Breathless
Appalachian Mountains, abril
De vuelta en mi bosque. Hace un año atrás, en este mismo lugar, escribía Aleluya. Un año después, no cambia mucho el eco de esa palabra, aunque tanto sí ha cambiado en mi vida.
Hablaba ayer, con una mujer querida, sobre los fenómenos disociativos herencia del abuso sexual infantil; la herramienta de supervivencia inexorable de ese otro tiempo: tiempo de niñas que constantemente estaban en la fuga de sí mismas, ignorantes de que ese movimiento de escapatoria y autopreservación quedaría registrado como algo habitual, automático, a veces inclusive entrañable, y cualquiera el adjetivo, cruzaría con nosotras a otras etapas de la vida.
La disociación de la niñez ayudó a navegar sobre tormentas y océanos árticos llenos de icebergs; pantanos lóbregos, pántanos de miedo (como un verso de la Pizarnik). Durante la adolescencia, nos llevaría por caminos incluso más difíciles, mucho más solitarios y confusos. Sin embargo, en la adultez, la ajenidad tomaría otros rostros: salida solidaria en momentos de pánicos escénicos (disertaciones ante auditorios con cientos de personas, o una defensa de tesis) o situaciones ingratas, desencuentros con alguien querido, alguien que pudiera juzgarnos o dejarnos atrás, como en la manada original (siempre está ese pulso agitado, por irreal que sea la posibilidad del abandono).
Cual Alicia de las Maravillas, hemos experimentado lo que se siente salir y entrar de nuestras realidades –cuando aprietan- como quien viaja por túneles imaginarios dentro de árboles y bajo la tierra. Más allá de algunas funcionalidades que, es innegable, algo de valor o ayuda prestan, la resta del presente y la métrica en ausencias nuestras como resultado de la disociación instintiva, no deja de ser mayor.
Miro de lejos, pero un lejos de la tierra, real, no en el desdoblamiento de antaño. Es fácil en estas latitudes, además. Hay aquí una ligereza, una no- fricción, un sense of safety y desmemoria de la niñez. Espacio para revisar y ponerse al día con el alma; para dejar que respiren ciertos sentimientos. Hace falta. Los últimos meses he sumado y sumado viviendo, sin tiempo suficiente para ponderar, consolar, agradecer o festejar; para simplemente ubicar en mis cajoncitos interiores el balance de encuentros y experiencias, bienvenidas y adioses.
Poco a poco, los balances van tomando forma, haciendo su invocación al equilibrio, invocación siempre de dignidad, también, sobre la mujer que he ido dejando ser. En estos bosques, soy siempre grande, o vieja, una mujer, no una niña, no su sombra ni ceniza (aunque siempre vengan dentro). Nací grande, así llegué. Mi presencia está aquí porque aquí fui parida; territorio de verme morir y nacer bien, decenas de veces. De comenzar a aprender cómo, qué es, estar presente, justamente porque aquí comencé a darme cuenta de mis ausencias.
El relato de mi vida en Georgia, es el de giros sutiles de humanidades y transformaciones que, en su belleza, dieron golpes de gracia a un destino que pudo escribirse, al fin, de otra manera. Pero es un relato que omitió, involuntariamente (no lo veía bien todavía), la dimensión de muchos vuelos en fuga, levitaciones y distancias de mi realidad cotidiana que solo ahora, solo en este viaje, puedo ver de cuerpo entero. Y que ojalá pueda perdonar, también.
En esta etapa, de sentirme más reunida conmigo que nunca, hay lucideces que caen como llovizna de meteoros. No lluvia, nunca tanto, pero es una llovizna igual copiosa y cargada de mensajes importantes.
Quizás a lo que quiero llegar es a algo común, compartido con muchos, que no tiene que ver solo con la biografía sino también con los mandatos de estos tiempos tan ajenos al tiempo, irónicamente.
