Termino en este posteo una serie de 3 dedicados a los niños, los niños hombres (ver, RENT 1, y RENT 2). Las letras van sin ánimo de separar, de descuidar a nadie, aunque no debería ser precisa la aclaración.
Si he querido detenerme en los niños y su trayectoria particular en la voz, sobre todo, ha sido por empeño de reunir, de prevenir disociaciones u omisiones más profundas de las que ya percibo a mi edad, y en este milenio.
Veo en estos escritos, una oportunidad de aprender y asombrarme también, porque aunque parta desde las fragilidades, es hacia la resiliencia del amor y el cuidado que estoy caminando, todo el tiempo. De ida y vuelta.
Llevo en la memoria el registro de experiencias que me han ayudado a poner más dedicación, y otras, que me han maravillado simplemente. Con casi 50 años, las historias que he escuchado en voz de niños y adolescentes no son pocas. En el aula, en sesiones de educación en sexualidad/afectividad y relaciones humanas, en el trabajo con niños refugiados, en la práctica clínica. Tantas voces que nos enseñan. De niños, o de los hombres que una vez fueron niños.
Veo también en estos escritos, y creo es justo sincerarlo, una oportunidad de reparar tejidos, como cada vez que me acerco -aunque me sienta ignorante o inadecuada o sin derecho a hacerlo- al mundo de lo masculino. El padre, más que quebrarme a mí, quebró un vínculo con la vida donde también habitaban, más o menos en un 50%, los hombres que eran y son parte de la humanidad. Hombres que son hermanos, aliados, prójimos, semejantes. Con quienes comparto, como mujer, como persona, mi vida. El cuidado.
El trabajo con la infancia ha sido una fuente de redención y renacimiento, de aprendizaje mayor, cada niña, cada niño. También, los papás dedicados que he conocido en procesos de reparación del trauma de sus hijos/as. Mis colegas sabios, amigos amados, el compañero de ruta. Desde la ética del cuidado, la energía es atenta e insistente, el amor y respeto por niñas y niños. Cuando alguno se nos queda atrás, olvidado, no escuchado, necesitamos regresar, enmendar, replantearnos cómo lo estamos haciendo. Una niña. Un niño. Quien quiera, no quede fuera de nuestro amor.
Erich Fromm dijo (en “El corazón del hombre”) que “la condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño (o en la niñez), es estar con gente que ama la vida”. Ese amor es contagioso, y se contagia en los gestos, los ejemplos, el tono de voz, las relaciones afectuosas, la libertad, la influencia estimulante: “abundancia contra escasez”, propuso Fromm, por supuesto sin separar a niñas de niños. Vulnerables, mortales, si la condición humana insistimos en llevarla a la discrepancia, a la separación, ¿cómo poder amar?
No dejamos de preguntarnos de dónde sacar amor por la vida -fuera de nosotros y nuestros mundos- cuando el tono predominante de este tiempo como nación, en lo que expresa la conducta de quienes nos gobiernan, las historias que hemos conocido, tiene un volumen nefasto y mezquino. Más de pérdida, de muertes (de niños), que de vida buena. Pero siempre nos queda apuntar el alma con cariño hacia cada niño y niña mientras crecen; hacia su maravilla y “perseverancia en el vivir”, en el aprender a vivir. Con oportunidades -abundantes, equitativas, deben ser- para desplegar su potencial y el amor que ellos mismos pueden llegar a sentir por la vida, y a volcar en ella.
Pensemos en los niños que están realizando, ahora mismo, durante sus infancias, proyectos increíbles en beneficio de sus vidas y de la humanidad. Richard Turere (Africa), Jack Andraka (EEUU), Travis Price y David Sheperd (Canada), Kesz Valdez (Filipinas), por sólo mencionar algunos ejemplos, son testimonio de cómo el cuidado y afecto incondicional prodigado por una persona al menos, hizo florecer inspiraciones y tesones para llevar a cabo sueños que no tuvieron y no tienen por qué esperar a la adultez para cumplirse, si los niños cuentan con todos nosotros apoyándolos. Y si cuentan también, con sus pares, su generación.
No partamos diviéndolos, o poniendo el acento en las brechas. Las diferencias son otra historia: hay que mirarlas, aprender de ellas, asombrarse, maravillarse en su presencia. Son distintos, claro que sí, niñas y niños, mujeres y hombres, y todos los seres humanos. Pero “diferencias” en igualdad: igualdad de trato, de respeto, de cuidado, de amor. Niños y niñas, lo repito en cada lugar que voy, con cada grupo de estudiantes, de cualquier edad: necesitan disfrutar y propiciar la mutualidad del aprecio un@s por otr@s, del respeto, del cuidado y buen trato. Más que los géneros, la educación desde la ética del cuidado de la niñez, el desarrollo humano, la construcción de humanidad.
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Recuerdo lo emotivo que fue el discurso de la joven actriz Emma Watson ante Naciones Unidas el 2014 por la campaña “He for She”. Muchos no dejamos de añorar, todavía, mucho más que una campaña de “She for he” (también se ha propuesto), una de “She and he for us”. Todos y todas, por todos y todas, resistiendo toda discriminación, toda injusticia. Tratándose de la infancia, ¿cómo separar a niños de niñas o viceversa? No lo hacemos con nuestros hijos. No lo hacen otros mamíferos con sus cachorros; no existen discriminaciones sexistas, ni existen defensas por uno u otro género donde se arriesguen puntos ciegos o mudos para unos cachorros u otros.
El discurso de Emma Watson fue comentado por una columnista de TIME, Cathy Young. A propósito de las innumerables menciones que realizó la actriz al feminismo, Young presentó sus críticas, muy duras, por la actitud divisiva y el lenguaje utilizado por el feminismo radical (demoledor en relación a los hombres) y en relación a la ausencia de un debate, todavía, serio acerca de los derechos a cuidar, iguales para mujeres y hombres. Pero su más sentida advertencia, y la que resume todo, fue la siguiente: “mientras el feminismo no reconozca activamente la discriminación ejercida contra los hombres [niños incluidos], la lucha por la igualdad de género será siempre incompleta” (ver columna, inglés). Absolutamente.
Recuerdo haber comentado la columna de TIME con Carol Gilligan. Por ese tiempo, emocionadas por el film “Boyhood” (y aunque muy distinto el género y tema central, la serie Stranger things de Netflix logra capturar formidablemente la sensibilidad y mundo de los niños), y compartiendo la preocupación por el silencio de los niños, la siguiente anécdota fue una inyección de poder y esperanza:
En una conferencia sobre ética del cuidado, en una universidad francesa, en la parte final de las preguntas y comentarios del público, un grupo de mujeres feministas la interpeló provocativamente acerca de su definición como tal, y su compromiso con la causa.
Con su serenidad imbatible, Gilligan respondió que se reconocía feminista -entendiendo el feminismo como un movimiento de liberación para mujeres, hombres, niñas y niños- y siempre conservaba un compromiso férreo por la igualdad de derechos de todas las personas (con una prioridad por los derechos de la niñez). Pero a su edad, y en relación a la pregunta central, simplemente le parecía innecesario tener que adherir a rótulos o encasillarse en caracterizaciones que la alejaran de lo más importante: su condición humana, y la ética humana del cuidado, como el mayor desafío y vocación, una urgencia mayor en estos tiempos.
Aplauso cerrado, en mi alma también (ovación de pie), porque hubiese espacio para honrar la lucha de tantas mujeres que se apostaron a luchar por sus derechos y los de sus hijas, sus nietas, y todas las que vendríamos después, y también para honrar a los hombres buenos, humanos y humanas que en cada generación han dedicado sus vidas, su amor de vivir, a resistir injusticias, faltas de cordura social, de cuidado.
En ese mismo círculo, poder agradecer también la lucidez amorosa de dos hijas, las dos personas gracias a quienes más aprendo de vivir y con quienes más entiendo –aunque todavía me falte mucho- cómo es que se va cambiando el mundo.
Es la fortuna que uno tiene de compartir con niños; la belleza de lo que viene engranado naturalmente, quizás, en el ciclo de la vida: esa capacidad de los más pequeños de regresarnos a lo esencial; de despejar, suavizar el corazón herido o el intelecto cuando se ha vuelto duro e intransigente.
Los niños y niñas nos transforman. Su ética en estado cristalino nos ayuda en la exactitud para reconocer gestos hospitalarios, bienes para la vida, sin separar a unas personas de otras, sin hacer diferencias. Todos los estudios, todo el trabajo y aprendizaje de décadas no serán más trascendentes que esas luces y tantas otras que todos recibimos, todavía en ventaja, de niños y niñas más que del mundo adulto. Quizás el tablero se equipare más adelante, no perdamos esperanza.
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Justo en el día de publicación de este posteo, encuentro este video encomiable realizado por Hay Mujeres, organización chilena fundada y dirigida por una gra cientista política y querida amiga, María de los Angeles Fernandez-Ramil.Ojalá puedan verlo y compartirlo: “Yo me libero”
“I try and laugh about it, Hiding the tears in my eyes, Because boys don’t cry, Boys don’t cry”. The Cure
Recuerdo en mi adolescencia cómo resultaba un tema el llanto de los hombres. Dentro de todo lo descabellado de esa época, era una locura más -en mis ojos de los 13, 14 años- que tuviera que existir la pregunta sobre ese llanto. Lo había atestiguado en mi abuelo, al morir su madre y sus amigos de Antofagasta. Y en compañeros de curso, y en profesores hombres. Pero claro, eran situaciones más bien límite, y luego de esas lágrimas siempre un poco a medias, incompletas, no cabía una palabra. La pena era sal. No llegaba a ser una historia.
Décadas después, cuesta creer que todavía sea necesario detenerse en las voces que faltan, o que no escuchamos simplemente. Ya comentaba en el posteo previo sobre el silencio que se vincula a experiencias de abuso sexual, de violencia física, o psicológica vividas por niños, jóvenes y hombres adultos también. Señalaba que el lenguaje es un territorio del cuidado donde demasiados discursos se han vuelto factor de daño (es preciso escuchar con oídos finos, desde el corazón). Que los niños hombres callen, o ni siquiera tengan la certeza sobre el derecho a expresar su sufrimiento, es una realidad que pide de nosotros cambios de actitud de forma prioritaria: con ellos, en el trato con hombres adultos también, en la mutualidad del respeto que cautelamos.
Sin embargo, no sólo las experiencias más traumáticas se silencian. Las emociones, los afectos, también.
Niños y niñas nacen iguales, con la misma capacidad y necesidad de conexión; sonríen, lloran, muestran resonancia y empatía desde muy pequeñit@s: le soban la cabeza a un oso que cayó al suelo, le ofrecen algo -lo que tengan a la mano- a otro niño que llora y si no logran consolarlo, buscan con la vista a algún adulto para que interceda.
También se solazan, niños y niñas, cuando aprenden a hablar, cantar, leer. Palabras y caricias son un gozo sin diferencias de sexo ni género. Pero algo pasa después que los niños -mucho antes que las niñas- cambian sus formas de expresión y relación.
Las voces de los niños ¿en qué minuto comienzan a bajar su volumen, o a extinguirse? Judy Chu, investigadora norteamericana y también discípula de Carol Gilligan, señala que existe un momento de “pasaje” al silencio de los niños varones, que comienza en la escolaridad temprana.
Ya en Kinder, o primero básico, los niños han comenzado a internalizar una serie de estereotipos y nociones sobre el “ser niño (hombre)” -compartidas por sus entornos, la escuela, las familias, los medios, en fin, los mensajes llegan desde diversas fuentes-, y progresivamente van siendo menos vocales, menos espontáneos, más cautos. Más conscientes de cómo deben actuar, de cuáles juegos despiertan o no reparos, qué conductas (y voces) son socialmente esperadas y aceptadas, qué miedos pueden y no sentir o expresar, qué júbilos, cuáles intereses. Un mecanismo primero rudimentario de automodulación y censura, va ganando territorio, o robándolo mejor dicho.
La autenticidad de sus seres asoma como pérdida. No será la única para los niños mientras crecen.
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Silencio y los vínculos
A la pérdida de autenticidad de los más chiquitos, en años sucesivos del desarrollo, puede sumarse la mengua en los vínculos. Específicamente, en la desaparición del “mejor amigo” como descubrió otra investigadora, Niobe Way, entre adolescentes que concluían el ciclo de educación básica y/o que comenzaban la secundaria.
No es que los niños varones no tuvieran amigos, pero sí expresaban una nostalgia por la intimidad, la profundidad de las conversaciones y confidencias, y por el cariño intenso (el amor, pero esa palabra era evitada, o usada con mucha cautela) por otro niño o adolescente con quien compartir sus vidas e historias, sin juicios, con aceptación incondicional. Inevitable recordar a Tom Sawyer y Huck Finn, sus aventuras, su complicidad.
Quienes habían tenido esa clase de relación, sentían que la habían perdido o reconocían el riesgo de perderla durante la secundaria. Y quienes no habían alcanzado a construirla, sentían que ya había pasado el momento. Décadas de investigación, y se repiten razones en los estudios de Way con jóvenes: el tema del bullying, de la imagen, el cómo son percibidos por sus pares (y también desde el mundo adulto), y la relación con sus pares del sexo opuesto.
Para muchos niños varones, la amistad de las niñas es un espacio de contención; para otros, en sus primeras relaciones de pareja con niñas, no saben bien cómo responder no solamente ante el afecto -en una etapa donde el enamoramiento y el despertar sexual amplifican todo-, sino ante agresiones emocionales, físicas, o sociales que también las niñas, aunque sea en mucha menor proporción, podrían desplegar. Pero no se les habla sobre qué hacer, qué sentir, cómo responder cuando sus propias amigas o novias, los agreden. Son temas que no estamos abriendo, no como está siendo necesario, y que necesitamos abordar más temprano que tarde.
En los estudios de Niobe Way, también aparece, recurrentemente, el fantasma de la homofobia y la discriminación(con toda la carga en un período donde, straight o gay, los niños estaban viviendo sus primeros amores) o simplemente de una masculinidad precaria o frágil (“demasiado sensible”, era el reproche), como un motivo de preocupación de los muchachos, una “advertencia” que han vuelto propia y los vuelve más reservados o distantes en sus vínculos.
Los niños no dejan de explicitar la disonancia: “se nos pide mayor conexión con nuestros sentimientos”, pero al fin y al cabo lo que se continúa endosando es la separación de su mundo afectivo mediante mandatos y estereotipos que pese a todos los esfuerzos, todavía no terminan de evaporarse.
Que los niños sientan, sí, “pero que no se les pase la mano”, que sigan siendo “hombres”, “fuertes” (y si no se los piden a ellos, los niños igualmente ven cómo es la exigencia que se hace a sus padres, tíos, hombres adultos de sus mundos cercanos). Iguales, uniformes, conformes: una masculinidad que pesa, que agobia muchas veces, que va restando seguridades, vitalidades de las nuevas generaciones de niños, conforme avanzan hacia la adultez.
Revisando el trabajo de Niobe Way con adolescentes es reconocible una clave semejante (en la “herida moral”) al revisar testimonios de veteranos de guerra. En el caso de los sobrevivientes de Vietnam, al duelo que traían por todo el horror vivido, se sumaba la incomprensión que encontraron –al regresar a su país- en parejas, familias y círculos cercanos cuando manifestaban que se sentían solos y extrañaban a sus amigos. Aquí sí aparecía la palabra “amor” entre hombres que sentían añoranza y cero temor a ser considerados ya nada (ni débiles, ni desequilibrados por el trauma; habiendo perdido tanto, qué valor podían atribuir a juicios de quienes no sabrían jamás lo que es vivir una guerra); sólo expresaban una necesidad de conexión y de contención entre semejantes.
En condiciones tan inimaginablemente distintas como deberían ser un campo de guerra y los años de niñez y de escolaridad, respira la coincidencia de un duelo de niños y hombres grandes frente a la pérdida de intimidad y del vínculo amoroso entre amigos. ¿Y si fuera así para mis hijas, o lo hubiese sido para mí? ¿Cómo se vive con un impedimento que, casi sin darte cuenta, te va separando tanto de tu capacidad de amar, o sólo te permite experimentarla desde las pérdidas infligidas?
Fue telúrico ese darse cuenta. Podía haber reflexionado sobre muchas presiones y costos que el sistema patriarcal imponía sobre niños y hombres, incluidos el silencio del abuso, o la mengua en la intimidad de vínculos de pareja y/o con los hijos. Pero el sacrificio –expropiación, casi- de otros universos afectivos, como el del amor entre niños hombres amigos (tal cual una ama a sus amigas), no llegué a verlo hasta mis treinta y algo, casi cuarenta años. Esos vínculos interrumpidos en la infancia-adolescencia, ¿qué soledades dibujan hacia adelante? ¿Cuántos hombres encuentran aliados incondicionales, pilares de resiliencia. en crisis de la adultez (divorcios, cesantías, conflictos vocacionales, redefiniciones de identidad)?
La soledad y silencio de los niños varones es una señal roja incandescente a la que poner atención, y a la que responder desde su nacimiento. En toda etapa.
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Una “epidemia silenciosa”
La OECD advierte en diversos reportes, cómo las “sanciones” a los niños en el sistema educativo –por su “conducta”, por su menor rendimiento o menor “responsabilidad” en comparación con las niñas-, lejos de ayudarlos, los aliena (y es cosa de observar sus tasas de deserción escolar).
Por su desventaja histórica, se ha destinado la mayor energía en promover la participación, educación y expresión de las voces de las niñas en todas las latitudes, pero mucho menos (casi nada) se ha incentivado en los niños el ejercicio de sus derechos, y uno esencial es a “contar su historia”, lo que viven, lo que sufren, lo que sienten como pérdidas, lo que los asusta, lo que sueñan, lo que aman.
