Sin amor, cómo (2017)

A veces no queda más que forzar la letra, apurarla, no reparar en ortografía ni los tics de siempre, mientras se vuelve todo una rebelión a no dejar languidecer luego del año vivido: ni en la esperanza, la gentileza, la respuesta no-rabiosa, la resistencia al desánimo, a tanto juicio y prejuicio.

“Por qué se preocupan de la Patagonia y no del norte”, por qué de las niñas y no de los niños, por qué de esta infancia y no de esta otra… por qué de la línea recta y no del punto… así llega a sonar cuando se juzga constantemente la buena voluntad o la dedicación que pone cada quien en diversas causas de cuidado, de amor.

“Qué bueno que somos miles y diversos y que así multiplicamos formas de actividad y de presencia”, eso rara vez se escucha. Menos se escucha del amor, de la defensa apasionada del sobrevivir (en estado de coma, también se podría, pero no es así que queremos continuar en la vida), de la gratitud por un día más y de la vindicación por días mejores, MUCHO mejores.

¿Usted querría morir hoy? Seguro que no, diríamos, y menos se entiende dilapidar días en el encono, y la inhumanidad.

(“Algo me afirma aquí dentro/ Mi amor por la vida, los seres, las cosas/ se hace cada día tan mayor”. Cecilia Casanova).

Hace poco escuchaba a una persona decir en una entrevista “por supuesto estoy a favor de la idea de tener humanidad, pero…”.  Todas las palabras que anteceden a “humanidad”, la desposeen, de cuerpo, huesos, de formas de respirar –comunes-, de sangrar, de sentir dolor. ¿No que éramos todos seres humanos, con la misma dignidad, la misma vulnerabilidad? Llega el final de la frase y ahí queda ella, “humanidad” , como la niña de los fósforos de Andersen. Se agota el último cerillo, menos mal, antes de que el discurso continúe: más argumentos racionales, referencias a una emoción que jamás llega a sentirse presente. ¿De qué humanidad estamos hablando? ¿De la que me asemeja o hermana a mi peor enemigo o abusador? No conozco otra.

Lo que  no nos  interpela en relación a criminales de lesa humanidad, violadores, abusadores,  igualmente podría disolverse en relación a otros seres humanos. Eso me asusta. Es el riesgo que siento en las distinciones de la compasión “sólo para tal, o cual” y la indolencia, permitida, excusable, si se trata de “estos otros” (cualesquiera “otros” sean). El problema es que la indolencia –tal cual la violencia- no es una criatura muy dada a la selectividad fina, o la modulación, y menos el control (creer que podemos “regularla” es un autoengaño): ella podría tomárselo todo, si uno la deja, si nos distraemos.

Puede comenzar con unos pocos seres humanos –quizás lejanos, “extraños”, simplemente “diferentes”, “extranjeros”, y en un extremo lóbrego, hasta podría parecer “justificada” si se trata de quienes son concebidos como “peligrosos”, “enemigos”, “psicópatas”, etc. Pero sin darnos cuenta la superficie se extiende, un poco y luego otro, hasta que la indolencia mina o impide nuestra conexión –en el sufrimiento o el deseo de plétora, del mismo modo- con compatriotas, o la tierra, sus seres vivos, y hasta con nosotros mismos, o con  nuestros niños,  todos los niños. Los más indefensos, borrados del alma.

Los niños. Los niños. Hablan de otros niños y niñas, nos cuentan cómo se llaman, a qué juegan, qué los hace llorar o reír. Rara vez comentan sobre etnias, procedencias, creencias, géneros, etc. “Migrantes”: no existe. De quiénes son hijos, o “herederos”, ni idea. Sólo ven y se relacionan con humanos. Sólo humanos. Antes de que aprendan de los adultos a juzgar. Prefiero, a mi edad, aprender de los niños. Lo poco que sé de amor incondicional (y queda mucho todavía), ellos, mis hijas sobre todo, me lo están enseñando. A darlo, a recibirlo.

Leo los resultados de la PSU, y los mejores puntajes provienen de un liceo en Ñuñoa,  “este colegio era muy difícil, lleno de pandillas, partimos por darles cariño” dice su director (ver nota). Claro: sin amor ¿cómo educar? ¿Cómo nada?

Con amor: cuidar de una escuela, de un hogar, de los vínculos con los hijos, la pareja. Con amor cocinar, sacar energías para levantarse a media noche a arropar, a dar el remedio para la fiebre. Sin amor, cómo darse maña esos días en que querría una meterse en una caja de zapatos, o de aspirina, y descansar del tiempo, su prisa. Sin amor, cómo.

