Hay situaciones que dejan en tal estado de perplejidad, que una prefiere esperar. Dejar pasar la primera marea agitada (dispuesta a ir directo al roquerío, donde nada queda), y aguardar otra cadencia, un océano no menos indignado o herido, pero sí capaz de encontrar su voz de otra forma. Para poder escuchar.
Cuando leí en las redes sociales sobre el minuto de silencio que un diputado solicitó en el Congreso de Chile para recordar a Augusto Pinochet a 8 años de su muerte, ni más ni menos que en el Día Internacional de los DDHH, me costó creerlo.
No podía creer que hubiese alguien capaz de pedir ese minuto, o alguien capaz de concederlo, de no oponerse (así le costara el cargo o ir a prisión por desacato a no sé qué incomprensible legislación) para cuidar al país entero.
No era un acto privado, ni un grupo de civiles cualquiera. Se trataba del Congreso de la Nación.
Estudios ya han puesto luz sobre la escasa confianza ciudadana en nuestro Congreso (PNUD, 2014) y no somos pocos quienes hemos dejado de sentir aprecio y orgullo por él (sí agradecemos que exista un número de parlamentarios sinceros y trabajadores). Pero confianza más o menos, siempre será exigible, legitimamente esperable de nuestros parlamentarios el que no inflijan ni ahonden en daños a la ciudadanía.
Mirar desde el cuidado ético, desde nuestra salud cívica y nuestra salud mental.
Un congreso claro en su rol, habría evitado ese minuto, para cuidarnos (inclusive al diputado que hizo la solicitud):
cuidar a las víctimas, cuidar la democracia que tanto nos costó recobrar, cuidar los DDHH que están para protegernos a todos, y de cuya defensa, todos también, sin distinciones de ningún tipo, podemos y debemos sentirnos responsables.
Recordé en tiempos de trabajar en un organismo de DDHH dedicado al tratamiento de personas torturadas y de sus familias, haberme sorprendido cuando en tareas de archivo debí procesar Informes de DDHH donde se daba cuenta de situaciones de vulneración grave en otros países, por ejemplo Cuba. Una compañera de trabajo mayor (yo tenia apenas 21 años, y casi todos eran mayores entonces) me dijo “el respeto a los DDHH no es “acomodable”. Es absoluto. Y no existen silencios excusables aquí”. Agradecí estar en ese momento, y como mamá nueva. Las palabras de Mónica son un eco leal hasta hoy.
No hay silencios excusables en DDHH. Tampoco puede ser un arsenal el silencio. Y el silencio de los homenajes públicos, cívicos, debe entrañar dignidad, consideración, empatía. La voluntad y precaución de no-dañar.
Alguna vez leí, en alguna historia, que los minutos de silencio podían ser uno por cada ser humano que hubiese perdido la vida en alguna tragedia. Pensé entonces en que todavía no terminaríamos de callar por cada víctima del Holocausto, hasta llegar a guerras recientes, e historias de cada día en el mundo, los niños y niñas víctimas de criminales solitarios (como en el kindergarten de Sandy Hook, EEUU, el 14 de diciembre del 2012) o ejércitos fundamentalistas (como en la escuela de Peshawar, Pakistan, 16 de diciembre 2014)… sería un silencio ensordecedor
El día 10 de diciembre, iba hacia la universidad y pasaban por mi cabeza otras posibles situaciones demenciales, insanas –porque trizan el sentido común, la cordura, porque hieren deliberadamente, o por omisión consciente a quienes ya han sufrido demasiado.
Jamás pediríamos minutos de silencio por un número de genocidas y tiranos de quienes leemos en textos de historia, con una distancia tenuemente protectora, sólo porque no vivimos en sus eras ni territorios. Tampoco concebiríamos minutos de silencio por asesinos, por pederastas, femicidas, traficantes de seres humanos adultos y niños.
Ese día recordé también a una paciente, sobreviviente de incesto y ASI prolongado, cuando murió su abuelo (responsable del abuso). Ella tenía cerca de cuarenta años. No asistió al funeral, y tampoco los suyos (ni su marido e hijos, y tampoco su madre o sus tíos y primos más cercanos).
Al año siguiente, se realizó una misa de conmemoración y su madre sí asistió esta vez (sentía culpa por no haberse despedido de su padre el año anterior). La hija experimentó la crisis post traumática más seria que había vivido en veinte años, incluidas ideaciones suicidas. Tal fue su herida moral, emocional, y física también (no se sufre en el aire, sino en el cuerpo).
Para las víctimas de crímenes de lesa humanidad en Chile, durante la dictadura, no alcanzo a imaginar lo que pudo ser o cómo pudo sentirse ese minuto de silencio por A. Pinochet. O el que un representante del Congreso, sabiendo lo que sabemos, lo haya solicitado sin compasión ni responsabilidad en una situación donde él no podía anticipar con certeza cuáles podían ser las consecuencias para las víctimas. Y no sólo él fue responsable, sino quienes no evitaron la situación.
El hecho es que representantes de nuestro parlamento, en pleno uso de sus facultades, corrieron el riesgo de re-victimizar a sus compatriotas que habían sufrido tortura, secuestro, prisión, y/o a las familias de detenidos desaparecidos, ejecutados políticos. Familias que talvez el 10 de diciembre volvieron a evocar momentos indecibles, experimentaron flashbacks, crisis de pánico, un regreso forzoso a sus duelos (de manera intensa me refiero, porque hay duelos con los que de todos modos se convive cada día de una vida) por las propias heridas o de seres queridos, o de una comunidad. Esto es muy grave.
Grave, porque cualquier diputado o Senador en ejercicio debe saber –asumiríamos- que el número oficial de víctimas de violaciones a los DDHH y crímenes de lesa humanidad en tiempos de dictadura y con A. Pinochet a la cabeza, es de al menos 40,018. Esas son las víctimas “oficiales” para el Estado de Chile (Informe 2011)
No conocemos el número final. Pero sí sabemos de 40,018 chilenos y chilenas reconocidos oficialmente como víctimas. Dicho reconocimiento se fundamenta en que las personas hayan sufrido: 1) detención y/o tortura por agentes del estado o personal a su servicio; 2) desaparición forzada o ejecución por agentes del estado o personal a su servicio; y 3) secuestro o intentos de asesinato por razones políticas.
En el número “oficial” no están considerados exilios, exoneraciones y cesantías, enfermedades físicas y/o psicológicas, y otros muchos daños para los cuales no existe métrica ni definición. Tampoco están incluidas miles de otras personas cuyas denuncias no han terminado de ser procesadas. O al resto de un país para el cual ha sido lento y doloroso el recorrido de la reconciliación.
Entre las víctimas, recordar a los niños. En los años más tristes –según los Informes Rettig y Valech- 2200 niños vivieron prisión y tortura, al menos ochentafueron secuestrados, ejecutados y/o desaparecidos, y de otros no conocemos su destino pues pudieron haber nacido durante el cautiverio de sus madres luego desaparecidas.
Son 2280 niños, niñas y adolescentes que quiero creer, nos importan a tod@s, más allá de nuestras edades, creencias o avenidas políticas. En minutos de silencio, si fuese uno por cada un@, serían 2280. Casi dos días. Más mujeres, hombres, padres, madres, abuel@s, monjas y sacerdotes, incluso miembros de las propias FFAA (que no cumplieron órdenes crueles), y tantas otras personas de nuestro país. No sé a cuántos minutos llegaríamos. Los duelos, además, son para siempre.
El 10 de diciembre, conversamos de lo ocurrido sólo en familia, y con dos compañeras de universidad -una de ellas británica, y la segunda, india- que se han vuelto amigas entrañables en estos meses. Las 3 coincidimos en que ningún representante de un Congreso en el mundo civilizado, podría hoy eximirse y desconocer, omitir u olvidar a su conveniencia a víctimas de violaciones de DDHH de su país. Menos pueden ser responsables de actos deliberados de re-victimización de sus conciudadanos. Ni siquiera durante un minuto.
“Uno esperaría otra conducta de países democráticos. Lo siento” y guardaron silencio: un silencio que sí agradecí viniendo de estas dos mujeres lúcidas, tanto como su “lo siento”. Una disculpa franca que habría tenido ganas de compartir o hacer llegar a quienes en verdad correspondía pedir perdón ese día, e ignoro si al momento de escribir esta reflexión, habrá habido una disculpa pública –de parte del diputado responsable, de su partido, de todo el Congreso, de la Presidencia-, pero como mis compañeras, y como much@s, yo también lo siento.
Escolares de New Delhi, India observan 2 minutos de silencio por las victimas de Peshawar en Pakistan. Dic. 17, 2014 (via The Atlantic)
Dónde construir la casa, la ciudad de los niños, dónde la escuela, la vida. No dejar pasar las preguntas que informan cada tiempo y edad sobre la tierra. ¿Desde dónde las prioridades los desvelos, los regocijos?, ¿dónde el horizonte?
Activistas y trabajadores por la niñez han reconocido en el 2014, un año devastador. Unicef lo ha descrito (leer) como “de una brutalidad indescriptible”.
Árboles de navidad, pesebres, candelabros, linternas en el agua, velas multicolores en kwanza. Festividades en diversas culturas y tratamos de recordar de todas un poco, mientras ponemos el centro en la que mejor conocemos.¿De qué niño era este cumpleaños? y podría escribir un salmo en la emoción de escuchar a mi hija mayor contando una historia a su hermana pequeña. Saltando de Jesús, a Anna Frank, Luther King, y cada familia, o lo que un niño o niña pequeña podría ayudar a cambiar, en cualquier lugar del mundo.
En NY, dos mujeres convocaron a una marcha. Miles respondieron. El sábado asistimos a la #MillionsMarchNYC, no sé cuántas personas éramos (se ha dicho que 10, 20, 50 mil) pero sumaban cuadras y cuadras, desde el mediodía y hasta la noche. Más que contra la brutalidad policial solamente, sus voces eran contra toda violencia… la violencia mayor de que existan aún en estos tiempos tantas diferencias, tanto sufrimiento.
Ese mismo día, era el día de “Santa-Con”. Otras decenas, o cientos de personas jóvenes disfrazadas de Santa Claus o con trajes alusivos a navidad, caminaban por la ciudad, y en muchas cuadras casi paralelamente a la marcha por los derechos civiles. Los “viejitos pascueros” iban de juerga, bar-hopping, de bar en bar el festejo.
En una esquina, a una muchacha activista, otro joven vestido de “Santa” (y algo ebrio) le dijo “get a job”, como si a las manifestaciones asistieran sólo personas que no tienen nada mejor que hacer, o son desempleadas, flojas, o “débiles” y dependientes de beneficios sociales: esa “carga” para el país que veía el candidato -y supremacista, en realidad- Romney, esos “otros” de quienes habló con desprecio en un acto privado de la campaña presidencial (filtrado a las redes sociales) el año 2012, asegurando su derrota.
“Los otros”, los que se ven lejos, hasta que la experiencia y la rueda de la vida, nos intersecta y nos convierte en ellos, en “nosotros”. He compartido esa experiencia con muchas familias en la esfera del abuso sexual infantil.
Viene pronto el cambio de año y 2014 hereda al 2015, quince millones de niños y niñas que sufren lo inimaginable, en distintas latitudes.
Secuestros, torturas, tráfico humano, genocidio: como dijo Unicef, “indescriptible”.Siglos de evolución humana, toda la información o educación imaginables, y nada, nada ha servido para detener y erradicar atrocidades como las que hemos atestiguado este 2014, sin pausa, sin que se aviste final.
En Chile, nos sentimos lejos, tan al sur en la Tierra. Son “otros niños”, “otros países”. Nuestra lejanía de conflictos armados y miserias inimaginables, a veces, nos permite creernos un poco más a salvo. Pero la vulnerabilidad de nuestros niños existe, de todos modos. Y para nuestro país sigue siendo demasiado el riesgo que asumimos cuando no prevenimos sufrimientos que deberían ser -y que pueden ser- perfectamente prevenidos.
Es diciembre, se va el año, y un cuarto de siglo desde el retorno a la democracia. En 1990, con don Patricio Aylwin como presidente, Chile suscribía a la Convención Internacional de Derechos del Niño. Era un acto de inmediata apuesta al presente y al futuro, y una imagen profundamente inspiradora: de nuestra democracia como un cerco de cuidado mayor alrededor de los más pequeños. ¿Qué nos pasó?
Entre 1990 y 2014, no llegamos a materializar una Ley de Protección Integral de la Infancia. Somos el único país de Sudamérica que no cuenta con ella, y seremos el último en tenerla. En materia de educación el trazado es confuso y en ello se compromete el proyecto de vida futuro de muchas generaciones de niños. En salud, sólo quisiera recordar a una niña de 13 años en Carahue -y antes otra niña de 11 años, en Puerto Octay-. Su embarazo resultado del abuso sexual sin posibilidad de elegir, de interrumpir ese sufrimiento por razones humanitarias y de salud. Tanta desgraciada soledad en que la dejamos.
No podemos estar pensando sólo en penas, está claro; cada uno tiene un cierto tiempo sobre la tierra, en la vida. Pero desconectarnos de nuestra emoción y humanidad, nos deja más solos que nada. Más desvalidos.
Hablaba con una mamá, hace poco, cuyas hijas fueron abusadas. No habría podido sobrevivir la trayectoria, ni ella ni sus niñas, “si no hubiese sido por los demás”. Se refería a la justicia, vecinos, profesionales de apoyo (profesores, abogados, enfermeras en consultorios, psicólogos, etc), otros padres y madres de su escuela. Ahí estuvo lo más terapéutico, lo más sanador: la comunidad, la compañía. Ahí algún alivio.
Poder descansar, dormir, traer a nuestros hijos al hogar, la ciudad, velar por ellos, nosotros. No soy católica ni creyente pero algo resuena hondo del Salmo 127 (o 126; y su salto del hebreo al griego, latín, español, con todo lo que puede haber quedado “lost in translation”). “Cum dederit” de Vivaldi (para escuchar, aquí), lo que no puede ser dicho con palabras.
¿Quién cuida? ¿A quién le urge? ¿Nos urge?
En Chile, el año 2012, se presentó al Senado un proyecto de Protección Integral a la Infancia (P. Walker, M.Soledad Alvear, JP Letelier). ¿Por qué no pudimos avanzar sobre eso? Ya contaríamos con la ley. Talvez, con un Defensor del Niño independiente de gobiernos de turno.
En cambio, se optó este 2014 por crear una comisión ad hoc (Consejo Nacional de la Infancia) que debe formular una propuesta legislativa de Protección Integral a la Presidenta, en el plazo de un año (al 14 de marzo 2015, prorrogables en 6 meses y eso daría Septiembre del 2015, ojalá que no).
Existen buenas intenciones y creo que todos podemos valorar actividades para la niñez, e instancias donde se ha recogido la voz de los niños. Y si fuera el 2008, 2000, 1996, apreciaríamos todavía más que se consulte la opinión de expertos y ciudadanos para articular una ley de protección integral (ver sitio web de Coninfancia). Pero es 2014, y no podemos seguir gastándonos tiempo que no es nuestro; tiempo de la nueva generación.
Miro los ojos de Emilia. Brillan, se inquietan. Escucho a mi hija mayor, hablando a su hermanita de ese “buen hombre que vivió hace mucho y quería a los niños”. Luego los porqué, todo aquello que la más pequeña no logra engranar en lo poco que ya conoce de ciertas realidades.
No tenemos respuestas.
Vuelvo a los meses y semanas pasadas, días recientes. Reportes sobre los niños en hogares de protección (y hasta cuándo serán administrados por personas ajenas al Estado, y condonado el hecho esencial de que no sean nada, pero nada cercano a lo que entendemos por “hogar” o por “protección). En el pasado, hubo niños que en dictadura vivieron las peores pesadillas, y casi siempre, a lo largo de los años, han sido más bien una línea al final, o a un costado de Infomes de DDHH sobre esa época.
El Informe Valech dio cuenta de 2200 niños que sufrieron prisión y tortura. Sólo el 2013, apenas un año atrás, una joven periodista hizo visibles sus experiencias (Gabriela García, en revista Paula). Y ahora, apenas anoche, diciembre 2014, otra periodista mujer (Consuelo Saavedra en Informe Especial, ver) abre el tema de la tortura, los sistemáticos abusos sexuales y violaciones a mujeres detenidas o detenidas y desaparecidas, lo que desconocemos sobre el destino de sus hijos vivos, o no, pero ¿quién los busca, con qué urgencia?