Nos ayudaría reflexionar sobre lo que nosotros, el mundo adulto, observa o define como “problema” en los niños; tantas afirmaciones sofocantes, que desvitalizan: “son más desordenados, distraídos, malos alumnos, peleadores, inexpresivos, etc, etc”. A cuántas familias se les advierte que sus niños “son demasiado suaves” o bien “demasiado físicos, hiperactivos”, o “agresivos”. El tema de la pena o la rabia, más que medicación o castigos, respectivamente, pide mejores preguntas de nuestra parte, confirmación incondicional de la persona de cada niño, respuestas más profundas: ¿Qué niño habla, desde qué cuerpo, desde qué hogar, entorno, cultura, desde qué historia de vida hasta ese momento?
Necesitamos desplegar nuestra escucha y empatía antes que alertas, diagnósticos, juicios, amonestaciones y sanciones. La emocionalidad de los niños necesita ser acogida con igual atención y determinación que la emocionalidad de las niñas. Todas sus resiliencias, todas sus fragilidades. Por igual.
El 2014 se publicó un artículo sobre el “sexo más débil: los hombres” (en inglés, Scientific American, febrero). Desde menores tasas de natalidad a su mayor vulnerabilidad ante ciertos contaminantes y enfermedades, más que lo científico, queda luego de la lectura una sensación de deuda, o de invocación ética a mirar, no sólo en la biología sino en la integralidad de su ser, la fragilidad de los niños.
Mayor volumen cobra esa exigencia –porque se vuelve una- cuando uno sigue la trayectoria de indicadores de salud mental y de tasas de suicidio a nivel mundial.
“La epidemia silenciosa” -como ha sido llamada desde comienzos de esta década- arrasa con las vidas de niños, muchachos y hombres de distintas edades -con picks en la edad mediana y la ancianidad-, quienes se suicidan en números tres veces superiores a las mujeres.
Entre los suicidios adolescentes, más del 80% corresponde a muchachos. Existen suicidios e intentos de suicidio en niños tan pequeños como de 7, 8 años. El bullying escolar y cyberbullying siguen apreciendo entre los principales detonadores. El silencio antecede. En niños y adultos. La nota o carta de suicidio, las señas previas o pedidos velados de ayuda, o los intentos frustrados, en el caso de niños y hombres son más escasos, o no existen.
Cuando tenía unos diez años, el dólar cambió su valor y muchas empresas se fueron a la quiebra. No era el tipo de noticias a las cuales los niños prestaran atención. Si me quedó grabada la crisis, fue porque el papá de una niña de mi colegio se mató lanzándose al metro. No dejó razones, y todos asumieron -es lo que comunicó la familia- que su desesperación se debía a la bancarrota. Veinte años después se supo la verdad: además de la bancarrota, llevaba años en un matrimonio profundamente infeliz, de mucho maltrato psicológico y verbal (¿quién habría atendido a esas congojas en aquellos años, sin sojuzgarlo?). Yo lo conocí. Era un hombre bueno. Un buen papá. Cuántos habrá habido como él de quienes no se supo -o no se sabe, aún hoy- su historia.
En nuestro país, la proporción de suicidios hombres/mujeres es de 4/1 (ver datos, y por favor conozcamos la labor de Fundación José Ignacio). Con el agravante de que Chile y Corea del Sur son las únicas dos naciones del mundo donde el suicidio infanto-juvenil lejos de disminuir, aumenta anualmente.
No es la idea abandonarnos en una fosa de cifras dantescas, pero sólo conociendo la dimensión de lo que se arriesga, de forma realista, adulta, podemos ponernos en acción sin más demora. La tendencia primaria y más fundamental de la vida, es perseverar en ella. Si esta tendencia se atrofia, si es herida, en una etapa tan vital como la infancia, algo necesitamos cambiar drásticamente en nuestra forma de hacer las cosas.
Urgen en Chile legislaciones de salud mental que permitan responder y contener a quienes ya sufren, pero también apremian los esfuerzos que como sociedad realicemos en el cuidado y en la prevención de los cismas y congojas que pueden llevar al suicidio de niños y hombres en los números siderales que estamos atestiguando.
Esos esfuerzos de prevención, son de responsabilidad compartida y no de separación, discriminación), y cuestionando las restricciones que afectan a niñas y niños, a hombres y mujeres, sin condonar lo que todavía se condona en demasía: el doble estándar, el no respeto -o no defensa- a la dignidad de tod@s.
Podemos orientarnos a partir de la evidencia, y podríamos también revisar cientos de estudios pero ya sabemos, en el fondo siempre sabemos, que no hacen bien ni el silencio ni los vacíos de afecto, ni el impedimento para expresar emociones y tener que soportar callados sufrimientos, violencias, humillaciones, derrotas (en sociedades donde la exigencia de rendimiento y éxito es feroz, y donde muchos niños y hombres viven en condiciones de pobreza, o borderline) o las tristezas que vienen con un mes cualquiera. ¿Qué podemos hacer mejor?
El respeto, el amor que aprendan a darse a sí mismos los niños, dependen mucho del trato que reciban de todos nosotros: familias, profesores, la comunidad completa. Y también depende del trato que atestiguen en el mundo adulto: tanto entre hombres, como entre mujeres y hombres. ¿Qué formas de interacción, qué diálogos, qué vínculos mostramos a los niños?
La forma de llevar un disenso, de transitar una cesantía en el hogar, un divorcio, de enamorarnos, o de despedirnos de un amor, el cómo opinamos del otro sexo, las palabras que elegimos para referirnos a hombres y mujeres (incluso los chistes), lo que criticamos y cómo, lo que nos indigna, lo que nos conmueve, todo, absolutamente todo es fertilizante para el desarrollo de un autoconcepto sano en los niños. de autorespeto, de una orientación al cuidado y respeto mutuo entre los sexos.
Tenemos una responsabilidad en evitar que desde niños, los hombres silencien sus voces por expectativas, estereotipos, mandatos sociales que de algún modo todos sostenemos o habilitamos –y eso hacemos cuando no los cuestionamos, o cuando cedemos ante el peso de las generalizaciones sin proponer distnciones, miradas inclusivas, sin indignarnos cuando la violencia o la denigración apunta en dirección de niños y hombres- no es de extrañar que la depresión, la soledad y las ideaciones de muerte estén asolando. A niños y hombres que son hijos, hermanos, amigos, parejas, personas a quienes conocemos, amamos, y deseamos bienestar no porque veamos fenómenos o cifras trágicas. Es porque sí, por una ética humana de cuidado, sin condiciones, sin distinciones de género ni de nada.
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Imagenes: Ellar Coltrane, protagonista del film Boyhood, 2014
Fue este invierno recién pasado, en EEUU. Veníamos conversando, contentas de haber participado en una actividad comunitaria – One Billion Rising, como todos los últimos años, en febrero. En la carretera, casi solas, junto al cielo precioso de justo antes de la tormenta. En la radio tocan “Rent” de Pet Shop Boys, mi hija deja de conversar y se apresta a cantar. Conoce el tema, está en mis listas, pero ahora ha crecido y mucho más que tararear, ella repite versos, estrofas completas. Una historia de dos.
“Mamá: ¿entonces la niña le paga el arriendo a su boyfriend?”. Mi cabeza y corazón tropiezan. Miro por el espejo retrovisor y me encuentro con los ojos más grandes y brillantes del mundo, esperando una respuesta.
Un poco acerca de la canción: en alguna entrevista los PSB contaron que fue escrita desde la perspectiva psicológica de una amante (de Kennedy, se decía) aun cuando el título evocara un “rent-boy” o gigoló. Las ambigüedades fueron intencionadas y en la letra, “I love you”/ “you pay my rent”, no llevan conector, haciendo más difuso el límite entre el amor y los arreglos financieros, las formas de trueque o pago por el afecto (“arreglos mercenarios” fue el término usado por uno de los miembros del dúo). Por supuesto nada de esto es parte del diálogo con mi hija de sólo 7 años.
A su pregunta respondo con otra: ¿y qué crees tú, qué imaginas? Me responde que ella cree que la historia es de un músico que lucha (“struggling musician”) por hacerse conocido “y después fue famoso, por eso su canción está en la radio, pero cuando era más pobre, su polola que tenía más plata, lo ayudaba a pagar el arriendo, la comida y la ropa”. ¿Y qué opinas tú de eso?, le pregunto.
Vamos bien, qué increíble este diálogo, pero en un traspié de puro acelerada, escapa un juicio que puede teñir cualquier respuesta de mi hija: “…porque no es la idea estar pagándole el arriendo a ningún pololo”, digo, al tiempo que quiero frenar el auto para cortarme la lengua.
Emilia menos mal no se deja “teñir” y no duda un momento en reclamar que siempre le hemos dicho que todos nos tenemos que ayudar, “¿entonces por qué una polola no puede ayudar a su pololo si lo necesita? Yo sí lo haría, y también me podría él ayudar a mí después”.
Me di cuenta de que todavía yo era capaz de hacer la vista gorda ante algunas desigualdades cuando se trataba de un hombre. Tema para autoexamen: cómo irrumpía aún la memoria de dos personas (un padre y una ex pareja de juventud), abusivas en todo sentido imaginable, incluido el económico. Pero esas historias no pertenecían a mis hijas, y a mí tampoco en realidad, ya no si durante la mayor parte de mi adultez, la dinámica en pareja ha sido: nos cuidamos, nos “prestamos” resiliencias, yo tengo 3, tú tienes 7, o viceversa, y juntos tenemos 10.
“Claro que las parejas pueden ayudarse y tomar turnos, hija”, exclamé, y vi su cara por el espejo retrovisor regalarme una sonrisa triunfante. “Hay que apoyarse en sueños de cada uno y de a dos, o en familia, o de muchos más”. De verdad creo lo que digo, creo en el cuidado, en su imprescindible mutualidad, en lo inseparable de cuidarse y cuidar, de dar -o tratar cuanto uno pueda- lo que uno también pide o sueña para sí, esa dignidad, ese afecto.
En el dialogo con mi hija quiero ser didáctica, y entusiasta en lo que puedo mostrar, y busco ejemplos a propósito de RENT entre recuerdos que me cuesta encontrar. Saltan nombres de amigos que quedaron cesantes y vieron cómo sus matrimonios agonizaron o terminaron por el tema económico (por deterioros en tensiones ya existentes, o porque verlos desmoralizados causaba exasperación en sus parejas, o porque fue insalvable la “pérdida de respeto”, como les dijeron a algunos). No pude recordar, en cambio, a una sola mujer de entre mis amigas, que en la misma situación, hubiese enfrentado cuestionamientos. Quizás las nuevas generaciones lo estén haciendo mejor, realmente entendiendo el junt@s desde otro lugar. Desde otra escucha.
Yo aun debo aprender, y no es tan fácil. Pero tengo oídos prestados, ojos claros disponibles: de mis hijas, de tantos niños y niñas con quienes he cruzado camino. No he sostenido en los brazos un hijo hombre, no conozco esa experiencia, ese amor, pero imagino a esos niños y quiero, desde ellos, mirar a los hombres del mundo: del mío y en latitudes lejanas. O al revés, tratar de ver en los hombres, la seña de los niños que fueron. Un “rewind” en segundos que pueda servirme como antídoto en la tentación del juicio o la generalización; algo que me proteja de la indiferencia que no es permisible si de cuidar se trata, a “toda la niñez”. Todas las vidas.
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Violencia y silencios
“Rent” jamás será la misma canción después de Emilia, su versos nuevos, su inocencia. Yo no soy la misma.
Mi hija mayor, cuando chica, alguna vez me dijo “tanto nombre, tanta teoría: las personas son distintas pero el respeto es igual”. Su hermana mayor, a una edad similar, reitera la pregunta más importante : ¿no era que todos teníamos que ayudarnos por igual?
Seguramente la discriminación, si se la explicara en detalle, le parecería tan absurda como le parece a la nueva generación que destruyamos la tierra, que existan guerras, que no nos alineemos naturalmente con el instinto de perseverar en la vida. Hay un “amor” que no ve colores, géneros, edades. Ve humanidad solamente.
Entre adultos, sin embargo, persiste el doble estándar, el criterio dispar, discriminador. A algunos se les exonera por las mismas razones que se condena a quienes son considerados “adversarios”, “los otros”, como una distinción que avala la indolencia. Es confuso. Es injusto. Y se vuelve difícil transmitir a las nuevas generaciones una ética de los DDHH, del respeto y solidaridad entre géneros, o simplemente entre seres humanos.
Nadie cuestionaría la balanza en cruel desventaja para niñas y mujeres –abusos sexuales, violaciones, golpizas, femicidios- pero solemos omitir, demasiado a menudo, las violencias que se ejercen contra niños varones, adolescentes, o contra hombres adultos. O contra el ser humano de quien se trate. Personas, sin distinción.
Las omisiones son más profundas si ni siquiera es posible para sus víctimas, reconocer la violencia; si dudan, o si aun sabiendo que están frente al daño, sienten que no tienen derecho a denunciarlo. Es lo que pasa con muchos niños, y hombres. “Mi mamá siempre le pega cachetadas y le grita garabatos a mi papá y él no se defiende, pero ¿lo que ella hace está mal, o no?” pregunta de un niño de quinto básico, en volumen muy bajo.
Un adolescente de segundo medio cuenta de una polola que se comporta de forma similar, y se cuestiona: ¿es violencia o no? Maridos que reportan agresiones -con lesiones- en la comisaría, son mirados con lástima o incredulidad o sorna, o bien son convencidos de no dejar constancia. Son pocas las excepciones. Supe de un carabinero mayor que se atrevió a aconsejar a un joven recién casado “es mejor separarse porque hay conductas que no cambian, hijo”. El joven tomó la decisión cuando sufrió cortes en la cara a manos de su pareja.
Cuesta hablar de estas cosas en tiempos donde la violencia contra las mujeres está desbordada: los femicidios, violaciones, actos inenarrables donde mujeres de nuestro país y otros, han sobrevivido contra todo pronóstico al ensañamiento de sus agresores hombres. Enmudecer, recogerse. Esa violencia es demasiada. Habría que pedir prestados corazón, estómago. Voz. ¿Hablamos por todos, mujeres y hombres, cuando los dañan? ¿Por niñas y niños?
Nuestras omisiones dicen mcho. Los silencios de quienes sufren callados, también. Los ojos, los cuerpos, la presencia quieta o en movimiento de cada uno y una, de cada comunidad. Todo es voz. Escuchar es un rito complejo, completo (décadas y todavía aprendiendo). Radical.
“Me asusta crecer, convertirme en lo que son los hombres grandes”. Dichos de un niño de sexto básico, en Chile (lo recuerdo bien) y no exactamente igual, pero muy parecido, fue el planteamiento del hermano mayor de una amiguita de Emilia en EEUU, de la misma edad (11, 12 años), apenas hace unos meses. Ambos niños, de países y culturas diferentes, coincidían en un temor que no surgía de la nada, ni sólo de noticias sobre actos violentos cometidos por hombres. La ansiedad se alimentaba también de dichos y discursos donde lo inescapable y lapidario del lenguaje y las sentencias acerca de lo masculino, iba quedando en los niños con peso de designio, de profecía, aunque nunca sea esa la intención (y eso no nos libra de responsabilidad). Si iban a convertirse en adultos, estos niños sentían que debían desvelarse por violencias inevitablemente agazapadas en su psiquis y cuerpos masculinos, listas para asaltar, subyugar, para no respetar y ser cómplices casi innatos del sufrimiento de mujeres con quienes cruzarían camino más adelante en sus vidas. ¿Con quién hablar, cómo deshacer conjuros?
“Yo no soy así. Ni quiero ser”, dicen estos niños. Y no tienen por qué. Claro que no. Los esfuerzos por una educación desde el cuidado, poco a poco dan frutos, pero no podemos perder atención sobre los actos y palabras con que estamos enriqueciendo o minando lo que sienten niños y niñas de hoy, y no hablo sólo de la educación preventiva que podamos realizar en relación al cuestionamiento de relaciones de dominación patriarcal, la desigualdad. la restricción de los estereotipos en el desarrollo infantil, y la resistencia colectiva para detener y erradicar la violencia de género. Cada hogar, cada sobremesa, cada noticiero, las RRSS, todo es espacio posible de enseñanza, de construcción, de escritura de una historia de posibilidades desde la mutalidad del cuidado, la solidaridad de géneros…o solidaridad simplemente. La niñez es una
¿Cómo distinguir o jerarquizar heridas? Queremos evitar a niñas y niños sufrimientos evitables como la violencia, toda violencia: física, sexual, emocional, escolar, del Estado. Y la nuestra, por no escuchar, por lo que decimos, o por lo que dejamos que se diga, que digan otras y otros, sin inflexiones.
¿Qué escuchan los niños en nuestras voces y discursos? ¿Qué conservan y qué silencian los niños hombres frente al eco de esas voces? ¿Cómo se reciben generalizaciones sofocantes, rabiosas, y qué escucha ese corazón donde habita el amor por papás, hermanos, abuelos, maestros que son hombres? Y en el cariño consigo ¿qué huella queda?, ¿y en la posibilidad de la amistad y afecto con otros niños hombres, construyendo un espacio de intimidad que no sea golpeado, además, por la violencia homofóbica? Esto es de la mayor trascendencia. Porque las pérdidas no son sólo de sentido de dignidad, de autoconfianza, de autoestima, en presente y futuro. Las pérdidas son cesiones de territorio al abuso, al daño.
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Silencios y abuso sexual de los niños
En actividades de prevención de abuso sexual, surgen testimonios de adolescentes, notas que me entregan a la salida (de manera anónima), o esas miradas que sin decir nada, lo dicen todo. La cabeza asiente sin querer, el cuerpo se reduce ante palabras que describen los confines de una niñez vulnerada: “también los niños y muchachos están expuestos…”, digo, y a más de alguno se le escapa un “síiii”. El tono puede variar –fuerza, duelo, indignación, alivio- pero la resonancia es la misma, categórica: sí. Un sí enorme, no sabemos cuánto en realidad.
