Son raros los adultos. ¿No saben que el mar no es de nadie? Es de la tierra, o sea para que todos disfrutemos. (Niña, 7 años, disputa marítima)
Los niños tienen que tener casa. Hay que decirle a una familia que venga a vivir con nosotros. Pero cuéntales que tú haces brócoli y es guácala. (Niña, 5 años, crisis refugiados)
¿Pero cómo esas personas no entienden que es mejor vivir que matar y morirse? (Niño, 6 años, guerras)
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Podría escribir decenas de reflexiones compartidas por niñas y niños en el cotidiano de mi trabajo, y por mis hijas a lo largo de los años. Se hace fácil recordar lo que emociona, aquello que vuelve sobre la vida una y otra vez.
No existe en los niños pequeños una noción y menos, definiciones de ética (inasibles hasta para nosotros los adultos, muchas veces). Pero ella está presente como un sistema de orientación, una herramienta para observar y responder a dilemas presentados por la realidad, sin juicios. Sólo desde una afinación insistente de los niños con el vivir, y el vivir juntos.
Aun cuando los niños no mencionen la vulnerabilidad que compartimos los humanos ni expliciten el imperativo de cuidar, y aunque ellos desconozcan palabras como solidaridad, compasión, empatía, colaboración: todas esas disposiciones se dejan sentir. También el placer, el deseo, la posibilidad de disfrutar de estar vivos, de tener una vida buena, vivible: elementos centrales en la ética del cuidado. Los niños y niñas saben. Nosotros también, desde siempre.
Mucho antes del lenguaje, de dar un nombre al “cuidado”, éste desplegaba sus acciones para sostener la vida. Miles y miles de años, y nuestra supervivencia y continuidad como especie todavía dependen de esa capacidad de cuidar: a los nuestros, y al lugar que hace posible nuestra existencia (hasta aquí, sólo uno: la tierra). ¿Cómo fuimos a separarnos tanto de aquello que llevamos inscrito en nuestros cuerpos al punto de poner casi todo en peligro? Cuesta entenderlo.
Pocas personas en su sano juicio responderían que sí a la pregunta “¿usted querría morir ahora, o ver morir a quienes ama?”. Y casi todos, desde la cordura, responderíamos que sí a “¿quiere vivir, vivir una vida buena?”. Son proposiciones muy elementales, pero así están las cosas, esta sensación de ir contra el tiempo, de tener que afirmar el paso, y apurarlo, para evitar más pérdidas.
¿Cómo mejorar? A través de la educación, escuchamos, desde casi todas las latitudes. No hay fuerza más transformadora. Lo hemos atestiguado en diversas épocas, y todavía es así, podría serlo, si respondemos a lo que pide un milenio recién nacido, con toda su promesa y maravilla, y con sus fragilidades y urgencias, casi todas de cuidado. La educación es inseparable del cuidado.
Sabemos que a cada ser humano que nace, le toma años aprender lo necesario para llegar un día a cuidar de sí —de su propio cuerpo, mente, emociones, espíritu, vínculos y decisiones— y participar también del cuidado de otras vidas, personas cercanas y lejanas, el entorno, la naturaleza, las palabras, la democracia. Es razonable detenernos a pensar si nuestros sistemas educativos enseñan desde este imperativo, si están formando para la ciudadanía, o si quienes educan a la nueva generación confían y estimulan la manifestación de todos sus talentos, capacidades diferentes, e imaginaciones, y se valen para ello, de todo recurso disponible en este milenio (neurociencias, tecnologías, conexión global, artes, deportes). O más simple: preguntarnos si se cuida a los alumnxs.
La mutualidad nos interpela, también, a no ser testigos fríos, a cuidar de la educación, y a actuar para que ésta sea, efectivamente, un bien para la vida de todos. Un bien común.
En nuestro país aún no es definitivo el horizonte de la reforma educacional, y hasta aquí ésta no refleja nítidamente nuestra visión o nuestro deseo para hoy y los próximos veinte o cien años. Por momentos es inevitable la sensación de indolencia, y de preocupante compulsión por volver habitable un edificio a medio derrumbar. Nostalgia de amor, de reverencia, de audacia y de humildad, para saber cuándo pedir ayuda, cuándo dejar atrás lo que ya no hace bien.
Las transformaciones no son en abstracto, al vacío. Toman cuerpo en seres humanos, en sus formas de hacer, sus resultados. Encarnan en un “para qué” claro, y en aprendizajes útiles y emocionantes, significativos para las vidas de niños y niñas, jóvenes, adultos, ancianos: alumnos protagónicos de su proceso, junto a guías y mentores sólidos, apoyados por un colectivo que se sabe parte. Dejar fuera, excluir, es inconcebible en el cuidado y, en la educación, éste no existe sin equidad, sin inclusión plena.
El aula necesita ser un reflejo del mundo, de nuestra diversidad. El deseo existe. Damos pasos, y creo que está creciendo la conciencia sobre nuestra responsabilidad irrenunciable, como adultos (y sí, es una invocación), de proteger y preparar a cada nueva generación para la mejor vida posible: suya, y de toda la humanidad.
Dicen que en la niñez se necesitan al menos tres relaciones seguras, tres ecos que declaren sostenidamente “te cuido y te cuidaré, sin condiciones”. Hasta aquí, el peso mayor lo lleva la familia, y luego la escuela. Dos versiones de “hogar”. Según nuestro diccionario: “el lugar donde se hace la lumbre”. Una imagen hermosa. Una clave para orientarse. Recuerdo haber leído sobre una pequeña lagartija o salamandra que sólo puede encontrar su camino a casa bajo la luz de estrellas visibles. No retuve el nombre de la especie, pero sí de su forma única de “orientación celestial”. Sólo así, la educación desde el cuidado.
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Columna escrita para la Revista JIWASA, Facultad de Educación, Universidad Mayor, enero 2016.
“A ver si alguna vez nos agrupamos realmente todos y nos ponemos firmes como gallinas que defienden sus pollos”. Nicanor Parra
Este escrito es la versión completa (y extendida) de la columna en VOCES LT (aquí enlace):
Pedir perdón, a cada niño, cada niña, los vivos claro está. Qué perdón cabe pedir cuando han partido. Sólo jurar no olvidar, no volver a abandonar. CUIDAR.
No es la primera muerte, y no sabemos si será la última: la semana pasada, una niña cuya protección fue confiada al Estado de Chile, falleció en un hogar dependiente del Servicio Nacional de Menores (Sename).
En los últimos 9 años, habrían muerto 14 niños y niñas (en un período que incluye a un gobierno de derecha y dos de una misma presidenta). Desde que existe la institución -1979- cuántos obituarios no debieron ser. Una década de historia de Sename en dictadura, otros 26 años en democracia. Las diferencias que deberían haber sido inconmensurables. Pero los niños, la institución, permanecen frágiles.
La investigación tomará un tiempo, y en pleno duelo -para una familia, para otros niños y también para quienes trabajan en el propio servicio, junto a la comunidad que todos hacemos, juntxs- es muy difícil que comunicados, declaraciones, o versiones posibles, tengan mayor valor que simplemente responder a la presión de decir algo, de dar algún sentido (en vano) al huracán de la pérdida.
Sí sabemos que como país hemos fallado rotunda e inapelablemente. Sobre todo fallamos desde un Estado indolente al cual, como ciudadanos, no hemos sido capaces de conminar a actuar con la urgencia que hace mucho debió conferir a la protección de la niñez. Todo niño y toda niña que viva en Chile. Los hijos de todxs.
¿Cuántas niñas y niños, en 26 años de democracia, han sido abusados, o han muerto, mientras la política nacional para la infancia ha pasado por una y otra revisión/redacción/campaña/evaluación/trámite?
Ejecutivo y legislativo, mudos por estos días (aunque nunca faltarán los “voceros” por la niñez que en unas semanas, volverán a olvidarla completamente).
La muerte de una niña esta semana, pesa sobre sus espaldas y las nuestras. No es un decir, no son “palabras para el bronce” (o para una lápida). El imperativo de cuidar es una responsabilidad de especie y cuando no evitamos sufrimientos que sí son, o habrían sido evitables a los humanos más indefensos, el fracaso es entonces compartido, colectivo. Asimismo, debería ser asumida colectivamente la oportunidad de rectificar. Ante una muerte, no hay más oportunidades. Pero miles de niños viven todavía en centros de la red.
De Lisette, dicen era el nombre de la niña, no conocemos su historia completa, pero quizás otros niños –más que fichas clínicas o expedientes judiciales- la contarán por ella (una joven mujer convoca a sus ex compañeros en hogares-Sename a contar sus historias en un grupo de FB). Cuántas niñas, o mujeres adultas, vivieron algo de esa historia y la reconocen como propia, también,
Hasta aquí, sabemos que Lisette era una niña entrando en su adolescencia (con todo el movimiento que ese proceso impone, y las energías que consume, para cualquier niñx), tenía 11 años de edad, casi 12. Desde sus cinco se encontraba en el sistema de protección. Más de la mitad de su corta vida. Cada niñx es único, pero esta historia se repite.
Ingresó al sistema por vulneraciones graves. Luego, en la red, quizás qué otras sobrevivencias desoladoras. Residía junto a otras 100 niñas en un centro con capacidad para sólo setenta. Esta realidad se especifica en un informe del 2012 –con datos sobre 48 hogares- que no concitó mayor interés ciudadano (por favor leer esta nota) aunque describía un escenario terrible: hacinamiento, abusos, carencia de condiciones higiénicas mínimas, falta de ropa de cama y hasta alimentos vencidos. Entonces, las subvenciones por niño eran de 150 mil pesos cuando lo necesario para una atención de calidad se estimaba en dos y tres veces más. ¿Inversión ética? Hemos sabido de presupuestos denegados para reponer sistemas de alarma de incendio en algunos hogares.
Se arruman informes, copy-paste al infinito, recomendaciones de profesionales y organismos nacionales e internacionales, unas más sólidas y sinceras que otras. Cada tragedia nos remece, luego se pide la cabeza de alguien, y resurgen exigencias de reestructuración del servicio, pero la agonía no ceja. El fracaso sigue mirándonos a la cara, aterido, no quiere más. La vida en el país continúa, después, como si nada. Hasta el siguiente duelo.
En un texto esencial, el académico y doctor en historia Osvaldo Torres (fundador de ACHNU, Bloque por la infancia, ver enlace U. de Chile para descarga, pg 33) analiza el abandono de la niñez y comparte cifras difíciles de aceptar si quisiéramos creer en nuestras evoluciones como nación: al año 1981 el monto entregado por subvenciones llegó a más de 400 mil pesos por niños, en 1986, 197,908 pesos por cada niñx. En 1989, un año antes del retorno a la democracia, se redujo a $166,908. No todo se trata de dinero, es mucho más complejo, pero es un indicador que en algo ayuda a trazar este mapa negro y su calendario.
Es 2016. El tiempo detenido. Denigrado. SENAME, desde su creación, se ha sostenido con el equivalente a un sueldo mínimo institucional. Un botón lamentable, para muestra, en gastos recientes de la democracia: 20 millones en campaña “todos x Chile”, 2015, destinada a mejorar imagen del gobierno y moral interna (y otros 50 millones para levantar al Congreso), 40 millones este 2016 para un documental sobre la Presidenta, y 75 más para un docurreality del proceso constituyente. Por supuesto, la inversión urgente que se ha solicitado (implorado también) durante años para Sename no será resuelta con esos 185 millones destinados a maquillaje político. Pero la forma en que el gobierno dispone de nuestros recursos, demasiadas veces, dice mucho sobre cuáles son sus prioridades. Los niños no lo son. No lo son.
El proyecto de ley de garantías integrales para la infancia, muy publicitado (su debut #2 fue el pasado marzo, el #1 en septiempre 2015), presenta 14 indicaciones de “sujeción a disponibilidad presupuestaria” y una “sin gasto adicional”. ¿Cómo, entonces? Se trata de la niñez, ésa para la cual Gabriela Mistral decía que un colectivo honesto debía proveer abundantemente, con “derroche” inclusive (pero sabemos que el derroche va por otro lado, y de la honestidad, qué podríamos decir por estos tiempos).
Volver a 2016, abril. El cumpleaños de Lisette habría sido el próximo 25. En el primer comunicado por su fallecimiento (que no toca la responsabilidad del Estado ni invoca autoexamen alguno de parte de nuesta sociedad), Sename señala que la muerte por paro cardiorrespiratorio se habría gatillado por de una crisis emocional severa.
Todavía falta el informe del SML pero queda la pregunta entonces sobre cuál fue el apoyo terapéutico con que contó la niña –en siete años-, y cúal está disponible en cada uno de los hogares de la red, o con qué contención contarán los niños que atestiguaron la muerte de su compañera, luego de infructuosos intentos para reanimarla “durante 45 minutos, dada la demora de la ambulancia”.
Dan ganas de gritar –y de escuchar también el grito desde la entraña de la institución hacia el país- cuando leemos que “se hizo todo lo posible” por salvar la vida de Lisette. Hace mucho tiempo que ya no se hizo “todo lo posible”; que no hay cómo hacerlo. El estado de la red lo refleja, su deterioro es de larga data. En el centro donde murió Lisette -como en muchos otros- es inconcebible que 13 funcionarios estén a cargo de cien niños quienes sólo por el hecho de encontrarse institucionalizados (sin siquiera considerar las causales de ingreso, siempre dolorosas), necesitan atención especial, energías mucho mayores. El “salvataje de vidas” es cotidiano y si no se ha asumido esa tarea con la mayor vocación y recursos, se arriesgan pérdidas. De más vidas, justamente.
¿De qué están hechas esas vidas? Abuso sexual, incesto, maltrato físico, explotación, negligencia, abandono y más: las llagas espirituales y heridas íntimas que traen niñas y niños al momento de ingresar a un centro residencial darían para imaginar la más dedicada de las acogidas. Pensemos cuándo uno de nuestros niños viene triste de regreso del colegio, o simplemente mojado por la lluvia, ¿qué hacemos, cómo expresamos nuestra disposición a contener?
El estándar mínimo de no re-victimización (o de no-muerte) para niños y niñas que ingresan a nuestro sistema de protección, no puede ser lo único que aparezca en el debate (es inhumano), y las conversaciones en torno a materias de derecho u orientaciones técnicas, no logran involucrarnos a todos como ciudadanos.
Falta otro diálogo. Uno más humano, mamífero, que aborde también la ética del cuidado, el cómo pensar amorosamente, con ternura, con cordura, “en cuclillas” y con ojos de niños, cada una de sus trayectorias en el sistema de protección, lejos de lo que conocen, de sus familias y vínculos (sin juzgar, comprendamos que para una mayoría de niños ése es el nido que reconocen como propio y muchos preferirán permanecer en él, a pesar de daños y peligros).
Cómo se verifica la reparación, la reinserción social de cada niño; cómo se reescribe su historia; cómo se acompaña a familias en problemas, y se les cuida, para que puedan a su vez cuidar (qué historias de niño y niña tendrán los padres de los niños de Sename, ¿qué oportuniddes tuvieron al crecer, y cuáles para articularse como adultos-cuidadores? El abandono en eslabones al infinito, por cuántas generaciones quizás). El sistema no está en condiciones de sostener todas las acciones reparatorias que se necesitan.
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Los niñxs tienen la necesidad y derecho humano -lo consigna la Convención de DD del niño- a vivir en familia, en comunidad, con su manada (como todos los cachorros). Si ese derecho entra en conflicto con el derecho a ser protegidos de abusos, podemos entender la necesidad de una separación de su entorno, pero cada “ingreso” al sistema de protección no puede ser visto separado de un “egreso”, o “regreso” más bien: a una familia, escuela, su comunidad, al recorrido vital que sigue.
¿Cómo son los centros del sistema de protección? En Chile no existe un “hogar modelo”, un estándar común exigible a todos los hogares; pero sí existe, en cambio, una cárcel-modelo. Ya no es sólo “una nueva institucionalidad de infancia lo que se requiere”, como tanto se repite (y estamos hartos de escuchar). Lo que se necesita es un nuevo paradigma, desde el cuidado ético. Una relación profundamente respetuosa –desde el buen trato y la preservación de derechos íntegros para quien es más indefenso y que no por serlo pierde una pizca de dignidad- entre ese “adulto enorme” que es el Estado, y los niños.
Hasta aquí ese “adulto enorme” no es sólo indolente, sino francamente abusivo de su poder y cruel con su infancia a la que vulnera, directamente, o a la cual no auxilia mientras es vulnerada. Ser testigo pasivo, negar, demorar, son todas formas directas de abuso, y una negación a cuidar que ya no podemos ver -por más que quisiéramos- como inconsciente o accidental.