En el cotidiano de una ciudad, la semana pasada se comparte la foto de un abusador de compras en el supermercado, en atuendo, o disfraz más bien, de sacerdote (y digo esto responsablemente, pensando en otros hombres que sí dedican su vida al servicio de los demás, y que jamás han abusado ni abusarían de los más indefensos).
Cualquiera de nosotros, con nuestr@s hij@s de la mano, podríamos encontrarlo en la ciudad. Su víctima, también (una niña al menos, según la justicia, pero yo le creo a su hermana, y de otros niños no sabemos).
La impunidad que nos acompaña. La indolencia, demasiado tiempo ya, y son much@s l@s niñ@s y adolescentes que también corren el riesgo de encontrarse con sus victimarios en “libertad vigilada” y pido perdón por insistir en estas miradas pero sumamos ya demasiadas historias, otro año, y siento que los finales ni siquiera felices, sólo decentemente humanos, nos eluden.
A veces pareciera que no nos importa. Cada uno y una, en familia, de seguro nos condolemos y nos sentimos en deuda. Pero como PAIS (así en mayúscula) estamos todavía en la espera. Ha sido mucha ya. Y queda aún.
Protestas se dejan sentir de vez en cuando, pero no interpelamos a nuestro gobierno con una claro basta, o hasta cuándo, si se trata de los niños, y tampoco los distintos colectivos políticos están dando el ancho en relación a la infancia.
En períodos breves es posible observar, en todo el espectro de partidos/liderazgos políticos, las más extrañas combinatorias de desatinos, irrespetos, desorientaciones (o errores flagrantes) y no dejan de ser angustiantes, más, cuando vienen de la máxima autoridad. Puede sonar naive, pero la resonancia es cercana a soledad. No encuentro otra palabra.
Presidentes y líderes políticos pueden sumar a las personas, y pueden también incidir en la salud o el desgaste (material, moral, emocional) de una democracia, y de su gente. Si se alimenta -por acción u omisión- la soledad, la frustración, la indiferencia, no veo cómo ninguna democracia podría ser capaz de cuidar una sola vida. Menos si se trata de sus niños.
Llegando al fin de este 2014 -y aunque nos haya despertado el ánimo el Premio Nobel de la Paz otorgado a dos activistas mayores por la infancia- cuesta mirar hacia el nuevo año. ¿Cómo disponernos? Con amor, a pesar del sentimiento de saudade que nos ronda.
Saudade. Una palabra prestada y difícil de traducir si se aleja de su lengua madre (el portugués), pero que trae nostalgia (por lo que fue o no fue, lo que pudo haber sido, o lo que podría ser), melancolía un poco, y también un deseo profuuuundo de llegar a un lugar que no es todavía. Tal vez esta definición de una cantante portuguesa (ella tiene que saber mejor) sirva:
”La saudade es algo que sentimos cuando estamos, por ejemplo, lejos de quien amamos. Es un sentimiento inclusive un poco alegre, porque permite sentir el amor en la ausencia, que el amor no desaparezca. Es siempre un sentimiento de esperanza… una espera creativa…una manera de acreditar que nuestras experiencias del pasado que nos han sido significativas tienen vida futura, porque están con nosotros. La saudade tiene que ver mucho con la vivencia del tiempo: del presente, pasado y futuro. Es un sentimiento que conecta todos estos momentos”, Teresa Salgueiro, grupo Madredeus
Saudade como talismán, sortilegio, perdón sobre lo que no hemos realizado aún, y memoria sobre lo que, igualmente, hemos logrado aprender. Saudade como acto de resistencia ante la inacción, la dureza; con toda el alma, nuestros duelos, y también nuestra buena voluntad. Junt@s. Sobre todo para l@s niñ@s, sin más soledad.
Mural realizado por jóvenes artistas (CRC Sename, ex-infractores) en Punta Mira Sur, ciudad de Coquimbo, Chile, para los niños de su comunidad.
And we are so fragile, and our cracking bones, and we are just breakable, breakable, breakable girls and boys – Ingrid Michaelson
And if you’re still bleeding, you’re the lucky ones – Elena Tonra, Igor Haefeli
She holds the hand that holds her down. She will rise… above – Eddie Vedder
Apenas un día.
Primero, la difusión vía redes sociales de una obra de teatro (a estrenarse en Santiago, de Chile, hoy jueves 30 de Octubre). Su nombre: “Punto Ciego: una infancia invisible”, de la escritora y antropóloga española Iria Retuerto, adaptada y dirigida por la actriz chilena Claudia Pérez, dos mujeres grandes en sus creaciones y en su activismo antiguo en pos de la infancia.
Unos minutos más tarde, me recomiendan como “excelente”, “buenísimo”, un video contra el sexismo que circula en las redes (FCKH8, o “las princesas groseras”).
El fin de la discriminación es un esmero que nos reúne a muchos, hombres, mujeres (apenas la semana pasada escribía sobre juicios de género y pérdidas para los niños, ver #Yorespeto). Concurrimos, pensando en el presente y futuro de nuestras hijas e hijos, iguales en derechos y bienestares. El sueño y la vindicación son clarísimos. El video al cual me refiero no es así de nítido.
Es protagonizado por niñas cuyas edades podrían fluctuar entre los 6,7 y 10 años de edad, cuando mucho. Es cosa de observar sus rostros y corporalidades: no han cruzado a adolescentes aún.
Las pequeñas, excesivamente maquilladas, vestidas como princesas, y utilizando frecuentes garabatos en inglés (what the f..k, etc), entregaban un mensaje contra la discriminación de género, argumentando que lo verdaderamente sucio y ofensivo es la inequidad y la violencia.
El tono es estridente, yo lo sentí incluso banal. No sé de publicidad pero lo que vi en el video, estéticamente, o en la comunicación efectiva del mensaje, no es destacable. En términos de la ética del cuidado de la niñez, es lamentable a secas. En un momento, las pequeñas deben enfatizar la realidad de asaltos sexuales y violaciones –una de cada cinco niñas- preguntando ¿cuál de nosotras será?
En otro universo, hojas secas y polvo cediendo el paso a un colchón azul, de espuma, y de todo modos cuánto peso: su materia, su historia, las pérdidas que entre burbujas de esponja no amortiguan la vulneración.
Un cuerpo indefenso Su espectro. Miles. Ayer 29 de octubre, era la marcha de los colchones en campuses universitarios de EEUU y de algunas universidades europeas: Carry the weight together (aquí enlace a la organización). En las redes, #Carrythatweight. El movimiento fue comenzado por una sobreviviente cuyo violador (y de dos muchachas más) permanece impune. Por meses ya, la estudiante de artes visuales de la Universidad de Columbia, NYC, EmmaSulkowicz (ver aquí, incluye video donde ella explica su gesto, sept. 2014) ha arrastrado un colchón azul semejante al que atestiguó su violación (y característico en dorms universitarios de EEUU).
Ella ha querido apelar a la consciencia de todxs, en silencio –sin pedir ayuda, pero sí aceptándola de quien quiera sumarse en compartir la carga-, y hasta que se tomen medidas efectivas para combatir esta verdadera epidemia en colleges norteamericanos, de la que no se eximen otros países. 130 universidades y 10,000 estudiantes y ciudadan@s participaron ayer de #CarrythatWeight.
Lo que comenzó como un acto de protesta personal se ha convertido en una gesta de much@s. Un movimiento que exige justicia y que moviliza el cuidado mutuo, el compartir la responsabilidad y el apoyo a sobrevivientes de violencia sexual: infantil, doméstica, en calles y campuses, dondequiera y a quien quiera –mujeres y hombres- que la haya sufrido.
“Together”… ese acento que desacata silencios y estigmas, la vergüenza inmerecida que muchas veces sienten las víctimas de abusos y asaltos sexuales. JUNTOS. La comunidad en la reparación del trauma, en la resistencia, en los cambios que necesitan ser.
Por la noche, en una farmacia, justo vi el momento en que entrevistaban en televisión, al final de la jornada (ver), a sobrevivientes de violación en universidades: jóvenes mujeres y muchachos hablando con convicción, empatía y una dignidad arrolladora (la confianza en el derecho a usar sus voces), sobre la experiencia que vivieron.
Recordé a las niñitas del video de FCKH8, la pregunta ¿cuál de nosotras será? La crueldad jamás es banal. Ni por un microsegundo.
Pocas veces me enojo de forma excesiva (sí me indigno, pero la rabia es más difícil, aunque quizás es hora), pero si hubiese podido convertirme en átomo para entrar a la pantalla, al video de youtube, les habría dicho cosas terribles a las activistas adultas que concluían la propaganda pidiendo aportar a la defensa de nuestros derechos FUNdamentales (el “fun” porque hacen un juego de palabras con girls just want to have FUN…damental rights. ¿Recuerdan a Cindy Lauper?).
¿Cuántas niñas de 6, 8 años elegirían protestar contra el sexismo de esta forma, en un video, diciendo palabras gruesas, en ese tono iracundo, preguntándose si podrían ser violadas a futuro, conociendo el porcentaje exacto de inequidad salarial entre hombres y mujeres, usando ese vestuario en particular? ¿Conocerán siquiera la palabra “sexismo” o alguna cercana, que les haga pleno sentido? ¿O “asalto sexual”, rape, ese desuello en cámara lenta, muy lenta?
Podríamos preguntarnos, cuando esas niñas crezcan, qué pensarán sobre su participación en ese video, de qué manera habrán evolucionado sus miradas, sus relaciones, sus entusiasmos o descontentos.
Si han de ser activistas, ¿elegirán la misma forma, o una distinta, para defender una causa entrañable? ¿Será ésta -la no discriminación- su causa, o será otra, o no será ninguna en particular? Ojalá toda niña y niño tuviera tiempo suficiente y expansivo para la exploración, los discernimientos, sus decisiones. Suyas. El eje del cuidado sobre sus propias vidas, al crecer.
Algo está ausente. Algo se pierde en más de un punto ciego.
Utilizar a niñas pequeñas para una propaganda que por bientencionada que pretenda ser, sigue siendo propaganda (seguramente para “FCKH8, naughty princesses”, hubo un casting, firmas de contratos o autorizaciones de adultos para que las niñas participaran, ensayo de guiones, coaches), es a lo menos una contradicción y me atrevería a decir, una trasgresión que evoca la utilización de niñas y niños para campañas de modas, o para apelar a la caridad durante catástrofes naturales o humanas (sin importar los duelos y estrés post traumático que puedan estar atravesando los más pequeños). En estas situaciones escuchamos más pronto a las voces adultas y sus cuestionamientos. Por qué no ahora, entonces, con estas niñas. Por qué esta ausencia.
Orientarse desde otro lugar. Claro de voz, un grupo de adolescentes y la Declaración de las Niñas (The Girl Declaration, texto completo) con propuestas de 508 muchachas sobre las realidades donde sus vidas encuentran obstáculos, y peticiones al mundo adulto, pensando en la Agenda de desarrollo post 2015. Es un video sencillo, centrado en el derecho a una voz propia (ver aquí, sin subtítulos en español, pero se entiende bien el mensaje) y en las soluciones que se requieren hoy, pensando en 250 millones de niñas en la tierra. El material deja sentir cuidado, coherencia.
Resulta muy distinto y muy vitalizador, además, ver a jóvenes participantes de una iniciativa donde ejercieron consentimiento, donde aparecen tal cual ellas son y donde pueden expresar un mensaje con sus palabras y sin necesidad de agresiones.
Agresión no es igual a indignación. La indignación lleva otra energía, otro gobierno de la voluntad, otra dirección para resistir y transformar lo injusto.
Vuelvo al video de las niñitas vestidas de princesas, maquilladas. En cualquier otro escenario, estos mismos elementos habrían suscitado las objeciones y reclamos de activistas por los derechos de las mujeres y de la niñez. Ayer, era casi unánime la felicitación de la iniciativa. ¿Vimos el mismo video? La resonancia de un “punto ciego”.
A mayor velocidad, mayor riesgo de perder cosas de vista. Pausa, entonces. Para ver a la niñez. Para vernos.
Muchas veces en las redes se comparten cosas sin leer antes, sin revisar. Es todo tan rápido, tan inmediato. Se opina sobre un joven muerto en una explosión, sin esperar saber los resultados de la investigación, o sin detenerse a pensar en que –responsable o inocente (y era inocente)- detrás de ese joven había una mamá, un padre, personas que lo querían (y sabemos que hay amores que no son condicionados a la virtud o los errores de quienes amamos; sólo amamos, también ahí tenemos nuestros puntos ciegos, tan humanos).
Las cosas que se dicen en la prisa, las palabras que muerden, pasan por encima, dejan todo seco y ennegrecido como luego de un incendio. Cuánto podría evitarse con un poco de lentitud, apenas un poco. Sé que tampoco sobra el tiempo.
Ayer no hubo espera. El video iba viralizándose y más crecía mi resistencia luego de verlo varias veces. Compartí reparos y signos de interrogación con colegas que trabajan en niñez, expertos en género, y en publicidad. Buscaba respuestas. Buscaba poder, sinceramente, sentirme equivocada, exagerada.
La voz que va cuestionando internamente, “quizás he sobreprotegido a mi hija”, “quizás estoy mal, perdida”. Tropiezan y sin querer se hacen zancadillas la madre-la profesional-la mujer: eso debe ser. O tengo mi propio punto ciego: el abuso, estudiar ética del cuidado, la edad (¿una vieja inflexible, fundamentalista, poco moderna?) y así, decenas de argumentos más para poner la censura o el signo incierto en mí pero no en activistas por los derechos humanos, la justicia, la igualdad.
Punto ciego también en otras realizaciones. Las agendas por las “buenas causas” deberían ser las primeras en pensar “en cuclillas”, a la altura de los niños y niñas, de los derechos que debemos cuidar para ellos, y del respeto por el tiempo de su niñez y lo que cada etapa en ella permite preguntar, comprender, asimilar.
No termino de desanudarme y en eso mi hija menor llega a mi escritorio. Yo justo revisaba el material y en los segundos que me tomó cerrar la pantalla, su voz estaba en alerta: ¿qué dicen las niñitas con tanta rabia?, ¿por qué dicen fuck?, ¿por qué lo cerraste si es para niños?
Trato de explicarle algunas cosas acorde a su edad, y que en realidad el video está pensado para que los grandes entiendan algunas cosas y cuiden mejor a las niñas, y también a los niños (eso fue mi agregado). Me liquida con un: “¿Y entonces por qué no piden eso los grandes a los grandes, entonces?.
Llega unos momentos más tarde mi hija mayor (recién en estas latitudes). Luego una colega querida. Ambas, antes de decirles nada, comparten las mismas aprensiones sobre el video. ¿Por qué no lo hacen sólo activistas adultas?, ¿Dónde queda el cuidado, el consentimiento, el respeto por el tiempo de la niñez de esas niñas?, preguntan.
Definitivamente punto ciego, quizás sin intención ni doblez, pero punto ciego al fin. Por eso, más allá del sentido que tenga en este escrito, no querría volver a ver ese video. Sin ningún ánimo de apoyar su difusión, aquí comparto enlace de la campaña para que puedan verlo con calma.
Observarán que no incluye un disclaimer o aclaración sobre puntos relativos a la autorización de las niñas a participar (y si lo pensamos, más cuidado se señala por los animales, al final de películas o comerciales), ni sobre el carácter adulto del material, o eso me pareció (inadecuado para niñas y niños pequeños, al menos). Tal vez se dio por entendido. Tal vez no hubo tiempo; o sólo hubo impulsos. Arrebatos.
Detenerse un momento. Cómo llegamos aquí. Cuál fue el territorio salvaje –dentro y fuera del alma- donde la grieta comenzó, miles de años atrás, y uno y otro lado de esa grieta, del peligro de no poder ser nosotras y nosotros mismos. El libro tan antiguo de nuestros despojos. Cuerpos de niñas, cuerpos de niños, la última pieza de madera en una muñeca rusa mayor, millones de ellas en la tierra, mujeres, hombres, las capas y edades que nos habitan, la vía subterránea donde vuelan aves o se estrellan aviones contra rascacielos y dejan cenizas irreconocibles. Todo. La herida moral (y física, sexual, emocional, relacional) de un orden que puso a unos cuantos hombres por encima de todos los demás seres humanos: de la totalidad de las mujeres y de muchos otros hombres también.