Las estimaciones en relación al abuso sexual de los niños varones nos dejan con sensación de deuda. El último informe de violencia contra la infancia de Unicef (2014) explicitó la dificultad –a modo de disculpa, muy franca, y provocativa, además- de conseguir datos fiables en relación a los niños (las niñas abusadas sexualmente eran 120 millones en el mundo).
Los niños comentaron que no denunciaban ni buscaban ayuda por los siguientes motivos: porque debían ser estoicos (era su creencia), por temor a ser estigmatizados por “posible homosexualidad” (anterior o posterior al abuso, como consecuencia de éste), y para proteger a sus familias de represalias.
Cómo enmudecen a la niñez, cómo la estrangulan los estereotipos. El patriarcado pesa sobre los niños y adolescentes varones, las nociones sobre el “deber ser” de lo “masculino”: valientes, reservados, sin llanto, sin queja, sin voz, y sin margen de diversidad sobre su identidad, sobre su orientación sexual. Compartía en un escrito de un par de años atrás, cómo en procesos de reparación, es frecuente la pregunta (angustiada en general) de madres y padres sobre la posible homosexualidad de hijos varones que han vivido abusos sexuales. No es una pregunta común cuando se trata de niñas.
Los silencios de los niños, entonces, además de colgar de un abismo demarcado por el abusador/a (haya exigido o no secreto), persisten por miedo a la respuesta y el juicio social, el estigma, o por confusiones pantagruélicas sobre lo que es y no abuso (cuando todavía se considera una “proeza” que púberes sean “iniciados sexualmente” por mujeres mayores de edad), o por razones tan simples y brutales como ¿para qué hablar? Para qué si nadie escucha, si nadie dijo que podía hacer uso de esa voz, que merecía respeto, ser reconocida como existente.
Un ejemplo: se reprocha el uso de la palabra genérica “niño” o “niños” si hablamos de la infancia, y se nos recuerda que siempre debemos ser precisos. Explicitar “los niños y las niñas” así sea que debamos repetirlo veinte, treinta veces en un párrafo (recuerdo la protesta del escritor Javier Marías, años atrás, y mi sentimiento de culpa por encontrarle bastante razón). Pero muy rara vez, cuando se habla o escribe de violencia sexual, se alza la misma defensa o reclamo en pos de los niños varones si se los ha omitido y sólo se ha mencionado a las niñas y mujeres como víctimas. ¿Dónde queda la igualdad ahí? Más importante: ¿dónde queda el aprecio por sus vidas? Me preocupa esa ausencia. Son los mismos cuerpos inocentes, vulnerados. Y las mismas voces tenues, abdicando en la sombra al final de una pared.
Con luces en las venas, en las intenciones, necesitamos traer todas esas voces al frente, para que nadie deje de escucharlas en su idioma, sus vocabularios, “en cuclillas” nosotros, recibir lo que los niños hombres cuentan, a su ritmo, varias veces, hasta que una historia de daño no sea sólo una historia del daño, sino de la propia voz, niño-adolescente-hombre, voz libre, autora de una vida que se cuida, y es cuidada también por todos nosotros.
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Imagenes: Ellar Coltrane (8 a 19 años), protagonista del film “Boyhood”.
“La condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño, es estar con gente que ama la vida”. Erich Fromm
Tanto se habla de autoestima, de su importancia, a toda edad, y en especial para los niños: “hay que” fomentarla, decenas de tips, entrevistas a expertos, etc. Yo escucho nada a estas alturas, un eco lejano, casi un ruido ambiente como el de los autos que pasan y pasan cerca de donde vivo en Santiago.
Seré muy concreta tal vez, muy dependiente de las claves del cuerpo, del mío y del territorio -ciudad, país- donde me encuentre. Pero no siento que por estos lares la autoestima importe mucho, la de nadie. La autoestima que como concepto me remonta a textos o inventarios de mi disciplina. Pero de lo que habla es de amor. Amor. ¿Cuánto de este sentimiento nos rodea, qué amor se expresa en obras y dichos que entran a nuestras psiquis y cuerpos cada día, y más importante, a los cuerpos y psiquis de los más pequeños?
¿Nutrimos el cariño y confianza en sí de unos y otros?, ¿es un tema para los gobiernos, las escuelas, o una meta de nuestros hogares tan importante cómo asegurar alimentos, acceso a salud, etc? ¿Fortalecer la autoestima, really? No lo veo.
En un país donde sabemos cómo sufren miles de niños que han sido confiados al cuidado del Estado y su sistema de “protección”, o donde 71% de los niños vive algún tipo de violencia (Unicef CL 2012), cuántos pueden llegar a sentir amor, confianza, aprecio inmoderado por sus vidas. Me lo pregunto. Cómo insistir en el amor, cómo verse con ojos afectuosos, cuando el cuerpo es golpeado, abusado sexualmente, o pulverizado por palabras, negligencias, o la indiferencia.
Estos últimos meses en Chile, simulacro a duras penas, de cuidado. Se habla de la niñez casi en términos de vidas más/vidas menos, o “stocks”. Vergüenza. Y no cede espacio la fragilidad. Son 4.4 millones de niños, niñas y adolescentes en Chile. ¿Cómo aprenden a aprender, de sí mismos también?
Las encuestas de bienestar de Unicef, OMS, OECD, entregan algunas orientaciones. Para los niños del mundo siguen siendo importantes sus familias, sus escuelas, la posibilidad de aprender. Estos entornos inciden en cómo se perciben, y a sus vidas, en el presente y futuro.
En 2006, a la pregunta de ¿te gusta la escuela?, una mayoría de niños –de países OCDE- respondió que no mucho. El promedio de “me gusta”: 27,2 % (ver datos OECD, pg 58). Una década después, los resultados son mejores, con más países sobre el 50% (ver informe). Importa. No es un sentimiento menor el “me gusta”. Las preferencias son un territorio esencial de construcción de la identidad, a toda edad, y más durante la niñez y adolescencia. Dieciocho, veinte años, la mayoría de ellos, en escuelas e instituciones de educación.
“Me gusta la escuela”: al impulso humano de la curiosidad –que viene con cada niño-, sumar el placer, la emoción, las ganas. La experiencia en la escuela es determinante de la autoestima, la autoimagen, la eficacia, las conductas saludables de los y las estudiantes (ver OMS, 2009/2010, Informe Determinantes sociales salud y bienestar), la capacidad de hacerse responsables por sus cometidos, y un día, por su autocuidado y sus proyectos de vida. O bien, esta experiencia puede ser un factor de riesgo que mina la salud física, mental, espiritual, el presente y futuro de los estudiantes de distintas edades (a mayor disgusto y desconexión de su proceso educativo, por ejemplo, mayores tasas de deserción).
Cada rostro de niño cuenta una historia, su cuerpo, a veces mucho más que las palabras. Pero el relato –en cualquier forma- de la experiencia de cada día, apenas alcanzamos a escucharlo –o los niños a compartirlo- en las escasas horas de las tardes-noches, cuando una mayoría de familias recién se reencuentra. Si el engranaje de una semana pareciera menos una escalera mecánica y más un carrusel, una caja de música. Si solamente…
Jornadas excesivas (en CHile son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea luego de jornadas escolares de 8 a 9 horas, con “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos), curricula abultada y hasta inútil, la presión del SIMCE, etc. La sociedad del rendimiento llevada a su extremo, comenzando con los más pequeños. Ese sonido metálico, marcial, intentando en vano marcar el compás de lo que debería ser una danza. La educación y el cuidado. El cuidado como nutriente de la resiliencia, del autogobierno, del sentido de responsabilidad consigo y otros. Del amor.
En nuestra educación, cuánto de desequilibrio, de maltrato persiste (más o menos manifiesto), o más bien, cuánto de buen trato falta, de deseo franco por cuanta plétora sea posible. ¿Por qué no pedimos más? Sabemos lo que queremos, en el fondo siempre sabemos.
Una mayoría de quienes hemos buscado un jardín infantil o un colegio para nuestros hijos, no nos guiaríamos jamás por el criterio de “ojalá traten aaquí a nuestros niños lo menos mal posible”. No pues. En lo que pensamos es en un lugar donde sean acogidos, apreciados; donde puedan aprender a aprender, aprender a vivir. Con emoción, con amor. El primero: consigo. Desde ese pilar, todo.
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La autoestima. ¿Cómo enseñamos a nuestros hijos sobre ese vínculo amoroso, consigo? El de más largo plazo. Toda una vida. Qué nos hace sentir apreciados y no; qué nos hace sentir bien y qué no. O quiénes. Qué lugares. En medio del tráfago en que vivimos, del agobio en ciudades, hogares, escuelas, ¿cómo poder cultivar algo? Los vínculos requieren tiempo. El vínculo consigo también. La autoestima se desarrolla, como todo lo demás, desde que nacemos, desde el día uno.
La pregunta de ¿quién soy, quién quiero ser, elijo ser, cuenta con escaso silencio, atención. Para las nuevas generaciones, la dejamos a su suerte, o la presentamos en clave futura, algo de lo cual ocuparse hacia la adolescencia o adultez, como si el ser, como si la identidad, estuvieran en suspensión mientras los humanos niños crecen. Y no. Ya están conociéndose, aprendiendo de sí. Ellos mismos se preguntan, o nos preguntan desde muy chicos, ¿cómo soy? Tienen un nombre, un lugar en el mundo, son un mundo, cada un@. Nosotros también los ayudamos a conocer ese mundo, a contar parte de su histora, a escribirla.
El autoconocimiento es tan importante como el conocimiento de todo lo demás. Como el aprendizaje de las letras, números, las ciencias, etc. Junto al autoconocimiento, de la mano el autocuidado. El amor. La fidelidad, insisto.
Quizás no viene al caso, pero recuerdo un estudio de hace unos años, con seguimientos largos (en EEUU) donde se indicaba que la causa mayor de infidelidad conyugal –y divorcios, como consecuencia- no estaba relacionada a la sexualidad (en el sentido de falta de deseo, o baja frecuencia de relaciones) sino a la sensación de ser poco apreciado/a. El insuficiente “aprecio emocional” aludía a gestos ausentes de consideración, gratitud, generosidad, reconocimiento, entre miembros de la pareja. Para matrimonios casados durante décadas, se estimaba como un factor de “éxito”, además, el buen trato en las palabras expresado en una proporción de comentarios negativos/positivos de 1/5. Para quedarse pensando. ¿Cuál será esa proporción si se trata de cada uno, consigo? ¿Y para nuestros niños?
Cada día, o cada semana, qué ganas de saber más que acerca de los contenidos que aprendieron nuestros hijos en el colegio, cuántos comentarios positivos o negativos recibieron.
Y en nuestros hogares ¿sabemos? ¿llevamos una cuenta intuitiva de cuántas palabras hermosas, alentadoras, volcamos sobre nuestros hijos? ¿Cuántos gestos expresan aprecio incondicional por sus personas? Porque sí, y no porque se “portaron bien”, o porque son “buenos hijos, buenos hermanos”, ni porque “hicieron su mejor esfuerzo, o sacaron buenas notas”. Cuántas veces caemos, caigo en eso (cuánto de la voz interna, habla a cada uno, de esa forma)
El aprecio, la confirmación del otro: ¿cómo expresar todo eso sin arriesgar intercambios, comercio? o extorsión, y aunque sea una palabra muy dura, ayuda a ser más exactos en cómo nos relacionamos con nuestra incondicionalidad. “Yo te aprecio, yo te cuido”. Nada más. Y nada menos. No es una gesta menor, aunque en lo pequeño y cotidiano es que se engrana su historia
El cuidado es incondicional (si no, no es cuidado simplemente), y cada uno de los valores que lo habilitan, también lo son, y perdón que vuelva en uno y otro escrito sobre el punto, pero sigo sintiendo que es necesario. No hay más o menos respeto, compasión, empatía, según la conducta de los niños. No condicionaríamos el alimento o la atención médica a “buenos comportamientos”; ni el techo, ni el abrigo. Sería inhumano negar aquello imprescindible para la supervivencia y desarrollo de los más indefensos. También el amor es imprescindible. Su cauce en el buen trato.
Cada buen trato, cada señal de aprecio, cada “tono” en que sea compartida una enseñanza en los hogares, las escuelas, permite a los niños recibir un mensaje que valora sus vidas, su ser. En nuestras conductas de cuidado con ellos –y de autocuidado, de amor para con nosotros mismos- hay una semilla para cada niño y niña, y también para los hombres y mujeres que llegarán a ser.
Está de sobra establecido que los malos tratos en la infancia exponen a las personas a ser víctimas de malos tratos en el futuro (o al menos, a tener un punto ciego, o debilitado, para poder reconocerlos y enfrentarlos). Habrá quienes se nieguen a concebir que sus hijas o hijos sean adultos que sufran violencia física o psicológica de sus parejas (o lleguen a ser asesinados), pero está el abuso cotidiano en el trabajo, las humillaciones (a veces más letales), la explotación o el abandono económico (en casos de separación), o cómo somos tratados por gobiernos e instituciones.
Fuera de las pérdidas para cada ser humano, están las pérdidas que alcanzan a la comunidad, la humanidad. Ya me cuesta encontrar palabras para insistir lo suficiente sobre estos círculos adherentes a la vida. La vida buena.
El consejo de una vieja maestra al convertirme en mamá a mis veinte años fue: “nunca hay ‘demasiado’ amor, dalo a manos llenas”. No debía pasar un día en que mis hijas no sintieran la abundancia de cariño, de alegría, de aprecio por sus vidas. Una energía puesta al servicio del amor, el aliento, el autogobierno, y el consuelo, o el perdón, que ellas mismas aprenderían a prodigarse. El respeto más alto a su dignidad.
No una dignidad provisional (ni espejismo de dignidad como tanto es hoy en día). Dignidad de largo aliento tenía que ser, porque consigo mismas iban a vivir hasta el último día de sus vidas (y ellas elegirían sus vidas, “producirían sus vidas”, y la responsabilidad/libertad que entrañan esas tareas necesitaba estar bien asentada en cualquier situación: de satisfacciones y de derrotas). Ojalá contaran con un superávit de autoestima. Superávit, sí, porque muchos de nosotros sabemos cuánto más difícil fue construirse desde la escasez, el abuso, la soledad; cuánto más lento y tardío.
Mejor la plétora, desde el comienzo: de estímulos, de afecto, de apoyo. Que tengan nuestros hijos e hijas la sensación de bienvenida, de fortuna por estar aquí (con todo sus duelos, el mundo es y seguirá siendo inexorable y abrumadoramente bello y asombroso) y de confianza en nuestro cuidado, nuestro apoyo. No se trata de encontrarlo “todo magnífico”. Cuidar/educar es hacerlo para la responsabilidad. Pero es distinto guiar desde el no-juicio y la no-extorsión, que desde la honestidad y el respeto por la integridad y persona del otro
Mi hija mayor decía desde pequeña, sabiamente, que cada niñ@ debería contar con al menos “un fan incondicional”, casi un groupie, cheer leader, una mini barra-brava como la de una propaganda que recuerdo de años pasados. Un fan incondicional: Al menos una persona que acompañe el camino con bríos, con afecto, esuchando y guiando sin reservas, sin condiciones. ¿Cuántos tienen nuestros niños, cuántos fans incondicionales? ¿Los podrán reconocer?
En su graduación de kinder, KINDER, sí, la rectora de su colegio (no sus profesores que eran un pilar de amor y saber), en tono severo, árido, les dijo “de ahora en adelante las notas son MUY en serio”. Los estaba “estimulando” para el primero básico. A mi hija, angustiada y nostálgica de su jardín infantil, le dije que no le hiciera caso. Lo lamento, pero hay veces en que des-autorizar a algunos adultos sí es imprescindible, y una responsabilidad.
Le expliqué (quizás la directora no estaba up to date) que aprender era una función vital más, maravillosa, tan importante como otras que sostenían su vida y la ayudaban a crecer, y que a nadie cuerdo –menos mal- se le habría ocurrido jamás poner un número para evaluar si un niño inhalaba o exhalaba mejor o peor, o para calificar su digestión, o rankear latidos del corazón. Lamentablemente, en algún momento de la historia humana la sensatez escaseó y muchos adoptaron el sistema de tasar los aprendizajes de los cachorros humanos. Absurdo: poner nota al vivir.
Las notas, además de extrañas y descabelladas, eran apenas una foto de un momento, y tal cual las fotos, las había con más luz, con menos, con cara feliz o cara de resfrío. Lo importante es aprender, asombrarse, dejar al impulso humano y milenario de la curiosidad, hacer lo suyo, y confiar en que aunque algunas cosas parecieran aburridas o sin sentido o un dolor de cabeza –como los logaritmos, imprescindibles en animación según aprendí de adulta gracias a PIXAR-, el cerebro sabría qué hacer con ellas; cómo darles buen uso para desafíos que ella ni siquiera podía avizorar o imaginar, pero que serían quizás los más importantes de su vida, aquellos de los que se haría cargo, los que le permitirían diseñar una vida preferida, cuidarse, cuidar. Me creyó, nunca puso atención a las notas, y fue siempre una alumna -eso decían los colegios- “de excelencia”. Para mí, ella y su hermanita (que sigue los pasos, despreocupada de notas, y atenta en aprender), son aves preciosas que vuelan muy, muy lejos de números y evaluaciones.
Ahora las notas, en realidad, serían lo de menos si, en el cotidiano de la escuela, otras evaluaciones tendrán un impacto más determinante, más difícil de borrar. Un promedio de notas siempre podría mejorarse en plazos relativamente cortos. No así los daños en la autoestima que vienen de la mano de palabras desérticas, limitantes, o de buenos tratos apenas rasantes en lo civil, desprovistos de emoción. Esos daños sí que serían, y son de consideración: para la salud, el bienestar o la felicidad de cada ser humano niño, y en los medianos y largos plazos, como pérdidas para la comunidad.