Una trabajo sustantivo desde la ética del cuidado en el sistema de protección -que involucre a funcionarios del servicio, profesionales, el poder judicial, el acompañamiento de niños y familias- es lo que creemos nos llora. Cuidar sin desatender el apoyo en reparación, en compartir herramientas para diseñar una vida, valorarla, acunarla cuando necesita contención, dejarla cantar a su ritmo, vincularla a otras vidas, soñarla.
El cuidado es responsable. Expresa una intención y deseo de bienestar para el otro, de aprecio incondicionado por su existencia. Pone atención sobre la estructura gruesa del “refugio” para vivir –abrigo, alimento, afecto y mucho más- y sobre rincones sagrados donde en intimidad consigo o en vínculo con los demás, se construye la identidad de cada ser humano. Cómo llevar todo esto a la red; ¿cómo transformar un sistema de protección para que realmente honre su función de procurar sostén y reparación para la vida de los niños? Necesitamos tener esta conversación en acción, en movimiento, sin más esperas.
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Las demandas y problemáticas de los sistemas de protección de la infancia a nivel mundial, o nacional, son diversas y superiores muchas veces a nuestra capacidad humana de respuesta. Pero más allá de posibles modelos o experiencias a seguir e implementar (que tomen en cuenta cada cultura, las necesidades de sus niños, y los recursos disponibles), una guía simple y sensata para reflexionar acerca de los sistemas de protección infantiles (ojalá no usemos más “de menores”) es la que comparte Eileen Munro, trabajadora social, filósofa y académica del LSE, en The Munro Report.
Su centro está en el ser humano niño y en su realidad, sus lazos, sus necesidades, su desarrollo, los contextos que habita, y el principio de que no existe una “talla única”, o un solo modelo capaz de responder a las demandas de protección, reparación y revinculación de todos los niños y niñas que han sufrido vulneraciones y han ingresado al sistema. El informe está en inglés (ver pdf), pero compartimos aquí algunos principios esenciales, muy coherentes con el paradigma del cuidado, y la apelación a un cambio cultural profundo en la forma de mirar las intercesiones e intervenciones desde el mundo adulto, en las vidas de los niños vulnerados.
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Chile tiene una de las tasas más altas de internación en Latinoamérica:anualmente Sename atiende a 15 mil niños en más de 300 centros de los cuales menos del 10% son de administración directa de la institución. La externalización de algo tan delicado como los hogares, vuelve exigibles la más concienzuda supervisión y mejora continua. En diciembre 2015, un informe de la auditoría realizada por Contraloría en 89 centros colaborativos , arroja diversas fallas en al menos 33. En algunos ni siquiera se contaba con la certeza de que los trabajadores no tuvieran antecedentes penales. La orientación a hacerlo bien, a fiscalizar, la disposición a corregir pueden estar, pero Sename no da abasto.
Las salidas no son simples; reformular, “sanar” un sistema de protección exánime, es titánico. Pero hay que hacerlo de una vez, y llevamos muchísimo tiempo perdido sin mayor autocrítica en tanto el rasgado de vestiduras es esporádico, y tan desmedido como e inútil si no se expresa, después, en “manos a la obra”.
A lo largo de estos años, olvidamos la cuenta de a cuántos parlamentarios o autoridades de la institución les hemos rogado que antes de decir nada, resolver nada, fueran a los hogares, pasaran un buen número de días y noches ahí (sin cámaras), tomando turnos de los funcionarios para entender cómo se desarrolla su trabajo, y sobre todo, para poder atender cálida y servicialmente a los niños, acompañarlos en sus rutinas, por encima de todo escucharlos, observar gestos, sus interacciones, sus silencios, sus luchas, sus horas de insomnio pensando en qué, en quiénes, qué nostalgias perforadoras han de sentir en esos minutos antes de dormir, si es que llegan a poder hacerlo. Acercarse a comprender cómo podrían sentirse si creyeron que venían “por un tiempo” y van tres, siete años, en la red.
El 2007 se inician fiscalizaciones integradas en los centros con participación de Ministerio Público, Defensoría Penal Pública, ONGs, Unicef, y en regiones, académicos de universidades. A partir de 2011 incorporan la pregunta sobre intentos de suicidio. En 2016, supimos que éstoshabían aumentado en un 91% en hogares de la red y este índice no contempla lesiones auto-inferidas, o simulaciones, hijas de la desesperación también. Cuántos duelos, por más resiliencia que tenga un niño, puede resistir un espíritu, un cuerpo que no termina de crecer y ha padecido lo que nosotros no viviremos en cien años.
Los suicidios no sólo en Sename, sino entre niños y adolescentes en general, aumentan en Chile, en vez de disminuir (son la segunda causa de muerte en el grupo de edad de 15 a 29 años, y además, nuestro país presenta una de las tasas más altas de depresión). ¿Qué estamos haciendo?
El aumento anual de suicidios infantiles, alertó la OMS, se observa en dos naciones del mundo: la nuestra, y Corea del Sur. La OMS pidió a Chile una legislación urgente en salud mental (ver nota por favor). ¿Importará? ¿O continuamos perdiendo niños? Los intentos de suicidio, no vienen de la nada, y el aumento anual es una alarma que no puede ser desatendida ni abandonada, como tanto es abandonado cuando se trata de los niños y adolescentes que viven en CHile.
No conocemos la causa de muerte, y Lisette no murió de “pena” o abandono per se (que no son causales médicas, por cierto) pero su dolor, sus quiebres, son parte de la historia (el corazón humano duele, se rompe) y, quién sabe, de las condiciones que pudieron precipitar su muerte. Es difícil descartar motivos (urge informe del SML); tanto como es irresponsable descartar negligencias, no sólo recientes sino históricas, de parte del Estado de Chile.
Alguien nos comentó no hace mucho, y es terrible recordar y hasta escribirlo: “poco les importa a las autoridades de gobierno, si los hogares vienen a ser como un basurero de niños, al final”. Pero no hay vida dispensable , ni valores “diferenciales” entre vidas de niños, y si un sólo niño o niña se siente así -dispensable, desechable-, la palabra “fracaso” no alcanza a describir el grado de inhumanidad que habríamos alcanzado y consentido como país.
Del abandono somos todos responsables: ciudadanos, gobiernos, parlamentarios, instituciones públicas, ONGs y fundaciones, los medios, el propio Sename, y también organismos internacionales que trabajan en Chile (ver nota pie pg).
¿Qué hemos hecho por los niños de Sename, qué estamos haciendo? Cuántos ciudadanxs conocemos un hogar (o la web de la institución a lo menos), o a un niño o una niña que viva o haya vivido ahí. Más importante: qué vamos a hacer de ahora en adelante, cómo nos involucramos, con afecto, con firmeza, y no para “hacerle la pega o el favor al Estado” (aunque sea así un poco y no debe ser objeción para ponernos a diposición) sino para participar todos del cuidado, y quizás llegar así a entender, en parte, que si los niños de Sename están cómo están, es también debido a nuestras ausencias y omisiones que no pueden continuar.
El 2014, asumía un nuevo gobierno. Uno que debió auxiliar de modo urgente al sistema de protección luego de la crisis del 2013. En cambio, comenzaba con la creación de un Consejo Nacional de la Infancia cuya sola razón de existir era proponer un proyecto de protección integral, en un plazo máximo de 18 meses, aun cuando existía un proyecto en trámite a la fecha. Se inauguraba un organismo percibido más bien distante de Sename, una suerte de “hermano venido a menos” (revisen trayectoria, por favor, de instancias en que Coninfancia haya efectivamente concurrido, defendido, intercedido por Sename y sus niñs en dos años de existencia: escasas, y eso es decir mucho. No ha habido mayor compromiso). Ya durante el primer trimestre de gob, cundían los anuncios de “eliminación” o “división” de Sename. El tono era terminal, no transformador: como si se tratara de derrumbar un puente viejo, y no de hacerse responsables de 131,822 niños, niñas y adolescentes (ingresados al sistema, al 2014 según datos del servicio).
Antes de crear y financiar comisiones adhoc (¿en vistas a convertirse en Defensor del niño por default? y sí, por supuesto que es desconfianza), el apoyo mayor del Ejecutivo debió ser para Sename, sus niños (más con una Presidenta que bien conocía el estado de la red y ha de haber sido notificada de las muertes y suicidios de niños ya durante su primer período).
Los niños, de Sename o cualquier niño y niña, no han sido importantes para nuestra democracia (y es una seña de lo mal que está): ni su cuidado, su educación, su presente/futuro. Tomó un cuarto de siglo –tiempo robado de muchas vidas- presentar un proyecto de ley que hace muy poco se vinculó a la “agenda larga” del gobierno. Cuántas más muertes serán “tolerables” en los diez años requeridos para materializarla. La pregunta es para el Estado de Chile, todas y cada una de sus autoridades.
Ahora que Coninfancia cumplió el cometido que justificó su creación -redactar el PL de garantias integrales, de forma deficitaria más encima (así lo señaló Bloque de Orgs. por la infancia, y abogados de infancia como Fco. Estrada, ver minuta de problemas)-, no se justifica mayormente su continuidad; misión cumplida, y esperemos nadie se tiente con oportunismos para ir “al rescate” del sistema de protección, si nunca antes se le tendió una mano ni se expresó mayor vínculo ni vocación por colaborar con éste.
Los recursos y energías ahora se requieren para los niños más vulnerables y vulnerados, vinculados a centros de la red Sename. Ojalá los 3 poderes del Estado, como un sólo cuerpo/alma/mente, así lo entiendan y lo reflejen en sus acciones, en la inversión material y moral, y en el acompañamiento que se prodiguen -de expertos y personas idóneas- para llevar a cabo la tarea. La espera ha sido inexcusable.
No podemos sumar más muertes, más abusos, más torturas, más violencias contra los niños, y contra nadie, de ninguna edad, ningún género, si somos todos vulnerables, en distintas medidas, ¿por qué tendríamos que abandonarnos? ¿por qué sentirnos indefensos o expuestos, y nuestros hijos, en nuestro propio país?
Chile no es un país bueno para ser niño. Tampoco es un país bueno CON sus niños. Después de este rin imperdonable, del velorio, del entierro de Lisette, y todavía muy presentes en nuestro duelo, necesitamos poner cabezas, manos, corazones y todo lo que tengamos, a disposición de apropiarnos de otro destino, y cuidar de verdad, si todavía estamos a tiempo, antes de que más cuerpos de niños heridos o muertos sean necesarios -y cuántos podrían ser- para hacer reaccionar a un Estado con el corazón de piedra y a un país aterido, que no opone resistencia a este olvido de sus hijos.
Sename, 2013, crisis, Comisión Jeldres- Unicef: Tenemos que detenernos aquí un momento, y recordar el 2013, cuando se evidenciaron graves falencias metodológicas y éticas -en conflicto con los propios estándares indicados por Unicef Internacional, según consta en este manual, pág 15– en el estudio realizado por la Comisión Jeldres-Unicef Chile. Dicha comisión no cumplió con el deber de denunciar abusos sexuales infantiles de los cuales tomó conocimiento. La investigación en el Congreso, que fuera cuestionado por la jueza Chevesich por arrogarse atribuciones que no correspondían (ver) no sancionó esta brecha (el reportaje de Ciper, la omitió permanentemente). Tampoco la condenaron como era esperable organizaciones y líderes del activismo de infancia. La repuesta devastadora que recibimos de algunos al pedir apoyo fue:“es complicado, tenemos patrocinios de Unicef Chile, véanlo ustedes”. Entonces recurrimos a diversas tribunas e interlocutores, hasta llegar a solicitar una auditoria a Unicef headquarters, EEUU, por presunto “child endangerment” de parte de la Comisión Jeldres-UnicefCL (no conocimos sus conclusiones, pero vía Linkedin, supimos de la remoción y reasignación de Tom Olsen, representante en esa época). La vastedad del abandono].
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(*) Este escrito contó con la colaboración de Rodrigo Venegas, académico y psicólogo (con trayectoria en Sename), especialista en prevención y tratamiento del abuso sexual infantil. Gracias también a Franciso Estrada, académico y abogado experto en derechos de la niñez.
Fue el año 2005, lo recuerdo muy bien. Era una mañana de invierno, había caído nieve, el hielo hacía crujir los árboles y escribía en mi oficina. Mi hija mayor (única hija, entonces) llegó a hablarme de su primera pena de amor. “Me duele el corazón”, dijo, “de verdad me duele, aquí”. En ese justo momento yo revisaba, en prensa, las conclusiones recién salidas del horno sobre el “Síndrome del Corazón Roto”, o miocardiopatía por estrés emocional.
Eectivamente el corazón dolía, nada de metáforas aquí: dolía en el cuerpo de mi hija, bajo sus huesos. El pequeño músculo de 17 años de vida era lesionado de modos imperceptibles a la vista humana, pero muy nítidos para los centros del dolor donde la sensación de herida se siente muy real, encarnada en lo profundo.
La pérdida afectiva o la muerte de alguien amado, noticias que nos dejan en el estupor, eventos estresantes o situaciones traumáticas donde, en ocasiones, importan menos la magnitud e intensidad de los hechos, y mucho más, la vulnerabilidad o resiliencia de quien los experimenta. De ahí que un tornado, un accidente ferroviario o una primera semana de clases difícil para un chiquito pudieran tener un impacto comparable entre sí como circunstancias, todas ellas, con el potencial de paralizar, dañar y hacer doler a un corazón perfectamente sano y sin factores de riesgo.
Sentencias tales como “murió de pena”, “le rompieron el corazón y luego enfermó, murió, no fue nunca más el mismo, la misma”, y tantas otras que encontramos en historias personales o poemas entonados a lo largo de siglos de historia humana, no eran parte del folklore ni una exageración de las almas más sensibles. Contaban una verdad.
El estudio liderado por el cardiólogo Ilan Wittstein, M.D., profesor del Johns Hopkins University School of Medicine (ver), vino a demostrar que el estrés emocional no sólo era capaz de desencadenar infartos, sino que también podía alterar el funcionamiento del corazón -mediante la liberación de productos tóxicos al torrente sanguíneo, paralizantes del corazón- de un modo semejante al del infarto: con síntomas como el dolor de pecho agudo, líquido en los pulmones, falta de aliento y paro o falla cardíaca. La diferencia está en que los daños asociados a la miocardiopatía por estrés emocional, o Síndrome del Corazón Roto, no serían permanentes.
Sin ser cardióloga ni científica, la última conclusión me abrió y abre preguntas, todavía. Hay un cuidado del corazón físico (hábitos de alimentación, ejercicio, distancia de ciertos vicios), que siento inseparable de otro cuidado, vinculado al mundo de los afectos, nuestras emociones, la ternura que nos acompañó mientras crecíamos (y aún, mientras vamos envejeciendo), el amor que podemos prodigar y recibir a lo largo de nuestros años.
No veo cómo es posible estar seguros de que no existan daños permanentes, en el corazón físico me refiero, cuando ese cuidado más amplio, el de la experiencia humana en el amor, por intangible e inmaterial que parezca, ha sido vulnerado.
Qué le pasa al corazón luego de infancias -o adulteces- inconmensurablemente huérfanas; decepciones que superan las nociones de engaño o crueldad con que podemos estar familiarizados el promedio de las personas; pérdidas que, sin ser afectivas, golpean ese eje invisible que nos mantiene de pie y abrazados a la vida -de porcelana a veces, otras de acero: nunca sabemos del todo de qué estamos hechos- , para dejarlo en escombros tal vez junto a una casa caída, una ciudad arrancada de raíz, un país que tiembla, una forma de aprecio o de valoración de sí mismo -como hombres y mujeres, como padres, como trabajadores- que habrá que levantar. O la frustración de quien busca mejorar una situación como la pobreza, frente a obstáculos y muros -que no son de responsabilidad individual- indolentes al empeño y la rectitud. O los desamores, los abandonos, la indiferencia: la herencia que nos puede doblegar, luego de vivir, a cualquier edad, el ser separados o”desalojados” del corazón o de la vida de alguien que nos resultaba esencial: un hijo o una hija, una pareja, una amistad, padres, abuelos, una comunidad.
Hay un verso de Alejandra Pizarnik (poeta argentina) que dice con tristeza: “ningún hombre es visible, nadie está en algún jardín”. Ese abandono. Si fuera natural o sencillo residir en él, ningún ser humano habría buscado cavernas de refugio ni levantado hogares. O salido al encuentro de un otro.
No es mi ánimo ser pesimista ni dejar triste a nadie con estas reflexiones. Sólo recordar que en medio de nuestra más sorprendente resiliencia -nuestra historia humana está escrita también con esa pluma- hay una fragilidad que no expira, por más controlada que creamos tener nuestra vida o por más andamiaje material y tecnológico que hayamos puesto a su servicio.