Cuánta separación y abandonos hemos vivido bajo la regla del padre, del sacerdote (el patriarcado) y agregaría una suerte de tesorero también… la dificultad que arrastramos, como colchones azules que también se pierden en puntos ciegos, sin que lleguemos a ver el estar juntos, juntos en esto: llevando, en distintos momentos, los colchones, féretros, o tristezas de unos u otros. También las esperanzas. Y no se puede a dos manos, solamente. Son más las que necesitamos, siempre más.
A pesar de todo, aunque no sean todavía suficientes, o no podamos verlas con nitidez, son siempre más.
“In days to come, when your heart feels undone, may you always find an open hand” — Deb Talan
“Into open hands, blessings fall” – Steve Crandell
Let the soul be assured that somewhere in the universe it should rejoin its friend — R.W. Emerson
Recuerdo que la primera marcha por la diversidad a la cual asistimos como familia fue a fines de los noventa, en otro país. Fueron muchas, y también clases con alumnos y familias, sesiones de terapia (de mamás y papás que querían comprender y apoyar mejor a sus hijos e hijas que habían compartido al fin con ellos, ser homosexuales), reuniones de colectivos pro diversidad para educarnos como familia.
En los 2000 fue ardua la oposición al intento de la administración de G. Bush de introducir una enmienda constitucional que cerrara toda posibilidad de aprobar matrimonios homosexuales (en Georgia fue una campaña sin pausa donde mi hija mayor nos llevó de la mano a muchos rallies; y cuánto aprendimos de ella y de sus amig@s). Hoy en EEUU es indetenible la evolución hacia un país completo que reconoce los derechos iguales, también en el amor, de todos sus ciudadan@s.
Desde esa primera marcha, casi veinte años pasaron y todo lo vivido en otras latitudes se repite ahora –con demora, pero con la misma sensación de maravilla- en nuestro país.
Lo vivimos con esperanza, alegría, confianza: hay otra pequeña en la familia y, como muchos papás y mamás, soñamos para ella esa nación donde cualquiera sea su camino, sus amores, elecciones, oficios, proyecto de vida, pueda realizarlos.
Me cuesta entender (no sé mucho de leyes, y prefería que obraran desde el amor, con amor, no contra él, sometiéndolo a restricciones), por qué no se discutió de inmediato el matrimonio igualitario junto con el acuerdo de vida en pareja -AVP- para parejas que conviven (cualquiera sea su orientación sexual).
No obstante, como muchos, veo en el AVP un progreso y uno que agradecemos a la tenacidad de hombres y mujeres buenas, activistas y fundaciones que no han detenido su trabajo en décadas, y con mucha mayor urgencia en los últimos años. Recientemente, la propia iglesia, desde su sínodo, deja filtrar también una nueva luz.
Es un nuevo tiempo. En todo el mundo, y en Chile también. Estamos creciendo. Hay una conversación social acerca de la diversidad –y un universo que se va creando a partir de ella, donde podemos habitar- en la cual pausadamente, o a paso más ágil y veloz, nos vamos encontrando todos y todas.
Posiciones habrá distintas, resistencias también (y lamentablemente, violencias), pero más allá de objeciones u obstáculos no podrán ser omitidos derechos humanos que son universales para todas TODAS las personas, ni desconocer que las nuevas generaciones viven y seguirán creciendo en un país distinto.
Papás, mamás, educadores -y todo el mundo adulto-, somos una voz importante para nuestros niños y nos ponemos a disposición para escuchar, responder a sus preguntas, acompañar, guiarlos. Aunque no siempre sea sencillo porque también como adultos podemos tener inquietudes, dudas, temas irresueltos, preguntas y emociones.
Confiemos en los niños, en su corazón gentil y su apertura natural a la diversidad que existe por doquier: faunas, floras, comunidades humanas, el amor y las distintas familias también. Ellos saben.
El respeto a la diversidad sexual es un eje fundamental en la educación desde la ética del cuidado. Son demasiadas las evidencias (cotidianas y en estudios expertos) sobre los daños que vienen con la discriminación, la intolerancia, la violencia, o los juicios de género.
Hace dos años, conocí de una investigación en marcha (este 2014 se presentaron sus resultados, ref: Judy Chu) donde ya se avizoraba el sufrimiento de niños varones de prekinder ante la presión de los estereotipos (impuestos por los adultos) en sus juegos, en su forma de expresar afecto, y de vivir la amistad. Llegando a primero básico, sus voces habían cedido terreno a ciertos silencios. También su forma de ser estaba cediendo, y con ella, la confianza en sí, la autoestima, diversas habilidades. Las pérdidas no son triviales.
En un salto del tiempo, los hombres grandes. Un estudio sobre estrés post traumático en sobrevivientes de guerra, llamó mi atención desde el relato de veteranos del Vietnam que agradecían, en las condiciones más desgarradoras, haber vivido tardíamente la posibilidad de relaciones de intimidad afectiva (no románticas, no sexuales) con amigos hombres. Amor.
Al volver de la guerra, sus comunidades, familias y esposas no comprendían la fuerza de esos vínculos de amistad profunda que los ex combatientes, con mucha dificultad, trataban de sostener. Un veterano muy mayor explicaba este amor profundo entre hombres amigos (como una lo ha sentido por sus amigas de toda la vida) y el desgarro de que no bastando con la guerra (y el abandono del gobierno y comunidad al regreso), debieran negar más encima sus propias almas y afectos. Amores que hacían bien; que los conectaban con su condición humana (casi perdida del todo, luego de lo vivido en Vietnam).
Las historias de estos hombres adultos no pertenecen sólo al pasado. Los niños de hoy también viven situaciones de extrema presión sobre su sensibilidad y su autenticidad. Si años atrás a los niños se les decía “no seas niñita” (para jugar, expresar emociones, vestirse, etc), se ha sumado a ello el “no seas gay”.
Cuesta entender que actuemos así cuando la sinceridad, la ternura, la preciosa intimidad que podemos vivir en una relación de amistad, de amor (también con nosotros mismos), son humanas: parte de nuestra naturaleza, de nuestra experiencia. No tienen género.
La presión impuesta por juicios de género ha llevado en algunos países a que los niños varones renuncien a parte de su mundo afectivo, y muy concretamente, a sus mejores amigos:
existen estudios que muestran como durante la básica y hasta fines de ella, al igual que las niñas, los niños contaban con un confidente, mejor amigo, una relación amorosa y contenedora donde compartir sentimientos, dudas, ideas, problemas, alegrías. Entre niños. (ref: Niobe Way, Judy Chu, Michael Kimmel, investigaciones de los últimos veinte años con niños y jóvenes de diversas culturas)
Llegando a finales de la secundaria, 75% de esos niños ya no tenía un mejor amigo. Comenzando los estudios superiores, la pérdida llegaba casi al 100% (y grupos de deporte u otros, no proporcionan necesariamente espacios de intimidad afectiva a los jóvenes varones).
Los muchachos habían renunciado a su afecto, y a su voz más íntima (la que comparte lo más profundo de su sentir): no sólo por las presiones del prejuicio (en el sentido que amistades muy cercanas serían “sospechosas de homosexualidad”) sino por lo que se espera de ellos desde la “masculinidad”. Esa expectiva conocida por los adolescentes (y habría que preguntar también a los hombres adultos en estos tiempos) que los obliga, dicen ellos, a ser autónomos, fuertes, estoicos. ¿Solos? Es una cruel desposesión.
Se habla de las niñas en una situación desoladora e inconcebible (abuso y violencia sexual, matrimonio infantil, pobreza), pero lo que viven ellas por millones también lo viven los niños en números que no podemos sólo asumir menores, sino desconocidos. El último informe de violencia contra la infancia de Unicef (2014) es claro en señalar que muchos niños no denuncian sus sufrimientos por temor, estoicismo, y para evitar ser sojuzgados, ellos y/o sus familias.
¿Cómo ayudamos a cambiar esta realidad? La pregunta del presente y del futuro no puede separar a niños y niñas.
La pregunta, aunque no sepa cómo enunciarla bien, va hacia la forma en que podamos proveer contextos y relaciones humanas que permitan a niños y niñas por igual, sentirse a salvo, aceptados y empoderados a desplegar auténticamente su ser, sus capacidades y atributos diversos. Y a cómo, también, fortalecemos resiliencias y recursos que les permitan a ambos (niños y niñas) ser parte de paisajes que no cambian de un dia para otro, y donde todavía habrá dificultades, escasez, censuras, y más de un dolor.
Ojalá en Chile nos valgamos de advertencias y aprendizajes ya ganados en otros lugares, y vayamos sumando otras historias. Ya existen. He conocido de colegios donde hoy en día están trabajando programas para promover la igualdad de género (y también JUNJI, en sus jardines de administración directa), así como la inclusión y el cuidado amoroso de niños y niñas homosexuales o transgénero con toda la comunidad haciéndose parte.
Más allá de las definiciones y los géneros, volver sobre los seres humanos pequeños y pequeñas a quienes estamos protegiendo, amando, educando.
De un colegio en Santiago surgió una website para orientarnos como familias (www.transexualidad.cl); en otro, una estudiante está viviendo su transición social (a niño) con apoyo de compañeros, profesores, y apoderados no sólo de su curso sino de todo el colegio. Por cierto, una parte de cada historia es la transición social, y la ética del cuidado y el derecho al tiempo -el desarrollo y maduración cerebral lleva unos 20-25 años, recién ahí es el paso a adultos- deben seguir siendo cardinales a fin de no precipitar ni presionar procesos, y de esperar para la toma de decisiones más profundas e irreversibles (como en la parte médica). Pero son historias que vamos conociendo; que nos piden aprender. Cuidar. Respetar
En este día del #Yorespeto, quizás como muchos papás y mamás, agradezco de la nueva generación cómo nos enseña que otro mundo es posible. Sus ojos nuevos, su voz clara.
Pienso en mis hijas, en lo que he gozado siendo parte de sus vidas. Las lecciones que he recibido.
“Las personas son personas, todas distintas, el respeto igual para todas”, diría la mayor cuando chica, en reclamo por las clasificaciones de género. La más pequeña, de 6, no conoce las palabras gay, lesbiana, homosexual, trans (y tampoco conoce “tolerancia”, sólo “respeto”). Pero al igual que su hermana mayor, y como muchos otros niños, desde pequeña ha compartido con parejas y familias diversas y no existen los nombres cuando ve lo mismo que en su hogar, en tantos otros hogares: cariño y cuidado de unos por otros, especialmente de l@s adult@s hacia los niñ@s.
En la última marcha por la diversidad y no-discriminación de mayo 2014, Emilia se quedó fija en un grupo de hombres transvestidos (no estoy segura de si el término es el correcto). ¿Están disfrazadAs porque es la fiesta de las “familias distintas”? Sí, le dijimos. ¿Puedo hablar con la niña de rosado y hello kitty? Por supuesto, si ella quiere también, ¿preguntémosle?
Nos acercamos a él/ella (me cuestan las conjugaciones) y nos acogió con una amabilidad inmensa. Me preguntó, como mamá, si le permitía comer dulces a mi hija. Digo que sí, que en general sí (aunque algunos no nos parecen seguros, por si se atora). ¿Estos están bien? y me muestra unos koyac (quizás se llaman distintos en estos días), pero chiquitos, y le respondo que sí, todo bien.
Mi hija le pregunta por su ropa, su cabellera, su cartera (muy colorida), y en todo recibe una respuesta dulce, lúdica. Luego Emilia le pregunta si pueden retratarse juntas. Ella le responde “hay que preguntarle a la mamá”.
Me emocioné y no sabía cómo se detiene el tiempo o se atesoran momentos así, de tanta inocencia y respeto entre seres humanos, de tanto cuidado de la manada adulta por los más chicos. Asentí, y vi a mi hija alzada en brazos, brillando al sol esas dos cabelleras radicales y alegres, una de color naranjo, la otra de color rosa. Qué momento único. Inolvidable.
Tomamos la fotografía, Emilia feliz, y mi marido también, que fue llamado por la más chica a sumarse al grupo. “Qué tierna la niña”, comenta mi hija al alejarnos. “Su voz era un poco distinta eso sí, como de niño”.
¿Tú la escuchaste distinta?, le pregunto, y en esa repetición de sus palabras y en el tiempo que gano, intento prepararme para el diálogo que pueda venir (aunque preferiría que fuera más adelante en esta esfera de la diversidad, y así poder conversar, por ejemplo, en torno a una película como “Mi vida en rosa”). Su respuesta es imbatible: “Sí mamá, pero todos tenemos voces distintas”. Acto seguido pasó a comentar otras cosas, los globos, el cielo, un edificio antiguo.
Hasta ahora no se ha abierto una nueva conversación, pero mientras residimos en Nva York, la más pequeña ha cruzado camino, al igual que otros niños, con decenas de personas y parejas de la mayor diversidad.
Nos tocó que en el metro, una pareja de lolos se sentó frente a nosotras en un trayecto largo. Iban riendo y siendo muy cariñosos (nada excesivo, sólo una ternura arrolladora). Disfruté viendo a mi hija mirarlos con una gran sonrisa y curiosidad. ¿Son pololos cierto?, pregunta. Le digo que sí, “como tu hermana y Jaime”. Ahh, y ríe con travesura, sin “pero…”, sin más preguntas, tan ligera en una edad donde ya presta atención a las claves y a la noción del amor romántico (que a los 3,4 años aún no estaba presente). Este amor, y el amor por su familia, el cariño por sus amig@s.
El amor que no trae sombras ni reproche, tampoco nombres; que no ve diferencias y sólo reconoce a personas que se quieren.
Escribo esta mañana, lejos, y me pregunto cuántas historias más cómo ésta tendremos para contar. Las nuevas generaciones de niños y niñas viven este tiempo de una forma que puede iluminarnos a todos. Ojalá en este blog, en múltiples espacios y diálogos, otros papás, mamás, herman@s, educadores, pudieran compartir historias de sus hij@s, alumn@s (por favor, sería increíble). Estamos entre tod@s aportando a un tomo mayor en un estante de libros muy querido, donde vamos sumando las etapas de vida de esta nación. Ésta es una buena etapa.
Que sea una bella marcha la de hoy, #Yo respeto
En Battery Park, NYC, 18 Octubre 2014, #yorespeto para igual celebrar el buen día.
Serie de Diversidad Sexual y la Nueva Generación: Cómo conversamos con nuestros niños (publicada en El Dinamo). Van cinco columnas a la fecha (quedan 3 pendientes). Gracias por concurrir en su lectura:
I will be the gladdest thing/Under the sun/I will touch a hundred flowers and not pick one — Edna St Vincent Millay
Los ritos son importantes, como comunidades, familias, a toda edad, y pocos ritos son más importantes para los niños que sus cumpleaños.
Para madres y padres también es un momento muy especial: de alegría por la presencia de ese hijo o hija en sus vidas, de gratitud por su propia maternidad o paternidad, una instancia para expresar amor, para contemplar (y detener el tiempo) la sonrisa más radiante del mundo. En alguna parte de esta historia algo salió fuera de curso.
La sociedad de consumo y la industria de las celebraciones expanden su influencia y cada vez son producciones mayores no sólo los cumpleaños infantiles, sino muchos otros festejos, bienvenidas a los recién nacidos, santos, días para celebrar a todos, la madre, el padre, abuelos y tíos, la amistad, en fin. El calendario queda corto para tanto “día de…”. Y es un placer poder recordar y celebrar afectos y a personas especiales en nuestras vidas. Debería ser, cuando lo que queremos decir, a fin de cuentas, es “yo te aprecio, te quiero, te doy gracias”.
El placer pierde un poco de energía ante las expectativas desmedidas que inclusive nosotros mismos podemos imponernos. El “ideal”, y la oferta que es inmensa en formas de materializar una celebración (junto a los más diversos presupuestos) nos cercan. A la par, proliferan propuestas para “simplificar” los cumpleaños, pero que éstas se hayan vuelto necesarias nos habla justamente de la escasez de simpleza y de la dificultad en estos días para lograrla.
Lo positivo es que el tema de los cumpleaños no sólo se está revisando en Chile: en otros países se reflexiona también sobre el mismo estrés, así como sobre resistencias, preguntas y posibles soluciones. La creatividad es una forma hermosa de desacato
Hay familias que han optado por cumpleaños alternativos a las mini o mega producciones que se realizan por estos días. Manualidades, el hogar, una forma “ecológica” de responder. Mientras no sea sólo otra versión para el estrés, esta vez uno “alternativo” (sumado a la angustia, más de una vez, de no querer afectar la relación de nuestros niños con sus compañeros, o su percepción en el grupo), bien pueden servirnos de ejemplo y de guía.