Recuerdo un estudio realizado en 2012, en Inglaterra con niñas de entre 11 a 17 años, que proyectaba costos del siguiente tipo para el país si el país no destinaba recursos y energías colectivas a mejorar la autoestima de las adolescentes:
14% menos de gerentas mujeres
16% menos en medallistas olímpicas
21% menos de mujeres en el parlamento
17% menos de mujeres médicos y abogadas
Me pregunto qué costos puede enfrentar nuestro país si continúa sin relevar el amor en la educación, por ella, de sus actores principales, docentes, familias, y en la cúspide y centro de todo: los niños, niñas y adolescentes que son estudiantes y viven gran parte de sus vidas ligados a las escuelas.
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Observemos por favor las siguientes imágenes:
Estas imágenes son parte de los resultados de un estudio con estudiantes de 7mo básico (y gracias a educacion2020 por permitirnos tener una mirada anticipada de los resultados). Niños y niñas las eligieron para representar lo que sentían en relación a su educación, a su capacidad de aprender, a cómo se percibían como estudiantes.
¿Qué estamos haciéndoles, en serio? La pregunta es sobre todo para nuestro sistema de educación, y para cada docente en cada aula, y también para nosotros, las familias quienes junto a los maestros podemos desacatar la lógica del rendimiento duro, por la de una educación para esta humanidad y milenio.
El aprendizaje debería ser motivo de tantas cosas, pero no de demolición, de masacre de asombros, talentos, ingenios. De dónde saca fuerza alguien para aprender, para materializar, para ser perseverante, eficaz, responsable de sí mismo -progresivamente- hasta las últimas consecuencias, sintiéndose menoscabado, con temor…no se puede asi. Ni chicos ni grandes.
La imagen del bote, en el Emocionario, alude a sentimientos de culpa (y agregaría, de deseseperanza profunda), y de vergüenza, la oveja. Que un solo niño o niña se sienta así en relación a su aprendizaje en la escuela -hundiéndose, o expuesto y avergonzado porque otros atestiguan que no lleva nada encima, y así se percibe ese niño o niña: desprovisto, carente, creyendo que no puede o no sabe o no aprende, aunque sí sepa y sí sea capaz- dan ganas de llorar, y debería constituir un motivo de emergencia nacional. No exagero.
Es una emergencia: en el sentido de la preocupación urgente que amerita y también del compromiso, de la dedicación, la inspiración de una buena vez, y la convicción de que necesitamos hacer las cosas de otra forma.
¿Y si los niños y niñas llegaran a responder, masivamente, que en su educación se sienten felices y empoderados? Por ejemplo, con imágenes como éstas (también del Emocionario):
La imagen del árbol representa el amor, la de los planetas la felicidad, la de las ardillas (yo veo ardillas, XD) haciendo malabarismo, el placer, y la del pavo real, orgullo. Soñar que imágenes así representaran para niños y niñas las emociones que la escuela, el aprendizaje, sus propios descubrimientos de intereses y talentos, despiertan. Que esas imágenes hablaran de la autoestima -académica, pero también en un sentido integral-, del amor consigo y con cada horizonte de sus vidas que, desde la educación inicial hasta la graduación de la secundaria, fue creciendo en cada nueva generación. ¿Cómo sería nuestro país?
Como muchos padres, madres y docents, también veo a la educación como una bandada infinita, millones de aves, ella y todos sus niños y niñas, y sus maestros y maestras, y todos nosotr@s que amamos a nuestros hijoes e hijas. Sueño con ver vuelos altos y libres, distancias enormes, llevando en las alas sus contribuciones y dejándolas caer sobre el mundo entero, para bien de todos. Una suerte de “polinización” atómica (las abejas son muy chiquitas pero también podrían colaborar). No puedo verla reducida a un corral de 8 tablas. No quiero.
No esperemos a que gobiernos, parlamentos y/o autoridades educativas concreten la reforma de la educación, o a que sean los únicos responsables de vitalizar o dejar morir la educación integral, de calidad, anhelada para este milenio en nuestro país. Esto se hace entre tod@s, necesita de tod@s. Somos nosotros también responsables, y tenemos una espléndida oportunidad si queremos verla así (una forma de rebelión también, de resistencia amorosa: no permitir ni permanecer indiferentes ante la mengua del espíritu de los más chicos). En todo espacio donde compartimos nuestras vidas con niños a quienes podemos apreciar y empoderar, cada niño y niña de quienes podamos ser “un fan incondicional”, partiendo por nuestros hijos y hasta alcanzar a los hijos de todos.
Hoy Julio 19 de 2016, fue publicada una breve nota en El Mercurio de Santiago relativa a la presentación ante la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, ayer lunes 18 de julio (respondiendo a una invitación de la Cámara y en representación del movimiento Repensemos las tareas: La tarea es sin tareas).
Asistimos Carlos Ruz (profesor de aula) quien expuso sobre Educación, Pilar del Río (médico psiquiatra) quien expuso sobre salud infantil, y también yo, en ética del cuidado.
Aprecio el interés de EM en realizar cobertura de temas de educación, en esta oportunidad la problemática específica del agobio escolar. Al mismo tiempo, no obstante, me parece indispensable realizar las siguientes precisiones:
Mi presentación, muy breve e introductoria, se circunscribió a la lectura de un texto redactado por mí, que aludía a premisas del cuidado ético y la responsabilidad colectiva por la niñez y el respeto por sus derechos. Dicho texto no iba acompañado de ninguna cifra, y difícilmente podría haber “señalado” nada al diario, menos cuando los asistentes a la sesión no concedimos entrevistas por limitaciones de tiempo y para cautelar nuestro foco en la presentación.
Los datos aproximados que reproduce la nota fueron compartidos, en honor a la exactitud, por la Dra. Pilar del Río (copia ppt disponible en comisión) en base a información recogida vía encuesta del movimiento (muestra de ~2000 papás y mamás) y otras fuentes. Consultas sobre estos datos, por favor realizar a sras: Milka Fazio, Paulina Fernandez, vía el grupo público de FB.
El resumen con la información oficial compartida en el grupo público de FB, acerca de la sesión de ayer, se encuentra en este enlace
El resumen que publicó la comisión en la Cámara, en este enlace
Por último, valoramos las conversaciones públicas que se han generado, y la información que se comparte en los medios, en la medida que contribuya al diálogo claro y a que cada uno y una vaya formando su propia opinión.
Muchos pero muchos años atrás, recibí una llamada de la señora que cuidaba a mi hija mayor (y con sus casi 60 años, mi hija 5 y yo 25, era en realidad casi la madre de las dos) para preguntarme por qué había castigado a “su niña”. Yo estaba trabajando, no creía mucho en “castigos” (sí en la disciplina positiva) y menos recordaba haber restringido los “monitos” esa tarde. No puede ser, le digo, pregúntele de qué habla por favor. Vuelve al teléfono y me cuenta que mi hija “había decidido no hacer las tareas” que le enviaron, que ella era chica, que estaba cansada de que “todo el día era puro colegio”, pero sabía que no estaba bien así es que por eso no vería su media hora de tele.
“Yo encuentro que la niña tiene razón” me dice la querida señora. Yo también se la encontré, y al tiempo que anticipaba una maternidad desafiante con una hija capaz de auto-administrarse justicia, sentí sobre todo una inmensa emoción ante su claridad: la consciencia de su agobio, la noción de las reglas y responsabilidad a tan corta edad, y su confianza para expresar todo eso en su hogar. Dos años después nos fuimos de Chile, comenzó a disfrutar de la educación en la escuela, y no se convirtió en anarquista ni fracasada ni delincuente (el derecho fue su vocación). Es una gran mujer.
Escribo y no recuerdo una sola vez en su colegio en Chile en que me llamaran para contarme sólo algo bueno; sí un par de veces para pedirme ir al psicopedagogo. Nuestro camino comenzó, como para muchas familias en esos años, con la postulación a prekinder. Para mí sorpresa, el colegio decidió que debía ingresar de inmediato al kínder, pese a no contar con la edad, por los “excelentes resultados” en el examen de admisión. Números, cifras, rankings, recuerdo la entrevista de admisión como una clase de estadísticas. Llegué a ese colegio porque era pequeño y tenía un proyecto social (el francés iba siendo menos útil que el inglés, pero seguía siendo una lengua maravillosa), pero debo reconocer que me equivoqué y mi hija sufrió 4 años las consecuencias de mi desacierto mayor (menos mal no fueron más).
Desoyendo mis reparos, el colegio decidió que mi hija comenzara en kinder, aun siendo la menor del curso. Por supuesto, le faltaba madurez para aprender al mismo ritmo de los demás niños (seis meses pueden ser una tremenda diferencia a esa edad) y ella expresó desde el comienzo esa sensación de tener que “apurarse” constantemente. El colegio me consideró una mamá aprensiva e inexperta, y evaluaron todo como “espléndido” en razón de sus desempeños y promedios de notas (sobre 6,5). De nada valió el argumento de que ella lo pasaba mal, y que sus aprendizajes no estaban siendo bien consolidados. Me dijeron que quienes sabían de educación eran ellos y si no me gustaba, “ya sabía qué podía hacer”. Cuántos no hemos escuchado esas amenazas sin dar el único paso que creo corresponde dar ante cualquier extorsión: retirarse de inmediato. Pero no lo hice. Era una mamá sola, demasiado joven y me dejé intimidar aunque no por mucho. En nuestro segundo hogar fuera de Chile, mi hija por fin estaba contenta, gozando sus años de escuela. Jamás nos amenazaron ni desoyeron, y agradecí esas lecciones trabajando como orientadora y como profesora en aula desde el compromiso de jamás-jamás trasgredir la relación de imprescindible respesto y ayuda mutua que debía sostener con los apoderados y familias de mis alumnos. Esas lecciones volverían a ser de gran valor enfrentada a una segunda maternidad, dos décadas después.
Con mi hija menor, los límites los he cuidado yo en ambos países donde asiste a la escuela, pero debo reconocer que poco ha cambiado en Chile en una cuarto de siglo: la presión por rendir continúa, y una suerte de desconfianza en lo que la vida ha venido haciendo por millones de años desde que los niños nacen. Aprender. Aprender para vivir. Vivir aprendiendo. El aprendizaje no se interrumpe, trina y brinca de hogar a escuela y viceversa, y extiende su radio por doquier, en cada lugar donde estén los niños. No hace falta “forzarlo”, temer que se debilite, o se “olvide”. No olvidamos respirar.
La más chica menos mal es un dechado de optimismo y en períodos ha creído que las “tareas” -breves, interesantes, pertinentes y optativas- hasta eran un “regalo de la profesora”. En EEUU, el “journaling” o bitácora de aprendizaje ya me era familiar con mi hija mayor: en vez de las tediosas y repetitivas tareas, todos los días debía solamente escribir unas pocas líneas acerca de algo vivido en la escuela, y su emoción, sus reflexiones. Su hermanita hoy ama tanto ese ejercicio que decidió tener un cuaderno aparte para “inventar cuentos”.
No es “chochera”, ni es ningún genio ni fenómeno mi hija menor (aunque para mí sea lo más radiante que existe). Es como todos los niños, curiosa, y tiene que serlo, viene en su programa de cachorro humano: aprender y aprender, para conocer su mundo, crecer, y asimilar paso a paso, etapa tras otra, una serie de herramientas que un día le permitan cuidar de sí, ser autónoma, tomar decisiones informadas en relación a su propia vida, a sus proyectos de vida. Una vida que se ame, se agradezca (y deberíamos angustiarnos y levantarnos viendo los índices al alza de suicidio infantil, y de intentos de suicidio de nuestros niños en Chile…¿qué les estamos haciendo?).
Los niños nacen con esa “necesidad” o imperativo de aprender a vivir en su programa, y se disponen al aprendizaje con entusiasmo, con reverencia -ese respeto instintivo ante misterios que a veces se revelan, y otras, permanecen indescifrables y hermosos-, con mucho espíritu lúdico, y con la “responsabilidad” que atraviesa el cuerpo entero en un cometido de seguir vivo (por eso se conservan aprendizajes como no meter los dedos al enchufe, ni a la estufa, ni se tiran por la ventana cual pajaritos o superhéroes). Miro a mi hija chica y aun cuando todavía no llegue a comprender al 100% el sentido profundo de esa palabra, “responsabilidad”, yo la veo latiendo en ella todo el tiempo, cada vez que se dispone a responder, a dar respuesta: ante sí misma, ante otros, ante su mundo, sus seres. Me quedaría contemplándola años (y sé que pasarán en un suspiro)
“Mamá hay hormigas en el baño, ¿cómo las llevamos al patio del edificio?”, me dijo hace poco. Un apoderado me comenta “quizás es muy sensible para estos tiempos”. Escuché una advertencia similar acerca de mi hija mayor, a sus 5 años, y vuelvo a rebelarme por “pisar el palito” y, como muchos papás y mamás, llegar a cuestionarme así sea por un segundo, si el amor, la empatía, la gentileza, no serán un perjuicio y en cambio, para el Guantánamo emocional que algunos conciben como terreno propicio para los niños (¿qué tanto “bullying”? son cosas de niños, que se las arreglen… ok), no sería mejor de frentón entregarles un bate de beisbol, una pistola y un manual del psicópata para dummies junto a un dvd de American Psycho.
Me frustra, sí, y me enoja tener que explicar a estas alturas de la vida, con todo lo que sabemos del daño, de la soledad, de la violencia y las llagas que deja, por qué uno elige ciertos caminos con sus hijas y con el mundo de los niños en general. No es locura ni estupidez ni “sensiblería” apreciar la niñez, dedicarle lo mejor a nuestro haber.
Es en realidad muy demencial, lo repetiré mil veces, y además intimidante, vivir en un entorno que genera culpa o dudas por amar, por cuidar a los hijos, por querer convivir con otros sin andar a punta de zarpazos. El territorio propio necesita límites, no alambres de púas, y para cuidarlo, defenderlo -si no es una situación de vida o muerte-, en el año 2016 D.C., existe una diversidad de formas no agresivas, ni proclives al exterminio (físico, espiritual, emocional, intelectual) de nadie.
Le comentaba a mi marido, hace unos días, que no sabía cómo darle la vuelta ni cómo expresar la falta de aprecio y amor que veía por doquier (por la niñez, por las personas ancianas, por nosotros mismos, por el país, por la democracia, por nuestra tierra, por el agua, los árboles), sin correr el riesgo de sonar demasiado shalaila, o de retroceder o restar peso a proposiciones centrales que han nutrido mi trabajo por más de dos décadas ya. Le decía que si tuviera el poder de convocar a algo, no sería a marchas de “no más x,y,z”, sino a un gran rally nacional por el amor, con los niños de la mano, y pancartas que manifestaran intenciones empoderantes y cargadas de vida, no de pérdida, no de muerte.
Vuelvo a lo esencial, lo que más rescato desde que recuerdo: aprender con amor, acompañada de ese sentimiento, movida por él, hacia él. Hago estas reflexiones ya en defensa de nada, sólo por la delicia de contemplar el borde fluorescente que reconozco y no me deja de asombrar, sin importar mi edad, en la profunda conexión de los niños con la vida.
Veía hace un mes, más o menos, un documental llamado “the beginning of life” y volví a aprender, y a tener que revisar, y descartar inclusive, principios que creía completamente arraigados e inmutables. Ante el dolor habría que arrodillarse, pero más debería postrarse el cuerpo entero ante la maravilla. En casi medio siglo, junto a la naturaleza, nada me ha dejado más conmovida que ver a niños crecer, mis hijas en primera fila. Conocer a través de ellas, la inclinación a vivir, a estar bien (no mal), y empujar hacia adelante.
Lo he visto en las situaciones más terribles, y en mi esfera de trabajo en abuso sexual infantil, si uno no queda pulverizado después de ciertas sesiones de terapia, es porque además de ver la infinita capacidad restaurativa del amor en las víctimas –amor de sus familias, de sus entornos, el cariño que se prodiguen a sí mismas-, atestiguo la fuerza incontenible de la niñez, de su energía, de su disposición a hacer propios nuevos conocimientos, de ensayar y poner a prueba capacidades y talentos que se van reconociendo. Ahí, la escuela es un universo mayor, y los maestros. Verdaderos tótemes, ángeles guardianes, líderes de la manada (y cuándo entenderemos que la educación de pregrado, que los sueldos, las oportunidades de desarrollo e intercambio, y el aval colectivo que se prodigue al magisterio son DETERMINANTES para nuestro país y nuestros niños).
Los docentes no sólo dejan huella en la formación de cada ser humano niño que llega al mundo, sino también actúan como mediadores “no oficiales” de reparación del abuso sexual infantil (y de muchos otros traumas que se pueden experimentar en la niñez). Si de cada seis niños y niñas que viven abuso sexual, sólo uno devela, pensemos en que los que callan siguen estando ahí, asistiendo a clases, habitando el aula sin contar su historia, pero recibiendo la experiencia de la escuela y de lo que llega de sus maestros, como una energía reparadora, quizás al punto de que lleguen a encontrar una forma de expresar lo que padecen (el ASI se da mayoritariamente en contextos intrafamiliares). Y aunque se graduaran de la secundaria sin jamás haber compartido su tormento, al menos en paralelo, habrán escrito otra historia junto a sis profesores y compañeros, y habrán ganado resiliencias y permitido al cuerpo sentir una música diferente a la del silencio impuesto, mediante deportes, teatro, la expresión artística. Lo corporal como una experiencia alineada con la vitalidad y el placer de aprender, de creer en otro futuro posible, restando poder al daño.