Terremotos y tragedias que atestiguamos -en nuestros países o en otros- suelen recordarnos que, en el orden cósmico, somos -y más nuestros hijos- leves y minúsculos como hojita de orégano, o lavanda, tan deshojables sobre todo, si esa palabra es posible (mi corazón se ha sentido así más de una vez).
Por más que intenté, no logré cuadrar la imagen que acompaña este posteo: es el dibujo del corazón de una adolescente que vivió abuso sexual infantil.
Me lo hizo llegar al terminar su terapia (con una dupla extraordinaria de colegas mujeres) como un regalo, Ella había leído “Agua fresca en los espejos” y quería compartir su mirada de la resiliencia, y de la capacidad de reparación del espíritu humano. Las simbolizó en su dibujo de un corazón intacto, radiante, antes de lo vivido, y después: como si hubiese sido empuñado, arrugado con fuerza, y luego vuelto a estirar. Pero a pesar de todo, conservaba su esencia, ahí estaba, los brillitos habitando en su centro (quizás en espera del tiempo de volver a desplegarse). Miro ese cuadro a diario, junto a mi escritorio, como una invocación a la esperanza, a la energía para “no más”, ninguna niña, ningún niño, ningún corazón sea así, descuidado. Ninguno, abandonado.
(Gracias archivo ElPostCL 2013)
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2016:
En Chile, el lunes por la noche (11 de abril de 2016) , murió una niña de 11 años en un hogar del sistema de protección (Sename).
Los hechos están siendo investigados, pero se informó en un comunicado institucional (que deja bastante que desear, y es entendible no poder centrarse bajo presión, y en medio de un duelo, pero lo más responsable es esperar a que sea emitido el informe del SML): que la niña estaba “descompensada”, que sufrió un paro cardiorespiratorio, y que se hizo “todo lo posible por salvar su vida”. Murió delante de otros niños como ella. Cuántas pérdidas han atestiguado. De qué manera van a contenerlos en el duelo.
La niña se encontraba en el sistema de protección desde sus cinco años, y en un centro residencial desde 2014. Cómo desplegar una vida, o la sobrevivencia en esas condiciones, no sé. Pocos de nosotros podríamos pasar un mes completo, con todas sus noches, en un centro residencial (en sistema de turnos, como voluntaria, es difícil, pero uno era adulta)
Por más profesionales y funcionarios de vocación -de esos que no descansan ni fines de semana-, dedicados a acompañar y apoyar a los niños (y habrá también mucho personal desgastado y hasta maltratador, no me autoengaño), existen precariedades para las cuales todas las manos nobles no darán abasto.
El abandono del verso de Pizarnik; esa soledad.
La niña que ha muerto, había sufrido vulneraciones graves en sus primeros años de su vida, y la mayor parte de ésta transcurrió en el sistema de protección, bajo el “cuidado” de un Estado que en todo lo que lleva el retorno a la democracia -26 años- no ha sido capaz de convertirse en garante de derechos para sus niños y niñas, ni ha procurado la mejor educación para ellos en este milenio, ni ha pensado la salud física y mental de los más pequeños de forma inseparable con el derecho que tienen a ser cuidados por sus padres (#licenciaparacuidar) y por todos nosotros tambien.
Muchos niños han llegado a adultos en la espera por un país bondadoso y empoderante. La niña que ha partido, sólo alcanzó a vivir once años. Cuánto sufrió en esa década y algo. No pudo más su corazón.
El abandono sistémico, el dolor simplemente superior a la capacidad física y psíquica de una niña de 4, 8, 11 años al final convergen en su muerte aun cuando no se conozca a esta hora de la madrugada, no todavía, el informe de la autopsia. Hasta aquí, no puede descartarse negligencia de terceros y/o de una institución, por lo demás, profundamente cuestionada y frágil, por años en déficit (sobre 60% sin que sea urgente para nuestro Congreso o Hacienda, corregir esa escasez) y donde no es primera vez que muere un niño (han muerto 14 en los últimos 9 años, lo que cubre 3 gobiernos, uno de derecha, y dos de una misma presidenta).
Tampoco puede descartarse -negligencia comprobada o no- la responsabilidad que siempre le cabrá al Estado por la desidia, la frialdad con que demora en concurrir por sus niños y con que ha descartado leyes ingresadas al congreso y hasta programas de apoyo a víctimas como ha sucedido (según conveniencias mezquinas, no somos tan ingenuos, claro que nos damos cuenta, y más cuando algunas autoridades en vez de “desaparecer del mapa” para cumplir cometidos por la niñez lo antes posible, parecen más preocupadas de los medios de comunicación y de invertir recursos que son de todos, en campañas publicitarias o iniciativas completamente prescindibles). El fracaso del cuidado. El punto ciego donde también nosotros arriesgamos omitir; no socorrer a tiempo. Abandonarnos unos a otros
A la fecha, 2016, no hemos cumplido los compromisos que adquirimos como país al suscribir en 1990 la Convención Internacional de Derechos del Niño. Es una señal, una lesión que supura.
A comienzos del milenio habría sido difícil de creer que llegaría a demostrarse que los corazones humanos podían romperse de verdad, lesionarse en la pena. Ya sabemos que es posible. Ojalá sin necesidad de mayor evidencia científica, entendamos que de abandono -de la familia, del colectivo, de un Estado, de una democracia- también es posible morir.
No dejemos morir a más niñas o niños. No dejemos morir a nadie más en ese descampado que por períodos parece invisible pero respira siempre a nuestro lado: ¿cuánta más pobreza, inequidades, cuántos más abusos sexuales, más pensiones de hambre, más violencias contra todos los géneros y edades humanas vamos a dejar pasar?
No esperemos una tragedia más, como es habitual, para sostener la reacción, el corazón despierto. Cuidar, amar, es también indignarse, actuar. Ser activos. Hacer. Lo que cada uno pueda, pero hacer.
No entenderán nuestras autoridades hasta que no nos vean resueltos, hasta que no les exijamos, los condicionemos (en el voto) a mostrar su mejor desempeño, y los extenuemos de tanto interpelarlos, tanto insistir, tanto declamar nuestro deseo, tanto poner de nuestra parte y colaborar y preguntar ¿en qué puedo involucrarme, ser útil? (así sea sólo tendiendo un puente con alguien más). Esto es “nuestro”, aunque nos duela: Sename lo es.
Qué nos pasa si decimos “nuestro” al hablar de los niños en centros residenciales; “nuestros” centros, nuestro sistema de protección, vergonzante, lesivo. Pero Nuestro, repito. Tal cual nuestros hogares -ahí donde vivimos- se sienten “nuestros” hasta en la muralla más gastada, ésa que miramos con cariño, o con ganas de volver a pintarla algún día. Pero la notamos, ese es el punto. No dejamos de verla. Ni de sentirla nuestra.
El proyecto ley de garantías integrales, ya nos advirtieron el mes pasado -y no ha habido mayores reclamos de nuestra parte, no hasta aquí- será parte de la “agenda larga” del gobierno (y “sin gasto adicional”, ¿cómo entonces van a implementar nada?). En qué están pensando? Cuánta más espera. y cuántas infancias más serán puestas en peligro o sacrificadas por el Estado. Cuántas vidas más, no sólo el Estado, sino cada una y uno de nosotros, tendremos que sumar en este imperdonable rin del angelito.
“La correlación promedio entre el tiempo invertido en tareas escolares y el logro académico alcanzado por estudiantes hasta quinto básico es cercana a cero”. Harris Cooper
Nota previa: Si no hay tiempo para leer este escrito (que resume evidencia y un buen número de historias y reflexiones), les pido que por favor sí destinen 4 minutos a un video (ver pie de página) que pone en inclemente perspectiva la problemática de las tareas y el imperativo del cuidado de la niñez.
¿Mamá/papá vamos a caminar un rato, te cuento algo, juguemos? “No podemos, hay que terminar la tarea”.¿Imaginarán los profesores la pena y la frustración que sentimos en esos NO? ¿Se sentirán los maestros tan agobiados como muchos de sus alumnxs y familias, a causa de las tareas y otras exigencias del actual sistema educativo en Chile?
Hace casi tres años publicamos un extenso artículo (ElPostCL) sobre los cuestionamientos al valor de las tareas para la casa. La evidencia internacional indica beneficios reducidos y advierte sobre efectos negativos. En muchos países están siendo repensadas, reducidas drásticamente, o eliminadas. ¿Y en el nuestro?
En Chile, no disminuyen los relatos de niños infelices, y padres y madres estresados por la extensión de la jornada escolar -que ya es muy larga, 30% más de horas desde la entrada en vigencia de la jornada completa- en el hogar, mediante “tareas para la casa”. Otras familias, angustiadas por el imperativo del “rendimiento” y el “éxito académico” (no surgidos de la nada, sino como resultado del modelo actual), piden aumentar ejercicios y pruebas para sus hijos de todas las edades. (“más exigencias” y no “oportunidades”, que es muy distinto y urgente; de las mayores inequidades en nuestro país).
Son niños, sus años de infancia, de aprendizajes. En Chile, un número todavía considerable de establecimientos, UTPs y/o docentes (muchos, obligados a hacerlo) llenan las agendas escolares de los niños con “ tareas” o “deberes” -breves o extensos, da igual- para una semana, o el mes completo, muchas veces sin respetar fines de semana ni vacaciones de invierno. ¿Consideran las tareas las necesidades del desarrollo infantil (cuerpo, mente, afectos y vínculos), la diversidad de los niños, sus capacidades diferentes?
Recientemente un informe de la OMS (2014) asimismo señaló que la carga de tareas afecta negativamente la salud infantil aumentando el estrés (y abriendo un flanco donde puede menguar la salud física junto a la psicologógica). El aporte de la tarea al proceso de aprendizaje se ha evaluado y continúa siéndolo. Se repiten advertencias sobre la vulneración de DERECHOS del niño y necesidades de salud, descanso (mental y físico, en cuerpos pequeños, en crecimiento), de jugar, explorar otros aprendizajes, o compartir con la familia, cultivar vínculos. Las tareas excesivas están totalmente desalineadas de estas necesidades del cuidado.
Son 6 u 8 horas de jornada escolar completa o extendida, casi equivalente a una jornada laboral adulta. Con la diferencia que nosotros no somos obligados a llevar trabajo al hogar para dos o más horas adicionales al final del día, ni a mostrar sus resultados a la mañana siguiente, o ser responsables de proyectos a realizar en feriados y vacaciones. Dudo que aceptáramos una rutina así, y además existen marcos legales que nos protegen. Los niños no tienen alternativa. ¿Qué podrían hacer: a quién deben pedpedir cuidado y respeto por la Convención de derechos del niño (CDN), y por más de un principio que es vulnerado por la carga excesiva de tareas para la casa?
La política nacional de infancia, no existe, no aún, y hemos esperado 26 años ya. Los derechos de la CDN tienen valor de ley en CHile, pero no son universalmente exigibles y sólo contamos por ahora, con un proyecto de ley de “garantías integrales” muy mal evaluiado por organismos de infancia y abogados expertos. Junto al proyecto para el Defensor del Niño (un organismo que se independiente de los gobiernos de turno), son parte de una “agenda larga” del Ejecutivo.
Uno piensa en cómo estudiantes secundarios y universitarios se han movilizado, y profesores, por la educación. Pero cuando se trata de los niñxs, la empatía, el sentido de justicia, parecen dismunir, y más en temas como las tareas, que no se ven como prioridad, aun cuando estén afectando la salud infantil. Pero si hay una pregunta en torno a las tareas es justamente porque importa qué estamos haciendo en el universo mayor de la educación, y por el gran valor que le conferimos para el desarrollo de cada ser humano y de sus comunidades. La pregunta tiene mayor sentido, todavía, cuando observamos la evidencia.
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EVIDENCIAS para la reflexión
Países que consideramos exitosos y modélicos en educación -y que además tienen de sobra fondos para invertir en investigación-, hace mucho han cuestionado las tareas para la casa.
Asimismo, existen cuestionamientos desde el frente de las familias: por ejemplo el best seller de 2007 “The case against homework: How homework is hurting our children and what parents can do about it”, escrito por dos madres (Sara Bennett, Nancy Kalish) que miles de padres han reconocido como voceras de su frustración y ansiedad de cambio. En España el 2015, una madre también enciende el debate cívico, al iniciar una campaña contra las tareas (ver aqui). La aceptación pasiva no es algo en lo que necesitemos continuar. Podríamos también hacer algo en nuestro país.
En Chile no contamos con posiciones unánimes, estudios nacionales no conozco, pero un reciente informe OCDE sitúa a Chile -con toda la presión de tareas, notas, y Simce- entre las 20 naciones donde existe un mayor número de estudiantes que no alcanzan el nivel mínimo que la OCDE considera exigible a cualquier adolescente de 15 años en este siglo (ver nota BBC 2016). Para pensar.
Durante años hemos escuchado hablar de Finlandia, con un país que exhibe los mejores resultados en educación primaria (PISA, 2015), pero no llegamos a imitarlo (y no digo que debamos, tenemos nuestra propia cultura y realidades, pero llama la atención la enorme brecha, una más, entre dichos y hechos).
Los niños finlandeses comienzan su escolaridad a los 7 años, las horas curriculares son menos y más los tiempos de recreo (en consistencia con necesidades y capacidades de atención y concentración infantiles), las asignaturas están siendo reemplazadas por “proyectos” transdisicplinarios y casi ningún maestro/a envía tareas para la casa. El trabajo escolar en Finlandia se realiza, obviamente, “en la escuela”, porque se valora y respeta la salud y el tiempo de los niños, su derecho al juego, al descanso, a compartir con su familia, a desarrollar una relación con amigos, comunidades, su mundo (ver nota con discurso de Jari Lavonen, decano de la Fac. de Educación de la U. de Helsinki en España, 2014).
Conclusiones de médicos norteamericanos de comienzos del 1900 ya señalaban que los niños necesitaban al menos 6 a 7 horas de aire fresco y sol (o luz natural) para fortalecer su desarrollo. Quizás a muchos puede parecerles una exageración, pero también es exageradamente insano que lo niños no cuenten con tiempo para ser niños.
En CHile, los niños juegan 6 mil horas menos de lo recomendado. Deberían ser 15 mil en los primeros 7 años de vida, pero en nuestro país les quitamos el equivalente a unos ocho meses, un 10% de lo que llevan vivido a los siete años). El aumento de horas de clases debido a la JEC -uno de cuyos compromisos era que no habría tareas para la casa- restó a cada día al menos dos horas de juegos y esparcimiento. Resultado: “el tiempo libre” de los niños, para muchos de ellos, corresponde al que se utiliza en trayectos hogar-escuela (Fondecyt, 2011, ver reportaje LT).
Escribo y recuerdo una entrevista memorable al astrónomo Gaspar Galaz (Septiembre 2013, El Mercurio, pgs 4-12) donde pedía cuidar y alentar el sentido de maravilla en la niñez, sus juegos, imaginación, y el cultivo del “ocio” como un repertorio evolutivamente indispensable. Ahí hay una fuente infinita de riqueza creativa.
Los niños son aprendices naturales; su curiosidad está viva (y necesitan, como “cachorros humanos” asimilar todo lo necesario para un día vivir sus propias vidas: por supuesto que se orientan hacia el aprendizaje!!). Cuánta pasión, y talentos de los niños y niñas se pierden en cada generación, debido al sistema educativo
La pérdida de creatividad de la niñez vinculada a las tareas se aborda en un estudio del año 2013 que cubre 75 años de investigación en el Reino Unido (Institute of Education, University of London) a cargo de Susan Hallam -vale la pena conocer su trabajo- quien concluye que las tareas, pese a la creencia de maestros y apoderados sobre su vinculo con mejores resultados educativos, representan menos de un 4% en las diferencias de rendimiento de los alumnos en diversas evaluaciones académicas.
Sí es mayor su impacto negativo en el desarrollo de los niños (en un período de máximas posibilidades, con un cerebro joven y en proceso de maduración), y en la motivación para aprender. Hallam propone con urgencia, que se revise el modelo dominante de tareas y el argumento de que éstas son “un medio para reforzar aprendizajes, y promover el trabajo independiente y responsabilidad en los niños” (si un maestro así lo cree, ok, para eso está la extensa jornada escolar, no el hogar). El desarrollo progresivo de la autodisciplina es algo mucho más trascendental y portentoso, y no pasa por la mera repetición (para formar”hábito”) o la sobrecarga de tareas.