Algo que puede ayudarnos es que quizás antes de llegar al primer cumpleaños del primer hijo o hija -y como en todo tema relativo a sus vidas-, pudiéramos conversar sobre cómo los imaginamos o nos gustaría que fueran: qué queremos expresar con ellos, qué estamos priorizando en verdad.
Vale hacernos la pregunta sobre qué nos mueve: ¿la alegría inolvidable de nuestros niños, un estilo e identidad de la familia, la inserción de nuestro hijo, sentirnos aprobados, buenos padres, enmendar por algo del pasado? Cualquiera sea la motivación principal, tratemos de definirla, volver a examinarla de forma que los cumpleaños puedan ser sólo un gusto y un gesto amoroso y entusiasta, y no una pesadilla.
Puede ser útil, entre las consultas que hacemos padres y madres a los jardines, escuelas, colegios donde matriculamos a nuestros hijos, incluir la pregunta del cumpleaños y qu[e se prioriza. O bien, cuando asistimos a las primeras reuniones de apoderados, ojalá no tener timidez en plantear el tema porque el estándar que se pueda acordar determina años por venir para ese grupo de niños y familias. Si en kinder todos están con la presión al máximo, ¿qué queda para los 13, 15 años? Podemos partir con más simpleza.
Eso supone conversar del cómo, el dónde, y es distinto un lugar donde sea posible jugar juntos, que uno donde los niños terminen jugando cada uno por su lado. También está el tema de los presupuestos, el valor de los regalos, etc. Sobre estos y más puntos se pueden tomar acuerdos; reflexionar sobre qué necesita realmente un pequeño de 2, 6 u 8 años. No se trata de restricciones sino de colaboraciones en una comunidad que al menos, como se da en Chile, podría compartir más de una década en un mismo colegio.
Siendo mamá de dos niñas con veinte años de diferencia, ha sido complejo el tema de los cumpleaños porque el escenario cambió radicalmente en dos décadas.
Al partir de Chile a mediados de los noventa, los cumpleaños a los que asistía mi hija mayor se realizaban en las casas de sus amiguitos, había torta y golosinas, se invitaba a todo el curso (como política del colegio, informada al momento de la matrícula), y los apoderados sólo iban a dejar y a buscar. Adicionalmente, se le podía pedir a un hermano o prima joven (generalmente scout), y si no, a universitarios que trabajaban part time que ayudaran con juegos y animaciones para un grupo de niños que no era menor: compañeros más primitos.
No fue muy distinto lo que encontré en nuestro nuevo hogar, en otro país donde recién a los 12, 13 años, hubo algunas fiestas más producidas, pero durante la enseñanza media todos los cumpleaños fueron en las casas y en horarios bastante razonables. No sé si fue solo buena fortuna, pero no recuerdo ni una sola oportunidad en que mi hija volviera triste o accidentada de una fiesta durante su vida escolar: siempre regresó feliz y lista para dormir. Tampoco recuerdo de ella o sus compañeros que compitieran en esta esfera, ni que exigieran a sus padres mucho más que una torta de un sabor preferido y quizás con un personaje o un mensaje especial junto a las velas. Ni siquiera en EEUU, el imperio del consumo, vi mayores estreses en esa época.
Muy distinta fue la realidad que me encontré en el regreso a Chile el 2011. Inclusive, los cumpleaños en jardines infantiles habían aumentado la “producción”. Un colega me dijo “esto no es nada. Prepárate cuando entre al colegio”. No le creí y tuvo que mostrarme fotos en su celular de varios cumpleaños del curso de una de sus hijas. Comencé a preguntar en todos lados, y me di cuenta de los esfuerzos, a veces al punto de importantes endeudamientos, que hacían las familias para celebrar los cumpleaños. No era lo único que había cambiado.
Ahora, además de los niños, asisten los apoderados. Todos ellos, en prekinder, kinder y hasta segundo básico a lo menos, a veces más. Cualquier presupuesto de cumpleaños duplicado o triplicado no es menor, y pocos hogares cuentan con el espacio donde reunir a tantas personas permitiendo además holgura para los juegos de los niños, que al final es lo que debería ser central. Quizás por eso la enorme oferta de locales y modalidades de cumpleaños – verdaderos “paquetes”- para todos los presupuestos. La presión es evidente.
En tres años nos ha tocado asistir a sólo un cumpleaños, que no era del colegio, organizado sin papás (el pedido fue explícito: NO vengan). Confieso que me costó, dejé teléfonos, un papelito con recordatorios varios (sobre alimentos, susto a la piñata, idas al baño, y casi frecuencia cardíaca y número de pecas) y nos fuimos con mi marido a un café muy cercano, por cualquier cosa.
Cuando llegamos puntualmente a buscarla (duraba dos horas exactas) encontré a mi hija dichosa -y todos los niños, en verdad-, los papás conversamos unos minutos, ayudamos a recoger algunas cosas, y acordamos todos partir al mismo tiempo de forma que los niños no sintieran que se perdían de algo. Salí de ese festejo preguntándome muchas cosas.
Soy enfática en vindicar el argumento del cuidado, la cercanía de los padres y madres, y la construcción de confianzas gradualmente, pero también me surge la pregunta sobre nuestro rol en ir habilitando seguridades, autonomías en nuestros hijos, paso a paso. El ritmo lo va estableciendo cada familia, en función del niño o niña, su edad, sus características, sus recursos.
En estos días, muchas veces, si una mamá pregunta si debe acompañar a su hijo o si quizás no los estaremos ahogando, muchos la miran como desnaturalizada o antisocial. He oído comentarios como “estos papás sí son preocupados” –siempre asisten a las celebraciones- pero pueden estar perfectamente haciendo vida social sin ocuparse mayormente de un niño o niña que está, por ejemplo, no corriendo riesgos físicos, pero sí tratando mal a sus compañeros durante la fiesta.
Siempre hay más de un ángulo y quizás lo que valdría preguntarse, además de las preferencias y recursos de cada familia y las consideraciones muy específicas en relación a nuestros hijos, es si entre la producción épica y masiva del cumpleaños, y formas más sencillas de hacerlo, no habrá otras modalidades intermedias donde, con confianza en el cuidado, los niños puedan disfrutar de sus festejos, y los papás y mamás disfruten también, con menos presiones. Por ejemplo tomando turnos en grupos de mamás y papás (no todos los del curso) para potenciar el cuidado de los hijos y para ayudar durante la fiesta, o bien reuniendo un par de cumpleaños cuando fechas son cercanas, en fin.
Un papá me comentaba que hay períodos en que todos los fines de semana hay cumpleaños, a veces sábado y domingo, y que se siente culpable de no querer llevar a su niño. A mí me ha pasado también. Porque quiero tiempo personal, de familia y con mi hija en un pulso diferente al de la semana. Agasajo, el hogar.
Tan importante como el juego libre en días feriados y hábiles (y soy enemiga de las tareas, y no uso “enemiga” livianamente), es que los niños puedan estar en su casa, ser parte de y ojalá disfrutar de rutinas domésticas (para no asociarlas el día de mañana al “tedio”), conversar con sus papás y mamás, o hacer nada a veces, y aprender a descansar, a ir más lento, a no tener que correr de una actividad a otra. Hay chiquitos que con o sin cumpleaños pasan mañanas y/o tardes enteras del fin de semana ocupados y te dicen “yo quiero estar en mi casa, eso no más”. Escuchar.
Escuchar también lo que cuentan en relación a los cumpleaños. “Lo que más me gustó” puede no ser el regalo más caro o más trendy, sino que vino una primita de fuera de Santiago, un determinado juego, o que la profesora les haya escrito un pequeño saludo. Me pasó con mi hija que de su cumpleaños más reciente (el sexto, y fue importante, confieso, porque era cumpleaños y fiesta de despedida de Chile) lo que más disfrutó fue un dibujo que le hizo una amiguita, unas guirnaldas que recortamos juntas semanas antes, y el que su hermana mayor se disfrazara de Spider-man. Ese fue su relato principal, para nuestra sorpresa. Incluso semanas después, en otro país, la misma memoria.
Siento que acaso lo más valioso de los cumpleaños tiene que ver con que nos invitan a mirar el significado que celebrar amores tiene para cada uno. Cuánto espacio libre encontramos ahí; cuánta consideración. Hay preguntas sobre la ostentación, la moderación, los ciclos de la vida (¿cómo lo haríamos en tiempos difíciles, de cesantía ni dios quiera, de apremios, o esfuerzos por otros horizontes donde el ahorro es esencial? cuánto autogobierno podemos sensata o ligeramente sacrificar por endeudarnos), los límites que nos ponemos y los que no elegimos, lo que queremos hacer, transmitir a nuestros seres queridos con nuestros actos de agasajo.
Como todo, los cumpleaños también son instancias de aprendizaje para nosotros y especialmente para nuestros niños, y junto a otros valores como la amistad, el compartir, convivir, asimismo es un valor el cómo nos acercamos a los ritos, cómo aprendemos a dar, a recibir, a disfrutar y pasarlo bien, qué necesitamos para ello (cuánto puede necesitarse, en verdad), qué sentido le damos.
He conocido niños y niñas que al crecer, eligen por ejemplo pedir de regalo de cumpleaños (o navidad) algo para otros, o cumplir un sueño especial (que no necesariamente implica gastos), o que esperan ansiosos la fecha porque sus papás, o sus abuelos, cada año les hacen un pequeño álbum de recuerdos del año que acaba de pasar. Hay más matices que sólo una gran fiesta y los esmeros que se ponen en ella (o los sacrificios, que muchos papás realizan amorosamente). Este tiempo nos abre una buena oportunidad de explorar y conocer estos matices. De aprender y re-descubrirnos también, junto a nuestros niños, en las familias que somos.
P.S: Recomiendo la lectura de esta excelente nota de la periodista Mónica Stipicic acerca del tema “El Estrés de los Cumpleaños”– Oct. 11, 2014
Llegar a casa y leer un artículo online sobre los niños, los golpes, la vida privada y los derechos de los adultos. Pausa.
Antes de decir nada, recordar la sala de espera del primer pediatra de mi hija menor, en Athens: un hombre que le hablaba a Emilia (recién nacida) como si ella hubiese podido comprender que le pedía permiso para moverla, tocarla, escuchar sus latidos. Al terminar, agradecía con el gesto de Namasté, cada secuencia del examen. He contado esta historia decenas de veces (y no me cansaré jamás), pero hoy recordaba, además del doctor, a una mujer a quien conocí en su consulta.
Era una mamá mayor, con tres hijos de edades cercanas (10 meses, 3 y 6 años). Trabajaba en ventas, corría a buscar a sus niños a sala-cuna, jardín y escuela respectivamente, y pasaba la tarde con ellos, conectada aún con clientes vía remota. Como una mayoría de familias en EEUU, no contaba con más red de apoyo que ella misma y su marido, fuera de casa durante la jornada completa.
Conversando de las tensiones y desafíos de cualquier maternidad, y específicamente en los cuarenta, a la mención del cuidado mutuo (no como una gracia o un favor, sino como un atributo clave en nuestra continuidad como especie), ella tuvo la generosidad de compartir esta historia.
Con tres niños hablando, discutiendo, resistiendo dormir o comer todos al mismo tiempo, se volvió más difícil conservar la calma. Los gritos se hicieron más y más altos, y en situaciones límite, también las palmadas –aunque se había jurado jamás castigarlos como a ella, de niña.
Se sentía cansada, derrotada, y una “mala madre”. Era 2008 además, el año en que el mercado colapsó y muchas familias perdieron sus hogares. La suya luchaba por mantenerse a flote.
Una tarde cualquiera, una vecina llegó a su puerta. Le pidió disculpas por la visita sin anunciar, y le dijo que por algún extraño cruce de ondas de radio, el monitor en el dormitorio de su bebé registraba lo que ocurría en el hogar aledaño, transmitiendo en vivo sus discusiones con los niños. Los golpes también.
Consciente del riesgo cierto –dada la legislación norteamericana- de ser denunciada a servicios sociales y de perder la custodia de sus niños, apenas pudo escuchar la última frase de su vecina: “… también escuho tus sollozos cuando estás sola”.
La mamá “de al lado” no venía a increparla o amenazar con denuncias (aunque su sola aparición bien funcionaba como advertencia y llamado al cambio), sino a preguntarle si aceptaría su ayuda. Era más joven, tenía un solo hijo, y no planeaba tener otro como asimismo no planeaba trabajar en un largo tiempo (y podía elegirlo así).
Traía su ID y otros papeles –la delicadeza de querer avalar que era una persona “seria”-, compartió varios detalles de su vida (nunca antes habían intercambiado más que un “buenos días, tardes”), y ofreció cuidar una tarde completa a los tres niños para que su mamá pudiera salir sola, o estar sola, en silencio, en descanso. A continuación propuso dedicar un par de horas (dos o tres), un día al menos de cada semana, como apoyo hasta finalizar ese año (era comienzos de agosto).
Cuando conocí a la mamá en la consulta del pediatra, llevaba un mes en esta forma de cuidado compartido. Me contó que aunque todavía gritaba algunas veces –soy “gritona” en general, diría ella-, no había vuelto a golpear a sus niños. Pero tenía miedo de cantar victoria: permanecía atenta, un día a la vez. La disciplina de su amor.
Recordando esta historia, pensaba no sólo en el poder de la empatía, la solidaridad, y una serie de acciones que, si bien entre desconocidos, hablan igualmente de afectos y solidaridades. Sobre todo pensaba, a la luz de lo que había leído esta mañana, en cómo la forma que tenemos de acercarnos y vincularnos al otro, hacen toda la diferencia.
La curiosidad, insisto, antes del juicio o la ofensa: ¿qué estará pasando, puedo preguntarte, podría ayudar en algo? Nos pueden decir que sí, o no. En el respeto, el límite. Pero sin ser indiferentes al imperativo de cuidado: elegir interceder por el más indefenso. Aunque no sea sencillo, la pregunta nos mira a los ojos: cuánta injusticia o violencia podemos atestiguar sin interceder.
Si vemos en un hospital que una enfermera o enfermero trata de mala forma a un paciente, podemos hacerlo ver, decir algo oportunamente. No se trata de invadir o hacer labor policial (nada más lejano) en la vida de otros, sino de amparar, o ser sólo humanos. Responder de la forma en que acaso querríamos otro velara por nuestros seres queridos, si estuviéramos ausentes.
El argumento de la no-intromisión (no me puedo meter; la vida privada; las libertades y prerrogativas de cada quien) no alcanza cuando la fragilidad de otro está en juego. Frente a la violencia, la no-intromisión equivale a no-auxilio, no-compasión, no-cuidado. Abandono ciego.
Hace unos días me dije en voz alta “pero qué tonta” (había quemado el pan que quedaba, todo, en el horno). Mi hija chica irrumpe (y enseña): “fue un accidente, mamá, no te trates así”. Podría escribir páginas sobre este pequeño y tremendo intercambio, pero por ahora sólo necesito volver a la intercesión que es cuidado puro, en el error, el desborde, o la indefensión si hubiese sido el caso.
¿Podemos hablar? ¿Puedo ayudar? me parecen hace años palabras valientes. A mi edad, he oído a demasiados adultos decir “ninguno de mis amigos tuvo valor de decirme, aconsejarme, llamar mi atención”, esto, antes de que procesos de deterioro en relaciones de pareja fueran irreversibles, o de que hijos adolescentes naufragaran (“¿Cómo nadie me conminó a ver?”).
Interceder para prevenir y también para iluminar, para celebrar. ¿Podemos hablar?: de virtudes, del lindo gesto de tu hij@, de lo admirable que es tu pareja, de lo bien que lo hacen ustedes como familia. O bien ¿podemos hablar de derechos humanos de la niñez, de formas de relacionarnos, convivir, guiar sin recurrir a extorsiones, malos tratos ni temores?
Cuesta pensar que los golpes deban formar parte de nuestras discusiones, todavía. Escribía en un posteo anterior, sobre el compás interno, los varios aprendizajes y experiencias que nos van dando señales sobre lo que siente bien, lo que es compatible (y no) con la vida y el respeto a los cuerpos, consciencias, sentimientos. Desde ese compás, creo que pocos defenderíamos los golpes como algo bueno, constructivo.