Siempre digo que me cuesta comprender cuál fue la génesis y sentido de andar inventando tantos calendarios y relojes, cuando siempre se me ha hecho más sencillo asimilar el ritmo de crecimiento de vegetales y criaturas como una unidad cronológica en pura vida que sí me resulta inteligible y sensata…porque tiene pausa, tiene un ritmo, no puede llegar y saltarse etapas, y tampoco es lo suyo someterse a intervenciones voluntariamente (si se aceleran o alteran cultivos y genéticas, es por mano del hombre, no por el albedrío de faunas ni floras). Flujos de agua, botánicas que me resuenan, mi naturaleza mamífera, por ahí sí va la mano…por ahí sí, mi sentido de tiempo transcurrido, y de presencias y ausencias en él.
Igual que a muchas personas, me atrapan tareas, urgencias, deberes cotidianos. Me olvido a veces de mi salud, fallo con algunos compromisos, necesito siempre más horas que esas 24 reglamentarias. O no dormir nunca más y eso sería, en verdad, reducir las 4-5 horas de sueño que han sido mi constante vitalicia. Pero la queja no va por ahí (donde no hay queja, solo añoranza de contar con más día). Más bien, hay una toma de consciencia sobre cuánta disociación me ha pisado los talones de mala manera.
Hay una dosis de separación de los dolores del mundo -que podría ser vista como disociación- que siento inevitable si uno no quiere irse al suelo cada día por medio. La resonancia con todo –todo lo vivo, todo lo que sufre- es imposible y sería autodestructiva, además. Hay, no obstante, una dosis de separación de la que creo hay que cuidarse cuando nos perdemos de vivir lo que nos toca, sean glorias o infortunios, porque andamos lejos de nosotros.
En lo personal, jamás querría perderme alegrías y milagros, y cualquier ausencia de sombras o tristezas, hace correr el riesgo de perderse lo demás. No se puede tener uno sin lo otro; no hay vuelta en eso. Pero a pesar de esta convicción, en días de reencuentro con amistades del norte, entornos conocidos, mis pertenencias guardadas en bodega, caigo en la cuenta de que aun en el magma y columna vertebral de mi mundo preferido, estuve bastante ausente…para poder estar bien, esa es la paradoja; para poder dar continuidad a buenos esmeros, buenas voluntades y ánimos. Para no frustrarme, no dejarme derrotar, no amargarle el día a nadie. Y es titánica la dicha o el optimismo cuando ahogan la disonancia, la pregunta existencial, ciertas transformaciones de suelo y techo interno que al ser detenidas, hacen temblar todo lo demás.
Cuántas veces, con el mayor cariño y certeza de hacer lo correcto o necesario, dejé el cuerpo presente mientras dentro me fui a errar, a cantar o zumbar como colibrí, inventando o escribiendo historias alternativas. Tan lejos que no pudiera mirar mucho, o escuchar, o sentir y verme movilizada a tomar decisiones que afectaban a más vidas que la mía. A cuántos no les ha pasado que por los niños, un sueño común, los dividendos de la casa, o una gesta personal, negociamos un “después” que nunca llega. Ceguera ante las ciénagas, los desconsuelos, o la consciencia, simplemente, tan humana, sobre un cambio en curso, o una decisión irrenunciable que no nos sentimos con derecho a tomar. Quizás en dos años, o diez, o en la próxima encarnación. Eso nos decimos para justificarnos mientras sobrevivimos in absentia. Disociados, separados, divididos en personajes que intercambian y se prestan energías para poder sobrellevar algo que no es coherente, o apacible, compasivo, vital. No deja de ser temerario y hasta irresponsable jugar con la propia integridad de esta manera, y sin embargo una escucha todos los días, historias de este color. Un color medio zombie, si puede definirse así.
Hace pocos días, en una tienda de libros de barrio, leí una frase de una mujer -no recuerdo su nombre- que decía que la valentía no era el rugido feroz de voces ni de actos, sino un susurro interno que repetía, una y otra vez, experiencia tras experiencia (buena o mala): “voy a seguir intentándolo”. Yo solo habría agregado que la valentía puede ser simplemente estar presente, completamente presente. Aquí, ahora, esta vida, esta tierra. Lo que es y sin conformismos, porque nadie dijo que estar presente o agradecer la gracia de estar vivo, fuera incompatible con la lucidez o la rebeldía. Pero es preciso pararse en lo que es, frente a lo que es, y en su entraña si es preciso. Y si no podemos, entonces ausentarnos, pero en plena presencia. Es preferible, con todos los sentidos, dejar de estar en algo o con alguien, a tener que separar nuestros cuerpos y almas y obligar a nuestras partes y pedacitos a llevar existencias en espacios paralelos, desconectados, forzosos. La integridad de estar presentes, es lo más valiente, creo. Y hermoso, además. Hermoso de una forma para la que ni existen palabras. Una forma que quita el aliento…justamente para darlo y llenarnos de él.
