, la autoestima de los niños frente al aprendizaje, su amor por aprender: TODO lesionado, o en riesgo de. Unos pocos colegios se eximen. Unos pocos. Y en la realidad segregada que vivimos, eso alcanza a tan pocos niños. Otros niños y niñas, simplemente son olvidados hasta por el propio ministerio de educación. Esto en democracia, en el quinto gobierno de la concertación, y segundo de una misma presidenta. Solicité recientemente al ministerio, vía transparencia, información acerca de los niños en Sename en edad escolar: cuántos asistían a la escuela en total, cuántos de ellos tenían necesidades educativas especiales, qué apoyos recibían. La respuesta del ministerio “no contamos con esa información”, pregúntele a Sename (que a su vez había sugerido realizar la consulta en Mineduc). Un reflejo más del abandono infinito del sistema de protección, y de la desafección o desconexión que tiñe el accionar de demasiados personeros -no digo todos, pero sí demasiados todavía- de quienes depende el curso y sustancia y el CUIDADO de nuestro sistema de educación (que huelga decir, no es tratado como el tesoro que es). Descuidar la educación es descuidar, y vulnerar también, a la niñez.
En un nuevo milenio, muchos países están discutiendo cómo crear la escuela del 2030 para ciudadanos globales, y nosotros llevando el diálogo alumbrados por cuatro fósforos, da la sensación; intentando reparar algo que se desmorona o que no funciona bien, o que sencillamente no es todo lo vivificante y significativo que debería a la luz de cambios y desafíos que enfrentan las nuevas generaciones. ¿Importan los niños? ¿Para qué se está educando, a quiénes? ¿qué soñamos, qué queremos, cómo se aprende a aprender? Pensando en todos los niños, no sólo en un porcentaje ínfimo y el que permita la desigualdad impresentable con la que todavía convivimos pese a la nostalgia que declaramos de una educación de calidad, que movilice -y no cercene- los talentos que tienen todos los niños. Una educación humanizadora, empoderante, y exitosa, claro que sí. En el diccionario de la RAE se lee “resultado feliz de…”. ¿En qué minutos eso lo convertimos en puntajes de pruebas estandarizadas, rankings, y otras métricas ligadas al competir? ¿Dónde queda la diversidad del ingenio, el derecho al tiempo para ir aprendiendo, dónde queda la creatividad, y todo lo que nace de la colaboración y de un sentido de responsabilidad compartida?
Veo a los niños y querría ser más como ellos, atentos a las ideas, las emociones y pasiones que gestan cosas nuevas, todas las imaginaciones que podríamos ayudarnos, unos y otros, a encauzar. Sin perder ninguna. O al menos, no por estar más ocupados en defender trincheras, que en hacer lo mejor y sacar lo mejor de nosotros para cambiar una esquina o un mundo.
Tal vez sentiríamos mucho más presentes nuestras maravillosas capacidades de inventiva, si nos propusiéramos prestarles atención todo el tiempo, en un esfuerzo consciente, conectado con nuestra vitalidad, con el deseo de vivir, endosando el placer o gratitud por estarlo, o bien, la voluntad –que también entraña rebeliones- por vivir mejor. Llenar los pulmones del alma.
La orientación al bienestar no obliga a disociarse de criterios de realidad ni a negar malestares y sufrimientos. Una amiga que tuve –era genio en su mundo, reconocida por miles- me dijo alguna vez: “desconfío de la gente positiva, o que habla de ser feliz, por carente de inteligencia”. Sería todo. ¿Cuánto persiste esa creencia en Chile? Uno se pregunta hasta cuándo tener que rendir cuentas por cómo o cuánto o por qué se sufre, o por qué a pesar de todo, sentimos alegría o gratitud, Y hasta cuándo tener justificar lo que parece cuerdo -no abusar, respetar a los niños, querer vivir vidas vivibles, aprender con amor- a costa de tener que perder enormes energías y tiempo defendiéndose, explicando una y mil veces, jurando y rejurando que no hay agendas “ocultas” o pidiendo perdón porque otras causas “más importantes” no concitan igual dedicación. Qué cómodo vociferar o descalificar en medios o RRSS sin moverse ni intentar nada, o sin informarse siquiera, antes de demoler a otros o sus intenciones.
Este país a veces, más devora a su gente de lo que la alimenta. Eso cansa, silencia a muchos. Ni hablar de cómo devora generaciones y generaciones de niños sin darles oportunidad de desplegar todo su potencial, rodeados por una comunidad que los aprecie y aliente, y que insista en la vitalidad del amor, pese y frente a todo aquello que, en estos tiempos, promueve la separación de nosotros mismos, del otro, de la tierra que nos ofrece refugio. Prefiero esa vitalidad y es una elección personal pero se la debo a mis hijas, a otros niños, a mujeres y hombres que no abandonan ni el cuidado ni la fascinación por vivir. Lo que me queda por aprender, y es mucho, no quiero aprenderlo de otra forma.