Por encima de todo, el pedido de Hallam es para que las sociedades no continúen derrochando inventiva e inspiraciones de los niños por culpa de métodos anticuados e inefectivos. Arriesgamos una pérdida de “bienes” para la vida de todos, partiendo por el estudiante y alcanzando a la sociedad en su conjunto
La revisión más larga y exhaustiva que he encontrado de las tareas y su impacto se realizó en EEUU. La atención comienza en los 1800, es notable (ver “Villain or Savior? The American Discourse on Homework, 1850-2003”). De décadas recientes, destacan las investigaciones de Harris Cooper. Dos extensivas revisiones, la primera de 20 años y 120 estudios (entre los ‘60 y ‘80), y la segunda de 60 estudios (1987 a 2003), lo llevaron a concluir que “el valor de las tareas hasta quinto básico es muy cuestionable y no significativo para el logro académico”. Otro estudio del 2011 concluyó que los adolescentes que excedían los tiempos óptimos de tareas/estudio en casa, mostraban apenas un 3% de mejora en pruebas de matemáticas, y cercano a 0% en las demás asignaturas.
Cooper advierte además sobre el impacto negativo de las tareas (en sus formas tradicionales) para los niños: pueden ser muy contraproducentes, desmotivadoras, y su carga, dañina en un importante número de casos. De hecho, es preocupante el aumento de trastornos psicológicos y cuadros ansiosos en los escolares, y de desórdenes antes limitados al mundo adulto, como el colon irritable, pregunten a pediatras o gastroeneterólogos infantiles en nuestro país). Si las tareas tienen valor, observa Cooper, esto ocurre recién hacia la adolescencia, en el tramo entre séptimo básico y segundo medio, y sobre todo bajo la forma de proyectos, trabajo en equipo, etc..
Otros expertos, describe Cooper, adjudican algún valor a las tareas siguiendo la “regla de diez minutos”: una práctica común y reconocida entre pedagogos que señala como cantidad óptima de tarea para la casa diez minutos en primero básico y diez minutos más por curso, llegando a un máximo de dos horas en segundo medio (y no más, hasta el término de la secundaria). Sobre dos horas, no se observa correlación alguna con mayor logro académico.
En diversos países han sido numerosas las escuelas o sistemas educativos que han reducido o suprimido las tareas en pos del juego libre y de otras actividades que beneficien el desarrollo infantil, la creatividad y habilidades para la vida. El aprendizaje digital hoy es un tema y desafío inmenso, y requiere también un desarrollo, tiempo, guiar a los niños y propiciar su autonomía de la mano del autocuidado.
Otro frente de reforma están siendo las notas (ref: Alfie Kohn , autor, entre otros, de Unconditional Parenting, y The homework Myth, libros indispensables, junto a este artículo sobre las notas “The case against grades”), y el sometimiento de los niños y de la educación a las pruebas estandarizadas. El “éxito” está de alguna forma secuestrado por el “rendimiento” y por la competencia, y desvinculado de nociones como bienestar, bienes para la vida, bien común. Separado incluso de lo más importante: aprender.
En EEUU, por ejemplo, el movimiento contra las pruebas estandarizadas (que se define a sí mismo como un “movimiento por los derechos civiles”) está ganando cada día más adhesión y al 2015, EEUU enfrentaba el mayor boicot de su historia: sólo en NYC, 200,000 familias eximieron a sus hijos de las pruebas (lecturas muy recomendables: este artículo histórico de Alfie Kohn, otro sobre la lucha que están dando las escuelas y por último, del Washington Post 2015, la voz de organizaciones ciudadanas a favor y en contra del boicot).
Las pruebas estandarizadas suelen ir de la mano con modificaciones del curriculum (no al servicio del niño, sino del test y de todo un modelo educativo) y con el aumento de ensayos y tareas para que los alumnos logren puntajes más altos. Ha habido escuelas en EEUU donde un 80% de los padres ha declinado que sus hijos las rindan, primero, por respeto y cuidado a los niños, y sobre todo, en reproche a un sistema que impone metas (“educativas” es opinable) mientras ignora la inequidad y el irrespeto a los DDHH de niñas y niños.
Los argumentos previos, perfectamente, podrían ser los nuestros y es importante saber que tenemos derecho a autorizar, a decidir si nuestros hijos rinden o no la prueba SIMCE. Esa decisión podrá necesitar discernimiento, diálogo, acopio de información, pero no dejemos de reconocerla como nuestra (ver video informativo, y recomiendo conocer la campaña @altoalSimce ).
El año 2012 el Presidente de Francia sorprendió al mundo anunciando que dentro de las reformas que promovería para modernizar la educación en su país, estaba la erradicación (completa) de las tareas para la casa. El argumento: cuidar la igualdad en el derecho a la educación, y mejorar la motivación y desempeños académicos.
Junto a la evidencia en números indesmentibles, debe estar la pregunta, el examen ético acerca de las tareas para la casa. La equidad es un valor que atraviesa cualquier consideración y decisión en torno a esta práctica pedagógica.
En el colegio, cualquier deber o ejercicio se realiza bajo condiciones relativamente similares para todos los niños, todos por igual. No así en los hogares, con sus muy distintas realidades.
La desigualdad no es sólo la más evidente –como informaba el reporte de bienestar de Unicef hace un par de años- en el acceso de todos los niños a educación de calidad, o la desigualdad entre niños de familias con mayores o menores recursos donde ni siquiera el espacio para realizar una tarea existe, o el tiempo (porque hay niños que luego de la escuela, trabajan o cuidan a otros niños o adultos de sus propias familias). Es también la desigualdad que castiga las diferencias y diversidad vinculada a las familias en sus dinámicas y composición, el lugar donde viven, quiénes o cómo son los padres y madres, o cómo está su salud.
Una profesora chilena comentaba cómo se daba cuenta de situaciones dolorosas mediante las tareas no-realizadas de sus alumnos (ella no era partidaria de enviar trabajo para la casa, pero su colegio y UTP se lo exigían). Por ejemplo, en casos de divorcios, no llegaban hechas porque los niños comenzaban a ir de una casa a otra (de los padres, abuelos, diversos cuidadores en días de semana), o las mamás (y papás, aunque menos) que antes trabajaban en su casa, free-lance o media jornada, por necesidad debían pasar a empleos de jornada completa con horarios que obstaculizaban la vida familiar. Esas mamás llegaban a las 8, 9 de la noche o después (dependiendo de hora de salida y disponibilidad del transporte público), agotadas y con ganas de ver a sus hijas/os antes de dormir para regalonear, no para revisar tareas, encima, muchas veces anodinas, aburridas.
La misma profesora, relataba otro caso del cual supo muy tarde (sólo ahí pudo apoyar). Una mamá separada, extranjera, enfrentó un cáncer. Estaba sola en Chile, sin parientes ni red de apoyo, y no pidió ayuda ni informó al colegio cuán enferma se encontraba (habrá tenido sus motivos). Para ella era físicamente imposible ayudar a su hijo de sólo 6 años a preparar dictados o controles de matemáticas, o hacer la más mínima tarea, las tardes de regreso de la quimioterapia. Sus tareas no realizadas afectaron sus notas, y también su relación con compañerxs que lo molestaban por “flojo” (y más de un apoderado/a diría “¿y dónde están los papás de este niñito?”). La inequidad es a todas luces demoledora.
Las historias anteriores dan para pensar, y muchas otras situaciones no llegan a ser conocidas pero existen. Pensemos en niños con ritmos distintos para aprender, inteligencias diversas, necesidades educativas especiales, niños migrants (y cuya lengua nativa ni siquiera es el español), niños en los hogares de protección, ¿cómo hacen las tareas solos?
Si muchos niños no pueden “cumplir” no es por flojos ni irresponsables, tampoco por “consentidos” o “sobreprotegidos” como he escuchado decir a más de un adulto, con la mayor frialdad: NO pueden cumplir simplemente porque algunos son muy pequeños, tienen 5, 6, 8 años y por su edad todavía necesitan de apoyo en muchos “deberes”. Y niños mayores también, si sus tareas no están diseñadas para hacerlas con “independencia” o si requieren de un material que los apoderados deben ayudar a conseguir.
En el fondo, lo más triste, es que si encontramos alumnos que “no cumplen” es porque desde el mundo adulto se los impedimos al no garantizar ni cuidar condiciones iguales para favorecer sus aprendizajes (en este caso, las tareas en la casa), y al permitir que situaciones familiares o realidades ajenas al colegio sean determinantes en trazar esa línea que separa injusta e insensiblemente a los niños que “sí cumplieron” de los que “no cumplieron”. Es una forma de maltrato, también.
Los niños que por motivos ajenos a su voluntad, llegan al colegio sin la tarea, muchas veces sentirán nervios, vergüenza, inadecuación, y hasta sensación de “fracaso” o incompetencia (aun con un profesor comprensivo). Más de algunx podría decir a su mamá/papá: “en mi escuela piensan que no te preocupas de mí porque no llevo la tarea”. Hay familias que sí pueden apoyar, y otras, por distintos motivos, no, y no necesariamente significa que “no se preocupen”.¿Por qué no es posible cuidar y asegurar que niños distintos, en contextos inclusivos, cuenten al menos con la igualdad, en la escuela, de poder realizar ahí sus deberes, sus “tareas”, e interactuar con sus profesores mientras leen o estudian? Se trata de un estándar mínimo, y uno que merece toda nuestra atención y defensa
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SOMOS LA VOZ DE NUESTROS HIJOS
Los papás y mamás –y varios profesionales, incluidos maestros- que cuestionamos las tareas, estamos motivados por el cuidado de nuestros niños y la relación de éste, indivisible, con la educación.
Claro que hay emoción, y afecto, en nuestra resistencia: actos de contemplación, de escucha, de “tomar el pulso” y recoger la voz de nuestros hijos y traerlas al frente, organizadas en argumentos que nosotros sí podemos plantear ante autoridades y docentes. Y también hay mucha cordura en nuestro esfuerzo y en nuestro derecho, a lo menos, de preguntar por qué las cosas se hacen de una determinada manera (cuando existe tanta evidencia contraria), o cómo podemos hacerlo mejor, amplificar posibilidades, transformar radicalmente lo que haga falta.
Internet y los medios de comunicación han hecho accesible mucha informaciónque nos despierta muchas preguntas. “No ser experto” no nos invalida como familias, todo lo contrario: es justamente lo que habilita nuestras inquietudes frente al sistema educativo. Esperamos que cuide a nuestros hijos y su derecho a educarse sin necesidad de extenuar su curiosidad y alegría de aprender en un mundo y una época que exige habilidades y disposiciones que nuestra educación no está habilitando de modo equitativo para todos los niños. En tiempos recientes se deja sentir un cambio de energía en muchos docentes, también. En el 2014, por ejemplo, el profesor Manuel Astorga y sus alumnos (de Puente Alto, Santiago, ver nota) derriban el mito de que “al menos en matemáticas, no se puede prescindir de las tareas para la casa”.Para pensarlo.
De la trayectoria educativa -12 años, en general-, surgirán proyectos de vida, y futuros científicos, innovadores, artistas, pensadores, y tantos oficios que en el engranaje colectivo, fortalecen a cada comunidad o país, al planeta, en fin. Estamos, además, viviendo un proceso de reforma de la educación en CHile: es un tiempo más que propicio para poder informarnos, influir, hacernos parte, revitalizar nuestro rol como ciudadanxs padres y madres.
Puede ser desde la pregunta por las tareas, las notas, el Simce, las relaciones docentes-niños-familias, la equidad, la innovación, el sueño de país a 50-100 años (y la educación es LA gran herramienta), pero desde donde sea, qué importante es estar todos atentos y presentes.
Desde dónde nos encontremos, y aun teniendo diversas posiciones en relación a las tareas, tenemos derecho a conocer qué experiencias han recogido los docentes y expertos de educación en nuestro país, en relación a las “tareas para la casa”, sus usos y abusos, cuándo tienen beneficio y cuándo no, cómo se adaptan a distintos ciclos de enseñanza y a la diversidad de niños y niñas, familias y comunidades. Qué criterios o recomendaciones pueden compartir desde Mineduc; qué guías que nos ayuden, qué formas tiene de propiciar que se cumpla el compromiso asumido con la JEC, y en protección integral de la niñez, mediante la promoción de sus derechos.
La conversación y acción colaborativa son indispensables, no así las omisiones, la resignación o la lógica de “hechos consumados”, inalterables. Todo parte con las preguntas acerca de la educación, y eso incluye las tareas para la casa. No son un tema menor ni deberíamos abstenernos de conversarlo: somos responsables del cuidado de nuestros hijos. ¿Cuál es el punto de máximo estrés o sufrimiento que necesita arriesgar un niño para que una escuela o un docente revise sus métodos? ¿Qué caminos tenemos como padres y madres? ¿En qué podemos contribuir también?
NOTA: si papás, mamás quieren consultar pueden escribir a: transparencia.pasiva@mineduc.cl (existe un FORMULARIO para descarga) y preguntar por “los programas de estudio y el nombre de los textos escolares a través de los cuales la UNIDAD DE CURRICULUM Y EVALUACIÓN DE LA DIVISIÓN DE EDUCACIÓN GENERAL entrega a los establecimientos educacionales, las directrices para el uso pedagógico de los deberes escolares”.
En respuesta via transparencia, el Ministerio comparte lista de estudios (internacionales) muchos de los cuales confirman cuestionamiento a las tareas, y está, además, el intercambio epistolar con Psicól. Maria Elana Montt que el año pasado hizo pública su preocupación al respecto (ver cartas y respuesta de Mineduc). ¿Cómo leemos estas señales?
Termino con esta historia de una familia en Canadá (2009), ejemplar: una pareja de padres, ante la imposibilidad de entendimiento con profesores y autoridades, y luego de años de frustraciones y deterioro de la salud mental de sus hijos y del vínculo familiar debido a la carga de tareas, decidieron demandar al colegio y al Estado. Resultaba inaudito pensar en una querella por “las tareas”, pero provistos de múltiples estudios y contando con el respaldo de profesionales (muchos se plegaron a la causa incluso de forma gratuita), ganaron la batalla legal para que las tareas, cuando se justificaran, se realizaran en el colegio, respetando ritmos evolutivos de los niños, sus derechos, el principio de igualdad, y no fueran utilizadas como método de evaluación del desempeño académico. Sentaron precedente: su victoria alcanzó a otras escuelas (antes de enfrentar demandas) y muchos otros padres y madres siguieron el ejemplo. Como para tomar nota y no es un llamado a la revuelta ni al conflicto, pero sí a nuestro compromiso, y si hace falta, la acción conjunta, organizados (no hay otra forma), también aquí, en CHile.
Las prioridades y urgencias no las olvidamos por un momento, y frente a la crisis de la educación u otras fosas mayores (las desigualdades abismales, la pobreza, el abuso sistémico,) el tema de las tareas puede caer fácilmente en la categoría del “no es para tanto”. Pero lo es, claro que sí, como cada universo donde sintamos que se descuida a la niñez, y en el compromiso por cada pequeño o gran cambio que podamos acompañar o movilizar desde el deseo de construir una cultura de cuidado y de respeto a los niños como seres humanos con derechos y con un presente/futuro que les pertenece.
Somos muchos, tenemos muchas manos, y podemos destinar más energía, todavía más, si se trata de la salud y vigor de alas de la nueva generación. En lo que toca a la niñez, sí es “para tanto”. “Para tanto” siempre está muy bien.
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Video: Horarios Laborales, “¿en qué trabajas?”aquí, en español, subtítulos en inglés
Imagen: ilustraciones de Francesco Tonucci (pensador, educador y dibujante italiano, autor de “La ciudad de los niños”, “Con ojos de niño”, “Niño se nace”, entre otros)
Por distintos motivos no terminé de escribir este post de 2015, y lo retomo en los primeros días de este 2016 porque no quiero ceder a la desmemoria. Es muy serio. Se trata de la compra y entrega, “por error”, del libro para adultos “Caperucita se come al lobo” a 283 escuelas públicas en todo Chile, vía Ministerio de Educación (octubre 2015, ver).
Ignoro cómo se toman ciertas decisiones en el Estado, pero lo cotidiano entrega un punto de referencia: si queremos regalar un libro a un niño, ¿cómo lo hacemos? Quizás tomemos en cuenta su edad, los contenidos del libro, las emociones que podría despertar. Antes de decidir, querríamos “conocerlo”, hojear sus páginas, olerlas; gozar pensando en una dedicatoria, en la expresión del niño al leer, y en el futuro de ese libro: ojalá llegara a ser un favorito de ese niño, de esos que viajan con nosotros, que rescatamos de inundaciones, tornados, mudanzas, lo que venga (tan amados son, tanta gratitud les debemos).
Cuánta distancia, el gesto de llegar y comprar lo primero que caiga en nuestras manos para dárselo a un niño. Sin ceremonia ni afecto, y sin revisión ni cuidado. Es lo que ocurrió con “Caperucita…”
Es cierto, han dicho algunos, que en los medios, internet o en cualquier calle los niños pueden estar expuestos a mucha información inadecuada, que los desprotege. No por ello vamos a desistir de cuidar, o un ministerio de educación incurrir en omisiones que sabemos, hablan fuerte y claro; nos cuentan de formas de hacer, de actuar, o de elegir no-actuar, no dedicar tiempo suficiente, atención suficiente.