Los palafitos, por este tiempo, son una imagen que me ronda. La sensación de que las termitas se están comiendo calladas algo que no vemos, pero cualquiera de estos días, la casa que somos todos, del país que somos, se quiebra (o derrumba). Cuando un grupo de ciudadanos, como los niños y niñas, están en peligro como aquí están –y la realidad del Sename no puede ser más clara-, y son tratados o ignorados como en Chile, sin considerar el cuidado de sus vidas como la prioridad uno, es nuestra sociedad entera la que podría derrumbarse. No ahora, no de inmediato, pero ya sabemos cómo son las termitas.

Siento que estamos dejando que nos devore la falta de amor, de una actitud amante de la vida, capaz de esa pasión que permite insomnios (felices o preocupados), esfuerzos y desprendimientos, y  que ante la sola mezquindad de respeto o de ternura, despierta, y defiende lo suyo, y hasta le alcanza para ir más lejos y ayudar a otros en su empeño protector, en el límite entrañable que intenta establecer: todo esto oscuro, gracias pero no, de aquí para afuera. Lejos. “No estamos disponibles”. No para más desmedro. No para más indolencia.

Cada amor, cada persona que ama, podría trazar firmemente su territorio, cuidarlo. Si lo demás flaquea y tiembla, que nuestro amor sea fuente de resiliencia, de poder, de inspiración, de resistencia mayor ante adversidades e injusticias. Arsenal en nuestros cuerpos, nuestro espíritu.

Lo conocemos, lo ejercemos, sabemos de qué es capaz el amor, sobre todo quienes estamos cuidando: el placer, la adhesión absoluta a lo que merece y nutre toda vida, y absoluta la ferocidad, también, de nuestros límites contra todo atropello, todo peligro, aquello que amenace en lo más mínimo la integridad de nuestros seres queridos. “Como una leona, león”, cada una de nuestras células.

No sé si alguna vez Chile fue un país particularmente reverente o amante de la vida, celebrador de sus días. Hoy no se siente así, y de mis recuerdos de niñez, tampoco queda esa emoción de la época pre-dictadura, y en dictadura menos. Luego, sin regenerar heridas, la democracia ha terminado siendo un tiempo poco vitalizador –y de muchas perplejidades- estos veintiséis años.

(Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris. Alejandra Pizarnik)

Esta bruma. Este frío. Tanta violencia, mil muertes, Florencia, Nabila, Lisette, tantos nombres que no alcanzamos a registrar. La confusión de contornos honestos y deshonestos, justos e injustos, cómo orientarse así, me pregunto. La soberbia inmoderada, el honor es una broma, la devoción por el bien común: una ausencia mayor.

De sueños, poco. Ateridos en el presente, uno tras otro: muchos presentes espesos, fatigados, con aspiraciones de futuro en miniatura, o superfluas, dependientes de “jaguares”, índices ocde, y cuánta otra compensación o excusa esté a la mano, para no ver nuestras carencias, o para no dar el salto a un cielo cualquiera y comprobar que tenemos alas todavía, y bastante grandes. ¿Y si 2017 fuera ese cielo?

Hay períodos, como en este 2016, en que cuesta mirar alto, suspirar de asombro o soñar, cuando sabemos que la desigualdad no amaina, y me la imagino riéndose de nosotros un poco, de nuestros empeños que serán siempre marginales en tanto no cedan la inequidad y la locura –y prefiero pensar en pérdida de cordura que en consentimiento con la eugenesia o el genocidio. Cómo entender la obsecuencia o la acción deliberada de una sociedad que permite que personas de toda edad (0 a 100) mueran, enfermen, sean olvidadas, porque no hemos defendido el cuidado de todas las vidas por igual. ¿Y el año que viene: podríamos sí defenderlas?

No dejar fuera a nadie. No saltarse pasos, etapas. O la pregunta del albedrío más elemental: ¿quiero o no quiero estar aquí? ¿quiero vivir? ¿Cómo?  No transar ese estándar si podemos darle forma al fin. Para sí, para otros, para todos.

Derecho a ser cuidados, derecho a cuidar: hijos, parejas, padres ancianos, todos a quienes queremos acompañar en sus momentos de enfermedad, de recuperación, o en su despedida del mundo. Nuestras legislaciones todavía no entienden; todavía nos fuerzan a escindirnos. Podríamos negarnos. Claro que sí.

