Marzo madre

“El mundo nunca está preparado para el nacimiento de un niño” . Wistawa Szymborska, poeta polaca.

 “El mito de la maternidad es ofrecido bajo el titular de ‘All you need is love’, sabiendo por cierto, que las madres y sus niños necesitan mucho más” – Aminatta Forna (periodista británica, autora de “Mother of all Myths”).

Hace poco más de un siglo, en noviembre de 1919, la OIT adoptó la primera convención de protección maternal para mujeres trabajadoras: 14 semanas de permiso pagado, divididas en partes iguales antes y después del nacimiento de un hijo. Actualmente, la norma varía desde cero a más de un año de permiso maternal o parental -distribuido entre madres y padres- irrenunciable, como en algunos países escandinavos. Finlandia, muy recientemente, estableció siete meses para cada progenitor/a, y una madre o padre que vivan solos pueden usar el período total de 14 meses.

En otros países avanzan iniciativas similares, pero es difícil que tengan mayor impacto si al mismo tiempo, horas excesivas de trabajo o la ausencia de garantías y apoyos para las madres hacen imposible el sostén y cuidado de los hijos.  

La sociedad impone una serie de prescripciones y expectativas sobre la maternidad, nuestros cuerpos, sobre el tipo de relación y estimulación a entregar a nuestros niños -hoy por hoy la adhesión a modelos “positivos” en la crianza-, junto a una serie de arreglos y concesiones en una interminable lista de etcéteras. Sin embargo, la relación entre expectativas y deberes de un lado, y del otro, los respaldos sociales para la promoción y ejercicio de la maternidad, parentalidad y el cuidado de la infancia, no es directamente proporcional.

En CHile, ha habido algunos avances en salud, educación prescolar (aquí los más promisorios), el aumento relativo del postnatal desde 2011, pero la premisa de todo un pueblo –It takes a village- en la responsabilidad de la crianza y formación de cada nueva generación de niños, está muy lejos de ser una realidad en nuestro país.  

No se trata de victimizarse, ni de esperar felicitaciones. Pero tampoco me parece andar cargando pesos ingratos e injustos, mientras nos volcamos en una actividad humana vital como el cuidado.

Muchas madres -estudiantes, temporeras, o mujeres cesantes- no tienen siquiera derecho a protección mínima como un pre/post natal. Postular a trabajos en plena edad reproductiva o aun teniendo hijos grandes -que igualmente pueden enfermar o tener accidentes escolares-, representa un obstáculo para muchos empleadores que lo dejan saber explícitamente o de manera velada. Ni hablar de retomar un desarrollo de carrera digno luego de haberse “bajado del tren” para dedicarse al cuidado de los hijos -trabajando en modalidad free lance o part time- por algunos años. Otras madres que son jefas de hogar con jornadas completas insanas -mayores a 40 horas- terminan destinando gran parte de su sueldo al cuidado de sus hijos mientras ellas trabajan. Si enferman, las licencias demoran en pagarse, y sin importar la condición de salud en que se encuentren, seguirán siendo responsables de cuidar a sus hijos.   

¿Le saco un pulmón o un riñón, qué prefiere? Constantemente divididas, muchas madres recibimos todavía cuestionamientos por todo –si los niños enferman, si son hiperactivos o retraídos, si demuestran o no habilidades y rendimientos “esperados”, etc.- y es tan inútil ese juicio social, no sólo por lo destructivo, sino porque nosotras podemos ser incluso más inclementes en el escrutinio y el auto reproche. La culpa es un fenómeno universal. He tenido la oportunidad de conocer a buenas mamás de culturas muy distintas, y sorprende que casi ninguna se libre de ese sentimiento. Y junto a la culpa, la sensación de abandono y desvalorización de la maternidad en muchos sentidos.

No es fácil valorizar la maternidad como la función social fundante que es, en un país donde la mayor reflexión sobre ésta, por demasiado tiempo, se ha focalizado en su versión más sacrificial. “Qué buena madre…” la que en cualquier circunstancia vital, por adversa que ésta sea, se esfuerza, se cancela como mujer, trabaja doble y triples jornadas, estudia de noche, aguanta abusos de la sociedad, de los empleadores y muchas veces de parejas –“por el bien de los hijos”-, o aun sola, sale adelante, y si eso es sin ayudas de ningún tipo y con una buena dosis de sufrimiento silenciado, tanto más encomiable. No. Yo quiero placer en esto para nosotras; gratitud de vivir, de ser. Poder gozar viendo crecer a nuestros hijos e hijas. Sin temores, sin autoflagelos inducidos por otros. Sin abandonos del colectivo. 