Según la propia autora, Pilar Quintana, “Caperucita…” jamás fue concebido como literatura infantil (ver su mensaje vía FB). Jamás, entonces, debió haber llegado a las manos de niños y niñas.
“Caperucita…” es un libro de alto contenido sexual, muy explícito, y descriptivo de violencias que por urgente que sea denunciar, bien podrían hacer optar por su no-lectura a más de alguien con criterio plenamente formado. He conocido párrafos sueltos y pensaba que, por ejemplo, para pacientes actualmente en terapia por ASI/violación el texto debería contar con una advertencia de triggering (gatillador de evocaciones traumáticas). Como mamá, es categórico: lo habría objetado si hubiese llegado a una de mis hijas como lectura escolar.
La rectificación comienza con un estudiante de 12 años. Lo que no hizo ningún adulto con “autoridad”, sí lo hizo un niño: revisó el material, detectó disonancias gruesas, y recurrió a un profesor. Desde el municipio de Río Bueno surge la denuncia formal a la que sigue el retiro de libros de las escuelas, comenzando noviembre. En ese momento, sin mayores disculpas a estudiantes, docentes ni familias –y sin comprometer plazos o sanciones esperables- el Ministerio reconoce un error (no fue uno: fueron muchos) y anuncia una investigación, aun sabiendo, según admisión de la propia Unidad ministerial responsable de curriculum, que el texto se compró sin contar con una “evaluación pedagógica adecuada” (¿entonces cómo?).
Es evidente la falta de rigor y de preocupación amorosa, y en realidad, es evidente el incumplimiento de desempeños mínimos: si a uno le pagan por tejer, entonces teje; si es por evaluar contenidos, entonces uno lee las menos de cien páginas de un texto antes de adquirirlo para las escuelas de todo un país.
¿Por cuántas manos pasó ese libro, antes de llegar a los niños? Desde nuestro sentido común tensionado al límite, no se entiende la suma de descuidos a nivel ministerial, y tampoco, otro punto de fuga mayor: decenas de adultos que son además docentes, en más de 200 establecimientos, y nadie, NADIE, leyó un par de líneas. O en los hogares.
Se trata de estudiantes niños y niñas, de educación. No de la adquisición de tornillos para maquinaria minera (y hasta para comprar un clip en un ministerio, me dice mi marido mientras escribo, “piden no sé cuántas firmas”). Elegir libros tiene que ser un trabajo inmensamente riguroso, y cuánto debe llevar de gozo, de cariño además.
¿Cómo se deciden los libros para las escuelas? En realidad muchos padres no sabemos, sólo confiamos, y es una falencia nuestra: hay que informarse, sin pausa, sin distracciones. Que estos eventos no den para polémicas efímeras y luego se olviden. ¿Quién pregunta por la investigación ahora?
Bajo el estrés de un año difícil en educación podemos llegar a comprender alguna brecha, pero no de esta magnitud. ¿Cómo no consultar, contar con más ojos, pedir opinión a organismos expertos? No hablo de abultar burocracias ni presupuestos, sino de un servicio público, de colaboraciones ciudadanas con el ministerio (que es “nuestro”, y queremos que le vaya bien, lo haga bien, hayamos o no votado por este gobierno). Estoy segura que en alguna revisión de este tipo, más de alguien habría detectado “errores” y evitado lo más grave: el abuso.
Lo que ocurrió con “Caperucita roja…” es no menos que una negligencia enorme que resulta en la vulneración de derechos de los niños, y una tan grave como el abuso sexual infantil (ASI). No digo deliberado o flagrante, por favor; quiero ser muy precisa. Pero los resultados de las omisiones/acciones, en este caso, no hay cómo desligarlas de la definición de ASI.
Esta definición incluye, entre otras trasgresiones, la exposición de niños y adolescentes menores de edad a material pornográfico, o de alto contenido sexual sin que ellos estén en condiciones ni cuenten con plena capacidad para comprender, aceptar o declinar el ser expuestos a dicho material, por adultos (que detentan poder/autoridad).
Como estudiantes, los niños, niñas y adolescentes participan de una relación asimétrica donde el poder lo tienen los adultos –sean éstos sabios o descriteriados, orientados a la excelencia o la impulsividad y mediocridad- y son éstos quienes toman decisiones (buenas o malas) relativas a la formación y cuidado de sus estudiantes. En relación al libro cuestionado, el Estado, el ministerio, las escuelas, actuaron de forma irresponsable, y es una palabra dura, pero no deja de rondarme: despectiva. Indolente.
Una columna hablaba del lobo pasando por oveja (de Rosario Moreno, “Educación: el lobo vestido de oveja”, recomiendo su lectura), y uno piensa en el lobo a secas, sin sentimiento, devorando si debe devorar, a quien sea, al azar. Caperucita no son sólo los niños, somos todos también, y necesitamos ser mucho más agudos y firmes de lo que hemos sido hasta aquí en nuestra forma de plantearnos frente al Estado y su forma de relación con nuestros hijos; ese descampado a veces. La desidia. Hasta cuándo.
Desde nuestros hogares necesitamos re-pensar nuestra participación en la educación de nuestros hijos y en esa relación del Estado con la niñez. ¿Cuán presentes o protagónicos somos, necesitamos ser como padres-madres? Porque una cosa es conferir confianza, y otra muy distinta es nuestra ausencia.
Es una prerrogativa de cada familia definir, antes de matricular a sus hijos en el kinder, cuál será la forma de acompañarlos durante 12 años de educación; años de tiempo precioso y preciado de las vidas de nustros niñ@s. Algunos padres y madres tal vez sentirán que no tienen que intervenir, o bien, por falta de tiempo y/o en aras de incentivar la autodisciplina, irán restándose progresivamente de supervisar tareas, calendarios de pruebas o materiales y textos que se entregan a sus hijos. Lo ocurrido con “Caperucita…” nos remece y exige examinar nuestro rol, y cada uno de nuestros derechos y deberes.
En otros países, una situación como la que se dio con el libro habría dado lugar a denuncias de diversas agrupaciones (¿qué ha dicho el Colegio de Profesores, el Consejo Nacional de la Infancia?), renuncia de autoridades, y sendas demandas judiciales contra el Estado, escuelas y hasta docentes, por el irrespeto y negligencia con los niños, y con sus familias que tienen derecho a velar por decisiones (ministeriales, presidenciales, de quien sea) que afectan a sus hijos.
Podemos reaccionar; y podríamos generar cambios. Hace años que apoderados de otras latitudes han protestado por la exigencia insana de tareas para la casa y han ganado demandas en Canadá y EEUU. Y gana fuerza también, en todo EEUU, el movimiento civil de familias –y cada vez más, de profesores y escuelas- contra los tests estandarizados (comparables al SIMCE, o simplemente pruebas de final de año). Al 2015, el país enfrenta el mayor boicot de su historia: sólo en NY, 200,000 familias eximieron a sus hijos de las pruebas (me gustaría recomendar 3 artículos: uno histórico del renombrado Alfie Kohn, otro excelente sobre la lucha que están dando las escuelas y por último, este muy completo del Washington Post, 2015,con declaraciones de organizaciones ciudadanas a favor y en contra del boicot).
Cada uno tendrá opinión en relación a los tests, o a formas de protestar. Lo interesante de observar, a partir de la experiencia en otros países, es si en el nuestro los padres/madres somos sujetos activos o testigos pasivos de la educación: a nivel de la política pública, el currículum, la apuesta en ciencias y tecnologías, el sueño a 20 o cien años que comienza cada día, en cada aula. Y los libros también. No es un asunto menor.
En la cercanía de un nuevo año escolar querríamos contar con la certeza de que negligencias impresentables como la de “Caperucita…” el 2015, han sido sancionadas y rectificadas, y no volverán a ocurrir. Para esto necesitamos información oportuna y transparente, y si no nos la dan, entonces debemos buscarla, llamar donde corresponda, conversar con otros apoderados, educadores.
La desconcentración es superlativa, sobre todo en relación a la niñez. No seamos cómplices nosotros de un Estado que descuida o es desprolijo con una frecuencia inexcusable.
Veamos solamente lo que ha ocurrido con la tan esperada ley de protección integral o de garantías integrales para la infancia: tomó un año y medio a un Consejo especialmente creado para redactar el proyecto ley -su razón de ser original y única-, cumplir con su cometido. Dicho proyecto fue evaluado consensualmente (por organismos de infancia) como deficitario. Durante la primera semana del año, de modo imprudente, el Ejecutivo le otorga “suma urgencia”, es decir, la ley debe ser tramitada de forma “express”, anulando la posibilidad y tiempo para correcciones. Luego de 25 AÑOS DE ESPERA, no es el momento para arrebatos “express”, sino para hacer las cosas bien y con altura de miras. Por favor lean la excelente declaración de rechazo del Bloque de organizaciones por la infancia (aquí).
Nada mejor que poder conferir confianza, pero a la luz del año que dejamos atrás (y otros tantos), sería insensato no condicionar la nuestra a buenos desempeños del Estado. Me corrijo: excelentes. Si se trata de nuestros hijxs, ya no basta con “buenos” o “adecuados”. Eso era lo mínimo. Queramos más, mucho más. Aquí sí, sin omisiones, que la exigencia sea fuerte y clara, como nuestro amor.
Ora na azu nwa: It takes a whole village to raise a child, el proverbio de origen africano (Igbo, Nigeria) que no tiene, hasta donde sé, un equivalente en español, me ha sido familiar por dos décadas.
En todo tono imaginable -amoroso, divertido, crítico, reflexivo-, es parte del cotidiano en EEUU. “It takes a village”: hace unas semanas sin ir más lejos, ésta fue la respuesta de una mamá a quien venía conociendo, cuando le agradecí por el dato de un dentista para mi hija menor. Algo que parece sencillo pero mucho menos cuando uno llega a residir a un nuevo lugar y no cuenta aún con redes.
“It takes a village to raise a child, and it takes a village to abuse them” es tal vez la línea más memorable del guión de una película, en todos mis años de ver cine. Nunca escuché el proverbio con la resonancia que le dio Stanley Tucci -en el rol de abogado de víctimas de abuso sexual-, en Spotlight, ganadora del Oscar 2016 a la mejor película.
Hay que verla. La historia ocurre en Boston pero es universal, también nos alcanza y es un orgullo recordar el rol de la prensa en la develación de abusos en nuestro país (Informe especial, Tolerancia Cero) y a la vez, triste ver el nombre de Chile en los créditos finales, entre otros países donde han ocurrido abusos de niños y adolescentes a manos de sacerdotes pederastas, habilitados por la Iglesia Católica (ignorar, encubrir, no sancionar a abusadores, son todas formas de habilitar). En la ceremonia de premiación, el productor Michael Sugar habló por las víctimas y emplazó a Francisco I: “Papa Francisco, llegó la hora de proteger a los niños y restaurar la fe” (ver texto completo).
Spotlight hay que recibirla también desde su ofrenda en la posibilidad de recordar el enorme poder que habita a cada persona, una, dos, una decena, da igual el número cuando existe la determinación de actuar desde la cordura del cuidado, y de lo justo.
La sola línea de Tucci –junto a la alocución de Mark Ruffalo “es tiempo” (“pude haber sido yo, ustedes, todos”, ver escena)- es una granada de racimo, si cabe la comparación. Vi la película dos veces, y en ambas, al oír esa línea, físicamente, mi sensación fue de átomos separados, disparados lejos en un segundo, y luego uno por uno volviendo al cuerpo, para acomodarse entre la memoria y el presente.
“Se necesita de toda una tribu, todo un pueblo, un poblado, de todos los que viven en un lugar”… para cuidar o para abusar a un niño. Por acción, por omisión, por olvido: de cualquier manera somos co-responsables como adultos, de cada nueva generación y su buena o mala vida.
Pasaron por mi memoria pacientes, familias, tantas historias. Mis propios años de mirar, con ojos de niña justamente, a parientes, pediatras, transeúntes, alguien a quien sin necesidad de decir nada, le llegara ese pedido de intercesión que intuía podía hacer toda la diferencia entre una vida posible y otra, si caía en el corazón correcto y era “traducido” por un adulto o adulta capaz de responder (no hubo eco). Pero también llegaron los recuerdos vívidos de buenos maestros, libros, escritores y poetas, mentores, los buenos papás y mamás de compañeras de ballet y colegio, su afecto diáfano y el estímulo a nuestras vidas y talentos durante la niñez. Ese fue el legado mayor.
Cuán importantes fueron, para muchos de nosotros, y cuán importantes siguen siendo para los niños de hoy, tantas personas adultas de un “colectivo”, o “village”, visible e invisible, que se siente responsable de cuidar, que se sabe necesario para sostener esa función, y concurre.
Es todo un pueblo, un colectivo, el que permite a cada ser humano que nace, crecer, ser protegido, no ser abusado, y si llegamos a fracasar, es todo un pueblo también, toda una comunidad, la que necesita contener, apoyar, volver a lo justo y ayudar a elaborar, resignificar aun lo más inenarrable en un huerto interno donde junto a buenas experiencias y cariños, pueda el horror no sé si redimirse, pero sí al menos convertirse en energía de empuje, de acoplamiento a algo más conectado con el deseo de vivir. Llego a imaginármelo, enjuto y harapiento, esbozando una sonrisa humilde junto a otras presencias radiantes que habitan el espíritu. Presencias que le tienden una mano amiga al espanto, y lo obligan a transmutar junto a ellas, para seguir vivos, día tras día.
Dentro de cada uno y una: villages, pueblos enteros.
“It takes a village” para criar, para abusar, o para sanar. La referencia continúa siendo desde el universo fílmico en la canción compuesta por Lady Gaga para el documental “The hunting ground” (sobre la violencia sexual en campus universitarios). Ganó también un Oscar, la misma noche de Spotlight.
En la ceremonia, la performance de “Till it happens to you” fue rotunda: a media canción entra en escena un grupo de sobrevivientes de violación (video) que acompañan a la artista, ella, una sobreviviente también. Lo compartió el año 2014, pero no fue sino hasta ahora que la verdad se desplegó íntegra (aquí nota de prensa e Instagram de Lady Gaga).
Mientras escuchaba la canción, la señal del celular anunciaba la entrada de un mensaje tras otro desde Chile y EEUU: eran amigas, o ex pacientes, niñas y jóvenes que hoy son mujeres, hombres, sobrevivientes de incesto, abuso sexual y violación (en la niñez o adolescencia). Era como estar en mi living acompañada de todas esas presencias, dando gracias por haber sobrevivido, vivido, y porque fuera posible que una canción escuchada por millones, tendiera un puente no sólo entre sobrevivientes, sino con la emoción frente a una comunidad que acompaña.
Un “pueblo entero” capaz de amar, o dañar, y reparar. No es éste un proceso individual o que dependa sólo de terapeutas y/o familias de las víctimas: necesita de un colectivo donde ellas puedan volver a reconocer confianzas, pertenencias, conforme regresan a sus vidas.
“It takes a village, todo un pueblo…”, vuelvo a Chile y quiero encontrarlo pero me evade aterido entre ausencias de cuidado y la sensata desconfianza que esas traiciones provocan . Los resultados de la encuesta del Consejo para la Transparencia reportan que un 91% de las personas señala no confiar en la capacidad de los políticos para resolver problemas del país. Es desmoralizante, pero por otro lado si un 90 por ciento de personas reconoce sus vacíos de confianza, quizás ese reclamo y la añoranza que entraña, puede ser signo justamente de que no estamos tan desconectado o anestesiados frente al deseo de vivir mejor, aunque todavía busquemos el tono exacto de nuestra voz y nuestros actos de cambio.
“It takes a village…” también podría correr si se trata de una democracia, de un país. Se necesita de “todo un pueblo” para nutrirlo, acunarlo, para ayudarlo a convalecer y reponer bríos si está debilitado. Somos hijos de esta tierra pero también a ella podríamos cuidarla como una hija, un hijo. Ser padres, madres, cuidadores, es algo que muchos compartimos. Podemos ejercer esos roles desde diversos lugares, pero el deseo de bien, el amor por nuestros seres queridos, nuestras familias son un punto de intersección siempre disponible.
Quienes trabajamos vinculados a la infancia, cada día volvemos a aprender que el cuidado es incondicional y jamás ha importado ni se nos habría ocurrido preguntar si una niña o niño –o quienes les acompañan- provenía de una familia de X o Z religión, cultura, o partido político, y según eso desplegar nuestra entrega. La realizamos sin distinciones, sin condiciones, porque algo superior se dispone al cuidado, desde lo más profundo y con más firmeza de la que jamás imaginamos.