Veo al pasar un estudio de PNUD, los chilenos sueñan con “un país más protector”. Nostalgia del cuidado, como ética en las relaciones, como respuesta irrecusable, como acto de responsabilidad y soberano, tan favorable a la vida, al amor en el vivir.

Están faltando espacios amorosos, o palabras y voces en que podamos quedarnos, convalecer, emocionarnos, donde encontrarse unos y otros y levantar, construir, imaginar juntos.  El clima social se siente agrio, con más inclinación al hartazgo que a la porfía de vivir mejor. Las mentiras interrumpen, las desidias, las humillaciones, las inquisiciones, o los actos grotescos, bailes a la salida de tribunales (celebrando privilegios de la justicia que no, no es igual para todos), juguetes de hule patéticos manoseados por señores idem, leyes importantes pospuestas como si no tuvieran más valor  que el de un volante entregado a la salida del metro (de aquellos que guardamos en el bolsillo a falta de basurero próximo). En nada de eso ve uno amor. Cero.

Tampoco se deja sentir en campos o en calles sucias, la tierra arrasada (no trataríamos así a nuestros hogares, ahí donde dormimos cada noche), la dureza de construcciones e industrias -como la minera- que no tienen contemplaciones para con ninguna vida (ni humanos, ni animales, ni vegetación), o simplemente en el cotidiano descuidado de las palabras, del trato. En el Estado, sus poderes, no reconozco mucho espacio de amor tampoco, ni recuerdo su oficio de gran puente, de gran cuidador de todos, especialmente en el vínculo siempre delicado (y descabelladamente dispar) entre poderosos y la ciudadanía, y en ella, sus más vulnerables: los niños, y los ancianos.

Me suenan vacíos anuarios, indicadores (y desconfío del “estamos bien en comparación a”, que puede significar nada), los análisis eternos, las excusas, en el fondo. Las causas de la “crisis” –con diversas nomenclaturas y éticas preferidas en los matices- más o menos ya todos las conocemos, o las sentimos en la piel, y si no podemos indignarnos y reflexionar sobre ellas al mismo tiempo que trabajamos de cabeza en lo que pide transformación, de poco sirve. El hacer colectivo, que vaya más allá de la protesta. Vengan, en alud, las proposiciones de amor.

(El mundo es un elemento desesperado. Tendríamos que darle calma, acogerlo. Jorie Graham).

La desesperación, tan urgente como ilusionada, quiero creer, busca respuesta frente al cómo seguimos, qué hacemos ahora, de qué manera detenemos esta avalancha, la contenemos, la acunamos incluso, lo que haga falta para volver a un pulso más coherente con el aprecio a la vida, las vidas de todos –sin juicio de valor ni moralina, sólo hablo de desear vivir versus desear morir, y querer vivir no a duras penas, sino bien- porque sin eso no sé cómo hacemos visible y palpable la humanidad de los más chicos, eso como punto de partida inexorable.

(si recordamos, fuimos también niños, esa memoria está en nosotros, con su maravilla y su soledad, sus tribulaciones y abandonos, todo, todo)

Sename, licencia para cuidar, abuso sexual imprescriptible, la reforma a la educación, las garantías integrales para la protección de la infancia, la transformación radical del sistema de salud (basta de pedidos a medias, si sabemos que ese derecho debe ser universal), o de cómo vivimos día a día todo eso que llamamos “la dignidad humana”, “los derechos humanos” (que no son monopolio de nadie, hasta cuándo también con el sesgo, por sutil que sea, por tenue el subtexto, ya basta) especialmente pensando en los niños.

Inermes frente a la justicia, sin derechos humanos plenos, sin el apoyo de todos, además del daño a sus vidas hoy, dejamos en los humanos niños y niñas una granada de racimo para más adelante. Necesitamos proteger a las generaciones más jóvenes para que ellas también cuiden y doten de corazón a este país como casi no recordamos, como no disfrutamos hace mucho.

Los walking dead  que sean personajes para la tele, los comics; no pueden andar circulando por paisajes queridos. No pueden hacerse cargo de nada, menos de esta democracia que tanto costó recobrar y cuyo síntoma de decadencia más grave, es su falta de amor y pasión por sus niños. O su falta de amor, punto.

