¿Cansancio?
A veces.
Una fiebre ajena que se filtra muy dentro y me derrota por momentos, haciendo temblar pilares que me han sido bastante incondicionales, casi genéticos me llegan a parecer a estas alturas: una cierta resiliencia, optimismo, o tozudez. Algo que me ayuda a permanecer en movimiento. Pero aun sin parálisis, igualmente puede haber desazón, o desánimo, algunos días de ver que lo evidente y lo urgente para uno, tiene que ser constantemente justificado con algunas personas, en algunos países. Una y otra vez.
Las voces, tantas voces. Unas que agradezco por sus lucideces y generosas voluntades; otras que me cuesta comprender, o quizás no quiero. Debería ser fácil para cualquier corazón y si no, moral, o por último políticamente correcto, estar del lado de la luz, de los niños, de los indefensos.
Si le pregunto a miles de transeúntes ¿quiere un millón de dólares? posiblemente todos, o casi todos, me dirían que sí. Lo mismo podría esperar –por burdo que pueda llegar a parecer- ante la pregunta tan descarnadamente elemental de ¿está usted a favor de proteger a los niños contra cualquier forma de abuso? Por supuesto.
Me paro al lado de la cama de mi hija pequeña, como veinte años atrás hacía con su hermana, y la miro dormir. Doy gracias, reviso la historia de mi propio cuerpo bajo su piel, ese tiempo en que compartimos territorio, un solo océano las dos, ella: agua, yo: su agua, su sangre, su leche ý alimento esencial por una era. Es mi niña, pero no me pertenece, como tampoco me pertenecen otros niños, pero imposible no resonar con sus vidas, sus fragilidades, su necesidad de cuidados y gentilezas, sus derechos. Hay un cruce de líneas trazadas a lápiz orgánico donde ellos y yo podemos ser uno. Física, maravillosa, lacerantemente uno.
Escucharlos hablar desde su inocencia y su magia es un regalo siempre como asimismo es un dolor saber que sufren. Sin disección posible; sin separación que sirva de escudo. No sé si podría; si querría separarme del sentimiento: su dimensión magnífica, y su dimensión horadante. El contrapunto no capitula.
¿Cómo trabajo en lo que trabajo? me han preguntado decenas de veces. Por qué, para qué exponerse continuamente a las sombras, al recuerdo de la propia biografía, mejor cambias de actividad, me dicen, te vas a reducir a polvo en esto. Es posible. Pero lo mismo deben decir a tantas otras mujeres y hombres que han dedicado sus oficios al cuidado y aliento de la infancia; que no han olvidado que también fueron niños y niñas y quizás habrían soñado con un mundo más noble y suave como el que intentan construir. Por amor. Ahí el porqué, la inspiración, la fuerza, y por paradójico que suene, la felicidad y gratitud de hacer lo que uno hace.
El pacto es diario, permanente. El progreso es lento, lentísimo (hasta descorazonador por momentos), pero es posible, una niña y niño a la vez, una mujer, un hombre (que también fueron pequeños un día).
De alguna forma, sabía que sería así: cuesta arriba. Pero cuesta arriba no es solo la montaña y el esfuerzo que impone: cuesta arriba es también el cielo, en esa dirección una se le acerca.
Mucho en mi vida se dio de modo accidental, pero para esta gesta fui preparada, de alguna forma: en la maternidad, y en la terapia (como paciente y como terapeuta de niños –antaño-, jóvenes y adultos abusados).
No sabía que estaba preparándome, pero lo he visto más claro en el último tiempo y agradezco mi tiempo de Karate Kid en la montaña. Mario Pacheco, maestro, amigo y mi terapeuta durante casi 20 años (no de corrido, debo aclarar, sino por ciclos), fue como el viejito maestro de la película. Inevitable verlo así. A él le debo la aceptación paulatina de un compromiso que no llegaría solamente -como yo quise creer- hasta el libro testimonial, ni se limitaría al ámbito privado de mi ejercicio profesional.
“Lanzaste una piedrita al río, y habrá que hacerse responsable de las ondas, olas y tsunamis que genere”, dijo. Y tenía bastante razón.
Los últimos años han sido intensos. Siempre pensé que podría acotar todo a un cierto período, pero cada día constato que la realidad pide más, y otro poco, y otro. Pero también veo cómo, pulgada a pulgada (así dice un querido amigo mío), se avanza y ganamos pedacitos de territorio en el bien añorado.
Hoy, esas pulgadas se hicieron insuficientes para escapar de la silla en el balcón, el silencio, la pena. A propósito de nada, un comentario sobre la importancia del cobre (libras de mineral que habría defendido un ex senador, versus libras de niños abusados por él, menos visibles para algunos), frío. Vapor en el hielo, células como pececitos con sus branquias azules, oxígeno vuelto padre, nieve en las venas, hendidura en la carne escarchada, ganas de no decir una palabra más, de congelar la voz como una criatura prehistórica de los millones de años que deberían venir. Glaciar o ámbar, que se detenga el tiempo de las explicaciones y justificaciones que a veces, no querría dar. Que no tendríamos que dar, si los niños fueran estimados como preciosos (por el aprecio infinito que deberían merecer) y sagrados.
Mi marido me abraza, no dice mucho pero lo dice todo. Me trae una taza de café bien caliente y dulce, me acompaña para que escriba, habla de progresos, de tener fe, de amor.
Vuelvo entonces a la habitación de mi niña, la miro dormir, veo en mi alma uncorredor con vitrales por donde entra el sol y la luna, y esa imagen es su vida, todos los años de infancia que le restan. Soñando su futuro a través de cristales de colores, me animo, me enamoro, agradezco y vuelvo a nuestro ciclo original de agua. Ahí donde no puede haber hielo, nieve, ni escarcha. Solo un río cristalino lleno de puentes, algunos ya levantados, y otros solo existentes en mi añoranza de poder escribir otra historia, mucho mejor, sobre los cauces de hombres y mujeres que nuestros niños y niñas llegarán a ser.
Fotografía del título: Pause