En los últimos diez años, en Chile, a pesar de nuestros procesos de duelo inacabados, hombres y mujeres de las más diversas avenidas, doy fe, han sido capaces de colaborar en pos del cuidado de la niñez y de la prevención de abusos sexuales. Personas que tienen hijos y no, solas y en pareja, familias hetero u homoparentales, creyentes, agnósticos, ateos, de todas edades, oficios, etnias y nacionalidades, todo movimiento y partido político, civiles y militares también, en fin, una diversidad de seres humanos que quizás en otros entornos no interactuarían y hasta se mirarían con reserva, pero que cuando se trata de ls niñez, simplemente han concurrido.
Si intentáramos hacerlo de igual forma con el país, ese país donde justamente habitan los hijos e hijas de todos…
Contamos con poderes que ya residen en nosotros, en las nuevas generaciones (no se trata sólo de edad, sino de formas de hacer, de abrazar el tiempo). Ahí el suelo y el horizonte.
Una esperanza mayor es que el amor y el derecho a cuidar son una constante en conversaciones sociales y demandas a la política pública. Los afectos son parte esencial de nuestras vidas y no da igual si estamos presentes o ausentes mientras crecen nuestros hijos, o si enferman nuestras parejas, o si debemos acompañar a madres, padres y abuelos en sus últimos momentos. Todos estos signos me hacen sentir que atestiguamos cambios importantes y que mayor es nuestra chance de fortalecernos desde el “juntos” del proverbio africano, esa “aldea, pueblo entero” que quiere escribir otra historia, una etapa distinta. Ya comenzamos a vivirla.
En las noticias: la desvinculación de Peter Saunders, sobreviviente de abuso sexual y miembro de la “Comisión para la protección de menores” creada por Francisco I. El comunicado oficial del Vaticano fue que Saunders se ausentaba (una suerte de licencia o sabático) para pensar en formas de continuar colaborando, pero él objeta esta versión y exige reunirse con el pontífice para clarificar su situación (ver nota de prensa).
No termina de despejarse la turbulencia anterior, cuando viene el segundo golpe: la prensa denuncia orientaciones entregadas por el Vaticano en la “inducción” o capacitación de obispos entrantes, sobre su no-deber de denunciar abusos sexuales a las autoridades civiles (no se explicita si presuntos o confirmados, así es que asumo ambos) .
No se trata de “opiniones” o “declaraciones” desafortunadas. Son lineamientos establecidos y no son nuevos: vienen impartiéndose desde el año 2001, y fueron presentados públicamente, en su momento, en una conferencia de prensa.
Redactados por Tony Anatrella, sacerdote y psicoterapeuta (cuesta creerlo) consultor del Consejo Pontificio para la familia, estos lineamientos señalan que “De acuerdo al estado de las leyes civiles de cada país donde la denuncia es obligatoria, no es necesariamente el deber del obispo referir los sospechosos a las autoridades, la policía o los fiscales del Estado en el momento cuando quedan al tanto de crímenes o hechos pecaminosos” (leer).
La indicación (textual) así fuera una “sugerencia”, una insinuación, una lectura entre otras posibles (“no es necesariamente”, ¿qué significa eso?), es de la mayor gravedad. Podría decir inmoral, aberrante, pero los adjetivos sobran a estas alturas.
Imaginemos a cualquier institución o autoridad -movimiento scout, fuerzas armadas, ministros de gobiernos- instruyendo, o comentando públicamente sobre la “no necesidad de denunciar abusos sexuales” (o cualquier crímen de lesa humanidad) a la justicia. ¿Cómo reaccionaríamos? y también, ¿cómo deberían reaccionar otras autoridades de quienes no se oye pío? (recordemos 2013, cuando profesionales de UnicefCL y la Comisión Jeldres omitieron denunciar abusos “por respetar anonimato” en una encuesta de satisfacción -mal construida, además-, y por “ser funcionarios internacionales”; impunidad total).
La responsabilidad de los obispos, según Anatrella, sí contempla “estar en conocimiento de leyes locales” (que es lo mínimo…aunque no se las respete, pero eso lo agrego yo). Frente a los crímenes, el deber llega hasta el tratamiento “interno” de las acusaciones, y sabemos ya lo antojadizo e impune que entraña ese concepto. “Interno”: a puerta cerrada, encubriendo, negando.
Los obispos parecen olvidar, completamente, que NO están por sobre la ley y que además de tener las mismas responsabilidades de cualquier ciudadano, exisste una responsabilidad moral, humana, y adulta más encima, de la que no se eximen.
Las indicaciones de Anatrella empeoran en relación a las víctimas, y son de un desdén frigorífico (no existe la palabra “crionizante”): si éstas quieren denunciar a la justicia, es de su resorte ver forma de hacerlo pues por lo demás “el procedimiento es de conocimiento público” como asimismo el hecho de que los abusos “en su mayoría ocurren en contextos intrafamiliares”, es decir, extra-religiosos.
Las acotaciones anteriores sobran, en realidad, pues es claro que desde el Vaticano no se necesita mayor justificación para la impunidad. Sólo es. Una enfermedad sistémica, un hábito de siglos que se resiste a dar pie atrás. No queramos adjudicar responsabilidad única a personajes oscuros que engañan a un pontífice ingenuo y víctima de la desinformación alevosa. Francisco I es responsable de la Iglesia Católica y además lidera un Estado. No puede no saber, ni nosotros seguir haciendo como que no sabe.
Es imposible, para cualquier ser humano cuerdo, intentar leer eventos recientes -y muchos otros- desde la consigna (y no es más que eso, en realidad) de “tolerancia cero” para el abuso sexual que declamó Francisco I hace un tiempo. Vacante de sentido, de todo sentimiento.
El escándalo por el conocimiento público de abusos sexuales a niñxs y jóvenes estalló en los ochenta (en EEUU y otros países del hemisferio norte). Estamos en 2016. Cuánto hemos esperado. El encubrimiento, las “palmadas en la mano” a abusadores y pederastas, el no hacerse cargo del problema sistémico y de un reflexión radical sobre la sexualidad y el poder al interior de la Iglesia…nada…el tiempo detenido.
Una sensatez ganada con los años, es haber aprendido a no pedir “peras al olmo” como nos decían los abuelos. En el mundo en que habitamos, asimismo, si alguien, por un largo período, muestra una forma de ser y de comportarse sostenida a lo largo de los años, no veo por qué podríamos continuar esperando algo distinto. Del Vaticano, por ejemplo. No va a actuar desde el cuidado, no espontáneamente. Esa expectativa imposible: que no nos duela más.
Resistir la injusticia es otra esfera; rebelarse contra la ignominia y tener la capacidad de ser a la vez profundamente solidarios con las víctimas, comunidades, y con nosotros mismos. Permitirnos sufrir todavía o suspender nuestro juicio de realidad frente al proceder de personas como Francisco I, es una pérdida de energía. Lo digo con pesar. Con impotencia. Pero sin duelo.
***
Desde el nombramiento del Papa –y dado el historial de la Iglesia, no daba como para conferirle confianza ciega, a él ni a nadie-, las señales han sido consistentemente inconsistentes. Y terminamos cansándonos, perdiendo salud en la oscilación (tóxica a estas alturas, y perdón la dureza del término) entre la esperanza y la decepción recurrentes.
Si se tratara de una amistad o una relación de pareja, ya habríamos decidido retirarnos, por autocuidado. Es más complejo desistir cuando se trata de algo tan inmenso e importante como para muchas personas es su fe, vivida de la mano de la pertenencia a una religión e Iglesia donde no todo es tiniebla –aunque las máximas autoridades actúen con más sombras que luz- y donde existen todavía millones de hombres y mujeres, y niños, habitando “el lado claro de la fuerza”.
La educación católica, asimismo, sigue contando con enorme adhesión y son miles de alumnos estudiando en sus jardines y escuelas. Independientemente de nuestra opinión acerca del enlace entre derecho a educación y elecciones de consciencia –que seres humanos de cinco, o siete años, no están en condiciones de realizar, y aquí hay una reflexión pendiente-, no podemo distanciarnos (en el sentimiento comprensible de “no quiero más, batalla perdida, por lo demás no es mi/nuestro colectivo”) ni abandonar a esa infancia, o a la comunidad donde adherentes y no adherentes a la Iglesia, convivimos, construimos, y aspiramos, en general, a una vida buena, especialmente para la nueva generación.
La niñez no merece ser confundida del mismo modo en que nosotros lo hemos sido durante décadas (siglos, en realidad). El Papa Fco I, sostiene y nos expone, además, una y otra vez, a esa confusión, y son demasiadas como para creer en accidentes (menos, dada su pericia política). Lo que sí necesitamos, creo, luego de tanto ahogo, es serenamente observar y re-pensar cómo vamos en esta experiencia.
Es un patrón, no hay ya cómo omitirlo: dichos por un lado, acciones por otro; esa sensación resbaladiza, insegura, que no ceja. Años en el mismo loop. Desespera. Exaspera también. En la memoria reciente: el nombramiento de J. Barros como obispo de Osorno, el tono despectivo (y autoritario) de ciertas declaraciones de Fco I en relación a la feligresía Chilena y de esa ciudad, o su impavidez ante el sabotaje desde el arzobispado en Chile, de un hombre como Juan Carlos Cruz, que debió haber integrado la Comisión de protección a menores.
Recordemos las declaraciones del Papa sobre los niños y la condonación del castigo corporal, para luego pontificar sobre la ternura o la protección de la vida, del medioambiente, y países completos olvidan ausencias inmisericordes en materia de abuso sexual mientras vitorean al pontifice y celebran anécdotas simpáticas.
En México, recientemente, las celebraciones eran dos carnavales de Río en uno, como si en ese país no hubiesen ocurrido los abusos más atroces a manos de sacerdotes católicos y de la Legión de Cristo (no hay que dejar de ver el documental “Agnus Dei” de 2010). Esperemos esto NO suceda en Chile, si se materializa la visita anunciada.
Francisco I insiste en que los abusadores están mayoritariamente en las familias, no en la Iglesia (y la estadística así lo refleja), pero no puede hacer como si los miles de niños, niñas y jóvenes (y también hombres y mujeres adultas) vulnerados por sacerdotes y/o religiosas, fueran un pie de página entre las millones de víctimas en el mundo.
En cualquier entorno donde ocurra el abuso, importa. Y la actitud y respuesta de la autoridad de la Iglesia frente a abusos ocurridos en su seno (ignorados, encubiertos, minimizados, obstaculizados en su justicia) expresa una indiferencia que no sólo revictimiza y abandona a sus víctimas sino que exonera y habilita, de algún modo, el abuso e indiferencia para con todas las víctimas de abuso sexual infantil, a nivel mundial.
El mes de septiembre, en entrevista en CNN, en EEUU, sólo proponer la pregunta –que yo no podía dejar de explicitar- sobre la consistencia en las acciones de Francisco I en relación al abuso sexual, generó comentarios en las redes sociales locales. Me quedé pensando, al concluir la transmisión, cómo un grupo de personas en un país donde ni siquiera existe mayoría católica, y dónde mucho se ha avanzado en develar y perseguir los delitos de abuso sexual –sea quien sea el responsable-, parecía hechizado ante el carisma del Papa y dispuesto a la amnesia, a lo menos transitoria, sobre todo horror pasado y presente.
Quizás es sólo humano negarnos a la posibilidad de tanta corrosión de instituciones y credos, o de la falibilidad que nos habita a todos, y que en sacerdotes y religiosas puede llegar a trasgresiones tan extremas como el abuso de poder expresado en delitos sexuales contra indefensos. La dificultad mayor, acaso (yo sé que lucho con ella) está en la intersección de identidades, y en nuestra capacidad de aceptar versiones del ser no sólo contradictorias, sino enemigas, en otros, y en nosotros mismos.
Un dictador terrible podría ser un abuelo adorado por sus nietos; un actor o estrella de rock magistrales, ser violadores o traficantes de droga; escritores o escritoras admirables por obras dedicadas al amor, podrían ser padres o madres y parejas narcisistas y desleales.
El contrapunto gracia-error, belleza-horror va con nosotros, junto al ser “heribles” e hirientes, proclives tanto a la bondad como a la crueldad. Llevo años intentando integrar de un sacerdote que me era, es, fue querido (no sé cómo conjugar los verbos, me cuesta hasta nombrarlo, y continúa el luto), su dimensión heroica en tiempos lóbregos de nuestra nación, junto a la dimensión abusiva de su relación con jóvenes. Duele más, de ‘ácido-en-el-alma-duele’, porque no hubo un mínimo acto de contrición, de responsabilidad y valentía para enfrentar las consecuencias de sus trasgresiones, y para restituir a las víctimas.
La lucha interna es fuerte, pero no porque la Iglesia no haya mostrado compasión para con las víctimas de abuso, pasado y presente, tiene uno que renunciar a la compasión y las segundas oportunidades (segundas, no enésimas). Lo anterior no quiere decir que no exista un límite y lo necesitamos hoy, cuando forzarnos a acoger más de lo mismo, se vuelve en contra de la propia integridad, psíquica, emocional, incluso orgánica. Como individuos, y colectivamente. Hay que sostener nuestro autocuidado
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Podemos no dejar de lado el respeto (eso nunca), pero sí la comprensión y el beneficio de la duda se han agotado en relación a la figura del Papa y sus acciones, su círculo cercano, y un número no menor de obispos y cardenales” que a nivel mundial (y en nuestro propio país) no disimulan su desinterés frente al abuso sexual infantil y la reparación debida a sus víctimas.
No es tiempo de candor ni de confianzas incondicionadas. Contamos con información excesiva: alcanza para blindarnos de ingenuidades y auto-trampas cuyo mayor peligro, creo, es que podrían desacelerar o debilitar el sentido de premura en acciones emprendidas por la justicia civil contra sacerdotes/religiosas encontrados culpables de delitos de abuso. Hemos perdido ya mucho tiempo.
Dependemos como ciudadanos de la justicia civil que es la única que puede sancionar, por bien de la comunidad, los delitos de abuso sexual y a quienes los cometen, son cómplices, encubren y/o no denuncian.
La sanción de abusadores sexuales (encima reincidentes) necesita ser desde su separación del colectivo, para proteger a las víctimas y a todo niñx y joven. Pero “separación de la comunidad” no equivale ni remotamente a retiro espiritual, sabáticos en el extranjero, y/o reprogramaciones conductuales improbables (como esas clases de ética mandataria para empresas coludidas en Chile). Todas esas actividades se realizan bajo una atmósfera de feriado o vacaciones que es inaceptable (y siempre revictimizante).
Por años, la Iglesia ha sabido de los abusos sexuales, interferido con la justicia civil (no colaborar es una forma de interferencia flagrante), y demorado en la canónica, o evitado directamente la sanción de abusadores/as que ni siquiera son excomulgados o pasados a retiro permanente. Todo lo contrario. No olvidemos que John O’Reilly – de quien todavía no se conoce qué ha resuelto la Iglesia, a más de un año de la sentencia emitida por tribunales chilenos- hace vida social en vecindarios cercanos al de sus víctimas. ¿En qué mente medianamente sana y bienintencionada puede llegar a ser aceptable por un día siquiera, esta realidad?
Francisco I es un ser humano con atributos y también con contradicciones, seguramente, pero en lo que es evidente a nuestros ojos, protagoniza un record en relación a la temática de abuso sexual que no es encomiable ni confiable. Desde ahí, distintas personas podrían elegir continuar o no siendo parte de la Iglesia, sentir o no afecto por el sumo pontífice (a pesar de todo), o ver la forma de empujar cambios desde dentro o fuera de la comunidad católica. Pero confiar, no veo cómo.
El elástico no parece vencido, sino roto. Da pena ponerlo en esas palabras, desde el afecto y respeto que podemos sentir por sacerdotes y religiosas que sí cuidan y son dedicados trabajadores por la niñez. Si desde fuera esto se siente amargo e indignante, imaginemos cómo se experimenta desde la pertenencia.
Parte del amor de vivir, se expresa en seguir tratando, aun en contra de lo que indica la razón. A veces el mayor acto de entrega es sencillamente no darse por vencido (como decía una vieja sabia en relación al matrimonio: “hay días en que el amor más grande está en no-irse, no mandar todo al diablo”); seguir en la gesta, cualquiera sea, a pesar de saber que seremos derrotados, o lesionados.
Sin auto engaño, continuamos atentos y en movimiento por adhesión al ser profundo; a una suerte de fuerza de gravedad interna que nos impide restarnos de hacer o decir algo en favor de lo que sentimos justo, o en oposición a lo que sentimos injusto. En ambos impulsos, el amor.