Me rebela la falta de amor y el exceso de martirio con que nos confunden, así como los persistentes desvalimientos y discriminaciones –hablemos de salarios, decho a salud, pensiones castigadas, etc.- que ha habilitado la política pública en un modelo desfavorable (cuando no enemigo), por decir lo mínimo, al cuidado de madres e hijos. Depresiones post parto, problemas de salud mental, estrés tóxico, suicidalidad, poco importa. El sistema rechaza licencias médicas, no existe política ni cobertura de salud mental universal, todavía el gaslighting neoliberal define la fragilidad como debilidad, flojera, “falta de empeño”. La meritocracia como subterfugio para las ausencias de compasión, de solidaridad.  

Sumemos omisiones de las propias mujeres en cargos de incidencia, y hasta del movimiento feminista, quienes en su celo –entendible- por evitar ahondar desigualdades, estereotipos y otras restricciones, no han hecho propias las vindicaciones de las mujeres madres con el mismo ímpetu que han abrazado otras luchas. Una opción difícil de entender cuando la maternidad sigue siendo una realidad mayoritaria (en Chile menos de un 25% de las mujeres no tiene hijos, según último Censo) aun cuando las nuevas generaciones estén tomando otras decisiones, como la postergación de la maternidad, tener menos hijos, o no tenerlos por diversos motivos, entre los cuales no son menores las precariedades sociales, económicas y del medioambiente que enfrentamos.

Con mayor razón, si la decisión de la maternidad o la parentalidad está siendo más difícil en este comienzo de milenio, una esperaría una respuesta social distinta. Digna de seres humanos.

Se aproxima marzo, luego de meses del estallido social, y me gustaría ver que ya consideramos cuestiones tan elementales cómo qué sucede con el cuidado de los niños en situaciones anormales; fuera de lo ordinario. Chile debería tener estándares establecidos, siendo un país telúrico, y eso ser aplicable a otras circunstancias de emergencia. Aunque algunas familias –generalmente con mamás y papás que somos trabajadores independientes- nos organicemos convirtiendo nuestros hogares en “guarderías” improvisadas, la regla suele ser que ni autoridades ni trabajos concurren con arreglos indispensables frente a temporales, cortes de luz o agua, protestas en la ciudad, etc. No se asume que muchas familias no cuentan con apoyo de abuelos, vecinas, o cuidadoras en casa, after-schools y otras alternativas accesibles solo para una minoría muy privilegiada. ¿Cómo pensar el cuidado de formas que nos incluyan a todos?

No despierta un país, ni cambia sustancialmente, si no están contempladas de modo primordial, las necesidades de cuidado de todas las personas, y especialmente de los seres humanos en ciclos más vulnerables. La infancia, para partir. Y junto a los niños, también las madres, padres, y todos los adultos de quienes dependen. 

Recuerdo la aprobación de la ley (2004) que permite a mamás escolares continuar con sus estudios –prohibiendo la cancelación de matrícula-, cuando en todo lo demás, sus destinos y los de sus hijos son abandonados a su suerte. Al aprobarse la esperada ley de postnatal, el 2011, la sensación fue similar, de camino a medias. No sólo dejaba fuera a una gran cantidad de mujeres (temporeras, free lance, estudiantes) sino que resultaba insuficiente ese máximo de 6 meses para las necesidades de cuidado de los bebés, y de las propias madres.

Los primeros meses y primeros años de vida son críticos para el establecimiento del apego, de una base inmunológica que permita mayor defensa ante enfermedades, de estimulación neurológica y social clave para las etapas sucesivas. Ignoro quiénes, en su sano juicio, pueden concluir que con unos pocos meses de cuidado postnatal, una guagüita está lista para quedar en manos de terceros, por espléndidos cuidadores que éstos sean.

Es irracional que la omisión del cuidado familiar sea la que es, y en las condiciones actuales, la conciliación sencillamente no es posible. Menos si proposiciones saludables como jornadas laborales de cuarenta horas semanales (ojalá menos) y/o flexibilidad en horarios o lugares para trabajar, siguen generando resistencias. Para las madres es muy difícil, y no mucho menos para los padres.

En Chile, el postnatal puede ser compartido, transfiriendo parte del permiso maternal a los padres a partir de la semana 7 o 13 en las modalidades existentes, esto junto a los cinco días – consecutivos a partir del día del parto, o distribuidos en el primer mes desde el nacimiento- con que ya contaban las parejas. Pero el uso de estos beneficios no llega al 1% entre 2011-2018 (para comparar con otros países, ver datos OCDE actualizados a 2019).