Las gradaciones son algo relativo, y algunos adultos podrían decir hoy “a mí me pegaron de niñ@, y no me pasó nada, estoy bien, soy feliz”, y otros ni siquiera podrían enunciar las heridas profundas que esos golpes dejaron. Pero desde cualquier experiencia e historia, me atrevo a decir que una mayoría de nosotros no se sentiría con derecho a golpear a una pareja, un amigo/a, un alumno o colega, o a un desconocido en la calle, porque su conducta sea excesiva o inaceptable, o porque no nos entiende o se niega a responder a un pedido nuestro.
Lo que puede parecer bastante claro en las interacciones entre adultos, es mucho menos nítido en el vínculo con los niños, pese a que tienen cuerpos a todas luces más pequeños y más frágiles. A casi todos nosotros, si recordamos la infancia, pueden habernos dicho alguna vez en el parque o en la casa, “cuidado con los más chicos, no se le pega al primito, la hermanita: eso es abuso”. La memoria.
El mundo está cambiando, nuestro mundo, en occidente, y son muchos los países que han considerado que el castigo corporal a los niños es una injusticia, una violación de derechos inaceptable, tal cual ya lo es y hace tiempo, la agresión física entre adultos, o incluso el daño a la propiedad, y resulta poco cuerdo –si lo pensamos- que el daño a un inmueble o un objeto sea más sancionado que la agresión a un ser humano niño(en absoluta desventaja y dependencia en relación al mundo adulto). Una agresión deliberada.
Es distinto observar a otras especies en el reino animal, donde es posible que se desplieguen conductas “correctivas” de los cachorros –para evitarles peligros- que pueden ser muy físicas. Sin embargo, sería improbable que las crías llegaran a ser víctimas de correazos, palizas y castigos cada vez de llorar o hacer una pataleta, de trasgredir un límite o de poner a prueba la paciencia de leones, aves o ballenas adultas. O quizás hay mucho que ignoro y por ahí existe alguna especie comparable a la nuestra, capaz de golpear y de cometer atrocidades mayores con los niños y las niñas, como ha sido a lo largo de nuestra historia, y aún en estos tiempos.
Se recurre al argumento de la disciplina que en su origen (disciplinare) tiene relación con enseñar, no con castigar. Imagino una encuesta entre niños de diferentes edades sobre qué les evoca esta palabra. Veo sus caras. Pocos quizás nos creerían si les decimos que junto a disciplina vienen en la ronda otras palabras como constancia, sentido de dirección, compromiso, propósitos, habilidades, un camino para conocerse y regularse, para cuidarse también. O la alegría, la satisfacción encontrada en la autonomía, el autoconocimiento, en la noción de cierta fortaleza sin la cual no lograríamos algunos cometidos entrañables.
Disciplina hay en el dominio de destrezas como bailar, pintar, escribir; en la capacidad de hacer ciertas cosas por nuestra salud, y seguir un tratamiento médico cuando enfermamos, o cuando luego de un accidente, debemos rehabilitar una pierna o una mano lesionada; disciplina hay en historias bellísimas de hombres y mujeres que no cejaron hasta inventar algo magnífico y útil, o hasta derrotar un mal, una tiranía, un sufrimiento evitable. Podría continuar con los ejemplos, tantas latitudes y comunidades.
Los papás y mamás no aspiramos a enseñar disciplina a nuestros hijos para que sufran, sino pensando en su bien. Es un acto de amor. De aliento. Los golpes y palabras hirientes no alientan ni expresan amor. En eso podemos tener acuerdo, tanto como en que no es fácil la parentalidad en estos tiempos.
Nuestras vulnerabilidades y responsabilidades han cambiado mucho, y a velocidades sobrehumanas. Con toda su maravilla y potencial, “estos tiempos” imponen una presión y desasosiego enormes sobre nuestros cuerpos y psiquis y es natural que esferas como la crianza no se libren de esa marca. No nos eximimos de contradicciones, de reflejos que apenan.
(“… y tus sollozos cuando estás sola”)
¿Qué hacemos? Aun a riesgo de ser majadera o ingenua, volver al cuidado como proposición. Los niños comprenden los argumentos del cuidado; no tanto, mucho menos, los del “deber ser”, o del “porque yo lo digo”.
Yo te aprecio, yo te amo, yo te cuido, año tras año, suman décadas ya, y sigue siendo más efectivo y persuasivo: con hijos, con estudiantes, con los niños llamados “difíciles” o “imposibles”. Dar fe.
El respeto, la escucha, abren puertas, y no: nada es mágico o instantáneo, pero con sensatez en la forma en que abordamos el tiempo, la espera en los procesos, y especialmente con los niños, es más frecuente que infrecuente observar en ellos cambios, progresos, conductas más proclives a su bienestar, su felicidad, y la disposición a aprender (la disciplina incluida). Sin necesidad de golpes.
You know you’re wrong when there’s only one right/ but what is wrong when right is out of sight?– Agnes Obel, Avenue
If there is a feeling that something has been lost, it may be because much has not yet been used, much is still to be found and begun — Muriel Rukeyser
Hacer leña de árboles que no han caído. Recordar el magnolio en Eves Road luego de la tormenta de hielo. ¿Quién no camina un poco quebrado? ¿Quién no ha escrito alguna historia sobre sus despojos?
Detengan la sierra. Esperemos dos o tres primaveras. Un poco de curiosidad, toda la curiosidad, entre ramas quebradas o ruinas: tesoros que prevalecen. No perder atención sobre ellos.
Mirar de lejos. Escuchar. Pasos cada vez más cercanos. El cuerpo como larga avenida; llegar por partes aquí. Preguntarme si me gusta, qué me gusta más. Y a los míos, y a los niños que conozco, y a sus padres, y a mis compañeros de clase. Qué es “lo que está bien” para ellos.
Leer los diarios en una pantalla de computador. No poder oler, tocar, y no obstante sentirse inmersa en un barrial que nada tiene de adorable, como en la infancia. No es tierra húmeda y fresca; no hay jardín posible, audacia, ni imaginación.
La voz hablada o la voz escrita como excusa y, entre líneas, la maledicencia, la condena precipitada, el sensacionalismo y otros excesos sin nombre. Jauría las noticias, piedra sobre piedra sobre piedra, la viga sin vergüenza en el ojo de algunos, o la viga desmemoriada de su propia humanidad.
Espejismo, aunque más blando, la madre, la mujer, la nación buena. La contención que añoramos y no será satisfecha, de todos modos. No es sólo nuestro país. En muchos otros, en todo el mundo, indiferencias bestiales, o esa confusión (aparente) entre lo que está bien y lo que no, lo que sostiene o destruye la vida. Nos hablan de caos, pero no es así. Hay un orden desolado y egoísta.
Números, cálculos que subordinan, intimidan, nos fuerzan a un consentimiento del que no somos conscientes la mayor parte del tiempo, en la mayor parte del mundo. Los adultos, me refiero. Los niños pequeños dicen: “aquí –en mi barrio, mi escuela, mi casa- así son las cosas, pero no quiero que sean así”. Ellos saben. Nosotros también podríamos. Sabemos, en el fondo.
En el fondo siempre sabemos. “Lo que está bien” y “lo que no está bien”, y no se trata de morales, ideologías, leyes. Es compás invisible, un grupo de células, recuerdos de millones de años. Nos hicimos humanos en la mutualidad, cuidando a las crías entre todos (no era sólo la madre). La vida importó antes de inventarle un nombre.
El deseo, la vida: qué nutre, qué daña. Al nacer, esa distinción no verbalizada pero urgente de los humanos recién llegados: ¿quién cuida?, ¿quién no?, ¿quién ampara y quién abandona? De adultos, no debería ser tan nuevo ni tan difícil, Pero nos confundimos.
Lo insulso o lo malintencionado. Lo mezquino. Y pensar que hay quienes hacen mapas y casas con las palabras, zapatillas de levantar y cunas, naves espaciales, agüita de lavanda, zootropos.
Mientras, el mundo sigue cayéndose a pedazos, inenarrable. El último informe sobre violencia contra la infancia de Unicef (2014) señala que 120 millones, MILLONES, de niñas (y otro número no precisado de niños varones), ha sido víctima de violencia sexual -abuso sexual infantil, tráfico y explotación, matrimonios forzados, violaciones y más- en el mundo, todos los continentes (ver informe completo aqui, y resumen en español). En nuestro país, superan los doscientos mil niños y niñas (7 a 8% del total de la población infantil).
No hay cómo responder a tanto horror, a los porqué de nuestros hijos: por qué la violencia, las guerras demenciales, tanta crueldad sobre cuerpos como los nuestros, por qué solamente la disparidad, la causa mayor de muerte, más poderosa que un arsenal nuclear. Poco cambia desde la primera división en castas: el destino de miles a morir más temprano y a morir más. No tendría por qué ser así. Repetirlo hasta creerlo. la aritmética bestial de las utilidades y las supremacías, el abandono.
Indignarse unas horas, consentir todas las demás, seguir viviendo en lo propio. Los límites entre víctimas y victimarios se nos desdibujan; hasta dónde podemos resistir la consciencia de habitar, nosotros mismos, esos territorios. Ser esas personas. Ser ella. Ser él.
Somos responsables todos del holocausto, decía una de sus sobrevivientes; de lo que pasa hoy también. Ganas de sollozar, escuchando su voz tan firme. Eso me pareció –firme- detenida en algunas palabras que repitió más de una vez (alma, mudanza, memoria, aprender, envejecer, agradecida). Amar la vida a la par del duelo, las propias pérdidas, las de sus prójimos, su tristeza por la humanidad. Pensé en Chile. Escuchar más.
En nuestro país, días antes de viajar, me contaron de una mujer de mi edad que acudió de urgencia al hospital: la enviaron de regreso a su casa con una receta de ibuprofeno. Murió esa noche. Su marido decidió no gritar, no querellarse; para qué si tengo que seguir trabajando, ver cómo cuido a mis hijas. A nadie le importamos. Las indemnizaciones pueden ser útiles, pero son un puro recordatorio d ela crueldad, dice. A ella no la veremos más.
Nos hicimos humanos en la mutualidad, cuidando a las crías entre todos (no era sólo la madre). La vida importó antes de inventarle un nombre.
El deseo, la vida: qué nutre, qué daña. Al nacer, esa distinción no verbalizada pero urgente de los humanos recién llegados: ¿quién cuida?, ¿quién no?, ¿quién ampara y quién abandona? De adultos, no debería ser tan nuevo ni tan difícil, Pero nos confundimos.
Otra historia de días previos fue la de un hombre que había tenido casi dos años antes un accidente en motocicleta. Su convalecencia no pudo respetarla; su Isapre desgraciada (y podría decir cosas peores) no cubría toda la licencia. Él era trabajador free-lance, debía pagar dos pensiones alimenticias además. Su pierna se agravó y las alternativas médicas fueron 6 meses de reposo y terapia de rehabilitación, o amputación. Optó por lo segundo, y antes de que cualquiera de nosotros diga o juzgue algo: pensar en él, sus hijas, la historia desconocida de décadas previas.
Las historias que ocurren a plena luz del día y no alcanzamos a ver. Las historias que podrían llevar nuestro nombre. ¿Cómo separarnos entonces?
“Lo que no está bien”, lo que orbita la atrocidad, o es ella, en plena presencia. Y a su lado, nosotros. La responsabilidad y la herida moral. Junt@s en esto. Millones de años. También en los que vengan.
Me traje esas historias conmigo y todavía no sé qué hacer con ellas.
Si aspiráramos a otra dignidad, otra satisfacción. Si nos restáramos del juego un momento, para observar. Sin decir nada, o muy poco, hasta no estar seguros (y entonces gritar, con total autoridad y templanza). De bombas en las calles a aportes reservados a reformas varias se juega la vida de la opinión en nuestro país. ¿Y si guardamos un poco de silencio, antes?
El silencio no tiene que ser desidia, ocultamiento, culpabilidad. No permitir que nos apuren: a opinar, responder, juzgar.
Cuando esperar es resistir… y no es la gran revolución quizás, pero son sostenidas insumisiones -íntimas, luego colectivas, constantes- las que igualmente podrían convertirse en rebeliones mayores. Actuar, entonces sí, con el cuerpo, el espíritu. Se vuelva la voz un alarido, preciso, insobornable.
Desear más, mucho más. Intercambiar proposiciones, soñar, condolernos, volver a soñar, dar con lo que buscamos, poder expresarlo.
No nacemos en la muerte, sino en la vitalidad, el placer, los sentidos que buscan, el sentimiento de estar bien, aquí, en la vida, conectados con ella, con otros. Los niños y niñas saben. Luego cambian sus voces: una para los padres, para los educadores, la sociedad, para la pareja, otra para sí mismos. No es llegar y encontrar donde y con quien ser todo lo que somos. La autenticidad, nos enseñan, tiene un costo. Pero poco se menciona el más importante: la separación con nosotros, y los otros.
“Mi mamá, mi papá, dice que está feliz, pero yo creo que tiene pena, que está enojad@”, “Por qué los grandes nos mienten; por qué sonríen y en los ojos parece que quisieran llorar; por qué se tratan así; por qué nos dicen que está bien hacer algo que ellos no se atreven a hacer”. Cuántas veces el sonido de esta lumbre sobre nuestras disonancias.
Vemos a una prima de mi marido, he envejecido mucho dice ella, él le dice que no (no se ven hace décadas). Mi hija comenta que sí, “porque tienes muchas, muchas arrugas”. Yo pierdo el aire un poco y escucho “igual que mi mamá, y es tan linda, y tú me caes bien”. La verdad y el afecto sí pueden ir juntos en “lo que está bien”. ¿Dónde, entonces, aprendimos que no? Más importante todavía ¿Cómo lo desaprendemos?
Reviso testimonios y entrevistas realizadas a niños, niñas, a veteranos de guerra, a mujeres migrantes. Dobles, triples voces, y pienso en los sobrevivientes de abuso sexual, niños, niñas, hombres y mujeres, sus familias, los distintos usos y códigos, lo que sienten que pueden y no decir: a la justicia, los seres queridos, a los desconocidos, consigo. Hasta cuándo.
Escuchar.
Eros, el amor, o el nombre que queramos para recordar ese lugar donde los sentidos comienzan. Una vez, una primera vez de esa experiencia, apenas llegados al mundo. Querer permanecer.
La ética de la vulnerabilidad, del cuidado mutuo. El origen de la música. Canción de cuna, la vida que se mece dentro (sola se da vuelito) y goza. De la música de los otros aprendemos cuando niños: los cuerpos cercanos, la madre, el padre, los maestros, todos. ¿Qué sintonías estamos despertando o silenciando? ¿Qué música es la de mi país, mi mesa, mi cama, mis palabras, mi cuerpo?
Una amiga me escribe y cuenta que su marido ha decidido separarse en medio de una crisis de la edad y de su profesión (desencadenada, en lo principal, por la comparación de logros con sus coetáneos, hombres “exitosos” en el dinero). No sé qué decirle.
Me da pena y me da rabia que se pierdan intimidades cultivadas en años de haber estado ellos dos, y sus hijas, juntos. Cuánto amor, cuánta energía, millones de palabras, de caricias, de engranajes. En Georgia, existe un templo hindú del cual importaron su estructura tallada desde la India para ser ensamblada en Atlanta, sin herramientas, sólo con las manos de artesanos expertos.
Dioses y diosas engranados unos con otros como piezas de lego pero del mármol más lindo, con un dejo tan característico de azul (al menos en las ocasiones que lo he visitado; quizás en días nublados tiene otro color, habrá que explorarlo). ¿Y si lo pulverizamos nada más? Así sentí la noticia de la ruptura de mi amiga: desmemoria, aquiescencia, the end. Pero no lo dije.
Quiero encontrar el momento para hablar con ella de otros recuerdos, del placer de su llegada aquí: antes del miedo, la noción de los riesgos, las moralejas prestadas, las discrepancias. Que vuelva ese primer encuentro a sus días (a pesar del duelo), a su cuerpo, su oficio, su vínculo con sus hijas, a su propio desconcierto y su deriva. Aún será poder. Poder puro. Si ella quiere.
Yo también quiero, más que nunca por estos días.
Mientras más parece desorganizarse el mundo, mientras más se acerca el miedo a estaciones de metro, aeropuertos, entradas de las escuelas y universidades (hay amenazas que podrían ser delirio, bravuconadas, o anuncios ciertos), más determinado e insurrecto me parece el gozo de mis amores, mis dudas, la austeridad elegida o necesaria, el deseo de vivir. No ceder. Defender bienestares posibles, cuidados mutuos, no es superfluo, esotérico, o inútil. No cuando nuestros hijos están aprendiendo a volar, y cerca de ellos, no cejan las creencias sobre poseer y controlar, la aritmética bestial de las utilidades y las supremacías, el abandono.