Son incontables los relatos de pacientes que recién hablaron de adultos sobre el abuso vivido de niños, donde la escuela fue el pilar principal para construirse como personas, y un lugar de consuelo también, de luz y reposo por horas, antes de volver a lo inenarrable. En mi memoria, el colegio también: sagrado. Mis profesores y profesoras (también en el ballet) que me cuidaron más que en casa; y me dieron alas fuertes. El mayor respeto por ese tiempo, la mayor sensación de que la humanidad sí era mi lugar pese a lo desdibujado del hogar que sigue siendo, debería ser (el nido), para todo niño, el lugar FUNDAMENTAL donde aprender a aprender
Hace unas semanas mi hija menor entra a mi escritorio y ve en mi pantalla del computador el tweet de un astronauta italiano de la Estación Espacial Internacional (ISS, sigla en inglés) donde aparecía el nombre de su mamá. Me preguntó si lo conocía, le dije que no, pero sí sus fotos desde el espacio. ¿Le puedo escribir? Por supuesto, veamos qué pasa. Hizo una notita con dibujos y se la envié por DM. Él le respondió “felicito tu motivación, sigue aprendiendo, aquí va un sitio web para estudiar del espacio, you rock!”. Emocionadísima, la vi pegar su dibujo, pasearlo, llevarlo al colegio, compartir con sus compañeros y profesora el dato del sitio web, y llegar a casa varios días queriendo aprender más. Qué importante lo que hizo este astronauta, lo que cualquiera de nosotros puede hacer por los niños.
Pocos días después, me pregunta por el movimiento para repensar las tareas y le cuento que son muchos papás y mamás y profesores queriendo hacerlo mejor, cuidar a los niños, su salud, su imaginación, aprovechar bien el tiempo en la escuela, y en el hogar también. Pasando cerca del Nacional, le digo que esos adultos llenarían el estadio casi dos veces, y abre tamaños ojos. Qué agradecida de que ella sintiera esas presencias, y ojalá todos los niños las sintieran (sin que lleguen jamás a enterarse de cómo un sencillo pedido -no más sobrecarga, cuidemos a nuestros hijos- genera tanta resistencia, tantos juicios).
Más claro me queda que la educación, especialmente para los más pequeños, no se percibe como un hábitat separado del cuidado, y hasta del propio hogar (dos lugares donde “hacer la lumbre”). Y los adolescentes de un modo semejante, también esperan ese cuidado, la dedicación de tiempos y experiencias de los adultos, el poder conversar, encontrarse, y hasta recibir “consejos”. Hacerse ciudadanos, también
En un sinnúmero de textos, escritos internacionales y nacionales, y también en la información que acopió la campaña “Yo opino” del Consejo Nacional de la Infancia, se puede observar cómo niñ@s y jóvenes realizan pedidos y expresiones de deseo en relación al mundo adulto –sobre todo a familias, profesores y el Estado- que francamente, hasta ni merecemos cuando pienso en que por 26 años se dilapidó tiempo y que las garantías integrales para la protección de la niñez son recién un proyecto de ley en trámite. Por la ausencia irresponsable de esa ley, cada defensa de derechos vulnerados, cada intento por erradicar abusos de cualquier tipo, o interrumpir negligencias, ha sido y sigue siendo una gesta hasta el día de hoy.
Si denunciamos el abuso sexual a niños, se desacreditan sus relatos o se los revictimiza; si tratamos de difundir, promover o exigir sus derechos, se condicionan a “deberes” (¿cuáles podría tener un lactante? ¿un prescolar?); si se expone la necesidad de una educación que cuide, avale la creatividad, enseñe a los niños a aprender (antes que a memorizar), se sueñe con calidad y equidad para todos, entonces es “intromisión”; si se levanta un movimiento para repensar las tareas (NO para prohibirlas y menos sin razonamiento, sin diálogo, sin concierto de comunidad-docentes-expertos-familias) con casi ochenta mil papás y mamás a la fecha, se les reclama por no ocuparse de otros temas, o se les acusa de flojos, sobreprotectores, histéricos, sin considerar que se trata de un país que no ha cuidado bien su educación, a sus niños, a sus docentes. Son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea (y por favor no nos confundamos con datos que no sinceran que se trata de países con jornadas escolares de 5,6 horas: NO DE 8 o 9 como en Chile, donde más encima existen “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos).
Desbordan el agobio escolar y agobio docente, el curriculum es abultado y anticuado (y conforme se avanza a paso lento en la reforma educativa, ya ésta va quedando obsoleta), y el mismo sistema que alejó a la educación de su valor como bien colectivo (para convertirlo en bien de consumo) ha llevado a que se estén enviando tareas para la casa en salacunas “para que los niños (guaguas) se familiaricen con ese tipo de trabajo”, y en jardines infantiles “para preparar su admisión en buenos colegios”, y en escuelas con 8 horas y más de jornada “para que refuercen hábitos, o les vaya bien en el simce o PSU, etc” o para que terminen de revisar la materia que no se logra ver en días ya eternos.La salud física, los límites humanos de descanso, la autoestima de los niños frente al aprendizaje, su amor por aprender: TODO lesionado, o en riesgo de. Unos pocos colegios se eximen. Unos pocos. Y en la realidad segregada que vivimos, eso alcanza a tan pocos niños. Otros niños y niñas, simplemente son olvidados hasta por el propio ministerio de educación. Esto en democracia, en el quinto gobierno de la concertación, y segundo de una misma presidenta. Solicité recientemente al ministerio, vía transparencia, información acerca de los niños en Sename en edad escolar: cuántos asistían a la escuela en total, cuántos de ellos tenían necesidades educativas especiales, qué apoyos recibían. La respuesta del ministerio “no contamos con esa información”, pregúntele a Sename (que a su vez había sugerido realizar la consulta en Mineduc). Un reflejo más del abandono infinito del sistema de protección, y de la desafección o desconexión que tiñe el accionar de demasiados personeros -no digo todos, pero sí demasiados todavía- de quienes depende el curso y sustancia y el CUIDADO de nuestro sistema de educación (que huelga decir, no es tratado como el tesoro que es). Descuidar la educación es descuidar, y vulnerar también, a la niñez.
En un nuevo milenio, muchos países están discutiendo cómo crear la escuela del 2030 para ciudadanos globales, y nosotros llevando el diálogo alumbrados por cuatro fósforos, da la sensación; intentando reparar algo que se desmorona o que no funciona bien, o que sencillamente no es todo lo vivificante y significativo que debería a la luz de cambios y desafíos que enfrentan las nuevas generaciones. ¿Importan los niños? ¿Para qué se está educando, a quiénes? ¿qué soñamos, qué queremos, cómo se aprende a aprender? Pensando en todos los niños, no sólo en un porcentaje ínfimo y el que permita la desigualdad impresentable con la que todavía convivimos pese a la nostalgia que declaramos de una educación de calidad, que movilice -y no cercene- los talentos que tienen todos los niños. Una educación humanizadora, empoderante, y exitosa, claro que sí. En el diccionario de la RAE se lee “resultado feliz de…”. ¿En qué minutos eso lo convertimos en puntajes de pruebas estandarizadas, rankings, y otras métricas ligadas al competir? ¿Dónde queda la diversidad del ingenio, el derecho al tiempo para ir aprendiendo, dónde queda la creatividad, y todo lo que nace de la colaboración y de un sentido de responsabilidad compartida?
Veo a los niños y querría ser más como ellos, atentos a las ideas, las emociones y pasiones que gestan cosas nuevas, todas las imaginaciones que podríamos ayudarnos, unos y otros, a encauzar. Sin perder ninguna. O al menos, no por estar más ocupados en defender trincheras, que en hacer lo mejor y sacar lo mejor de nosotros para cambiar una esquina o un mundo.
Tal vez sentiríamos mucho más presentes nuestras maravillosas capacidades de inventiva, si nos propusiéramos prestarles atención todo el tiempo, en un esfuerzo consciente, conectado con nuestra vitalidad, con el deseo de vivir, endosando el placer o gratitud por estarlo, o bien, la voluntad –que también entraña rebeliones- por vivir mejor. Llenar los pulmones del alma.
La orientación al bienestar no obliga a disociarse de criterios de realidad ni a negar malestares y sufrimientos. Una amiga que tuve –era genio en su mundo, reconocida por miles- me dijo alguna vez: “desconfío de la gente positiva, o que habla de ser feliz, por carente de inteligencia”. Sería todo. ¿Cuánto persiste esa creencia en Chile? Uno se pregunta hasta cuándo tener que rendir cuentas por cómo o cuánto o por qué se sufre, o por qué a pesar de todo, sentimos alegría o gratitud, Y hasta cuándo tener justificar lo que parece cuerdo -no abusar, respetar a los niños, querer vivir vidas vivibles, aprender con amor- a costa de tener que perder enormes energías y tiempo defendiéndose, explicando una y mil veces, jurando y rejurando que no hay agendas “ocultas” o pidiendo perdón porque otras causas “más importantes” no concitan igual dedicación. Qué cómodo vociferar o descalificar en medios o RRSS sin moverse ni intentar nada, o sin informarse siquiera, antes de demoler a otros o sus intenciones.
Este país a veces, más devora a su gente de lo que la alimenta. Eso cansa, silencia a muchos. Ni hablar de cómo devora generaciones y generaciones de niños sin darles oportunidad de desplegar todo su potencial, rodeados por una comunidad que los aprecie y aliente, y que insista en la vitalidad del amor, pese y frente a todo aquello que, en estos tiempos, promueve la separación de nosotros mismos, del otro, de la tierra que nos ofrece refugio. Prefiero esa vitalidad y es una elección personal pero se la debo a mis hijas, a otros niños, a mujeres y hombres que no abandonan ni el cuidado ni la fascinación por vivir. Lo que me queda por aprender, y es mucho, no quiero aprenderlo de otra forma.
Antes de los 18 años, serán abusadas una de cada 3 o 4 niñas, y uno de cada 6 niños (aunque nunca he confiado en esta cifra cuando los niños, es sabido, callan más). Según estadísticas internacionales, 85% de las víctimas no develará o lo hará mucho tiempo después. Otras estimaciones indican que por cada niño/a que llega a hablar, otros siete no lo harán posiblemente hasta bien entrada la adultez. Algunos, jamás.
No es llegar y encontrar las palabras para nombrar algo retorcido, perverso, que no se comprende en los niños más pequeños y colisiona desde una sexualidad adulta contra una sensorialidad naciente (los niños procesan como ternura, sin carga sexual como el adulto). Y aun contando con las palabras, o la comprensión o intuición del daño, igualmente podría el miedo ser más fuerte, los pactos forzados de secreto, o la consciencia de que será difícil lograr ser escuchados, y que el descrédito ronda, y está el afecto (o lo que quede de él después de tanta herida), la “lealtad” de niñ@s y adolescentes que paraliza a muchas víctimas que no conciben denunciar a un padre o un abuelo que las ha abusado años y a quien no desean el mal, ni la cárcel. Con el paso del tiempo, más difícil es.
Muchas víctimas, además, condicionarán su silencio ellas mismas porque demoran en reconocerse como tales y entender que no “propiciaron” nada, que no fueron “seleccionadas” por su “abusabilidad”.
Cuánta impotencia da cuando desde el propio frente de mi profesión encuentro libros advirtiendo sobre “perfiles” de niños (dóciles, carentes de afecto, con trastornos vinculares, etc.), sin mencionar la absoluta responsabilidad adulta en el cuidado (y en sus flancos expuestos), o la prevención de abusos como imperativo social, o el hecho reportado por los propios perpetradores en relación a la “oportunidad” o los factores situacionales que fueron determinantes, o por miembros de redes de pedofilia donde más que elegir por las características físicas o psicológicas, de lo que se trató fue de encontrar al niño más abandonado, más solitario, con menos red de apoyo y presencias adultas atentas.
No es tan distinto de la conducta predadora que se despliega en junglas o árticos u océanos: la cría que queda atrás (no herida ni enferma), aquella que la manada olvida o desatiende, es en una mayoría de ocasiones la que el predador ataca o devora. Da igual si era más o menos frágil, dócil, cariñosa, robusta, apegada, o lo que sea. Más sola, sí. Más vulnerable en su soledad, en la distracción de los otros.
Una sobreviviente a la que conocí, era abusada por un tío durante cumpleaños y festejos familiares. Todos socializando en una casa enorme, y ella siendo abusada (hubo tiempo hasta para realizar filmaciones del abuso) en un dormitorio al final de un pasillo, horas, durante las cuales a nadie se le ocurrió preguntar dónde estaba una niña tan chica (podría hasta haber caído en la piscina en tiempos donde no se usaban protecciones). Otra sobreviviente, con una madre alcohólica semi-inconsciente por las noches, vivía los abusos sistemáticos de su padre, y en ocasiones, de un amigo que los visitaba, en un dormitorio aledaño al de su hermano menor que por un agujerito de la pared -en una mediagua- observó esas vejaciones durante años sin comprender, y luego enmudeciendo solamente.
Siempre los niños en desventaja. No conozco la relación exacta pero me pregunto cuántas víctimas lograrán justicia versus cuántos responsables de abusos realmente serán procesados, sentenciados, o al menos desenmascarados. Cuando se trata de extraños, algo. En el territorio del incesto, ¿cuántos niños o niñas podrían comprender, acusar? ¿Quién, a cualquier edad, habría denunciado a un padre, un abuelo, de incesto y violación en los 1800, e inclusive en el siglo veinte? Y aun ahora.
La impunidad es un obstáculo mayor. Chile no cuenta con imprescriptibilidad para estos delitos. Los diez años que se suman a la mayoría de edad, permiten el límite de 28. El abuso sexual infantil es un crimen con un carácter único: por su edad, las víctimas no serán conscientes de que se trata de un delito, sino hasta mucho después de su ocurrencia. Siendo niños o adolescentes, el abuso de poder del adulto manifestado en lo sexual, sobrepasa las capacidades de comprensión, defensa psíquica, y respuesta de la víctima. Mayor es el secuestro en el territorio del hogar, de entornos cercanos, de los afectos y vínculos (la mayoría de los abusadores son de la familia o muy cercanos al niño), todo lo que se pervierte. A las víctimas les llevará años procesar lo vivido, vencer el silencio de años, encontrar su voz (conozco a muchas mujeres que lo lograron después de sus 60) y cuando la encuentran, de adultas, o de adultos, los hombres, a much@s les preguntarán ¿y para qué, a estas alturas? No hay cómo responder a esta inhumanidad. Son experiencias traumáticas que requieren de un “tiempo diferente” para ser procesadas.
Investigaciones en EEUU desde los 80 han ayudado a explicar que las víctimas de abuso sexual infantil, cuando niños/as, viven una suerte de “detención del reloj” a nivel de la memoria. Este reloj se reactivaría muchos años después, en diversidad de circunstancias -desde las más inocuas hasta las más cercanas y evocadoras de la experiencia original o del abusador-, al momento de completar (o recobrar, en algunos casos) la memoria del o los abusos ocurridos en la niñez. Completarla al darle una voz. Poder contar lo vivido, dar con las palabras que no existieron a los 4 años, los 8, en realidad casi a ninguna edad si de lo que había que ocuparse era de sobrevivir. La voz necesita otro espacio para poder salir, ser escuchada dentro, y luego ser compartida. Para poder sanar.
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El tiempo del abuso es diferente al que tiempo que conocemos. Durante la infancia, transcurre como el de un cachorro que juega todavía, ajeno a la herida que rae su pelaje, capaz de disociar carriles de realidad donde uno de ellos tendrá esa condición brumosa e inasible de las pesadillas al dormir, aunque estando despiertos. Con los años, el tictac puede tomar un ritmo confuso, agitado, hasta perforar las defensas y los ojos, hasta tener que ver, aceptar lo vivido, en ocasiones, a golpe de revelaciones casi nunca esperadas.
Una niña que había sido abusada de pequeña por un profesor y sacerdote se dio cuenta de lo vivido, recién a los 12 años. Todavía no le pondría nombre -“abuso”- pero entre clases de educación sexual en el colegio y una película que le mostraron unas compañeras, la angustia fue tal que recurrió a su madre, preguntándole “qué fue eso entonces”. Ella sí sabía (y también que debía denunciarlo junto a su niña).
Imagen o sensación, consciencia y cuerpo: la reconstitución de la memoria del ASI, para algunas personas, puede ser menos difícil, para otras, será fragmento a fragmento; o una sola marejada. A veces, una combinación de ambas formas a lo largo de los años. Luego de la reposesión de los recuerdos, vendrá el esfuerzo de dar nombre a lo innombrable, asimilar la propia historia, y lograr que aquello recordado pueda atestiguarse, cobre al fin existencia, desobedeciendo al fin la separación del propio transcurso.
Liberar la memoria. Maternal, me la imagino, quiero, necesito imaginarla: cuidando y limitando el acceso o comprensión de recuerdos confusos, tristes, traumáticos hasta estar mejor preparados –física y/o emocionalmente- para recibirlos. Aunque nunca se esté preparado en realidad, para la vivencia de un flashback (la irrupción intempestiva de memorias, con sensaciones vívidas y experimentadas en tiempo real) o la más modesta devolución de un detalle. Duele. Remueve todo. Luego, vuelta a reagrupar el alma, acunar el cuerpo. Doy fe
El dolor del abuso se vive en el psiquismo y en el cuerpo, y así también es su memoria. Doble. A dos bandas (como si una ya no fuera demasiado). Una dimensión es la memoria tal cual la conocemos, y la organización de sus recuerdos (una línea del tiempo, un espacio para ellos desde el cual puedan hilarse al resto de una biografía que es más que la sola historia de trasgresión sexual en la niñez). Otra dimensión es la memoria corporal: en el cuerpo hay un registro del abuso -del dolor, de confusión, o de miedo, repulsa- y sus recuerdos pueden emerger de una manera anárquica, incluso ante los más simples estímulos sensoriales. Un olor, una intensidad de luz, o el tacto; a veces una noticia, un lugar, una canción, un mueble que la memoria cognitiva ni tenía registrado, pero que el cuerpo sí pudo reconocer. La vida puede estar bien, ser vivible y amorosa, y el asalto de esa memoria podrá ocurrir de todos modos, de la forma más inesperada, o bien, sabiéndonos más vulnerables, o sólo más sensibles, algunos días.
Frente a una memoria de las características ya descritas (y recuerdos que no “prescriben” ni se pueden llegar y borrar o “archivar”), el trabajo no es menor. Toma tiempo y no poco. Si el fracaso, del Estado, de la familia y la sociedad toda en proteger a niños y niñas del abuso termina enajenándolos de inocencias, infancias y potenciales de desarrollo que les pertenecían ¿cómo no permitir que, más adelante, al menos cuenten con tiempo y espacio para procesar su experiencia? El tiempo también es un territorio del cuidado.