Breathless: dejarse despojar de aire, para ganarlo completamente. Respirar, respirar, y respirar otro poco, llenos de vida. Así me siento, a pesar de precariedades recientes en la salud. Y entiendo que es posible hasta morir así. Como me dijo una vieja mujer que conocí en estas tierras: “sé que me muero, pero llena de vida, y acaso más viva que nunca”. Viuda, pero siempre enamorada de su marido de más de 60 años (de casados, no de edad); acompañada por él. Acompañada de otras personas, pero sobre todo de ella. Regaba plantas, bordaba, cantaba en italiano, y algunos días salía de casa y hacía voluntariado asistiendo a enfermos terminales más frágiles que ella.
Breathless, yo también.
De vuelta de un paseo por un pueblito muy lindo, mi marido perdió el camino correcto y terminamos dando vueltas por senderos montañosos (de las Appalachian), bastante rato. Sin reloj, sin obligación de llegar a ninguna parte, nos dejamos llevar. Esto no es menor: yo le tengo terror a perderme, o a que se me pierda la gente y si pudiera -por irracional que suene-, tendría a todos en mi familia con un chip-gps instalado en las plantas de los pies. Pero confié en el buen espíritu de la travesía, las vacaciones, algo de luna de miel, en fin. Aunque fuera 10 horas más tarde, a algún lado tendríamos que llegar y luego veríamos.
Creo que en mis 16 años de historia en este estado, no había jamás sentido latir el corazón del bosque de la forma en que lo sentí ese día. Mi hijita dormía, hermosa el hada celta en el asiento trasero del auto. Nosotros casi ni hablábamos, solo con nuestras manos (siempre); pero tampoco era silencio absoluto: brisa y roce de hojas por toda música, el bosque cantando en lenguas silvestres y milenarias. Entraba el sol por miles de ventanitas verdes y, en algunos tramos, se dejaban ver los descansos del río en pequeñas lagunas sobrecogedoramente azules. “A bolt of blue”, eso fue conocer a Eduardo y rendirse. Por eso el azul es tan importante.
A bolt of blue, y luego la fuga, meses, años, su constancia, su presencia. Sin aliento -entre maravillada y exhausta- en el reencuentro (un par de años después). Una reunión, que más que con él fue conmigo. Conmigo: sin hablar, sin darme argumentos, sin esfuerzo. Y por eso es con él, forever and a day, y lo sé porque al fin, no sé nada. Me encuentro completamente desprovista de repertorio y es tanto y todo un nuevo aprendizaje. “A bolt of blue”, el amor, solo un rayo de luz azul donde no hubo que convencerme de nada más excepto de querer estar presente.
“Aquí anduvieron los cherokee”, dije en algún momento, “estoy segura, no en la montaña, sino aquí justo, en este tramo”. En eso, aparece un pequeño letrero que dice Chestatee, nada más. “Este nombre es para nosotros, yo creo”, y mi amor se ríe porque no sabe, y yo tampoco. Pero ahora sí: “place of lights”, lugar de luces. Eso significa Chestatee en lengua cherokee, y eso es este momento que me tiene sin aliento, mientras son claras la vida y mi presencia no solo para amar al hombre elegido por mi alma y mi cuerpo, y a mis niñas, y a mis amigas y amigos, y mis oficios con herman@s. La presencia es en todo, riesgos e incertidumbres, fracasos y pérdidas, regalos y bendiciones. “I will try again…I will keep trying”, el sortilegio para quedarse; la sentencia que disuelve el hechizo de tanta ajenidad y separación. La que por primera vez en mi vida me da permiso de jugar con letras y decir que mi nombre se escribe con V de valiente. Y de viva. Completamente.
Fotografía del título: Mar Báltico