Aquí crece mi hija, vulnerable y firme también. Y crecen sus preguntas sobre otros niños que son de su generación, los países para qué sirven, ¿se ayudan?, ¿cómo sé si prefiero ser “cantadora” o bailarina o las dos?, ¿los policías revisan la mochila para cuidarnos, por qué?, ¿todas las mamás pueden estudiar, trabajar, y estar con sus hijos… por qué la mamá de mi amiga no?
El día no descansa, pero al comienzo y en su final, hay una voz que es de solaz, y se repite: a mí me gusta, o esto se siente bien (this feels good), con distintos predicados (mi familia, mi pieza, ir a la plaza, que me cuenten cuentos, que llueva, esta canción). Lo ordinario y lo extraordinario comparten desprendidamente sus poderes, su resiliencia, y el amor, una y otra vez. La vida sabe… que siga sabiendo (y es plegaria y voluntad). Y nosotros, a su lado.
Mirar a nuestros hijos dormir, no importa el día, su balance, las glorias o desencantos que sumamos en las 12 o 18 horas previas. Dar gracias. En esta misma medianoche ¿cuántos padres y madres estarán haciendo lo mismo, en el norte, en el sur?
Miro a Emilia, varias veces, hasta estar segura de que puedo apagar su lámpara sin interrumpir su sueño, sus sueños.
Leímos Pinkalicious hoy, uno de muchos cuentos de la niñita que ama el color rosado e imagina una dragona adorable del mismo color. Tan distinto, luego de su cuento, mi lectura obligada sobre heridas morales del trauma. Nostalgia de una dragona, rosa, o del color que sea.
Se suman los deberes académicos, y hago breaks de lavado de platos y aseos varios para meditar sobre una u otra idea. Vuelvo también a la habitación de mi hija. Me serena verla dormida (o recordar a su hermana mayor, veinte años ha, de la misma manera). Calma la preocupación de medianoche, el metro, saber al marido todavía en la calle, y uno calculando los minutos desde el teatro (donde aprende de comedia) a la casa.
Corre un viento que silba, susurra, canta, luego habla fuerte. ¿En qué estás pensando, en quién, cuál universo?
Unos vecinos escuchan rap en volumen alto, y es extraño durante días laborales. No sé si me gusta mucho este lugar, este barrio. Pero aunque no me guste, es ahora mi lugar, el claro de tierra donde me pierdo, lejos. Sin brújula, mapa, miguitas o postales que señalen rutas de regreso.
“Stay put: be lost”, me repito en una lengua que no es la mía, pero es. Lo ha sido por décadas (desde niña, desde las tragedias griegas leídas en inglés, como si así pudieran ser algo menos trágicas) y vuelve a serlo con más fuerza en estos días.
Quizás cada uno, cada una tiene una lengua aparte, o un idioma propio (como de niños, pero ahora grandes), nuestros códigos para traducir internamente lo que no podríamos verbalizar (inmensa la maravilla, el dolor).
Be lost, en el borde del misterio. Saber lo que sé, y saber lo que no sé, and be fine with it. Por una vez no tener el plan completo (sus versiones alternativas, de la A a la Z). Que las respuestas vengan cuando deban venir… como el viento de esta noche y la lluvia que sigue, la misma de millones de años, haciendo todo crecer. Como la lluvia sobre la tierra, así el amor (y oigo la voz de Carol Gilligan, multiplicada).
Arremolinado, suave, abundante algunas estaciones, barrial por doquier, inundación, luego sequías, confianza en que ya lloverá otra vez, agua fresca, qué leal esa imagen: jarras para flores silvestres, baldes acunando goteras. El amor.
El mundo cambia y junto a él, nuestros desasosiegos y abandonos, la vigilia sobre nuestro placer, nuestro deseo, todo eso que expresan nuestros pedidos, silencios, motines. Lo que cuestionan, también, haciendo temblar el orden de las cosas, la forma incomprensible en que nos hemos organizado los seres humanos. Formas poco compatibles con la vida (su cuidado, su digna continuidad), con gentilezas entre unos y otros. No cejar.
Querer vivir mejor… o no querer vivir más de una cierta forma: acceder a salud, a aprendizajes, a maneras dignas de proveernos de lo que necesitamos, sin dejar a millones de millones fuera.
Amores, buenas causas y revueltas: casi todo lo que hacemos (o dejamos de hacer), podría dar cuenta de uno de esos motivos -ansiar vivir, mejorar la vida, negarse a vivirla de formas que nos menguan. Motivos nobles (por vitales), aunque su manera de expresarse no siempre lo sea. No, cuando desborda y es violenta la voz.
Por qué no escuchar antes; por qué no recordar antes de la furia, la partición; mucho antes de la ajenidad de “otro, otros, ustedes, nosotros”. Ese grito en desiertos antiguos, continentes nuevos. Ese grito. Que pudo ser una voz desde el cuidado. Antes. Mucho antes.
Yearning, longing. “Añoranza” no me alcanza como palabra: en realidad, es algo mucho más visceral, muchísimo más profundo y antiguo. ¿La especie?, ¿la humanidad? Maybe. It’s bigger than me, much bigger.
Los períodos de cambio, incluso los mejores y más interesantes, inquietan. No me refiero a cambios mayores (aunque también), de hogar y país, y con ellos, la disolución de la identidad, su estado suspendido. Son otros cambios, más sutiles y no menos revolucionarios. A veces, una inflexión apenas perceptible en las palabras del otro, nuestras formas de expresar afecto, de moverse los cuerpos en una superficie.
No siempre sabemos bien qué, pero registramos la inquietud de nuestros hijos, nuestras parejas, las propias. A la vuelta de una cierta cantidad de años, nos volvemos más agudos en saber que sentimos algo, aunque no podamos identificar, nombrar, explicar aquello sentido.
Pienso en mi oficio, todos mis oficios, su vínculo de siempre con los nombres: en la psicología, en la educación, en la escritura. Todo se afirma en palabras y nombres: significar, traducir, definir, describir. ¿Cómo escribir un poema que agradezca este silencio sin nombrarlo? Nudo.
Insistir e insistir en el silencio. No el silencio que oprime, imposible, con sus secretos y pasadizos. Toda la terapia de abuso sexual infantil, todas las intervenciones de trauma necesitan de narrativas que sanen la herida de ese silencio, su tiranía sobre la voz de víctimas, familias, sociedades completas. ¿Pero y el otro silencio?
¿Ése de la tierra, de antes de los pájaros del amanecer, de dentro del cuerpo (miles de células mueren y nacen sin estridencia, cada día), del autoexamen, la escucha, la contemplación, el de tomarse la mano y caminar, el de la plegaria, el descanso, la creatividad, el silencio de no saber, o de no tener ganas de decir, no ahora al menos?
Vengo hace tiempo con la pregunta del silencio de los niños, y sobre qué les comunicamos acerca de la confianza y soberanía de sus voces, y sus silencios. En la misma terapia de abuso, es tremendo desafío el que tenemos en dibujar primero el desacato vital que sana y salva, que invita a una voz suprimida u olvidada, a hacerse presente. Luego de esa gesta, ¿cómo abrir, proponer, cómo habilitar otras dimensiones del silencio, benignas, creativas? ¿Cómo cuidar ese derecho (que lo es también) a callar?
Hay albedrío y autogobierno en el silencio, puede haberlo. Hay autocuidado y términos propios; posibilidades y unción. Hay más voces, también; otras capas o tonalidades que podrían escucharse. Y sin querer, es ese silencio justamente el que arriesga quedarse en los márgenes, muchas veces, de los procesos de reparación.
Una respuesta que merece toda dignidad y aliento, siento yo, es “no sé… no sé cómo decirlo, no sé ahora o todavía (mañana, en unos meses, o quizás cuando sea un poco más grande, sí pueda)”. O “no sé, simplemente no sé”. Qué respeto más alto es aceptar esa inocencia de un niño o una niña. De prójimos adultos también. Sin sospecha, sin hipótesis sobre represiones y procesos de negación, sobre resistencias o autosabotajes, sobre omisiones conscientes o inconscientes. Conceder. No saber es no saber.
Darle valor a no saber, a la espera que entraña; a la voluntad de saber después (o nunca), o de poder traducir algo que en el fondo es sabido y tal vez busca emerger a su tiempo (con sus palabras, metáforas, una persona especial, o frente a una forma de ser escuchados y no otra).
En la última charla en Chile, hablaba de este silencio de los niños, sin saber que sería mi propio silencio en este tiempo. Bajar el volumen, evaporarse casi. Escuchar, cuanto pueda escuchar. Con los oídos, los ojos, el cuerpo entero.
Me pidieron en una clase hacer un ejercicio con un compañero de quien apenas si había visto su nombre en una lista de asistencia. Veinte minutos de absoluto silencio, caminando en las cercanías de la universidad. En movimiento y enmudecidos, “leer” algo del otro, su vida, sus preferencias y dilemas. Yo que le tengo temor a los desconocidos, a situaciones de intimidad que no he elegido, y a calles que no conozco, me descubrí tan cómoda. Claro: sin temor, el silencio. Ahí un azul, facilidad de zambullirse, bracear, dejarse flotar. Solos. O junto a otros.
De regreso a casa, en el metro, pensar en el silencio de mi familia. ¿Cómo estamos, estás aquí, te gusta? Todavía no sé. Los tres hemos dado esa respuesta en distintos momentos de estas primeras semanas en nuevo territorio. No es Atlanta, ni es nuestro hogar en Santiago que podemos recorrer a oscuras para ir al baño en las noches. Cada uno está feliz en algo aquí, y por cierto la proporción es a mi favor, estudiando lo que quiero y con mi maestra, no quepo en mí de alegría. Aun así, se han abierto decenas de preguntas que me comprometen, y al futuro de mi hija, de mi marido, de todos. ¿Qué futuro nos gusta más, a cada uno, y cuál podemos levantar los tres? ¿Dónde estará Diamela en este mapa?
Lost. No temer perderse, pero sí confundirse. A eso sí le tengo miedo. Perdida, una puede encontrar de alguna forma el camino, el de vuelta u otro nuevo. Aun en un infierno, se caminan las brasas y se puede salir. Confundida es otra cosa. Es más que no saber; es la parálisis, el corto circuito entre lo que sé y lo que no. ¿Qué compás puede encontrarse ahí?
Como los niños perdidos, miro en todas direcciones y no me muevo demasiado. Dicen los guardaparques que los más fáciles de encontrar son los niños: su instinto, al parecer, los ayudaría a quedarse cerca del lugar donde se pierden, y ahí, buscar refugio y esperar. No tratan de adivinar ni dárselas de exploradores guiándose por estrellas o intensidades de sol; no sabrían cómo, especialmente los más pequeños. Saben que necesitan ayuda; que solos no se puede.
Como niña, me pierdo: en esta ciudad, con los míos. Los míos. Hemos tenido fiebre, desvíos, arraigos y desarraigos, mortajas, cálices, páginas blancas y páginas escritas por lado y lado. Como todas las familias. Los piececitos nunca han sido tan azules: el frío es fuego las más de las veces. Nuestro fuego. Descalzos y con rayas de colores tatuadas en los pies, cruzamos.
Lost in translation. Qué sabemos, y qué no. Mi marido re evalúa sus años, en silencio (y quién soy yo para hacer nada más que observar, o escuchar por estos días), cuánto no sabe mi niña de sí misma (y tampoco yo sobre ella, si la estoy conociendo desde hace seis años solamente), cuáles palabras que no hemos aprendido todavía, cuentan nuestra historia. De la mía, sólo yo hago registro.
Gracias a la memoria que es distinta, aquí. Recordar menos, no conocer casi a nadie; que nadie me conozca. Todo fósil puede ser ámbar (no osamentas ni tumbas); todas las superficies llevan musgo dorado y todos los bichitos prehistóricos si quiero, serán luciérnagas (siempre ellas).
Los años que vienen, ¿vienen? Por ahora dos estaciones y no más. Dos horas. Las que en avión me separan de mi casa en territorio Cherokee (o catorce, en auto o bus). Antes fue el Chatahoochee, hoy es el Cosawattee. Mi río, todas las preguntas que quizás me pidan responder entre el otoño y el invierno de este hemisferio. ¿Podré?
Comunicarse con Chile, sentir el corazón alegrarse, saltar la cuerda, recreo delicioso, pausa. El viento se detiene, la lluvia espera, pero es todo un espejismo. Eso sí puedo saberlo.
Ahora. Aquí. Repetir esas dos coordenadas. Ahora. Aquí. No pedirnos más, o sí, pero sin dejar de consagrar lo que tenemos en frente.
La cocina es aquí, las cestas de ropa por lavar; aquí, las cuentas, prudencias y las limitaciones, y también aquí, las ofrendas que se agradecen cada día. Dibujos de la más pequeña pegados por doquier, y entre los dos más grandes: paciencias, la mutualidad del cuidado aunque se haga difícil a veces, Þeir ganga saman á hálum ísi, en falla eigi, lengua vikinga antigua, caminamos sobre hielo quebradizo sin caer (la definición que más sentido me hace de ser pareja y amarse en estos tiempos).
Lost, viene de ahí también (en Norse antiguo, los): romper formación, disolver un ejército, pérdida, ser libre (y otro hilo: libre, free en inglés, y leí por ahí, Freyia la diosa del origen y la unión de las almas, de la era vikinga). Serían terribles los vikingos, pero su lengua se agradece. Me gusta. Algún día, querría recorrer su mundo con mi amiga princesa de los hielos.
El timbre, luego la llave, y es uno de los míos. Conozco esa piel, su textura exacta de cabeza a pies, su temperatura en cada pliegue. No son peregrinaciones menores; no para mí, aunque en estos días pase más tiempo con mis dedos en los libros, e imagino esos vapores mágicos de CSI revelando cada huella, unas más intensas que otras, pero todas con el mismo entusiasmo de la primera acuarela prescolar.
Falling Slowly (de Once, Glen Hensard y Marketa Irglova) … Raise your hopeful voice, you have a choice, You’ve made it now … No distraerse.
Conjurar la distracción, pedirle que me mire a los ojos, una vez más, y cierre los suyos. Escuchar sus palabras, su voz esperanzada. Luego aceptar su adiós: no para prevenir el caos, sino para dejarlo ser si es su hora.
No alterar el curso, dejar ser a desprolijidades e improvisaciones del destino; dejar ser a lo desconocido (también puede ser un tipo de brújula, una alegría, o un honor, como para los exploradores).10, 000 miles…
Musas y duendes (o jirafas y lobos) son maravillosos pero bien pueden torcer el curso de un tiempo, llenarlo de hiedras y margaritas, y no es que tema a las ruinas si todo va en esa dirección al fin y al cabo, pero no quiero saltarme pasos.
Antes, quiero reunir la piedra y la madera, construir las ventanas y las puertas, el hogar y su jardín, todas las veces que haga falta. Sin prisa, los años. Sin prisa, también, el óxido, el patchwork de las arañas, las liturgias finales (sepamos o no). Y nuestros fantasmas, tan cándidos.
Decir adiós, por un día, meses, o años. Perderse. Qué distancia requiere mi amor (por mí, por los míos), qué descanso, cuáles construcciones en el norte y en el sur, o sólo en uno de esos puntos cardinales. No quiero ir más lejos. No soy de estes ni oestes, tampoco de cruzar grandes océanos.
Claro de tierra y ramas, nada se deslice en este extravío. Aprender a perderse, perfeccionarse en ello, disfrutar, y hasta pedir un momento más. Al menos hasta mañana, o hasta el próximo verano (en algun lugar del mundo), que nadie me encuentre. No todavía.
We need to look, and look truthfully, at love as the key not only to our happiness, but to our sense of justice.
David Richards, Abogado. (Gracias Archivo ElPost.cl, 2013)
11 Septiembre 2013
No son las cinco de la madrugada y trato de terminar una carta en la que llevo días. Quería estar preparada, no como hace veinte años atrás.
Mi hija mayor tenía cinco años entonces, la misma edad que hoy tiene su hermana. O que yo tenía al 11 de septiembre de 1973 (está todo en “Agua Fresca en los Espejos”).