Reconocer este derecho, muy humano, a demorar cuánto sea necesario, es lo que persiguen las iniciativas por la imprescriptibilidad del abuso sexual infantil, o a lo menos, por la extensión de sus plazos de prescripción.
Es necesario permitir ese tiempo, dar cuenta de su recorrido inexorable -neurológico, maduracional, emocional, personal, único- . Respetar los procesos de recuperación o significación de la memoria luego del ASI; poder dar con las palabras (cada uno las suyas, sin imposiciones ni sugerencias), sin prisa, sin presiones, para contar la historia sin caer doblados al escuchar su propia voz contando lo inenarrable, niños, hombres y mujeres. La voz tiene que poder sostenerse y no es de un día para otro. Necesita tiempo.
Entre tanto daño, una victimización más: negar el “tiempo diferente”, forzar otra forma de silencio en las víctimas.
Sueño con que Chile, en esta materia, pueda seguir los pasos de EEUU donde, en la práctica, no existe prescripción de estos delitos. Si bien existe un estatuto de limitación sobre el tiempo para denunciar, lo que termina imponiéndose es la jurisprudencia establecida por los tribunales sobre situaciones que comprometen a la ciudadanía y afectan al bien común.
Así, luego de conocerse los estudios sobre “recuperación de la memoria” -y a pesar de que no faltaron quienes han tratado de desacreditarlos- el sistema de justicia norteamericano ha admitido denuncias de abusos sexuales infantiles así hayan pasado 20 años luego de la comisión del delito, y/o de la mayoría de edad. Actualmente, el estado de Pennsylvania intenta que sea posible denunciar hasta la edad de 50 años (para quienes estén interesados en el tema, pensando en CHile, aquí encuesta 2012 con la situación por c/estado).
Una mayoría de estados ya ha incorporado una ley sobre “recuperación de la memoria” que ha facilitado y masificado las denuncias. Ahora, que éstas devengan en juicios orales y sentencias para los responsables no es tan frecuente como uno supondría. Para muchas víctimas que develaron de adultas, su medida de justicia ni siquiera pasa por una sentencia, sino por la admisión de culpa del abusador, la compleción de un engranaje donde la verdad necesita ser una sola a dos voces: víctimas y victimario. Tristemente, es la forma en que una mayoría de familias y sociedades recién dan crédito a las víctimas.
Otro sentido de procesos judiciales con denunciantes adultos de los abusos vividos en su niñez, es lograr restitución al menos vía cobertura, completa o parcial, de los costos de la terapia que no suele ser breve (menos en casos de incesto) y que deberían ser asumidos por el responsable de los abusos. Puede parecer un pedido insuficiente (versus la prisión o lo que otras personas, que no han vivido incesto y ASI, podrían juzgar como “justo” desde su lugar, reprochando a muchas víctimas por no sumarse a la cólera, por no querer “vengarse” incluso, o por sentir compasión de sus victimarios ya viejos o enfermos y uno se pregunta ¿se darán cuenta quienes juzgan de cuánto más daño se inflige al tratar de imponer a las víctimas, cómo deben sufrir o comportarse?).
Cualesquiera sean los sentidos de la justicia para las víctimas que develan décadas después, necesitamos situarnos desde el respeto, y confirmar sus esfuerzos de intentar elegir cómo quieren conducir su proceso de enfrentamiento a la verdad y de restitución de equilibrios rotos. Esto tiene un inmenso valor en términos de ejercicio del autocuidado, el gobierno de la propia vida, y la reparación. Y para las sociedades también, para el cuidado de sus nuevas generaciones.
En el gobierno anterior, el senador Patricio Walker presentó un proyecto ley por la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra niños menores de edad (2010, contaba con apoyo del Ejecutivo, mediante el ministro Bulnes desde la cartera de justicia). Lo esperable era al menos conseguir una extensión ojalá semejante a la de países como EEUU. Recuerdo que acompañamos al Senador al Congreso, junto a los denunciantes del caso Karadima (Hamilton, Cruz, Murillo). No significó mucho. En marzo del 2014, el proyecto (boletín 6956-07) fue “archivado”.
Me pregunto qué tendríamos que hacer para lograr que se tramite de una vez. Qué haría falta, qué medios, cuántos virales, o tal vez la inmolación de alguna sobreviviente, proclives como somos a reaccionar en contextos de tragedia, y tragedia con mucho impacto mediático. ¿Qué dice el INDDHH, los organismos de mujeres, de infancia, de quién sea? El abuso sexual infantil ha sido considerado como una forma de tortura (un crimen de lesa humanidad) por Naciones Unidas.
Las repercusiones, el estrés post traumático, las lesiones físicas y morales, todo califica. Pero quizás debería ser siempre en medio de conflictos bélicos, terrorismo (incluido el de Estado), dictaduras, o deberíamos agregar al incesto y el abuso sexual infantil un componente ideológico y de discriminación –etnias, minorías sexuales, género, etc- para que tuviera mayor resonancia, para que importara más, mucho más. Pero son sólo niños (sí, lo digo con rabia, con apego fiero a esa defensa de los más, más, más vulnerables de todos). No son adultos.
Tengo claro que las urgencias siempre serán sobre los vivos más que en nombre de los muertos, sobre el presente más urgente que el pasado, y hay ahí una lealtad de especie, una inclinación orgánica, que puedo entender y compartir. Pero los sobrevivientes niños, niñas y adult@s de abusos sexuales en la infancia están aquí, y en tiempo presente lidian con las heridas muy reales (no sólo físicas: las heridas “morales”, emocionales, psicológicas, no por ser invisibles son menos dañinas y concretas en las vidas cotidianas) de lo que debieron resistir.
En un país donde no existe política de salud mental ni siquiera ante la emergencia del aumento anual de suicidios infantiles reportado por la OMS, difícilmente habrá voluntad de saldar la deuda ética con las víctimas de ASI, habilitando formas de acceder a tratamientos y terapia de calidad vía el sistema de salud público (y privado). La única persona, en mi avanzada edad, de quien conocí una disposición seria y bien fundamentada a contemplar –y materializar- la inclusión de la reparación en ASI para niños y adultos vía AUGE, fue a Andrés Velasco. El tema ni siquiera aparece con suficiente fuerza vindicativa en mi propio gremio profesional; entre quienes trabajamos en la esfera de abuso.
Quizás me pierdo. Quizás haber atestiguado que es posible la restitución con apoyo colectivo en otros países me confundió la esperanza así como la percepción del tiempo. Aquí lo siento empantanado. La relación de nuestra sociedad, de un mundo adulto que reacciona todavía con sospecha o reproche ante la palabra “derechos” cuando va en una frase junto a “los niños”, es no menos que decadente.
Existen términos como “racismo”, “homofobia”, “crímenes de odio” para aludir a discriminaciones y crueldades de unos seres humanos contra otros, diferentes, a quienes se considera inferiores. Debería existir un término análogo – “niñismo”, “infantofobia”- para nombrar el conjunto de actitudes a la base de la exclusión, desconsideración, opresión, vulneración, y negación de derechos humanos iguales a los niños. Como si fueran inferiores, hasta dispensables; hechos de hule, de fierro o de nada, vapor humano, menos valioso que muchos bienes y patrimonios que se defienden a brazo partido en nuestra sociedad. ¿Cuánto hemos evolucionado en doscientos años en el trato a la niñez?
Sumo años, una hija ya es una mujer grande, la menor recorre su primera década de vida, y la situación de los derechos infantiles cambió poco y nada en Chile. El tiempo suspendido, musgoso. ¿Qué deseos expresaría si pudiera, qué manifiesto a campo traviesa? Yo quiero que el abuso expire; eso quiero. Echar “agüita de cloro” (como recitaba Cecilia Casanova, QEPD) en todas estas ciénagas, toda esta brea, el peso de media tonelada en el corazón humano, como el de una orca, y no sé el de sus crías, peró sí que jamás llevarán en la memoria relojes detenidos como los que todavía deben cargar las nuestras.
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Agosto 2016: El pasado mes de julio el proyecto de ley para la imprescriptibilidad fue desarchivado y se solicitó urgencia al Ejecutivo para su tramitación. Como un aporte al proceso de debate y decisión, esta carta que les pido por favor leer, firmar si es posible, y difundir entre sus seres queridos y redes: “ABUSO SEXUAL IMPRESCRIPTIBLE EN CHILE: ES TIEMPO” http://abusosexualimprescriptible.cl/
En Chile, se revocó la ciudadanía ilustre a un abusador sexual, Fernando Karadima, ex sacerdote de la Iglesia El Bosque en la comuna de Providencia, Santiago (actualmente cumple la “pena” impuesta por el Vaticano, en retiro espiritual). Esta decisión se recibe con alivio, con gratitud porque sea posible realizar actos de reparación simbólica para las víctimas en primer lugar, y para la comunidad también (bien por el consejo municipal que unánimemente materializa este hito).
Otro alivio, aun cuando se trate de otro país, es que finalmente se avanza en justicia para las víctimas del actor Bill Cosby quien enfrenta un proceso por acoso sexual. Mientras, varias otras acusaciones –en 19 ciudades de 11 estados en EEUU, más una en Canadá-, desafiando plazos de prescripción (difícilmente revocables), intentan abrirse paso en el sistema judicial.
La información provista en testimonios, o vía abogados y fiscales, permite establecer un patrón: Bill Cosby solía invitar a sus víctimas a compartir un trago que él había preparado con alguna clase de sedante, para luego violarlas cuando se encontraban con sus capacidades severamente disminuidas, o inconscientes. En los casos donde no hubo violación, aparece igualmente el intento de sedación, o bien, sin drogas, está presente el acoso, los besos y manoseos por la fuerza.
Son hasta aquí 58 mujeres quienes entre la década de los 60 y los 2000 (ver pfvr reportaje del Washington Post), han padecido además del dolor causado por el trauma, toda clase de descréditos y silenciamiento. Una segunda victimización que se suma a la vulneración original.
El argumento de las “víctimas propiciatorias”, que a estas alturas más que indignación genera miedo y repulsa, ha sido innumerables veces planteado o insinuado. El daño es para quienes sufrieron la violencia sexual, y también para quienes puedan vivirla a futuro. ¿Qué sentido tiene denunciar si no van a creerte? El daño es también para la comunidad pues esos argumentos confunden, y entre los confundidos, puede haber más de un violador. ¿Qué mensaje recibe éste al atestiguar el descrédito a las víctimas? Un free-pass, una seudo amnistía a priori, o por lo bajo, una rebaja en la responsabilidad del delito, compartida con quien lo “propició”.
“Ellas se lo buscaron, se expusieron, se arriesgaron, aceptaron beber con él, sabían a lo que iban, quizás hasta lo trataron de seducir, o de sacar ventaja -‘escalar’ (sus carreras), extorsionar, obtener compensaciones posteriores- y les salió el tiro por la culata”. ¿Por qué se vienen a quejar ahora, luego de tantos años, de qué sirve?, si lo que dicen fuera cierto tendrían que haber hablado antes y la justicia las habría tomado en serio”. No es tan así.
Los sistemas judiciales también cambian, progresan, a veces muy lentamente; también nuestras actitudes como sociedades evolucionan: en Chile, hace una década costaba imaginar la denuncia de abusos sexuales al amparo de la Iglesia. Es un avance. Pero la justicia no todavia
Abusos gestados desde el poder, y defendidos celosamente desde el poder también: de un cuerpo más fuerte sobre otro indefenso; poder del adulto frente al niño, de instituciones, autoridades, de industrias como los medios o el cine. Es difícil preguntarnos si o cómo nos alcanza el poder del abusador o de los entornos que le son propios, o cómo cedemos espacios para la omisión o lasitud, y demoramos en cuestionar, o sacrificamos directamente a las víctimas al silencio, muchas veces antes de terminar de escucharlas.
Hay una forma de sordera que puede provenir del miedo, el desconcierto, el cansancio con las malas noticias, pero también, repetitivamente, ésta sordera no es más que un medio para “proteger” o defender –a veces del modo más violento- la reputación de un posible abusador. “Santo”, “genio”, encantador, “lo incriminan injustamente por ineptitud (de policías, psicólogos, etc), por venganza, por envidia, histeria, para sacarle plata”. Colectivos completos bajo la seducción y el hechizo que bien conocen las víctimas.
La reputación, el prestigio, fueron argumentos reiterados por personas comunes y corrientes, admiradoras de Bill Cosby, para ignorar acusaciones que iban sumando a lo largo de 4 décadas. Aún hoy, con la evidencia disponible, se pueden leer en diversos foros: justificaciones a su conducta, o bien, la admisión de las faltas pero minimizadas o blanqueadas en consideración a sus contribuciones al espectáculo, la comedia, y especialmente, a buenas causas como la educación superior de jóvenes afroamericanos carentes de oportunidades. Pero son carriles separados. Puede alguien ser un filántropo, y también ser un violador.
Seguramente, advierten los expertos, no habrá penas acordes a sus delitos, pero al menos B. Cosby está comenzando a enfrentar la justicia, y el cuestionamiento social. Algo semejante es casi impensable en relación por ejemplo, a Woody Allen, quien cuenta con una defensa mucho más férrea –junto a una disposición a omitir y perdonarle cualquier cosa al parecer.
Hace unos tres años, terminé eliminando un posteo en mi blog ante el encono con que reaccionaron algunos de sus fans. No importó que fueran más los comentarios positivos: un puñado (4) en tono violento, me hizo volver a un miedo imposible de nombrar, pero era una energía reconocible, y fue superior. Un par de académicos de psicología de univ. Latinoamericanas me escribieron para que repusiera o compartiera mi escrito al menos con ellos. Ya lo había eliminado hasta del recycle bin.
En ese post, fui clara en precisar “según lo informado en tal y cual medio” (incluyendo cada enlace), y en delinear lo subjetivo de mis opiniones “yo creo, siento, a mí me pasa que…”. Desde el momento en que supe de la relación de Woody Allen con su hijastra Soon Yi -o como algunos quieren establecer para tranquilidad de consciencia “la hija adoptiva de su pareja”, casi como si se tratara de un accidente cósmico- establecí una distancia, y un auto decreto de no ver más sus películas. Puede ser una medida exagerada, pero no es negociable.
Para mí, el cuestionamiento era desde el cuidado, no la moralina; desde las preguntas, no las respuestas definitivas. No podía no-ver que la localización de W. Allen –al momento de casarse con Mia Farrow- era de cuidador, alguna versión de figura paterna, o a lo menos un adulto en un vínculo con un grupo de hijos donde adoptivos o biológicos no era una distinción que los niños establecieran. Ellos eran “hermanos”, familia, y esa familia quedó rota. No sólo porque el esposo de la madre se separara de ella para casarse con una de sus hijas, así se insista en lo de “adoptiva” (y claro, en estricto rigor no puede definirse como incesto sin vínculo sanguíneo), sino porque a lo anterior se sumó que la hija menor, con 7 años –hija biológica, y ahí sí el incesto no es eludible- develó abusos, e insiste en su verdad sin importar cuántos años hayan pasado. Le creo.
Escribí ese posteo cuando el cineasta recibió el Oscar por Blue Jasmine. Quizás no fue el mejor momento para sus fans, pero me dejó pensando: si un mísero blog generaba reacciones agresivas en algunos, cómo sería la magnitud de las violencias enfrentadas por Dylan y Ronan Farrow –junto a su madre- por la osadía de haber intentado y perseverar en establecer la responsabilidad de W. Allen como perpetrador de abusos.
Mia Farrow era “una loca”, Dylan mentía o había sido inducida, y Ronan era un exagerado, hijo malagradecido, etc. El descrédito a sus anchas. Pero nunca se rindieron. Ronan, abogado y periodista, ha sostenido lealmente la defensa de su hermana (aquí su columna: Mi padre y el peligro de las preguntas omitidas) y desafiado a todo poder en este cometido que no es sólo familiar sino por las víctimas de abuso y el silencio al que son forzadas (ver esta nota, inglés, donde él habla del daño colectivo). Su voz se vuelve más necesaria desde que Ellijah Wood –del Señor de los Anillos- denunciara los abusos y capacidad de encubrimiento e impunidad de un grupo de pedófilos en Hollywood (vía El País).
Adicionalmente, la actriz Susan Sarandon, en pleno festival de Cannes 2016, con homenajes a W. Allen en curso (por su obra y sus ochenta años de edad), tuvo un gesto que se agradece: declaró que no tenía nada positivo que decir en relación al cineasta pues ella creía (y enfatizo el “creía”) que había abusado sexualmente de una menor. Recordé las loas de Diane Keaton y de Cate Blanchett durante los Oscar 2014, embelesadas con la genialidad de Allen. También recordé la total indiferencia de ambas actrices en tiempos en que el respetadísimo escritor y activista Nick Kristoff había puesto a disposición su tribuna en el New York Times para acoger a Dylan Farrow y ayudarla a publicar una carta con su testimonio de incesto, sin censura.
Ronan Farrow compartió que otro medio, el Times, había accedido también a la publicación limitando su extensión a un número de caracteres risible y con la condición de adjuntar, en una columna paralela, la trayectoria de la acusación de abuso sexual fracasada. Lo fue, pero no porque hubiese sido establecida la inocencia del padre, o porque se descartara completamente la verosimilitud del testimonio de la hija, sino porque el abuso no pudo ser demostrado (leí alguna vez el expediente que se hizo público y vale revisarlo para formar opinión cada uno sobre la naturaleza de los interrogatorios a los que fue sometida la niña).
Si el mismo proceso hubiese tomado lugar en estos días probablemente, otro sería el resultado (éste es un interesante artículo al respecto) y Dylan Farrow, que no tendrá justicia (por prescripción), podría recobrar la confianza en que aun sin respaldo colectivo, tiene derecho, como mínimo, al “beneficio de la duda”.