Las edificaciones soportan lo que arrecia, todavía grises y anquilosadas, y es tanto lo que hemos lastimado del espíritu y la piel de esta nación. En libre circulación, faltan más amantes de la vida. Por ahora, mucho zombie todavía (quizás yo misma, más de una vez, por más alerta que ponga), arrastrando sus jirones o matando el tiempo entre un devorar y otro (humanos, vidas, tiempo, recursos, amores, los sueños, en fin, lo que encuentren a su paso). O entre uno y otro período de gobierno. O entre una y otra estación del año, nada más.

Qué palabra más hermosa podría ser “estación”,  o “gobierno”, desde una emoción distinta y menos opresiva. Evoco sólo en el cuerpo, ese ejercicio -de soberanía, de consentimiento- y me demuele y enoja a la vez el respeto perdido a verbos y nombres que tanto tienen de vida, de derecho a decidirla: cómo la hacemos vivible, preferida. DIGNA. Amada.

(Cuéntame: ¿qué planeas hacer con tu única vida, salvaje y hermosa? Mary Oliver)

La vida es un tesoro, decimos, y no falta el que nos mira con cara de delirantes, ridículos, o poco inteligentes. Pero es un tesoro, cada día (aunque no nos propongamos agradecerlo y pase inadvertido el regalo de contar con uno más mientras otras personas, ahora mismo, mientras escribo, reciben la noticia de un diagnóstico terminal, tres meses, o uno). Me lo he repetido a diario, más en silencio que a viva voz, la mayor parte de mis casi cincuenta años, a pesar de lo que haya tocado vivir. Querría escucharlo en el volumen más alto imaginable, sobre todo de los más chicos que viven en este lugar, “mi vida es un tesoro”, podrían decir alegres y convencidos, con confianza en nosotros si somos capaces de sentir eso mismo, de repetir después de ellos que sí, sí lo es, y demostrarlo sin pausa.

¿Qué podría volver a enamorarnos así?

¿Qué sería de este país si en diez, veinte años, todas las nuevas generaciones llegan a grandes bien cuidadas y bien amadas, apoyadas en sus talentos, en su derecho a construir vidas preferidas y a hacerse responsables por esas vidas, no como una carga, sino como una entrañable oportunidad? Ya algo asoma de esa semilla. Me gustaría antes de vieja celebrarla en su esplendor.

(Yo te miro, yo te miro sin cansarme de mirar, y qué lindo niño veo a tus ojos asomar…  Gabriela Mistral)

Añoranza profunda, activa, de vivir en un país donde poder cuidar y amar tranquila, y defender ese límite: ni un rasguño más, ni un abuso, ni una interferencia más a nuestros afectos ni a la posibilidad de juntarnos el puñado o los miles, millones ojalá, que compartimos esa disposición, que la vivimos día a día en casa, o tratamos, al menos, y no dejamos de tratar, junto a nuestras parejas e hijos, nuestras amistades, vecinos, con nuestros animales compañeros de vida también (cuánto amor ahí también), con nuestras flores de balcón o de jardín si contamos con uno.

Separados y con la cabeza gacha, el corazón frío, no le servimos a nadie (o le servimos justo a quienes menos queremos serles útiles), o quizás a la muerte que sabemos tendrá su momento, sí o sí, y no necesita mayor ayuda. Nosotros en cambio, la necesitamos: ayuda, para pelearle a tanta fealdad y codicia un buen pedazo de territorio donde vivir y convivir bien, en las mejores condiciones posibles. Condiciones de cuya creación somos responsables, si nos decidimos de una vez. Si nos reunimos en esta porfía.

(Pedir perdón por el tono, o lo poco, o las insistencias inevitables, pero la letra se arranca y corre por su cuenta hacia donde necesita en este regreso).

Es mundial, pero aquí cerca, el pedido del tiempo resuena semejante: ponernos a disposición los unos y los otros, de nuestros niños, de la vida buena, a pesar de tanta fragilidad que nos rodea.

Viene un nuevo año, dicen algunos que “con tal que no sea el 2016” es suficiente. Y sí, arduo año ha sido éste. Pero en pedir no hay engaño, y hay que pedir mucho más, intencionar mucho más: desear un 2017 amorosamente aguerrido, o aguerridamente amoroso, firmes cuidando y protegiendo (honrando) nuestras vidas, a nuestros niños, todo lo que sea “cuidable”, también el deseo a más no poder, y el derecho a desear, desear con todo el alma esa plétora  que espera (siempre espera), y que mucho brío, demasiado, necesita recobrar.

(Nosotros también nos elevamos deslumbrantes y tremendos como el sol. Walt Whitman)