Puedo recordar muchas cosas de cuarenta años, pero hoy sólo regresa el fantasma de un viejo departamento en Providencia a comienzos de los noventa. El eco apremiante de una voz chiquita y dos preguntas de Diamela: ¿por qué pide perdón ese señor, mamá?, ¿Qué son los desaparecidos?
Tantas preguntas que los padres no nos sentimos preparados para responder. Hoy me siento igual de desprovista ante mi hija menor y acaso mis motivos para casi no ver televisión las últimas semanas (apenas fragmentos de programas, minutos, aunque conservé algunos links para el futuro) han sido una barricada inconsciente ante la posibilidad de tener que repetir un diálogo que ojalá ningún papá ni mamá tuviera que sostener con hijos de cinco años. Y de ninguna edad.
Vuelvo al presente. Emilia quiere ir al colegio. Hubo papás que decidieron no salir hoy, y yo misma tal vez habría optado por lo mismo si no es porque este invierno ha sido duro y las inasistencias, muchas. En el trayecto, las radios se vuelven demasiado. Mientras en algunas se comenta la presencia infame de un torturador en televisión (no lo vi), en otras estaciones reflexionan sobre este día, el pasado, la memoria.
Aquí vamos cantando, sin intención irreverente, tampoco negadora: sólo leal a mi hija que despertó feliz (hoy le regalarían una pequeña araucaria), con ganas de jugar y de contar a sus amigas que ayer le tomaron una “foto” -radiografía- de sus huesos y “pulgones” (pulmones). Un día de niños. Su presente, al que tienen derecho.
La semana pasada, Emilia preguntó por unas imágenes en blanco y negro mientras mi marido veía un documental del 11 de Septiembre en televisión. Enmudecí. La abracé y la llevé de vuelta a su cama. Menos mal, no insistió.
Con su hermana fue distinto, a su misma edad.
Diamela nació en los meses previos al plebiscito de 1988 que puso fecha de término a la dictadura, aunque no al miedo que nos había acompañado hasta ahí como generación. Yo soñaba otra historia para mi hija, para todos los niños que vinieran, por eso cuidaba las palabras, y le pedí a toda mi familia lo mismo: nada de términos peyorativos para referirse a nadie, de ninguna vereda; menos transmitir odios, enconos, o el terror que todavía nos acompañaba. Yo me había propuesto no hablar mucho del pasado reciente delante suyo -habría espacios de adultos para esos diálogos-, tan chiquita era. Por eso me tragué también las lágrimas, aunque ella sólo tuviera un año y meses, cuando nos avisaron del asesinato de Jecar Neghme, un hombre con quien disentíamos en mucho (muchísimo), pero con quien compartíamos amores por nuestros hijos, la familia, canciones favoritas de los Beatles, poetas preferidos, el afecto. No hablaba de mis duelos con mi niña (no correspondía), ni de mi trabajo siquiera.
Nunca supo ni escuchó Diamela, sino hasta muy grande, que por aquella época su mamá trabajaba -como estudiante de psicología y aprendiz- en una unidad de atención a víctimas de tortura y sus familias. Entre mis funciones, además del acompañamiento de terapias (tras el vidrio), estaba la digitalización de archivos de casos de DDHH, testimonios que me dejaban en escombros cada tarde, hasta llegar a buscar a mi niña al jardín y abrazarla como si fuera el primer o último día de una vida. Una vida llena de vida.
Fue años después, durante su primer año de colegio, que llegó silenciosamente una noche a mi dormitorio, y desde la puerta vio –sin notarlo yo- el noticiero donde un alto militar argentino pedía perdón públicamente a su nación por violaciones a los DDHH ocurridas durante la dictadura. En esta sola frase había más palabras de las que podía explicar a una niña: violaciones, derechos humanos, dictadura. La más difícil: “desaparecidos”. ¿Por qué pide perdón ese señor, mamá? ¿Qué son los desaparecidos?
Honestamente habría querido salir corriendo. Pero hice lo mejor que pude sin hablar de Chile todavía, sólo de Argentina. La inocencia de mi niña. Sus ojos que no olvido, como flores de cristal. El calibre templado de cada frase y tono. No dejar traslucir espanto; ni distancia. Ser humanos no nos permite elección –aunque creamos tenerla- frente a la historia de nuestra especie. Miles de años. O apenas un puñado.
De la historia reciente, en mi propio país, no sabía qué contarle a Diamela. Me resistía a heredarle la grieta a sus cinco años, y menos quería arriesgar a mi niña al miedo o el resentimiento en la división -inevitable para un niño- entre “buenos” y “malos”, “los otros” (ellos) y “nosotros”. En su solidaridad, tampoco quería que se dibujara un punto de fuga donde ante la magnitud de las heridas más cruentas, hacia el futuro, mi hija perdiera de vista el sufrimiento o la violencia y las crueldades a las que puede llegar la humanidad, incluso destruyendo a niños y niñas.
Me valgo de otro relato: sobre un grupo de adultos que después de una guerra enorme, la más grande y devastadora (2da guerra mundial) se reunieron para hablar de paz y de respeto, y para jurar que cuidarían mejor a las generaciones que siguieran. Los derechos humanos universales. Los derechos del niño. Dos pilares éticos.
Diamela conocía los derechos del niño gracias a un afiche de Mafalda y su versión resumida de la Convención, colgado en su dormitorio: una lista sobria y tremenda para recordarle a mi hija que podía y debía esperar, de todos los grandes, la más alta protección. La “mamá” de esa “lista”, era la declaración universal de DDHH.
Fuimos más atrás: hasta tiempos de las cavernas, primeras letras y ciudades, templos y dioses, milenios de convivencias y luchas, fragilidades y transformaciones en nuestra especie, fracasos también, tanta violencia. La crueldad contrapesada con toneladas de buenas obras, creaciones artísticas, capacidades de amor, pero ineludible esa posibilidad (del daño) ante los ojos de mi niña (su mirada que no cambia, aunque ya sea una joven mujer de veinticinco años).
El trayecto es breve, el día es hoy tan gris. Los años no cambian de color.
Emilia corea “Paradise” de Coldplay, mientras recuerdo a su hermana: “Es bueno pedir perdón si uno hace algo malo, pero no veo cómo nadie pueda perdonar a este señor … ¿por qué no está preso?” (y a sus cinco años, ese sentido de justicia adelantaba vocaciones).
La canción cambia (sólo por fuera, porque la memoria, en voz baja, tararea a Elicura). El eco de veinte años atrás no capitula: “Yo al menos, si les ‘hicieron’ algo así a mi familia, no me vengaría, pero no los perdonaría nunca-jamás…y menos si no dicen la verdad”. Anoté en mi diario de vida de aquellos años sus palabras, toda la experiencia. Tan mínima me sentí como mamá, tan confundida. Y responsable.
Volver a altares, o pilares propios, tan necesarios. Sólo anoche, no recuerdo en qué canal, vi a la Sra. Ana González de Recabarren de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Con la misma templanza de mi adolescencia –cuando me explicó, sin odio y sin saber yo quién era ella, la historia patria que mi familia temía contarme- compartió ayer cuánto había soñado ganar la lotería alguna vez, sólo para ofrecerla a los captores de su familia (su marido, sus dos hijos, su nuera embarazada, detenidos desaparecidos) a cambio de alguna información sobre su destino.
Miré a mi marido de reojo, los dos conteniendo el llanto, y me levanté para ver a Emilia dormir, angélica, recobrar mi cable a tierra en medio de recuerdos de la Sra. Ana de mis quince años, compañeros de universidad, el equipo de terapia en el DITT (Denuncia, Investigación y Tratamiento del Torturado y su grupo familiar) de Codepu, todo lo que aprendí ahí -con psiquiatras valientes y sabios como Paz Rojas, Hector Faundez, Jacobo Riffo- y no solamente sobre psicología del trauma, sino sobre el valor de la memoria y sus actos de amor y digna resistencia: conservar un puesto por siempre listo en la mesa; enviar cartas con dibujos los niños a sus papás o mamás que no regresaron; escribir un nombre cientos de veces, en servilletas, boletos, cuadernos, bordes de revistas, hasta dejarlo grabado en cielo; batallar contra el tiempo que desvanece olores -la ropa limpia o la que quedó sin lavar- de blusas, camisas o chalecos entrañables. Sollozar sin tregua porque el quillay o la naftalina no fueran suficientes.
El frío.
Tanto frío.
Un frío imposible, de no poder abrazar, de pies que en la cama tocan puro vacío antes de dormir, y no (ya nunca más) los pies más queridos del mundo. La ternura ahogada, el deseo (y la culpa de desear, el conflicto de la vida con el duelo siempre incompleto), cada célula (cada una) en desvelo. Yo no conozco ese frío, esa ausencia. No sé cómo puede ser ese dolor. La condolencia se siente precaria, pero es sincera. Y jura. Nunca más. Nadie.
Otro 11 de Septiembre nos tocó de cerca, en EEUU, el 2001. Uno de mis familiares salió -camino a una reunión- diez minutos antes del ataque y derrumbe de la primera de dos torres gemelas que tampoco podríamos olvidar jamás. Muchos de sus colegas trabajaban a esa hora. Sus familias no pudieron despedirse. Ni darles sepultura (no hubo una ceniza siquiera a la que decir te amo, o adiós). En los días que siguieron, colegas y amigas queridas que habían migrado desde países como Irán o Irak, décadas antes, se habían vuelto sospechosas para sus propios vecinos, y hasta para sus hijos que renegaban de sus raíces al fragor del miedo. “Sácate ese pañuelo mamá, no queremos tener que ver con ‘eso’ “… “eso” que eran sus países, sus ancestros e historia, sus credos, todo en tela de juicio. Fue un tiempo de congojas indecibles, de pavor y rotura de lazos en tanto se cancelaban derechos y avalaba la delación entre prójimos en barrios, escuelas, cafés, gimnasios (un sticker por la paz en el auto era motivo para que otros conductores en plena carretera, anotaran patentes y denunciaran a alguien al FBI).
Alguien me había dicho en la juventud que el número 1 era mágico, pero cómo creerlo: ya iban dos veces, dos septiembres, dos once sin cielo claro, sin haces boreales. Sólo la tragedia se propaga. Y la añoranza herida de muerte.
Septiembre 11. No sé cómo se libera un día así; cómo deja de ser rehén y vuelve al engarce de los demás días con sus estaciones, ritos, responsabilidades cotidianas, gratitudes. Poco a poco, quizás (y si es que alguna vez). Con gestos tenues, cuidando de no asustar a la criatura que se ha habituado a la oscuridad y convalece; una cucharada de lumbre a la vez, o una mano, para que nos huela y reconozca, nos deje acercarnos, encontrarnos. Para escuchar otras voces desde otro corazón. La injusticia no necesita escribir su historia desde el odio; la justicia, menos aún.
Law like love, en qué minuto se separó todo. Me cuesta pensar en un poder mayor y más resistente contra la injusticia que el amor (es cosa de ver cómo respondemos si dañan a quienes amamos: nuestros hijos, un hombre o una mujer, el prójimo, una tierra, una montaña, una nación, seres de floras y faunas ya quebradizas). Me cuesta pensar en otro poder mejor dispuesto para imaginar y proponer, para escribir otra historia. Law, say the gardeners, is the sun…(W.Auden, Law like Love), ¿y para nosotros?
Atardece, indeciso el día entre una tristeza profunda y las ganas de volar muy lejos. No hablaré con Emilia todavía, pero llegará la ocasión, e iremos paso a paso, con reverencia por su edad, su vida, su derecho de cachorra a crecer y a pensar y sentir en cuerpo y tiempos propios. Tal vez habré logrado terminar mi carta para ella, o repetiré la frase del comienzo (queridas hijas, querida pequeña hija) como un sortilegio protector hasta que sea nuestro momento.
Tal vez muchos otros papás y mamás se preparan también para compartir esa historia que es justo que los más pequeños y jóvenes conozcan. Justo e imprescindible. Por eso no deberíamos hacerlos solos. Necesitamos que sean muchas voces –familias, escuelas, la nación entera- acompañando.
Confío en que seremos, algún día, todas esas voces, sin faltar una. Para hacernos responsables, juntos, de nuestro pasado y de nuestro presente. Tal vez, poder constelar al fin, alrededor de los hijos de todos (TODOS), un círculo de nombres y lámparas que ayude, que los guíe. Que convierta nuestra memoria en acto de cuidado mutuo, y para nuestros niños, de autocuidado hacia el futuro.
A los veintitantos por primera vez. El lugar no era importante, aunque terminó siéndolo. Eran los noventa. Necesitaba salir, salir volando, corriendo, a como diera lugar. No iba a estudiar; no era artista; tampoco funcionaria de alguna organización que obligara a la permanente travesía. Era una mujer y mamá que buscaba donde anidar. Que siempre busca.
Check list
No sé cuánto dure este viaje. Es decir, sé, pero todo cambia. Siempre puede cambiar.
Tiempos de guerra, fuera: no hay recurso que pueda ser desestimado, desagradecido. Corre lo mismo para el campo de batalla interior, el conflicto de una identidad que con casi medio siglo ya sé que no termina de construirse, de entender/desentender sus contradicciones, la multitud de sí, cuerpo, espíritu, cada órgano y su historia, cada recuerdo y sus libro de fábulas.
Tantas voces y ese afán –supongo será hasta vieja- de articularlas en un sólo coro donde ninguna deba silenciarse, y donde ninguna desafine demasiado. Querer atender al bien, no dejarse distraer, y saber que la crueldad, el mal, son también una posibilidad: humana, mía. Mientras no lo olvide, habrá algún amparo.
Saber, también, qué se espera de uno, tomar eso en cuenta o no, definir términos propios para trabajar. Un valor también. El trabajo tiene valor, aunque la codicia y el lucro no dejen de intimidarme, y así también la carencia, la precariedad. Qué entender por abundancia, por prosperidad, por lo justo y necesario, por desapego, desprendimiento, la capacidad de compartir. Francamente. Con pureza. Sin reservas ni talonarios secretos.
Preservar un perímetro de integridad, coherencia, equilibrios en el dar y recibir: voluntad cotidiana de autocuidado. Aun así, en alguna parte -con esfuerzo, créditos, ahorros de la vida, en fin, lo que se apuesta en un sueño (más allá de toda beca, asignaciones, per diem, regalos)- sé que este viaje, estos recursos, podrían salvar la casa de alguien, la cuenta de hospital, la indefensión de otros lejanos. La sensatez de poder juzgar -ojalá calibrar- la propia conducta. Responsabilidad en, a pesar de todo (dilemas y egoísmos incluidos), asumirla como propia. Elegida.
Melodía
#Tribu, mis colegas jóvenes y viejos, amigos y amigas de muchos y pocos años, discípulos, familias y niños con quienes hemos caminado juntos, personas a quienes sólo conozco desde las letras (no en vivo, no todavía), el señor del almacén, los conserjes del edificio, apoderados, vecinos, afectos en distintas escalas, músicas queridas. Secuencias, cuentas de madera o marfil imaginarias, una plegaria o buen deseo en cada una.
Dejar atrás mis porcelanas diminutas con los personajes de El Principito (caben en un puño cerrado, así de pequeñas son), una caja de cartón con las fotografías más antiguas, decenas de libros entrañables. Igual algo duele.
Pienso en estas pequeñas cosas que logran suavizar los eventos mayores. La orfandad definitiva de la madre, aún viva. Decir adiós (ahora sí, saber que no se puede) a la mujer, a ese cuerpo que habité y no logró, en casi cincuenta años, encariñarse con el mío.
Mi hija mayor nos deja en el aeropuerto, nos seguirá en octubre. El tiempo es eterno, puede ser. Hay coraje en partir, en dar un beso de despedida así.
Repaso: libros de consulta, mi viejo tarot, una maleta de juguetes para Emilia y su ropa. Míos, 3 pares de zapatos (y el doble de calcetines), 3 jeans, 2 polleras, 2 chaquetas (una para menos y otra para mucho frío) y varias poleras de mangas cortas, medianas y largas, casi todas negras. Es como una suerte de uniforme al que he adherido casi sin darme cuenta (como los aros, permanentes, o el corte de pelo, y los mismos bolsos a modo de cartera o estuche del computador).
Me aburre vestirme (no es que quiera andar desvestida, es sólo no querer elegir, gastar tiempo en buscar o pensar qué) y es una suerte (o un regalo del ballet) no cambiar de talla a lo largo de décadas. No es el cuerpo detenido, aunque a veces me lo pregunto. Tampoco olvidado, haciendo lo que mejor le parezca. Cariño le tengo, sincero, ganado por tramos, capas de piel, grupos de células, cada idioma orgánico, nativo, vital con insistencia. Confianza le tengo.