Es horrible agregar a lo vivido, la incredulidad ante al relato de una experiencia como el incesto o la violación. Más horrible es constatar que sea preferible, para una sociedad, difumindar la línea entre víctimas y victimarios.
Las “malas de la película” no son las niñas, jóvenes o mujeres violadas, ni los niños, jóvenes y hombres que son víctimas también de violencia sexual. Los enemigos no son quienes ejercen, finalmente, el único derecho –muchas veces sabiendo que jamás habrá justicia- de vocalizar el abuso, así pasen ochenta años (como la conserje de mi edificio de infancia).
Es posible el autocuidado, el cuidado, honrar el lenguaje, compás sagrado. Pero hoy fallan mis márgenes y siento rabia y me doy cuenta de que estoy harta, realmente cansada, de llevar años hablando de lo mismo y defendiendo la credibilidad del testimonio de niños y niñas chicos, de adolescentes, mujeres y hombres adultos sobrevivientes, que merecen otra respuesta de parte de sus sociedades: una respuesta humana, acompañante en el duelo. Pero si las respuestas no van a estar a la altura, al menos es exigible una presunción de inocencia (misma que se garantiza a los imputados por cualquier delito), antes de sojuzgar y desechar las verdades de las víctimas. “Los niños mienten, fantasean, se confunden”, “las adolescentes exageran, no asumen responsabilidad, se expusieron”, “las mujeres son vengativas”, “los adultos están ‘fregados del mate’, quizás hasta inventan, se están vengando por algo”. ¿HASTA CUÁNDO?
En la memoria reciente, las jóvenes argentinas asesinadas en Montañita, Ecuador. Años atrás Nirbhaya, “la hija de la india”, y todos los días, en todo el mundo, hasta sentirnos incapaces de asimilar otro recuento de atrocidades. “Víctimas propiciatorias”, se dijo de ellas en innumerables oportunidades.
Hemos escuchado lo mismo, con una redacción ligeramente distinta, en relación a niñas o niños pequeñísimos que “quizás buscaron afecto” (pero no una relación sexual adulta) y “por eso se expusieron”, o en relación a mujeres víctimas de violencia intrafamiliar, y ha tomado años entender que no es por “débiles de carácter” que permanecieron en relaciones dañinas, sin buscar ayuda (ni ver salida) u otorgaron enésimas oportunidades a sus agresores, arriesgándose a nuevos ataques, más ensañados, o letales.
De las víctimas de violación, los “contextos” o vestimentas son la excusa (y siempre, tengámoslo claro, serán excusas en pos del violador). Las víctimas “no debieron aceptar alcohol”, “eligieron el encuentro” pero una cita o una fiesta nada, NADA, tiene que ver con haber consentido a una violación.
Lo compartí hace poco en un post sobre abuso sexual en universidades: no puede ser que víctimas de violación deban dudar de su propia experiencia en función del descrédito social que las victimiza, y que más terrible aún, terminan asimilando como propio. La crueldad mayor: poner en sus manos un arsenal para seguir hiriéndose. ¿Qué país es el nuestro? ¿Cuánta más disociación del cuidado?
Recientemente se ha hablado mucho de violencia, de salud mental y su estado crítico en Chile. La enfermedad es también que tantas jóvenes se recriminen a sí mismas o duden reconocer que fueron violadas –cuando sí lo han sido- porque primero dijeron que sí –a un cortejo, un beso, o una relación sexual- pero luego no estaban seguras, o se negaron y entre medio algo disminuyó sus capacidades de deliberar y consentir, y alguien decidió actuar de todos modos (básicamente con un cuerpo como podría ser uno en estado de coma), o bien, porque aun habiendo dicho NO desde un comienzo, fue su propio pololo o novio o amigo del alma el que las sedó o embriagó para luego violarlas (también hay jóvenes varones violados en estas condiciones, por hombres o mujeres, y recuerdo el caso de un muchacho gay vulnerado con una boca de botella de vidrio, por una compañera que le hacía bullying).
El sí es sí cuando es rotundo, inequívoco, en pleno uso de facultades y -no puedo creer que debamos enfatizar lo siguiente- 100% consciente. Todo lo demás es no: el no declarado, junto a otros “no” quizás dubitativos, a medias murmurados, o expresados sin voz pero sí con el cuerpo. Son más. El sí es sólo uno y es nítido. Y si eso no es una claridad en nuestro país, posible de aprender desde niños en hogares y en escuelas (y no es sólo la educación sexual, es TODA) entonces tenemos una tremenda ausencia que reparar.
El consentimiento es una capacidad adulta, pero su desarrollo comienza desde el nacimiento. Comenzar a conversar o guiar en la adolescencia, ya es tarde, y peor en la adultez. Pero no por eso vamos a dejar de hacernos responsables de volver a examinar nuestros SI y NO, su ejercicio lúcido, soberano. Se lo debemos a las nuevas generaciones. Que en el futuro nunca deban hacerse preguntas destructivas:
¿Fui o no violad@, tengo derecho a reconocer que lo fui? es la clase de pregunta que alimenta una sociedad hostil con las víctimas de violencia sexual, donde existen autoridades que demoran, refuerzan la sospecha contra las víctimas (“tomaron traguitos de más”, “quieren pasar gato por liebre”), y/o no responden con firmeza a las demandas de protección y justicia; de cuidado al fin.
Se absuelve o libera a violadores (en nombre de la ley) pero a las víctimas se les exigen pericias, testimonios reiterados, y “pruebas” a sabiendas de lo inmensamente difícil que es comprobar agresiones sexuales sin señas físicas que sirvan de evidencia. Y no las habrá: pasados años y/o sin oponer resistencia, es casi imposible contar con lesiones retratadas o listas para descongelar. Pero igualmente serán exigidas las pruebas (inclusive si se trata de niñas pequeñas violadas durante años por padres, padrastros u otros miembros de sus familias, o niñas embarazadas como resultado del incesto ¿qué más evidencia quieren?).
Con o sin pruebas, con o sin justicia, las voces de las víctimas de violencia sexual, cada uno y una puede elegir no ponerlas en duda, escuchar, no ahondar su temor y su soledad. Yo puedo tener un punto no ciego sino fijo e inamovible, o si alguien elige verlo así, puedo pecar de “parcialidad”, y lo respeto, aunque disienta, pero para mí esto no se trata de ser parcial o no, sino humana y punto.
Creer a las víctimas, escuchar, tratar de entender que no debería haber espacio para tanta incredulidad si aun en las peores condiciones, con todo adverso, en una cultura como la nuestra y en un sistema judicial como el nuestro, un ser humano llega a compartir una historia traumática de abuso sexual infantil o violación. Es la indefensión total de un lado, y del otro, una ráfaga de molinos gigantes: una sociedad que duda, y abusadores que por su edad, su rol, o su peso público en muchos casos, favorecen la omisión u olvido de sus víctimas, y de paso, disuaden a cientos o miles más de intentar alguna restitución.
“Víctimas propiciatorias”, “de alguna forma consintieron”. Me pregunto si se darán cuenta quienes urden esas palabras, de lo que están haciendo, la llaga que ahondan con una cobardía que no por dejar la redacción a medias, se vuelve invisible. “Propiciaron la violación, consintieron ser violadas, horadadas, asesinadas”, podrían decirlo así (tal como lo piensan) y en realidad nada cambiaría, no para las víctimas: media frase o la frase entera, la sugerencia o la afirmación, la daga a 2/3 o 4/5 clavada, todo está hecho de lo mismo. El mismo juicio, el mismo hielo.
No arriesguemos que más niñas o mujeres se resten del derecho que tienen a vivir un proceso de develación, de escucharse y ser escuchadas, recobrar la voz, poco a poco, el curso de sus vidas, poco a poco. Nada es milagroso, ni ligero, ni rápido. Pero por difícil que sea desobedecer los silencios del vejamen, no pueden los actos de voz -rudimentarios, susurrantes al partir, luego más articulados, audibles- tomar lugar en la piedra, la espina.
El descrédito, por favor abramos los ojos, no es más que un nuevo abuso (de verdad lo es, no imaginan el dolor psíquico que provoca en las víctimas), la repetición o regreso simbólico de un verdugo que contaba con esa misma certeza conveniente que las sociedades todavía hoy permiten sentir: “¿quién va a creerte?”, “¿quién? a un niño o niña tan chicos, quién a una adolescente, quién, a una mujer. Y claro, los relatos del horror son confusos, atarantados, o en extremo asustadizos, y no comienzan con tranco firme, ni siquiera comienzan con la seguridad de que llegarán a la tercera frase. Aquí sí la voz es un lápiz que escribe chueco, a punta de lágrima y codazos internos, de borrones de grito en la memoria, muchos borrones (esto no puede ser, pero es, mil veces no, pero sí). No es extraño que la lengua se ponga torpe (¿se puede ahora decir lo indecible?), y los dientes rechinen, los huesos, y hasta la verdad que no importa cuantas veces sea pronunciada, siempre tiene un sonido que recoge el cuerpo, a veces más, otras menos, pero ese sonido, ese sonido, no hay cómo cambiar sus notas. Quizás por eso cuesta tanto que sea escuchado, me lo he planteado miles, literalmente, miles de veces. Quizás eso lo saben bien quienes abusan y a más poder, más distorsionada la escucha de quienes deberían concurrir por las víctimas. O acaso el poder termina dando lo mismo si los perpretadores dan por descontado que la indolencia es su garantía (mucho más de lo que otros seres humanos jamás seremos capaces de creer, de comprender). Todavía puede serlo, Pero no dejo de esperar ese día en que por fin se equivoquen.
En Coronel y Coyhaique, dos ciudades del sur de Chile, se cometieron crímenes atroces. Primero, un padrastro golpeó y azotó contra las murallas a un lactante de un año y meses. Al día siguiente, el ataque a una joven de 28 años (Nabila Rifo), mamá de 4 hijos, quien fue abandonada en la vía pública muy malherida, con múltiples fracturas y arrancados sus ojos.
Un país violento. Un Estado que fracasa en su cometido de cuidar, educar, de evitar violencias severas, o que por omisión e ineficiencia, las habilita. Una comunidad que tarda en reaccionar, en sentir, en exigir el cuidado que merecen sus niños, mujeres, todo ciudadano y ciudadana, de toda edad.
En ambos casos existían agresiones previas: el niño había sido ingresado en marzo pasado al hospital de Concepción, y la mujer había realizado denuncias por VIF, una por el ataque a su hogar y la amenaza de muerte (hacha en mano) de su ex pareja y padre de dos de sus hijos (hoy imputado). ¿Qué precauciones se tomaron de parte de los sistemas de salud y justicia? En el caso de Nabila, el agresor fue derivado a terapia para control de impulsos (más firma mensual; sobran comentarios). Para el niño, no se sabe de ninguna, hasta aquí. Fracaso rotundo en protegerlos.
El niño está fuera de riesgo ya; la joven está apenas consciente y pasará por un dolorosísimo proceso de reparación tanto médico como psicológico. El trauma es en todo su ser, cuerpo, alma, y es también para sus cuatro hijos, su comunidad. El sábado pasado, en Coyhaique hubo muestras espontáneas y masivas de solidaridad. Pero también hemos leído y en realidad no termina de ser establecido tajantemente si sus vecinos atestiguaron o no parte del ataque (sí habría sido realizado el intento de denuncia al 133, con tiempos de espera inconcebibles).
En este ataque o en otros, el miedo puede explicar una parte de la inacción o no-intercesión: miedo a ser agredido, a represalias, o a no saber cómo, simplemente, detener a un agresor desatado, capaz de pulverizar a otro ser humano indefenso. Pero también está la pregunta de hasta qué punto hemos naturalizado la violencia que no intercedemos, ni logramos notar señas de angustia o pedidos de auxilio en silencio, algo que comparten reiteradamente víctimas de abuso sexual infantil: todo un sistema de miradas, signos corporales, etc., que desplegaron a veces por años para intentar “decir sin decir”, y conseguir que no las dejaran solas con su abusador, o que algún adulto -uno al menos, entre tantos- notara algo, interrumpiera el abuso.
Dicen que los medios crean realidades, que alimentan percepciones de aumento de la delincuencia (que según entidades especializadas ha disminuido) y de la violencia. Pero medios o no, el último reporte de violencia infantil Unicef (2012) señaló que 71% de los niños y niñas que viven en Chile sufren maltrato (físico, psicológico y abusos sexuales); Jenafam-PDI informó de 4890 niños y niñas víctimas de delitos sexuales en 2015 y en lo que lleva de este año Sernam reporta 14 femicidios (en años previos: 58 en 2015 y misma cifra 2014; 56 en 2013). Quizás la delincuencia ha disminuido, quizás hasta la violencia es “menos” –comparando con otros países-, pero en vidas de niños y mujeres, obituarios, lesiones y ensañamientos es para dejar en el suelo a cualquier ser humano con corazón.
El ensañamiento. En el ataque de Nabila recordar que no es la primera vez: hace tres años, en Punta Arenas, a otra madre le sacaron los ojos, frente a su guagua. También fue abandonada en la calle –con su hijo- en el frío feroz, no austral, sino deshumanizado. Hoy Carolinaa Barría, ciega, recibe del Estado doscientos mil pesos. Sin comentario la noción de apoyo digno. Ella en cambio, con pleno sentido cívico, humano, comparte su historia (en un reportaje de Paula: “Abre tus ojos”) y trata de proteger a otros, a otras jóvenes y mujeres a quienes les pide que se cuiden, que no dejen pasar la menor seña de trato despectivo, controlador, ofensivo, cualquier violencia de una pareja (y de nadie) y pongan de inmediato distancia, o denuncien, pidan ayuda.
Ella no habla con odio, con ninguna violencia (y después de haberla vivido, nadie la querría cerca, ni siquiera desde las palabras). Se pregunta hasta por el perdón, y uno se recoge porque ni siquiera puede, no realmente, por más que trate, imaginar su experiencia. Carolina es un monumento de vida, de resiliencia, y vuelve a remecernos en estos días enviando un mensaje a Nabila (aquí, nota) en cuyas palabras, nuevamente, no se respira violencia. Dignidad sí, fuerza, cuidado. Desacatan turbas del alma, y obligan a poner atención en algo que ningún índice ilumina totalmente: la vastedad de la desprotección.
Cuesta pensar a Chile como un país violento, en democracia (luego de haber luchado tanto por terminar un ciclo doloroso, y violento, de 17 años de dictadura). Pero qué otra palabra podríamos usar frente a los abusos sexuales a niños, las violaciones, las muertes de niñas y mujeres, las decenas de casos de adultos mayores vulnerados, las ausencias en salud, los rechazos de licencias que impiden a padres y madres cuidar a sus hijos. Es un hilado de daños y sufrimientos que pudieron, podrían ser evitables (no son desastres naturales sobre los que no tenemos control), y no lo fueron. No han merecido la prioridad que siguen invocando.
No actuar a tiempo o hacerlo de modo deficiente, refleja elecciones que no son sólo pasivas; hay responsabilidad ahí. Al menos corresponsabilidad, de parte del Estado, en graves vulneraciones de derechos de niños y de mujeres (y de comunidades, y del hogar mayor que es el territorio y sus recursos) y también, en revictimizaciones.
Demoras en legislar, educar, en proteger pueden considerarse formas de abuso por omisión/acción; flancos expuestos para la violencia. La sola indiferencia de la clase gobernante o de grandes sectores de la sociedad es un factor de riesgo; la indolencia, la desconfirmación de la existencia del otro (bien lo ha explicado el biólogo Humberto Maturana) y de sus sufrimientos; la pobreza; la trayectoria de la corrupción, cifras astronómicas (mientras en educación, en salud, la restricción prima). Hay mucho que no parece estar siendo sopesado como motivo de rabia, de desconfianza cada día más difícil de revertir en Chile.
Uno piensa en las niñas, las jóvenes, las mujeres. Una de cada tres vivirá violencia sexual en el mundo, y en Chile también. ¿Qué les decimos a nuestras hijas? Como Carolina Barria, insistir en el autocuidado, en la tolerancia-cero a señas de violencia, y ojalá se conviertan en ninjas, pero todo queda temblando sin un soporte mayor en la sociedad; en cuidado y en justicia, de la mano. También en el fracaso y las pérdidas que desencadenan.
Cuatro años atrás se suicidó Gabriela Marín, educadora de párvulos de 23 años, mamá de dos niños pequeños. Había sido violada por 3 hombres que lograron ser detenidos por Carabineros, hubo testigos, la víctima logró identificar claramente a dos de ellos, pero el tribunal los absuelve por problemas con la prueba. Al saber que sus victimarios se encontraban libres, Gabriela se suicida y deja a su hermano la misión de lograr justicia. Luego de todo un calvario moral y económico que afecta a toda la familia –los hijos, la madre de Gabriela- y dos juicios orales inútiles, quedaba querellarse contra el Estado. La desconfianza cívica es superior a sus fuerzas (aquí el testimonio del hermano) y desisten.
En nada queda el valor de denunciar, si la justicia no responde. Es perverso que cualquiera víctima, de la edad que sea, niña o adulta, mujer u hombre, llegue siquiera a preguntarse ¿vale la pena denunciar este daño? y responderse que no. En casos de abuso sexual infantil se pide a los niños reiterar su relato una y otra vez, la ley de entrevistas videograbadas está pendiente, y los registros de pedofilia, como hemos sabido, no están actualizados. Las sanciones no garantizan la separación de abusadores de la comunidad ni de sus víctimas, ni proveen mecanismos de contención o prevención de reincidencias. ¿Qué protección es ésa?
26 años de democracia. ¿Qué hemos hecho cada uno y una en 26 años vividos, o en diez, o en dos inclusive? Por supuesto no es igual llevar las riendas de una vida o cuidar una familia que un país, pero 26 años no es un plazo despreciable. Todo ese tiempo, y el maltrato infantil no está aún tipificado como delito (recién en 2015 se presenta el proyecto ley), aún no entra en vigencia una política nacional de infancia ni existe un Defensor del niño (propuesto años atrás por Patricio Walker, mucho antes que se creara Coninfancia), y el abandono de Sename no da más.