Conversando con algunos hombres que querrían quedarse en casa con sus guaguas pero desisten del postnatal, señalan que la prioridad por el tiempo de la mamá es un criterio, y otro, la preocupación, como en las mujeres, por el impacto que podría tener ese permiso inclusive en la continuidad de su empleo. Que esta aprensión siquiera exista, informa cuán lejos estamos del cambio cultural que nos permita concebir el cuidado como un imperativo y una ventaja o un signo evolutivo, y no como un “cacho” o una restricción, y hasta una tendencia o signo de insolvencia de carácter que desincentivar o sancionar en quienes muestran una inclinación a defender el derecho a cuidar y ser cuidados. 

Se habla de un modelo inhumano que necesita cambiar. Es hora de pensar en integrar en la nueva constitución un paradigma del cuidado humano muchísimo más vasto y contundente de lo que ha sido -o fracasado en llegar a ser- durante el retorno democrático. 

No puedo olvidar a una estudiante mamá de 18 años, apenas mayor de edad, que se suicidó dejando huérfana a una niñita de seis meses.  “Estoy agotada”, le dijo a su madre unos días antes. Llevaba semanas deprimida, sintiéndose sola y no era para menos. Enfrentar un embarazo adolescente –con su desvío de curso vital, la inseguridad, tanta fragilidad-, inclusive en las condiciones de mayor apoyo, es una experiencia abrumadora. Otras mujeres, de distintas edades, también lo viven así.

“Estoy agotada”. “Me siento sola”. “Parece que no doy más”.

Poco a poco, nuevas generaciones de mujeres hemos ido acercándonos a verdades difíciles sobre nuestras limitaciones, agobios; nuestros sentimientos conflictivos en la maternidad. Rara vez, mientras crecíamos, escuchamos a madres o abuelas expresar pesares o cansancios durante embarazos, puerperios o crianzas, y menos verbalizaban emociones como la frustración por haber sido madres sin haberlo decidido o no estando seguras de querer serlo; o las ganas de escapar o congelar el mundo un día (o morir, como en casos de depresión) para haber hecho un alto en las exigencias del rol. Nosotras, es un avance, hemos podido hablar más de estas vivencias, pero muchos testimonios son todavia censurados, autocensurados.  

No es sencillo admitir, y suele darse en pleno llanto, la desesperación en el estado de embarazo, por sentirse mal, porque todavía quedan 4 meses, o porque el cuerpo grávido se siente ingrato y aterrador y provoca rechazo no por vanidad, sino por trastornos dismórficos, herencia de abusos sexuales o violaciones que, adicionalmente, en algunas nuevas madres, generan enormes conflictivas al momento de amamantar.

Son muchas las historias que se comparten sólo en contextos de inmensa confianza, o en terapia. La mayor parte del tiempo, son historias calladas, de dudas, de miedos profundos, de pérdidas y duelos; de violencias que cuesta reconocer o dejar atrás.

Se condena la insensibilidad de los hombres, del sistema machista, de los gobiernos, pero a veces, entre nuestras propias congéneres, cuesta encontrar el espacio seguro donde poder compartir angustias o las preguntas más sencillas, cuando encima vivimos entre el bombardeo de una psicología indolentemente positiva (“no te estreses, no elijas sufrir, disfruta a tus hijos”, así se recibe muchas veces), y de historias horribles de abandono y desprotección infantil, contadas en son de condena y reproche. ¿Cómo poder escucharnos así?

Un inmenso número de mujeres ni siquiera puede detenerse a ponderar batallas internas, cuando la supervivencia y provisión de sus familias recae en sus hombros, y deben mirar la precariedad a los ojos, cada mañana y cada noche de sus vidas. Muchas mujeres en edad de jubilación, o ya jubiladas, siguen buscando empleos, haciéndose cargo de otros -sus otros queridos, abandonados por el sistema-, en desmedro de su propia salud. La situación de madres migrantes que vienen sin sus hijos, pero trabajan cuidando a los hijos de otras madres, es desgarradora (y todavía hay una reflexión pendiente a este respecto, desde el feminismo nacional). Otras madres, entre las dificultades del idioma, o simplemente de comprensión de normativas y leyes de familia –esto, junto al abuso de la legislación de cuidado compartido que da para otro escrito-, podrían terminar perdiendo a sus hijos por decisiones mal informadas e insensibles del poder judicial. Antes de separar a una madre de sus hijos, ¿qué apoyos se intentaron? ¿Están todas estas mujeres, niños, familias, en nuestro sueño y demanda por una sociedad más justa y sensible? 