Be not afraid of my body. I am a dance, recitó Whitman, y reparo en el cruce con The Killers. Según yo, siempre escuché “are we human or are we dancer?” aunque algunas traducciones dicen “denser”. Pero uno canta como quiere, según se emociona
(…punto aparte, después de su muerte, gracias a la autopsia, se supo que Whitman sufría de tuberculosis. Nunca dijo nada, pero él debe haberlo sabido, sufrido. Qué tremendo, mucho más, se hace su cuerpo en ese verso).
No es tan importante, pero me pregunto si alcanzará con lo que llevo para 3 estaciones y sin certeza de lavadora cercana (los laundromat a dos cuadras me provocan una flojera insorportable). Sí me causa ansiedad haber olvidado mis alas de mariposa azul. Halloween, ver a Diamela de niña en un chispazo y jurarme que algo deberá ocurrírseme antes de Octubre. Emilia ya sueña con ese día.
Chile
La patria, el país, la nación. Sin adjetivos, no tiemblo, no siento. Pero si abro el cuaderno de años recientes y agrego a nación…. “buena, bondadosa, respetuosa, visionaria, alegre, etc., sobre todo con sus más pequeños”, entonces ahí sí: algo reza, se mueve, respira.
Quizás los apegos que debieron ser a los 2, 4, 10 años y no fueron, pudieran encontrarme en un nuevo regreso. Hasta aquí una cosa es el pasaporte y otra la intimidad del sentimiento.
Sigo con los ojos la línea de billboards, edificios altísimos y autopistas con luces azules como las cercanas al aeropuerto. Un progreso que no significa mucho. Alcanza a pocos, y más se desdibuja cuando el pasado nos sale al paso casi a diario (ahí está con su sombra y herencias, en la televisión, la radio, las calles, las palabras, la música todavía, los vínculos).
La historia no se olvida, no debemos olvidarla: sus voces, sus hombres, mujeres y niños ausentes, sus cantatas tristes y esperanzadas. Pero somos ya varias generaciones intentando encontrar la ley de sus propios cuerpos, imaginaciones, futuros.
Quizás exagero pero entre partidas y regresos hay una sensación viscosa, de brea en el alma, que no me abandona. Sentirse, en algún lugar, siendo parte de un grupo de pajaritos rescatados de un derrame de petróleo en alta mar, alteradas las alas, la textura de las plumas, y lo más preocupante: la sensación de ligereza perdida. Peso extra. Brea en el alma, como decía.
Reconciliar. No sé si me convence ese verbo, igual uno termina tomando distancia de él, haciéndose impermeable a sus sentidos. Ya ni sé bien qué significa. No me anima ir al diccionario. Pero sí sé que jamás lo imaginé como amnistía, amnesia, puntos finales.
Si iba a ser posible susurrar siquiera la palabra (reconciliar) sería –pensé en mis veinte- desde una conmiseración sobre lo humano, la condición común (nuestra impiedad de la mano de nuestra gracia, si nos quedaba alguna). Un gesto valiente, soberano, para poder seguir viviendo: sin borrón y cuenta nueva; sin absolución. Lo inexpiable.
Sí era necesaria, y es todavía una añoranza, la disposición a seguir caminando, no por inercia, no arrastrados por las décadas. Caminar bien, ni siquiera por nosotros sino por responsabilidad con las nuevas generaciones. Con nuestros hijos en mente, haber revisado escombros y dar con hilos, lana, cordel, lo que sirviera para volver a tejer algo colectivamente. Y si la herida de algunos jamás ha de sanar, entonces que otros menos, o jamás lesionados, tomáramos dobles turnos para poder seguir tejiendo.
Poner la guerra a un lado: no fuera de nuestra memoria, pero sí de nuestra mesa, nuestra cama, nuestros días vivos, nuestros nidos, lejos nuestros recién nacidos. Dejarla morir, llorar cada ceniza y osamenta, no hacer con ella lo que ella hizo con tantos y darle sepultura. Darle y darnos ausencia de su ánima en pena, condenada a seguirnos inmortal y exhausta.
Quizás los ejemplos suenan fuera de lugar, pero recuerdo los escritos de un jefe cherokee (el último, en Georgia) y la música de Nina Simone. La progresión, en ambos, de una energía que busca, rasguña piedras, insiste (contra toda evidencia por períodos) en reconocer la humanidad de enemigos, opresores, y de sí mismos.
Tuve la bendición de estar en uno de los últimos conciertos de Nina Simone en Atlanta, antes de su muerte. En records municipales, policiales, de asistentes sociales, organismos de derechos civiles, seguía (y sigue) contándose una historia difícil –después de un siglo y más desde la abolición de la esclavitud- para los afroamericanos del sur de EEUU. Pero ella, madre un poco de todos, con tibieza firme -y sin dejar de explicitar la deuda ética- agradece en ese concierto todo lo logrado por el movimiento de DD civiles, e invita a no descansar, restituir, reconocer dignidades sin sacrificar la fraternidad, el cuidado mutuo.
Llevo conmigo a Nina Simone, como siempre, y de estos últimos años unas canciones de los Bunkers más un tostador y unas cajas de fósforos copihue que me regalaron en el café de mi barrio. Ahí me han visto preparar libros, repartir cuelgapuertas, reír, llorar a veces. Nunca me han preguntado motivos. Nunca miraron distinto a las personas más diversas con quienes nos reunimos ahí (todas las avenidas sociales y políticas, religiones, edades, orientaciones sexuales). Tampoco faltó una sola vez la sonrisa buena y llana.
Raíces
Uno puede vivir en otros países, ciudades, casas grandes, casas pequeñas que se llueven, departamentos modernos, piezas modestas (en casas de otros, a veces de refugiada), tener más o perderlo todo, volver a comenzar con una silla rescatada de la calle, recobrar un pulso afortunado y respirar un poco menos insegura (sólo un poco menos: el desasosiego de la tierra no da para garantías, a nadie). Todas las versiones posibles de habitación. La única imperdible: conmigo. Habitarme. Amar. Soy una raíz para dos hijas. Ellas son mi raíz también.
Aeroplano
Mi avión no tiene alas de cóndor, sino de colibrí (uno de mis animales totémicos, así me dijeron años atrás). El año 97 visité el lugar donde en Carolina del Norte, los hermanos Wright gestaron el primer vuelo exitoso (éxito, recordar del diccionario “resultados felices”). Qué sentirían hoy en día, qué dirían a los niños que preguntan ¿Por qué no podemos volar, no tenemos alas, qué faltó para lograrlo? No sé qué responderle a Emilia. Más difícil, ¿por qué nuestros ojos pueden mirar todo menos a ellos mismos? las preguntas ascienden, se llenan de algo que es más que vida, más que poesía, más que volar. Sobra cielo con los niños. Madres y padres lo sabemos. Sobran los aviones.
Abrazos
No alcancé a despedirme en persona de todos y todas. Me faltaron abrazos, y el cuerpo se desacomoda en esa ausencia.
Trabajé hasta el día antes de partir, las maletas las hice el mismo día (olvidé mil cosas) y no quería empacar sino escribir, ordenar la cosecha que llevo en el alma, caos de arándanos, golosinas, servilletas con apuntes de la ciudad, cuadrados de lana (para hacer frazadas), piezas de lego por doquier, jirafas que llegan a las estrellas, esa desnudez y no otra, las palabras de Patti smith, de Rukeyser, de Cisoux, lo que yo no puedo decir, las rabias y renuncias (por la cresta que hay gente mezquina y violenta), el deseo y la vida. Clavitos y tuercas de un reloj que se confundió con los tiempos, y una cesta de mimbre blando, inmensa, ahí donde debía recoger todo lo vivido en este tiempo, me mira vacía.
Le prometo tiempo para cuando lleguemos a destino. Llevarla en el arco de mis brazos. En un abrazo.
Tres años
De 1996 a 2007 la diáspora, Georgia on my mind.
Del 2007 al 2011, más en el norte que en el Sur todavía.
El 2011, tres hombres buenos (Hamilton, Cruz, Murillo) son el argumento determinante del regreso. Y mi familia.
Los últimos 3 años, cada encuentro, cada gesta, cada derrota también. En el bolso de mano 3 libros que querrían cambiar el mundo, mis libros una vez, pero dos ya no lo son (el tercero está a medio empollar y me necesita todavía). Tienen su propia vida, los re-escriben cada hombre, mujer, o cada niño y niña que los hace suyos.
La última sesión compartida con muchos fue con los PRM de Sename. Hablamos de tres desplazamientos, danzas: de proteger a CUIDAR, de reparar a EMPODERAR, de la voz sin silencio y con él, de no apresurarnos a condenar al silencio por culpa de su arsenal en el abuso cuando hay silencios que son sagrados, propios, espacio de imaginar y sanar también para los niños.
La sesión fue tan profunda (con la presencia adempas de una formadora de la U Playa Ancha) y tan llena de esperanza. Nunca en tres años (ni siquiera en programas difíciles como Tolerancia Cero el 2012 y El Informante de 2013, a punto…) me quebré en público. De pura gratitud se me cayeron las lágrimas en el seminario del último lunes antes de partir. Presenté, como símbolo de esos desplazamientos que señalaba, un pequeño adelanto del libro que viene para diciembre (espero), “Tod@s Junt@s”. Niños y niñas extraordinarios de quienes no habríamos llegado a saber (ni ellos, de sí mismos) si no hubiese sido porque al menos un adulto, sólo uno o una, creyó en ellos y sus sueños. Nos emocionamos todos. Ala de colibrí, en son de Silvio
(Tres años en Chile. Construir lazos, dejarse domesticar un poco. O mucho. No soy una persona muy sociable, contrariamente a lo que pueda creerse. Me gusta estar en mi casa, salgo poco, escribo más de lo que hablo y me sigue resultando raro escuchar mi voz (como cuando en el colegio nos pedían grabarnos para tareas de música o inglés), o ser sorprendida con el comercial de un programa de televisión donde estoy yo pero nunca me vi, nunca quise. Otros ojos bastan. No se hace fácil. En las charlas públicas cada persona vale el doble. No son cien o trescientas personas. Son trescientos pares de ojos, es decir seiscientos. Para alguien que dedicó décadas al deseo de ser invisible, es demasiado).
Las letras siguen siendo el cuerpo, mi sonido, las historias escritas, así salgo al encuentro con otros.
Del 2011 al 2014 fue distinto. Nunca viví algo tan similar a esa mesa larga que fue símbolo por años de una conocida marca de té. Todos juntos (como el libro de los niños). Todos y todas. Así lo he sentido. La acción de gracias podría ser interminable y habría que detener el tiempo, todas las guerras, el calor y el frío.
Poder ver cada cara, sonreír, guiñar, asentir, todas esas mímicas silenciosas que dejan saber al otro que tenemos un lazo, o un recuerdo compartido. Amable. Gentil.
Honor
Trabajar en la esfera de la reparación del ASI le da a uno oportunidad de conocer a niños y niñas y a sus padres, hombres y mujeres que realizan procesos heroicos, inimaginables. Cerrar la puerta cada vez de despedirlos y repasar resiliencias, amores, regresos a la vida. En conjunto, maestros, familia extendida, equipos de profesionales apostados a no dejar pasar oportunidad de hacer las cosas bien por los hijos e hijas de todos. Maravilla y audacia, también son parte de la ética de cuidar, de restituir cuidados.
Vecinos, comunidades, académicos de distintas universidades (más antiguas o nuevas), artistas (sobre todo amigos escritores), algunos líderes políticos –de todas las avenidas posibles, eso lo destaco- capaces de gran ternura, siempre (no según la ocasión) y de acción decidida. He visto a las personas más diversas, concurrir. Mil mil mil mil gracias.
Mirar a la infancia y escuchar, “en cuclillas”. La inocencia no se pierde. Se recuerda, recicla, renace en compañía de otros. Juntos.
Desvelo
Pausa. Cielo. Luces cerca y lejos. Emilia duerme ovillada sobre mí en el avión. Tan linda mi niña ….. se ve. Pocas veces he podido completar la frase con “en la cuna”. Se ha llevado acompañándome por trabajo desde que nació, yendo a congresos, radios, reuniones en decanatos, durmiendo en aviones, buses, trenes, distintas casas de uno y otro lado del Ecuador. No: no es el ciclo de imperturbable estabilidad durante 7 años que Francoise Dolto recomendaba (o el sentido común) y a veces me siento la peor madre del mundo. Pero no puedo detener completamente el trayecto como hice con Diamela en su tiempo (cuando contaba con los años que vendrían después de los 40 para completar el resto de mi proyecto de vida). Ser mamá a los 40 es muy distinto y aunque la cercanía y el cuidado siguen no siendo renunciables, deberán ser distintos esta vez. Serán en movimiento: dondequiera que deba ir, iremos juntas con Emilia.
Conozco de otras historias que se han escrito hermosamente de esta forma y la nuestra, hasta aquí, va bastante bien. Además, me perdonarán los ministerios de educación del mundo, no soy una fan muy convencida de las escuelas y existen pocas de ellas (cinco dedos me sobran) que me entusiasman sin reparos y eso a partir de los 7,8 años. En todo caso, no es la idea ponerse a reflexionar sobre la educación. Sólo encontrar un punto donde sentir que esta vida, mi vida, y lo que puedo ofrendarle a mi hija menor, sigue siendo amoroso y bueno desde aprendizajes realizados de una forma distinta, “on the go”, “on the road”.
Le cuento a Emilia de Carol Gilligan, de lo que la mamá va a aprender, de lo que podría llegar a hacer, todo en términos muy simples. “Si le sirve a los niños. entonces está bien”, Emilia tiene 6, a los 16, 17, Diamela me dijó algo semejante antes del Agua Fresca en los Espejos. Infinitas ellas,
NY
Me asusta Nueva York. Mi casa, mi bosque en las Appalachian, los pasamos de largo. Veo el mapa donde muestran el recorrido del avión y me tiraría en paracaídas sobre la región de Georgia. Seguimos de largo, falta trecho. Fijo la vista en la cara amable y querida de Carol Gilligan, el semestre con ella, todo lo que me falta por aprender. Esto está bien. Esto es lo que debe ser. Luego veremos. Podría volver a Chile, podría quizás seguir hacia Atlanta y volver al colegio (extraño la pedagogía), podrían ser tantas cosas.
Día uno
Behind the past of any of us is that moment of arrival, with its song—Muriel Rukeyser
Emilia es la más feliz de todas, todavía no resuena mucho con Sinatra, pero su actitud es la más cercana al canto a viva voz de New York, New York, parada como King Kong (uno feliz) en la punta del Empire State o la Estatua de la Libertad. Como todavía no la convence Sinatra, canta en cambio “Libre Soy” de Frozen por los pasillos del aeropuerto JFK.
Por mi parte, me armé un playlist para la entrada a la ciudad que trae hasta a Ludacris y Snoop Dog, Bon Jovi of course (It’s my life, himno desde los noventa), Will.i.am (junto a plaza Sésamo), y una serie de canciones para el coraje. Cuesta admitir el miedo que me provoca esta ciudad.
He estado en NYC varias veces, siempre de turista, siempre demasiados días (si eran 5, al tercero quería irme; si eran 10, al sexto). Es una ciudad alucinante pero es demasiado: efectivamente, nunca duerme y no se logra oír a los pajaritos, o el propio susurro interno. Nunca oí el corazón de una ciudad latir como cien calderas del Titanic (imagino), todo el tiempo, incluso por las noches. Los tonos rosa y naranjo del crepúsculo, lo juro, tienen un sonido (lo he escuchado a orillas del río Chatahoochee, o Cosawatee) pero aquí no he podido escucharlos una sola vez.
Recorriendo Brooklyn veo una placa con el nombre de Walt Whitman. Sincronías que no faltan cuando más las necesito; que ponen silencio y dejan oír, hoy, justamente el sonido del crepúsculo que añoraba.
Me detengo a leer sobre la muralla de ladrillo, él estuvo ahí, trabajó como editor de un periódico siendo un joven de mucho menos de 30 años. Diamela, Diamela. Le explico a Emilia algo sobre el agua, el río, tanta gente que ha venido aquí, el cielo tan azul de este día, nuestro primer día. “Just as you feel when you look on the river and sky, so I felt…” Este verso, canto de bienvenida. So I feel…