Católicos y no católicos, más allá de lo que haga o diga el Papa y la Iglesia, necesitamos continuar trabajando juntos para que no existan más víctimas de abuso sexual ni se instale la impunidad, y para velar y exigir hasta el cansancio que sea la justicia civil –no canónica, y tampoco híbridos mutantes- quien proteja y sancione como corresponde (y necesitamos, por favor, imprescriptibilidad). Por encima de todo, somos imprescindibles, juntos, en la voluntad mucho mayor, y éste sí es el big-picture, de construir una cultura perdurable de cuidado y de respeto por los derechos de los humanos niños (y todo humano).
(Gracias a mi colega, Tomás Ojeda, psicólogo, por contribuciones y enlaces en este artículo)
“Mi padre era un hombre de amor. Siempre me amó a rabiar. Trabajaba duro en los campos, pero jamás me levantó una mano. Nunca. No recuerdo ni siquiera una palabra poco amable viniendo de mi padre”. (Johnny Cash)
En el mundo se estima que un 80% (tremendo porcentaje) de los hombres se convertirá en padre en algún momento de su vida, y que todos los hombres tienen alguna relación con niñxs, en diferentes etapas de sus vidas, y desempeñando diversos roles como cuidadores.
Como compañeros de una mujer-mamá o de otro hombre- papá, como padrastros, padres solos (solteros, viudos, o que tienen la custodia de sus hijos y toda la responsabilidad por su cuidado), o bien como tíos, hermanos, abuelos que han criado, y asumido un rol paternal también, son muchos los hombres que han escrito una historia completamente diferente a la de sus respectivos padres, y vivido sus masculinidades de forma más cercana a los afectos, las intuiciones, el involucramiento directo con sus hijos y la paridad en el hogar.
Hay datos, en el mundo y en nuestro país, que reflejan estas nuevas realidades.
En EEUU, el último censo del 2011 arrojó 176,000 hombres dedicados al cuidado y la crianza dentro del hogar (únicamente dedicados a ser papás-cuidadores): 26% de aumento en una década. En una encuesta reciente a padres-en-casa estadounidenses, el 61% decía que era el trabajo más gratificante que podían realizar, 32% consideraba mantenerlo indefinidamente, y 71% se sentía más que nunca en sintonía con sus parejas y comprometidos con el proyecto familiar.
En países donde la política pública inteligentemente se ha hecho cargo de la protección y desarrollo pleno de los niños, se ha promovido de forma activa la presencia paterna y su participación lo más equitativa posible en el período postnatal (sin distinciones entre padres biológicos, adoptivos, etc).
Suecia, por ejemplo, tiene más de un 80% de sus padres tomando al menos 4 meses de post natal (versus 2% de en la década anterior), y 41% de las empresas incentivan a los empleados hombres a gozar de este derecho, versus un 2%, veinte años atrás.
Han asumido también esta misión Alemania, Japón, Reino Unido y Australia. En EEUU aún no existe derecho a postnatal, pero se observan señales auspiciosas: Google cuenta con 18 semanas para las madres, y 12 para los padres (también para familias que adoptan), Twitter 20 y 10 semanas, respectivamente, Facebook 4 meses para madres/padres/cuidadores (y 4 mil dólares de ayuda por cada hijo que nace o es adoptado), y Netflix ofrece a sus nuevos empleados postnatal “indefinido” (con máximo de un año) porque la gente “trabaja mejor si no está preocupada por lo que pasa en el hogar”. Sus empleadxs pueden regresar a sus trabajos full, part-time o según la modalidad que ellos definan (ver nota). En todas estas empresas no se realizan distinciones cuando se trata de familias homoparentales (que distribuirán sus semanas o meses de la forma más conveniente).
En Chile, donde mucho se declama “el valor de la familia”, las inconsistencias nos cercan por doquier. El permiso postnatal para las madres que trabajan con contrato es de 6 meses, y es un período que se destaca en Latinoamérica, aunque poco se menciona que no es un derecho universal y deja fuera -y discrimina, por ende- a las madres que trabajan de forma independiente (freelance, temporeras) o que son estudiantes.
Los padres chilenos cuentan con 45 días de postnatal, pero se estima que menos de un 1% (al 2013, apx. 0,3%, en su mayoría hombres de 30-40 años de edad, reportaje) hace uso de ese beneficio u otros (como el traspaso de postnatal de la madre que permitiría llegar al padre a 6 semanas, leer aquí). Lo cierto es que no son pocos los padres que expresan preocupación por las consecuencias que castigan el ejercicio de sus derechos, una vez que regresan a su trabajo (en el corto o mediano plazo, por ejemplo, siendo omitidos para promociones).
Otros padres querrían contar con #licenciaparacuidar a sus hijos enfermos de cáncer, o que han vivido accidentes con recuperaciones largas. Y hay hombres que sencillamente querrían ejercer el derecho a cuidar de su “familia” incluyendo a sus parejas, sus padres ancianos u otros parientes amados e importantes en sus vidas. Como país, necesitamos una mejor comprensión de qué dificulta a los hombres ejercer sus derechos como cuidadores, cómo favorecer la conciliación, y cómo fortalecer el derecho a cuidar -de forma equitativa para mujeres y hombres- desde la sociedad en su conjunto.
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Un aporte valioso: el año 2015 se compartió un informe mundial sobre las realidades de la paternidad, “The State of the World’s Fathers at a Glance, o SOWF” (recomiendo lectura del resumen 2015, aquí) con importantes conclusiones de entre las cuales destaco:
-Los hombres-padres sí quieren pasar más tiempo con sus hijos (entre 61 a 77% señalan que trabajarían menos si fuera posible) y quienes ya lo viven así, reportan mayor salud mental y felicidad
–La presencia y compromiso activos de los hombres-papás en el cuidado tienen un impacto muy positivo para sus hijos/as: desarrollo cognitivo más alto, mejor desempeño escolar, mayor salud mental y fortalecimiento de habilidades para la convivencia, mayor poder creativo de niños y niñas, mayor desarrollo de actitudes favorables a la igualdad y al respeto/cuidado mutuo entre géneros. Paralelamente, los padres presentes influyen en la prevención y rechazo de la violencia junto a una reducción considerable en tasas de delincuencia de hijxs adolescentes.
– La participación de los hombres-papás en controles sanos durante el embarazo, el parto y el puerperio, tiene correlación con aumento del amamantamiento, concurrencia oportuna al médico (de la madre y de los hijos), e influencia positiva en la opción por las vacunas.
–Una distribución más equitativa del cuidado de los niños y de las tareas domésticas entre padres-madres, se asocia con reducción en la tasa de maltrato infantil (castigos).
Todas las recomendaciones de este informe mundial apuntan a promover la paternidad y a que la política pública se haga cargo de facilitar para los hombres-papás el ejercicio de su vocación y su responsabilidad en el cuidado y guía de sus hijos e hijas, no sólo para bien de los niños, sino de toda la humanidad.
Más allá de la política pública -que no cae del cielo y nos necesita como ciudadanos conscientes y activos- muchos hombres han sido tenaces en la organización de sus vidas para asegurar mayor presencia con sus niños.
Siendo todavía las mujeres quienes mayoritariamente llevamos la responsabilidad del cuidado de los hijos (en dobles y triples jornadas que exigen robemos tiempo a otros planetas donde los días duran 30 horas), cada vez más conocemos a parejas donde la distribución de tiempos en el hogar y el cuidado de los hijos es par, o más justa, o bien existe consciencia sobre la necesidad de que sea así, y un esfuerzo continuo para materializarlo (y lo observo con tono positivo y asertivo, no recriminador, en muchas parejas jóvenes).
Habrá otras familias donde hombres-papás permanecen en casa por el cuidado de los hijos, porque lo eligieron así y su trabajo u oficio lo permite, o porque fue imperativo (por viudez, por ejemplo), o bien como resultado de decisiones discernidas en pareja (tomando en cuenta motivaciones, empleabilidad de cada uno, ingresos, proyecto de vida etc).
Los cambios se dejan sentir. Diez, quince años atrás, sólo en EEUU me cancelaban reuniones hombres-papás (incluso en conferencias con invitados internacionales, un alto ejecutivo se retiraría por un llamado urgente del jardín o el colegio). Recientemente, en Chile, durante inviernos en Santiago, mi sensación ha sido de casi igual número de mamás y papás que cancelan sesiones de terapia o reuniones porque alguno de sus hijos está enfermo. El cuidado tiene prioridad por sobre lo demás. Es potente ver que sea así.
No todas las realidades permiten siempre poder estar presentes, o “diseñar” una vida preferida, para sí y como familias, estamos claros. Pero tengo confianza en que si nuestro país se dedicara a lo esencial y dejara de perder tiempo precioso para las vidas de las nuevas generaciones, podríamos por fin ver que es posible la añorada conciliación familia-trabajo, y las condiciones para que un mayor número de padres y madres pudiéramos cuidar de nuestros hijos, sin sentirnos forzados a delegarlos en terceros.
El sentido común, como siempre, pone luz en las confusiones que gobiernan estos tiempos: De poco y nada sirve una declaración universal de derechos del niño que establece “el derecho a contar con una familia” pero sin el derecho a gozar del cuidado y presencia de sus padres y madres que tienen jornadas y exigencias laborales que lo impiden, o que bien son “castigados” de diversas formas (unas más severas y/o explícitas que otras) por sus decisiones o el simple deseo de querer contar con más tiempo para cuidar a sus hijos.
En lo personal, he asumido “sanciones” y pérdidas (y más de una crítica de mis propias congéneres por posponer o renunciar a progresos de carrera), pero me encanta ser quien puede desplegar el cuidado de sus hijas desde el hogar (antaño con la mayor, y ahora con la chiquita). Sin embargo , si pudiera, feliz alternaría roles para defender el nido y una coherencia que como muchos, siento que es fundamental en relación a esta premisa: que alguien, la mamá, el papá, alguno de ellos -cualquiera sea la estructura familiar- esté cerca de los niños. Full-time ojalá durante los dos primeros años de vida, la infancia temprana, y al menos al volver del colegio (y el resto de la tarde) en años de escolaridad.
Estoy muy consciente de que estas aspiraciones pueden ser irrealistas e inviables para muchas familias, pero me niego a desistir de la confianza (o resistencia esperanzada) en que nuestro diseño de país pueda más temprano que tarde promover y permitir las condiciones para que más papás y mamás elijan sin aprensiones su trayectoria de cuidado y más tiempo dedicado a la crianza y preparación para la vida de las nuevas generaciones. En una sociedad clara en sus prioridades con la niñez, con lo que se juega sobre todo en los primeros años, otro gallo cantaría y muchas más familias podrían por fin dedicar sus energías al cuidado de sus hijos tal como lo añoran.
No sé mucho de paternidad (apenas, de mi maternidad), no soy hombre, no he tenido hijos varones, y tampoco me siento con autoridad en la reflexión y discusiones sobre masculinidad. A pesar de todo lo que ignoro, sí sé qué me gusta y qué anhelo, y en un mundo donde crisis y progresos sobre-exigen nuestra capacidad de adaptación, es estimulante ver que en el ámbito del cuidado, hombres y mujeres podamos crecer juntos, apreciarnos, llevar la yunta, el nido, los agobios y satisfacciones, desafíos y gozos de la parentalidad.
No hace falta un día del padre para valorar a los hombres (lo mismo en el caso de las mujeres-madres). Puede ser cualquier día: los conocemos, nos encontramos con ellos en distintos espacios. Son refugio y brazos anchos para sus hijos, y para otros seres humanos niños, adultos y ancianos. Cuidan. Respetan. No dejan de concurrir. “Ar scáth a chéile a mhaireas na daoine”, podría leerse en su presencia, con lo que “sabemos” desde hace miles de años: “en el cuidado de unos y otros, la gente vive”. Todavía.
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(*) En este artículo “padres” es inclusivo de todos los hombres-papás-cuidadores de niños y niñas, hijos e hijas (sean biológicos, adoptivos, “los tuyos-míos-nuestros”, etc.), en diversas familias.
(Gracias Archivo ElpostCL)
Notita 2017: Se ha publicado recientemente un segundo reporte sobre la situación mundial de los padres (engl): versión completa aquí, State of the world’s fathers 2017
Las historias de separación y divorcios son una probabilidad en las vidas de los adultos. Los niños, los hijos, no contemplan “probabilidades”. Algunos preguntarán, tal vez, ¿ustedes nunca van a separarse cierto?, o ¿si están peleando mucho, eso significa que se van a separar? Pero en general, a cualquier edad, la separación de sus padres/madres (sus cuidadores, ni más ni menos), se vive como una gran pérdida.
Si a nosotros nos duele, contando con muchos más recursos para comprender, elaborar, reconciliarnos con nuestra verdad, o al menos verbalizar justamente “me duele”, imaginemos lo que puede ser para nuestros hijos.
El divorcio o separación señala el término de una pareja, solamente. No de la relación padres-hijos, pero aunque el vínculo continúe, el duelo es inevitable, inclusive en situaciones que podrían generar “alivio” –como la separación en contextos de violencia, alcoholismo, abuso. No por liberadora dejará de moler el alma la estampida de un final.
Que cambie el hogar, el hábitat exterior, ya no es fácil. Pero el cambio mayor es el que se siente dentro, aunque muchos niños no lleguen a poner nombre a lo que siente el corazón nostálgico de una vida compartida que era fuente de contento, y si no, al menos de seguridad (desde el “territorio conocido”). No es que esa seguridad deje de existir, pero mientras la forma antigua de ser familia transmuta en una nueva, es sólo humano añorar, en más de una ocasión, lo que “era antes”. Lo que dejó de ser (ese “sonido de lo desaparecido” que no es olvidable). Ahora mismo, época de vacaciones: cuánto cambian después de un divorcio. Para una mayoría de hijos, serán primero con un padre, luego el otro. El “todos juntos”, es menos frecuente.
El tránsito de una creación a un quiebre y de éste a una nueva creación, requiere tiempo y mucho más del que quisiéramos aceptar. Pensemos en las etapas de formación y consolidación de una pareja, primero, y luego de una familia. La energía invertida es digna de ciudadelas de gusanos de seda trabajando en turnos continuos. En el lado contrario, desurdir lo tejido, exige también inmensa dedicación, amorosa y exacta. No tendría por qué ser menos.
Los hijos de padres separados no son distintos de los hijos de padres que están juntos, en sus necesidades de sostén y protección. No podemos adjudicar a unos ni otros hijos, resiliencias, autonomías o capacidades de adaptación mayores de aquellas que se están apenas formando durante la niñez o adolescencia.
Francoise Dolto (psicoanalista francesa, 1908-1988) insistía en que todo niño necesita a sus dos progenitores para construirse, y una continuidad del espacio afectivo, a tal punto, que ella no veía como recomendables ni siquiera las mudanzas de la casa natal durante los primeros siete años de vida.
Dolto va aún más lejos en su defensa de la cohesión física y emocional del niño: en caso de separación, recomendaba que éste permaneciera en su hogar y que los adultos tomaran turnos y se movilizaran para cumplir con sus responsabilidades parentales. En el caso de que los padres volvieran a tener pareja, la sugerencia era habilitar 3 espacios, ojalá en un mismo edificio –un departamento para el niño, acompañado por uno y otro progenitor, alternadamente, y otros dos pisos para los padres/madres y sus nuevas familias.
Puede sonar descabellado y hasta arrogante proponer “soluciones” que para una mayoría están fuera de alcance. Sin embargo, desde la sensatez ética del cuidado, podemos entender muy bien el propósito de Dolto: depositar sobre nosotros los adultos la responsabilidad sobre las consecuencias de nuestras decisiones, y el deber absoluto -aun a costa de nuestra incomodidad o renuncias- de preservar la estabilidad de los hijxs, garantizando la continuidad del vínculo con ambos padres. Esa continuidad asimismo puede ser una brújula si por distintos motivos, los padres/madres terminaran viviendo en ciudades o países distantes, y con parejas que pueden ser buenísimas personas (madrastras y padrastros amorosos y geniales), pero jamás reemplazantes ni sustitutos de mamás y papás que están vivos y comprometidos hasta el último hueso con sus hijos.
Estamos conscientes de que muchas decisiones o arreglos no dependerán sólo de nosotros, no individualmente. Pero en cualquier aspecto, por modesto que sea, donde sí tengamos dominio para decidir, ojalá veamos en ello un ejercicio del albedrío en favor del cuidado.
La empatía por ejemplo, es una elección personal de cada padre y madre. Intentar conectarse con el sentimiento de pérdida, “en cuclillas”, pensando en cómo lo vive un ser humano niñx (que depende completamente de nosotros) y no para dilatar resoluciones, forzarnos a vivir en el autoengaño, o bien capitular y volver a una relación lesiva –yendo en contra de la dirección de nuestro ser completo- con tal de evitar sufrimientos a nuestros hijos. Pero sí empatizamos para fortalecer nuestra paciencia y comprensión. No equivale a ser complacientes, permisivos o condescendientes, sino dúctiles, y muy sensibles a los ritmos infantiles (por ejemplo para adaptarse a nuevas viviendas, días de visitas, o una nueva pareja de cada padre y esto da para un posteo aparte).