No fue prioridad el 2014, tampoco el 2015. Después de la trágica muerte de una niña en abril pasado (Lisette, de 11 años, 11 meses), el Congreso crea una nueva “comisión de investigación 2016”. Su sentido, en palabras del diputado René Saffirio es “conocer los avances y obstáculos de la institucionalidad desde la aprobación del informe de la primera comisión investigadora en 2014”. El Senador A. Navarro, quien preside, dijo que “esperan” (hasta cuándo con ese verbo) entregar en un plazo de 90 días “las bases mínimas” para que a su vez el Gobierno entregue propuestas concretas sobre la restructuración del servicio (ver nota por favor). Sename existe desde 1979 ¿no sabemos ya lo suficiente, cuánto más tiempo van a perder? Uno se pregunta cómo esperan que confiemos. Se va volviendo imposible (reportaje madres adolescentes en Sename, rev. Paula: lectura ineludible).
Me cuesta escribir, no quiero recurrir a marcos teóricos ni a palabras alejadas de la emoción que cotidianamente, o al menos periódicamente nos sale al encuentro. Esto lleva años, paciencia puede quedarnos pero como decía una niñita en terapia “ya no la quiero usar” y hay que pedir perdón por la dureza del recuento pero no se me ocurre otra forma de graficar las negligencias y desidias que vamos sumando.
Se ha solicitado al gobierno una “alerta de género” y no ha habido respuesta. No hay un concepto similar, que yo sepa, para la niñez, pero hace rato estamos para alerta o emergencia también. Para agendas cortas en decenas de temas existe disposición, pero ¿qué se contempla en esas agendas para las víctimas de violencia infantil, de género, para agresores que reinciden?
Podemos tratar de aferrarnos a ciertos progresos modestos (sabemos que cambios o legislaciones toman tiempo), y encontrar tremenda fuerza y esperanza viendo a numerosos colectivos y personas que trabajan o movilizan distintas buenas causas.
Hay una energía ciudadana muy valiosa que se ha puesto a disposición (años ya). Pero la responsabilidad mayor pasa, inexorablemente, por la política pública, instituciones a la altura, y sin esos pilares, no hay manos que alcancen, las de nadie, para cuidar, arropar, para prevenir y evitar violencias, o para defender, consolar, para restituir, para sostener pancartas o velas de lucha, y asegurarnos de que lo que es imperativo cambiar, cambie de una buena vez.
Hay una tarea mayor, como país, que no está firme, ni ha sido prioritaria, desde el cuidado, y desde la prevención de toda violencia, y ésta no piensa ceder territorio así no más, sanar así no más. No es sólo el patriarcado, el machismo, el capital, las distorsiones expresadas en ejercicios de posesión y control sobre cuerpos y dignidades de los más indefensos, vidas que para un agresor, violador o asesino no tienen ningún valor. La disociación nacional del cuidado –de los niños, familias, de los hogares de protección, de distintas comunidades, de nuestros recursos naturales, etc-, expresa de alguna forma que nuestras vidas, para el Estado, están teniendo escaso valor. Eso es tremendamente violento.¿Y nosotros: cuánto las valoramos?
Sabemos que los delitos contra la propiedad tienen mayores penas que los crímenes contra seres humanos que no-mueren (y la insanidad es que “sobrevivir” es una atenuante, o la “irreprochable conducta anterior” así sea que la conducta “posterior” implique abusos sexuales reiterados, o violar a niñitas o mujeres). Pero podrían extremarse las penas –y fiscalizar que se cumplan- y poco cambiaría si no vivimos, además, transformaciones profundas que permitan en el plazo de una cierta cantidad de años, ver cambios como sociedad: en nuestra cultura, nuestras estructuras mentales, nuestras formas de relacionarnos, nuestro lenguaje, nuestros valores y actitudes en cada espacio, en relación a la violencia. Toda violencia.
El estándar de la no-violencia es claro: no es a veces, no es según quién, ni cuáles derechos humanos trasgreda o dependiendo de cuándo. Esos derechos no tienen valor relativo o condicionado, son universales, se cuidan para todos por igual. Incluso para el “peor enemigo”.
Volver a la convicción profunda de que la educación sigue siendo la fuente y la herramienta. Educar desde el cuidado ético, sigo con la insistencia y no da para pedir disculpas (“o cuidamos o perecemos”, el eco de Bernardo Toro, y de Carol Gilligan, nunca fueron más vívidos, y de James Gilligan también, sobre la epidemia de la violencia y sus raíces en la pobreza y humillación, indistintamente de las latitudes): cuidado de sí, de los otros, de los entornos que habitamos y nos sostienen.
Cuidado mutuo, cuidado expresado en respeto a derechos y vuelto justicia si su sentido es proteger, restituir, cuidado como una respuesta colectiva, pacífica, que se jure –así demore, así fracase muchas veces antes de lograrlo- desnaturalizar y erradicar toda violencia (hasta la más mínima o en apariencia irrelevante; nunca lo es). Cuidado que no trepide en actuar sobre cada raíz del odio que sea capaz de descubrir, cuánto factor propicie el abuso de unos sobre otros, o la indiferencia. Cuidado valiente, que se atreva a mirar sus contradicciones, sus demoras, y las ponga sobre la mesa para comenzar a enmendar y agenciar.
Escribía no hace mucho sobre la necesidad de “todo un pueblo” en el cuidado de unos y otros, y también en el cuidado de un país, más todavía si está herido, si muestra síntomas de enfermedad. La queja con el Estado de Chile es la desprotección por demora, por negligencia grave, por desatención profunda. Porque ha malversado –es lo que se percibe- su espíritu de servicio y de cuidado, y ha asumido la pérdida (con nosotros de testigos, acaso pasivos por mucho tiempo), de energía preciosa e indispensable que necesitaba concentrarse en otros cometidos, y aún se necesita: sanar, prevenir, detener violencias (mil veces no+violencia, no más), y propiciar el bienestar colectivo, crear, crecer, llegar a convertirse en un buen país donde ser niño, ser mujer. Ser quien sea.
No es tiempo de seguir condonando la inacción o ineficiencia, la falta de voluntad política y emocional para proteger, para educar, para no permitir que sigan repitiéndose tragedias como las que hemos atestiguado. Pero si el Estado desprotege, vulnera y hasta habilita la violencia (por más arengas y promesas que realice, siempre después-de, siempre tarde), la resistencia es un derecho civil. Y creo más fuerza cobra en tanto la indignación ética no conceda en lo mismo que resiste (la violencia) ni nos separemos de nuestra humanidad, de nuestros amores (pienso en mis hijas, en muchos hijos); del cuidado. Esa desposesión sí sería una derrota; más todavía.
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Imagen: Londres, Great Ormond Street Hospital for Sick Children, 1940
“Han pasado casi 4 años desde esa noche, la noche en que a mi amigo se le olvidó nuestra amistad, la noche en que lo único que vagamente recuerdo haber dicho fue: ‘Los amigos no hacen esto’”- Testimonio de una estudiante de Cs. Políticas de la Pontificia Universidad Católica de Chile, publicado de forma anónima en FB, el 21 de abril (aquí, información). Le han seguido al menos 10 testimonios similares. TODA nuestra solidaridad y apoyo.
No imaginé que en tan corto tiempo mencionaría a Lady Gaga una vez más, pero vuelve esa canción, la imagen de las jóvenes víctimas de violación tomadas de la mano en los Oscar 2016 (video, subtitulos español): “’Till it happens to you”, hasta que te toca a ti: de verdad, no hay forma de imaginarlo hasta que se vive. Que no sea necesario; cuidemos a quienes sí podemos cuidar todavía, sin lamentar más ausencias y destiempos.
¿Cuándo seremos capaces de dimensionar realmente el alcance del abuso sexual, de la violencia sexual en nuestro país? Niñas, niños, pequeñísimos (algunos discapacitados, o hasta en estado de coma), adolescentes, estudiantes universitarias (y universitarios también), mujeres adultas, y hasta ancianas.
Hace menos de dos años, me preguntaba si en nuestro país se develarían los abusos en instituciones de educación superior tal cual estaba atestiguándolo en EEUU a través del movimiento “Carry that weight” iniciado por Emma Sulkowicz. La joven, estudiante de Columbia University, juró llevar con ella, a todo lugar, el colchón donde fue violada, hasta que su violador –alumno de la misma universidad- fuera expulsado. Inevitable recordarla al conocer de los abusos denunciados en la PUC, por una joven de la misma generación.
El valiente relato al que siguen otras denuncias en la PUC (señalan que habría casos de embarazo, inclusive) visibiliza descarnadamente una realidad de la que sabíamos, y apenas es el comienzo. ¿Cuántas y cuántos jóvenes lo habrán vivido en Chile? Las voces serán una cascada, como ya lo están siendo gracias a un historia compartida.
El testimonio anónimo en FB es de una honestidad arrolladora: cada emoción, cada tránsito en el proceso de esa joven: la soledad, la disociación, los auto-reproches (siempre injustos), la verdad que comienza a devolver un sentido de integridad, de cordura a la víctima, pero casi por cuenta propia, a pulso llevando su duelo y la memoria.
En la PUC, las estudiantes víctimas estarían enfrentando una realidad con protocolos inexistentes o incompletos. Puede haber alguna contención, pero se deja sentir una institución más bien distante en la respuesta a la tragedia de sus alumnas. Sin procedimientos actualizados todas y todos los estudiantes están siendo desprotegidos, y las víctimas quedan más expuestas, más vulnerables y confundidas. Las jóvenes necesitan saber qué hacer, a quién recurrir, con absoluta claridad en que son víctimas y merecen justicia.
Recordaba a jóvenes de enseñanza media y universitarias con quienes he cruzado camino en la consulta, casi disculpándose por un dolor al que no terminaban de conferir existencia, inseguras como se sentían de haber vivido o no una violación. Las historias tienen tantos elementos que se repiten: “Lo conocía, fuimos juntos a la fiesta, éramos amigos, pololos, compañeros de carrera, quizás bebimos de más o di la señal equivocada, entonces no sé”…traducción: no sé si fui violada, aunque nunca dije que sí, un sí inequívoco, con todos los sentidos y voluntad: con pleno CONSENTIMIENTO. Es lo único importante: el Sí consciente y rotundo, todo lo demás es NO (no está de más compartir este video, simple e inapelable en su propuesta).
El consentimiento es un tema del cual escasamente hablamos (detenida, largamente como merece, desde la infancia), y un repertorio vital de cuyo desarrollo no nos hacemos en lo absoluto responsables como país, dejando indefensos, de unas y otras formas, a generaciones completas que no reciben la educación y orientación que necesitan (eduación sexual, cuidado etico, prevención abusos, formación para la vida y ciudadanía, entre otros).
Pero sí: claro que era violación, en todos esos casos, y lo es, para cada muchacha o mujer que no consintió una relación sexual. Y es siempre terrible confirmar que sí; que hubo abuso sexual. Pero mucho más trágico es creer que se comparte responsabilidad en un crimen del cual se fue víctima, y sólo víctima, no importa cuántas excusas se quieran levantar, o cuántas “atenuantes” o “facilitadores”del delito. Insistir en esta línea explicativa daña, no sólo a víctimas, sino a niñas y niños que están creciendo y necesitan saber, desde muy chiquitos, que No es NO, que su integridad merece respeto y que nadie tiene ni tendrá derecho a violentarlos, a ninguna edad.
El problema que enfrentan muchas sociedades, incluida la nuestra, es que se condona o relativiza la violencia sexual –exonerando de paso a los violadores – cada vez que se mencionan, aun cuando no sea con afán exculpatorio, hechos como los siguientes: “[las víctimas] estaban ahí por decisión propia, con personas conocidas, en lugares conocidos donde además hubo consumo excesivo de alcohol o de sustancias equis”. Se instala más de una duda destructiva (para ciudadanxs y la comunidad completa), cuando escuchamos a abogados o académicos exponiendo estos argumentos, o a autoridades (parlamentarios, por ej) “deslizándolos” irresponsablemente en debates de proyectos de ley como el 3 causales, en la causal de violación específicamente.
Las denuncias que se han realizado en la Universidad Católica, han surgido antes en otras universidades, tanto a través de alumnas como de académicas, y no serán las últimas que tengamos que conocer. Pero perturba que en la vocería PUC, hasta aquí, ya se hiciera mención a “lugares y personas conocidas, posible exceso de alcohol”.
“Son situaciones difíciles de abordar” dijo el director de ASuntos Estudiantiles. Cierto, difícil, pero por otro lado, es muy simple y nítido en los compromisos a adquirir. Entendemos que en situaciones de perplejidad, y duelo, las respuestas que se articulan pueden distar mucho de ser apropiadas, pero el mensaje queda incompleto sin el compromiso explícito, en acciones detalladas y categóricas, para erradicar la violencia sexual en la PUC (y esto es necesario en toda institución de educ. superior): con protocolos de prevención del acoso sexual, términos muy exactos de relación (físicos-emocionales-sociales-online, y hasta cuándo vamos a rogar por esto) entre docentes-estudiantes y entre estudiantes; estándares de protección del alumnado, de reparación para las víctimas (procesos de justicia y terapéuticos), y en la investigación y sanción de los delitos y de quienes resulten responsables de haberlos cometido, o encubierto (se trate de estudiantes o académicos).
Sin lugar a dudas, deben ser respetados el debido proceso y el principio de presunción de inocencia (hasta que se compruebe lo contario) de quienes sean denunciados como responsables de los delitos, pero deberíamos pedir, al menos lo mismo para las jóvenes abusadas: el debido respeto y contención, sin acusaciones precipitadas, sin desacreditar sus testimonios, ni juzgar –como ha sucedido con tantas víctimas, incluso menores de edad- su criterio, sus comportamientos, repertorios de autocuidado, etc. Antes que presunciones de “dobles intenciones” y hasta “desequilibrios psicológicos” (lo “desequilibrado” y enfermo es un sistema que endosa abusos e impunidad), ojalá las respuestas puedan ser de escucha, de reflexión. Empatía.
A Emma Sulkowicz, la tildaron de loca, agitadora, patética (y cosas peores), la trataron de disuadir, de extenuar a pulso de indiferencias y dilaciones para acoger su denuncia. Ella incólume, con una entereza sobrecogedora, hizo visible ante toda una comunidad, el peso que acarreaba internamente, ella y cada víctima de violación, encarnado en su colchón. Muchos sabemos lo que pesa un colchón, si alguna vez nos hemos mudado, o simplemente, al cambiar las sábanas. Cuántos colchones habría que llevar sobre los hombros, o arrastrar por caminos de tierra y piedras, para dar con el equivalente al peso de una violación, a cualquier edad.
Colchones o no, la sensación es de estar al borde de trizar espinas dorsales y esqueletos completos, si continuamos llevando el peso de miles de víctimas cuyo sufrimiento no alcanzamos a evitar a tiempo en Chile. Si hubiésemos hecho más, si hiciéramos. Pero no damos abasto, y nos necesitamos todxs en el esfuerzo, partiendo en la infancia temprana. Y volvemos al Estado, a las autoridades de salud y educación, para que tomen riendas en lo que ya no es menos que una emergencia nacional: un abuso sexual infantil cada 30 y algo minutos, estimó Fiscalía Nacional hace dos años; 70% de las víctimas de violación del país son niñas; apenas 2% de los delitos sexuales son denunciados.
El abuso sexual no ha sido abordado con fuerza desde la salud pública, y no han sido satisfechas demandas protectoras imprescindibles, realizadas al sistema de educación: protocolos de prevención para toda institución educativa y ciclo de enseñanza (jardines a educación superior), educación no sexista, orientación de los alumnos prek-4to medio en sexualidad/afectividad, relaciones humanas, cuidado y consentimiento. Hacen falta diálogos nacionales urgentes en torno a qué sociedad aspiramos construir; el consentimiento; la violencia. Poder contar con información que propicie cambios de actitud y de estructuras mentales, a diario, por doquier, hasta entender que no podemos continuar viviendo así.
La estudiante de la PUC que compartió su testimonio, escribía: “Él entendía perfectamente lo que significaba mi NO, todos mis no, pero nunca le importó”. La grieta bestial en lo que entendemos por consentimiento; el abuso de poder y la violencia naturalizada.
¿Qué acciones tomará el alumnado, las familias? ¿Qué dirán lxs docentes, el rector de la PUC? ¿Y otros rectores, y autoridades de gobierno? Las señales necesitan ser cristalinas; el mensaje de tolerancia cero con delitos sexuales en instituciones de educación superior (y en cualquier lugar); el compromiso con la justicia; con el cuidado
No podemos sentir que niñas, niños, jóvenes sigan expuesto como hasta aquí. Nuestra inacción los expone; la espera. La violencia sexual la llevamos adherida de siglos, el incesto aún lo viven miles de niñas, niños y adolescentes, los abusos en tantos espacios (tenemos en la retina, ahora mismo, al sistema de protección), las vulneraciones que no son en el “callejón” sino en el campus universitario, el hogar, la iglesia, y en tantos lugares que debieron ser “seguros”.
El límite pide a gritos ser dibujado, defendido, y no sólo desde la desesperación y la indignación (que podrían perder fuerza con los días), sino desde el amor que es mucho más prensil y tozudo, se nos agarra al cuerpo, las ganas, nos empuja las extremidades cuando no queremos movernos, y no nos deja rendirnos, ni descuidar. Que nos sostenga en rebeldía hasta que haga falta; hasta que no tengamos que estar pensando cada semana, o a diario, en cuántos más niños, niñas, jóvenes, mañana al amanecer, en unas horas apenas, habrán sido abusadas y abusados; en cuántos silencios deben todavía encontrar su voz.
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Imagen: Columbia University, NYC, #Carrythatweight Day, 29 de Octubre 2014