Evolutivamente, los humanos se diferenciaron de los simios (cuyas madres no delegan el cuidado de sus bebés) al compartir, desde el nacimiento, el cuidado de sus hijos con otros miembros del clan (los estudios de Sarah Hrdy son esenciales para hacer sentido de estas diferencias). El cuidado era para el niño, pero también para la madre de quien éste dependía para su supervivencia (de ahí que se tratara de evitar riesgos a las mujeres, como salir a cazar, por ejemplo). Esa doble responsabilidad del cuidado –madre e hijo-, con los siglos, parece haberse diluido más que fortalecido.

Sin importar cuánto declaren algunos que son pro-vida, pro-familia, pro-lo que sea, la hipocresía salta a la vista en un país donde sistemáticamente se descuidan o vulneran los DDHH de las mujeres y de los niños, o donde el acceso imprescindible a salud y educación del más alto estándar continúa siendo denegado a millones (y la demora en reformas urgentes, equivale a privar activa y deliberadamente al prójimo de lo que necesita para continuar vivo y para cuidar su vida).

¿Qué piensan hacer aspirantes al parlamento, a la convención constituyente, a la presidencia en dos años más, en relación a la maternidad, la parentalidad, la infancia? Quiero escuchar, con mi mejor voluntad, con tanta sed, qué están pensando, cómo podríamos transformarnos en esta nueva década.

Se acerca el 8 de marzo y añoro que la voz feminista desborde la narrativa de la igualdad de derechos, o contra la violencia patriarcal (que no es sólo infligida sobre nosotras, sino también y brutalmente, sobre los niños y niñas), y se anime también a incluir, apasionadamente, el amor y respeto por la infancia, la defensa de los niños y niñas en Sename, el apoyo a la maternidad como un asunto de máximo interés nacional y para la humanidad. Y todas las actividades humanas de sostén y cuidado de la vida en cada etapa de nuestro ciclo vital

El patriarcado nos daña a todos, golpea los vínculos, impone jararquías que nos separan, y va intencionando formas de ser y sentir y de comportarse que limitan nuestras relaciones y las dañan. En la infancia, cambia y silencia las voces de niñas y de niños desde pequeños, y llega a tal grado que muchos niños no develan abusos sexuales que sufren porque “hay que ser valientes”, estoicos, o no -sensibles, no-quebrables, mandatos de masculinidad que son dañinos y que ni siquiera nos damos cuenta cómo vamos, todos y todas, asimilando su influjo, negando sentimientos, desapegándonos unos y otros, distanciándonos de nuestra condición humana.  Toda causa que incluya al cuidado, aspira a desmantelar este ordenamiento sofocante. 

El cuidado es un derecho, una ética, una forma de convivencia categóricamente no-violenta, donde muchos queremos encontrarnos, mujeres y hombres de distintas avenidas, edades, miradas e historias, que necesitamos compartir el deseo pleno, no más a medias tintas, de una nación buena donde poder vivir todos.

Martin Luther King dijo, sin juicio, sin sermones, que se inclinaba por el amor porque el odio, sencillamente era demasiada carga a soportar. Habrá motivos de sobra para sentirlo, dirán de uno y otro lado, o para encarnar ese sentimiento en violencias que creo necesitamos intentar entender, y sanar, siempre claros en que eso no significa exonerarlas ni eximirnos de responsabilidad. No sé mucho más a estas alturas, las épocas de trauma o convulsión pueden nublar por un tiempo nuestras claridades, y hacernos vulnerables a la confusión y el autoengaño, pero si algo he aprendido en mis años, junto a otras mujeres y hombres y nuestros hijos, es que el odio es incompatible, total, absoluta y completamente INCOMPATIBLE, con el cuidado.  

El maternaje, en palabras de Sarah Ruddick, es inseparable de cualquier entorno que aspira a la paz, a vivir en paz. Espero que marzo pueda recoger algo de esa energía. Es el comienzo oficial de año para todos, la reanudación de las actividades parlamentarias, la organización para el proceso constituyente, el regreso a clases para millones de niños y niñas. No podemos negar ni olvidar el trauma país y este tiempo herido que todavía atravesamos. Pero como he señalado ya decenas de veces, el cuidado no tiene pausa y la infancia no puede quedar suspendida o creciendo en medio de una llaga, otra más, que sin nuestra intercesión resuelta, arriesga gangrenarse (y con ella, quienes más amamos, y todos nosotros).