Otra elección es en la forma de llevar a cabo la separación, o de compartir los tiempos de los hijos. He conocido tanto en EEUU como en Chile diversos “regímenes” (no es la palabra más poética, pero en fin): los más convencionales -semana entera con la mamá, fines de semana con el papá, o custodias compartidas 50-50% (semana por medio), o por ciclo de desarrollo (generalmente con un cambio al llegar la pubertad). Diferentes formas de amor/organización, con tal de evitar a los hijos el impacto, así fuera mínimo, de conflictos de lealtad, litigios, o extorsiones donde las mayores víctimas terminan siendo los niños.
En la escritura de una nueva etapa, los pedidos de templanza, de desprendimiento serán constantes. El interés superior de un niño, una niña, es una coordenada ineludible. Hablamos de abusos, negligencias, en general pensando en terceros, pero nosotros también, como padres/madres, estamos en una posición aventajada al respecto de nuestros hijos, y podríamos tropezar o hacer mal uso de ella
“Ellos primero”, su estabilidad, su bienestar, sus vulnerabilidades. Proteger ese interés conlleva atención, acciones no improvisadas, y hasta sacrificios para los adultos. Si no podemos hacer algo, es distinto a sí poder y elegir no hacerlo. En cualquier caso, un punto de partida es al menos la disposición a preguntarse cómo podríamos hacerlo mejor. Cómo hablarlo, también.
Por supuesto, podemos admitir, y siempre considerando la edad del niño, que algo “es personal” o que todavía no nos sentimos preparados para hablar de ello. Pero podemos responder a preguntas que no serán sólo sobre el quiebre, sino sobre la vida que continúa ¿Cómo va a saber el viejo pascuero dónde encontrarme? ¿podemos hacer algo juntos en vacaciones, aunque sea un solo día?, ¿me ayudas a hacer una tarjeta de día del padre/madre? ¿mi mamá/papá es lindo, bueno, inteligente, cierto? Y humanx también.
Si somos hijos de padres separados, sabemos qué se sentía cuando otros hablaban mal o guardaban silencios incómodos y hoscos frente a la mención del nombre del padre/madre ausente. Es un buen momento para recordar también el poder de las acciones y palabras de quienes nos rodean (abuelos, ex suegros, amistades, profesores, otros apoderados, etc): cuánto pueden nutrirnos, y a nuestros hijos. O cuánto dañan. Si es así, tenemos derecho a hacerlo explícito, pedir otra actitud, o poner límites y distancia.
Ser conscientes de que nuestros dichos y actos en relación al padre/madre que ya no vive con nosotros, de alguna forma, son dichos y actos que tocan el cuerpo y alma de nuestros hijos. Recuerdo una vez de desahogarme por teléfono con mi mejor amiga, jurando yo que mi hija mayor –entonces de 3 años- estaba dormida. De repente escucho un susurro desde la puerta de la cocina: “mami, si soy hija del papá ¿también soy “tal por cual”?, ¿qué es “tal por cual”?
Se me recoge algo todavía, 25 años después, mientras escribo esta anécdota. Por supuesto debí explicar, modular, y de paso avisar al papá y pedirle disculpas por mi descuido –no por lo que pensaba de sus actuaciones, pero sí por no haber procurado conversar fuera de mi casa-, y comprometerme a nunca más, al menos hasta los 18 años. Él quiso comprometerse a lo mismo. Una imagen me fue muy útil (siempre la biología al rescate): si el 50% del ADN de mi hija estaba vinculado a su papá, sus celulitas debían tiritar cada vez que yo, un tercero o él mismo decía o hacía algo que lo depreciara. Me dibujé las células con cara, ojos, y expresión de pena en una viñeta visible en mi cajón de la ropa interior (para verla a diario). En realidad, permitió otra forma de vivir la experiencia, y hubo todavía errores (porque también hubo más de un desencuentro y herida en los años sucesivos), pero muchos menos de los que hubiese lamentado de no haber estado alerta.
Con 30, 40, 50 años de edad, inclusive, no necesariamente sabemos todo de quiénes somos. Menos podríamos haber predicho al momento de casarnos o asumir un compromiso vital con alguien, cómo llegaríamos a conducirnos o a reaccionar en caso de divorcio (o según los motivos de esa ruptura).
Navegamos la decisión o bien los años post separación descubriendo–a veces con orgullo y otras con espanto- mucho de nosotros mismos, y también de la ex pareja que puede haberse pulverizado en un agujero negro del espacio, y a quien tenemos que re-conocer, quizás muchas veces, para poder continuar el vínculo, sobre todo por nuestros hijos. No sólo en la niñez, sino en años sucesivos.
Puede ser todavía difícil, un cuarto de siglo después del divorcio, asistir a un cumpleaños de los nietos, y tener que compartir un breve momento con el/la ex, a veces por las heridas, o sólo por cismas categóricos, serenos, resultantes de la certeza de que la vida es corta, el tiempo es una gema y es un derecho la elección de con quién uno quiere relacionarse y con quién no.
Un quiebre nos enseña mucho, sobre todo, de la necesidad de adaptación y comprensión, consigo, con el otro, porque no existen fórmulas universales o infalibles para transitar las pérdidas, o para lograr siempre acuerdos win-win en medio de una ruptura.
Juntos, padres/madres son personas únicas, y tendrán diferencias en estilos de crianza o en sus éticas preferidas. Lo mismo será estando separados, y mayores los esfuerzos por congeniar y plegarse a nuevas organizaciones en torno a custodias, provisiones, o “las visitas” (aunque no me gusta ese nombre), etc. Es más: los hijos podrán ser jóvenes, o adultos, y todavía habrá áreas de disenso entre padres/madres, juntos, o separados. El desafío es cómo vivimos esos disensos.
Termina el verano en CHile y ser acerca el inicio oficial del año con sus quehaceres, trabajos, legislaciones (en marzo a full con ley de protección integral y #nomepreguntenmas), y el colegio. Para familias que recién han vivido una separación, o hace un tiempo, o que se encuentran resolviendo disputas importantes, ojalá sea un tiempo fértil para reflexionar, encontrar solaz o ingeniar formas de convertir los tránsitos venideros para nuestros hijos en dignos de recordar con cariño y no como una pesadilla.
Cada historia es única, cada persona, cada realidad. Sin embargo, estoy convencida de que los mejores maestros siguen siendo el amor y los niños: su sinceridad y no-juicio, su orientación a la vida buena (que los lleva a cuestionar guerras y desastres ecológicos que en su lógica no caben simplemente). En tiempos de separación, estos atributos podrían ser nuestros mayores pilares. En cualquier tiempo, en realidad.
“Odio el sofá. Ahí mis papás me dijeron que se divorciaban. Nunca más me sentaré sobre ese sofá” Niño de 9 años.
“Ese silencio tiene un sonido real, el sonido de lo que ha desaparecido” Suzanne Finnamore.
Decir adiós debería ser un rito sagrado: en las palabras que acompañan; en el tono puesto por un alma capaz de ser generosa a pesar de su dolencia; en los gestos y la mímica de un cuerpo que antaño se dejó arrullar o incendiar por otro cuerpo del cual, por un tiempo que parecía sin fin, jamás pensamos que deberíamos despedirnos.
La forma en que llevamos un adiós habla de nosotros; cuenta quiénes somos y relata, también, esa historia de una familia que, en plena separación, necesitarán comenzar a integrar nuestros hijos y seres queridos. En el magma de cualquier proceso, el cuidado que no se detiene. El amor tampoco.
Muchos especialistas recomiendan, cuando es posible, materializar separaciones y divorcios en período de vacaciones, de años escolares ya terminados, e inclusive, en algunas familias donde el único hijo, o el menor se acercan a su graduación de la secundaria, la sugerencia es hacerlo después. Puede sonar contradictorio, la versión más cruel de un aguafiestas, pero conforme pasan los años reconozco sentido en estas recomendaciones pues se trata de dar tiempo de asimilar y comenzar a adaptarse –con toda la demanda de energía emocional que ello implica- a un cambio mayor para nuestros hijos, cualquiera sea su edad.
Pienso en períodos de fin de ciclo o de vacaciones, también, como un espacio para conversar, repasar historias. A veces un divorcio habrá ocurrido un año atrás, o diez, y conforme nuestros hijos crecen, también lo hacen sus preguntas, sus re-escrituras de la historia personal y familiar. En momentos de pausa, de mayor quietud (como el verano, por ejemplo) volverán sobre experiencias, explicaciones, resignificaciones de lo vivido. Y junto a ellos, nosotros.
Dejando fuera casos extremos, explicar las causas de un divorcio puede ser un buen ejercicio de elección entre versiones muy humanas, sobre personas y procesos; con palabras que cuiden, que den aire, y tomen en cuenta edades y resiliencias de quienes las reciben.
Nunca será lo mismo decir de un ex marido o ex mujer que es un infiel a secas, que hablar de faltas mediadas, por ejemplo, por una crisis personal (o sencillamente porque a veces el amor es abrupto, irrumpe, y no queda más que postrarse). Tampoco será igual decir de una ex esposa o compañero que se volvieron agrios, fríos o descuidados (motivos que he escuchado en más de una ocasión), que reflexionar sobre personas que se diferencian al punto de la legítima pérdida de afinidades con quien era su pareja.
Es necesario recordar que cualquier cosa que digamos, no es sólo sobre un o una “ex”, sino sobre la madre o el padre de nuestros hijos. También, sobre nosotros mismos, que elegimos a esas personas alguna vez.
No hablo de mentir ni de azucarar el dolor de un divorcio; sólo de humanizarlo, exorcizándolo de demonios, villanos y otros estereotipos que deprecian lo vivido, y que pueden tener un impacto negativo sobre la identidad de nuestros hijos al no permitirles una percepción justa sobre su historia, tanto en relación a sus padres como en relación a sí mismos. Será distinto reconocerse como hijos de “victimarios” o “víctimas”, que de seres humanos, simplemente. Personas que, a veces, deben decir adiós.
Nadie comienza una relación o un matrimonio pensando en finales -si bien con los años he valorado el ejercicio de imaginar cómo el otro, o uno misma, podría actuar frente al embate de una separación-. Sin embargo, cuando la realidad ya no resuena con posibilidades de una vida común -por más que lo intentemos-, el adiós emerge desde el cuerpo casi como un llamado a la supervivencia. Una convocatoria que apenas admite apelación porque cada célula siente que no puede continuar -no, sin marchitarse gravemente- omitiendo la urgencia de cerrar un ciclo, de dejar a alguien ir, o de aceptar que ese alguien nos ha des-elegido. Muchas personas interpretan el conceder a esta urgencia, como una derrota. Pero es más bien un acto victorioso y honorable, de autocuidado (y auto amor también). De protección sobre la propia vida, y muchas veces, sobre las vidas de otros.
Admito que homenajes y gratitudes cuestan más cuando duelen hasta las vértebras y vemos sufrir a nuestros hijos (que frente al divorcio, a los 20 o 40 años todavía pueden llorar como si tuvieran cinco). Precisamente por ellos, es que el rito del adiós nos pide la mayor rectitud posible, o el mayor amor. Claro que puede ser difícil, pero no es imposible.
Se puede entregar un mensaje coherente, acordado por ambos miembros de la ex pareja (que en privado, siempre podrán decir “para tu abuela”, ojalá no, pero si es así, que sea entre dos). Y sabemos que una mayoría de madres y padres tendrá el deseo compartido de no levantar nuevas trincheras donde, en vez de sacos de arena y alambradas, sean nuestros hijos los que yazcan en medio del fuego cruzado. No hay pretexto -ni conseguir el pago de alimentos, zanjar una disputa por visitas, o hacer la vida imposible a la nueva pareja del o la ex- que excuse esta utilización que vulnera el cuidado.
Los hijos deben habitar un territorio protegido. Aunque el otro nos haya herido o se nos haya desdibujado; o aunque hayamos sido nosotros los causantes de la devastación y sintamos que por ello no tenemos derecho a pedir o proponer formas sensibles de ejecutar la despedida. En cualquier caso, somos responsables de al menos intentar separarnos desde nuestro amor de padres/madres que ése sí, aunque el de pareja haya muerto, sigue vivo por una eternidad.
Los grandes podemos llamarnos o escribirnos emails de desahogo (desgarrados o furibundos, y cada quien elegirá si los lee o responde), pero frente a los hijos debe primar un estándar de buen trato, de solvencia adulta y ética parental. No, no es “moralina”, sólo la proposición de una forma, un lente (y podrían ser otros), desde donde responder a estos dilemas. Ahí lo ético; y ahí el cuidado amoroso.
¿Esto cuida o no a mis hijos, cuánto?, ¿es por su bien, estoy pensando sólo en ellos? Una pregunta que sirve de compás, y aunque no siempre podamos responderla bien, al menos necesita estar presente. En lo personal (también lo he vivido), creo que esa pregunta ayuda a sincerar lo inconfesable, a despejar, o a medir o tasar intenciones: “esto es efectivamente 95% buscando el bien superior de mi hijo/a, pero también hay un 5% donde respira el desencanto o el rencor, mi condena del otro, el no hacerlo fácil, o alguna baja pasión”.
Se aprende el adiós; no viene en nuestro software. De niños, tal vez atestiguamos que muchas rupturas se asociaban a desgarros y estridencias: llantos, gritos, reproches, manipulaciones, violencias contenidas o desatadas. En la vida real y en televisión, los adioses carecían de decoro y misericordia; de asertividad, muy poco. Creo que algo se ha evolucionado en años recientes. Pero la gesta es gesta.
Cariño, ira, compasión, perplejidad, entendimiento, fantasías de revancha, solidaridades, se combinan y alternan en una suerte de patchwork algo arrebatado y desprolijo que, no obstante, nos pertenece. De su composición imperfecta, aprendemos: no para un próximo adiós (nunca tan pesimistas), sino para seguir íntegros, en la vida, habiéndonos calibrado mejor y entendido algo más sobre ese misterio gigante que es el amor, y el perdón. Al otro y a uno mismo, o a nuestra condición humana.
Si fuímos responsables de una separación -por nuestra decisión o nuestros yerros- más de un viaje haremos a ese inframundo sostenido por la culpa y los remordimientos. Si el divorcio nos cayó encima como un balde de ácido, igualmente nos preguntaremos ¿qué hice mal, qué dejé de hacer, qué hago ahora, inclusive, para revertir el naufragio? Cualquiera sea el lugar o las respuestas, se requiere de perdón para avanzar y, a veces, para aceptar que, más que faltas, había diferencias tan vastas entre quienes se querían que incluso, en pleno cariño, caminar juntos se volvió un esfuerzo de ciénaga.
Cometeremos errores, no cabe duda. Algunos menos si vamos con calma y observamos: qué nos pasa frente a cada tramo de experiencia; cómo actúa el otro; de qué forma podemos entre dos, humanizar un apocalipsis. A veces será piadoso callar o tomar notas antes de expresar un sentimiento que podría lesionar a más de alguien.
Servirá pedir al cuerpo espera: para negarse a actuar si no nos sentimos lo suficientemente sólidos como para hablar del otro, o tratarlo (desde las palabras) como querríamos que éste nos tratara. Si existe un margen para el reencuentro, no deberíamos llenarlo de escombros. Si este margen no existe, entonces hay que dejar ir; y ayudar a nuestros hijos –niños o adultos- a dejar ir también, con dulzura, sin mezquindades ni conflictos de lealtad, cuando un papá o mamá se autorice a una nueva oportunidad de hacer pareja, casarse o tener más hijos. El amor y la familia siguen siendo un regalo, en cualquier etapa y edad.
El divorcio no dejará de ser cirugía mayor. Una sábana, la juguera o un frasco de perfume, en ciertos momentos, podrían desencadenar ese sangramiento invisible y tenaz que ni el médico más competente será capaz de detener. Pero en este cobrar vida, los habitantes silenciosos del hogar podrían también verse con ternura, o aprecio: como símbolos de esmeros y momentos valiosos en el afecto, a los que ahora se deja ir como lamparitas chinas que navegan los ríos en año nuevo.
Todavía quedan días de sol y verano por agotar. Puede que los niños hayan partido contentos con tíos o abuelos, mientras alguna pareja de padres/madres reorganiza objetos y residencias para un nuevo ciclo. Por un tiempo, el duelo del divorcio transcurrirá inefable bajo las vendas que proveen rutinas y vínculos, o sin protección, con la herida expuesta. Lo esperanzador con las heridas es que, a pesar de doler y supurar con una brisa o un grano de polen, dejan entrar la luz. Luz que podría quedar cautiva, a permanencia, bajo nuestras cicatrices.