Víctimización por descrédito

En Chile, se revocó la ciudadanía ilustre a un abusador sexual, Fernando Karadima, ex sacerdote de la Iglesia El Bosque en la comuna de Providencia, Santiago (actualmente cumple la “pena” impuesta por el Vaticano, en retiro espiritual). Esta decisión se recibe con alivio, con gratitud porque sea posible realizar actos de reparación simbólica para las víctimas en primer lugar, y para la comunidad también (bien por el consejo municipal que unánimemente materializa este hito).

Otro alivio, aun cuando se trate de otro país, es que finalmente se avanza en justicia para las víctimas del actor Bill Cosby quien enfrenta un proceso por acoso sexual. Mientras, varias otras acusaciones –en 19 ciudades de 11 estados en EEUU, más una en Canadá-, desafiando plazos de prescripción (difícilmente revocables), intentan abrirse paso en el sistema judicial.

La información provista en testimonios, o vía abogados y fiscales, permite establecer un patrón: Bill Cosby solía invitar a sus víctimas a compartir un trago que él había preparado con alguna clase de sedante, para luego violarlas cuando se encontraban con sus capacidades severamente disminuidas, o inconscientes. En los casos donde no hubo violación, aparece igualmente el intento de sedación, o bien, sin drogas, está presente el acoso, los besos y manoseos por la fuerza.

Son hasta aquí 58 mujeres quienes entre la década de los 60 y los 2000 (ver pfvr reportaje del Washington Post), han padecido además del dolor causado por el trauma, toda clase de descréditos y silenciamiento. Una segunda victimización que se suma a la vulneración original.

El argumento de las “víctimas propiciatorias”, que a estas alturas más que indignación genera miedo y repulsa, ha sido innumerables veces planteado o insinuado. El daño es para quienes sufrieron la violencia sexual, y también para quienes puedan vivirla a futuro. ¿Qué sentido tiene denunciar si no van a creerte? El daño es también para la comunidad pues esos argumentos confunden, y entre los confundidos, puede haber más de un violador. ¿Qué mensaje recibe éste al atestiguar el descrédito a las víctimas? Un free-pass, una seudo amnistía a priori, o por lo bajo, una rebaja en la responsabilidad del delito, compartida con quien lo “propició”.

“Ellas se lo buscaron, se expusieron, se arriesgaron, aceptaron beber con él, sabían a lo que iban, quizás hasta lo trataron de seducir, o de sacar ventaja -‘escalar’ (sus carreras), extorsionar, obtener compensaciones posteriores- y les salió el tiro por la culata”. ¿Por qué se vienen a quejar ahora, luego de tantos años, de qué sirve?, si lo que dicen fuera cierto tendrían que haber hablado antes y la justicia las habría tomado en serio”. No es tan así.

Los sistemas judiciales también cambian, progresan, a veces muy lentamente; también nuestras actitudes como sociedades evolucionan: en Chile, hace una década costaba imaginar la denuncia de abusos sexuales al amparo de la Iglesia. Es un avance. Pero la justicia no todavia

Abusos gestados desde el poder, y defendidos celosamente desde el poder también: de un cuerpo más fuerte sobre otro indefenso; poder del adulto frente al niño, de instituciones, autoridades, de industrias como los medios o el cine. Es difícil preguntarnos si o cómo nos alcanza el poder del abusador o de los entornos que le son propios, o cómo cedemos espacios para la omisión o lasitud, y demoramos en cuestionar, o sacrificamos directamente a las víctimas al silencio, muchas veces antes de terminar de escucharlas.

Hay una forma de sordera que puede provenir del miedo, el desconcierto, el cansancio con las malas noticias, pero también,  repetitivamente, ésta sordera no es más que un medio para “proteger” o defender –a veces del modo más violento- la reputación de un posible abusador. “Santo”, “genio”, encantador, “lo incriminan injustamente por ineptitud (de policías, psicólogos, etc), por venganza, por envidia, histeria, para sacarle plata”. Colectivos completos bajo la seducción y el hechizo que bien conocen las víctimas.

La reputación, el prestigio, fueron argumentos reiterados por personas comunes y corrientes, admiradoras de Bill Cosby, para ignorar acusaciones que iban sumando a lo largo de 4 décadas. Aún hoy, con la evidencia disponible, se pueden leer en diversos foros:  justificaciones a su conducta, o bien, la admisión de las faltas pero minimizadas o blanqueadas en consideración a sus contribuciones al espectáculo, la comedia, y especialmente, a buenas causas como la educación superior de jóvenes afroamericanos carentes de oportunidades. Pero son carriles separados. Puede alguien ser un filántropo, y también ser un violador.

Seguramente, advierten los expertos, no habrá penas acordes a sus delitos, pero al menos B. Cosby está comenzando a enfrentar la justicia, y el cuestionamiento social. Algo semejante es casi impensable en relación por ejemplo, a Woody Allen, quien cuenta con una defensa mucho más férrea –junto a una disposición a omitir y perdonarle cualquier cosa al parecer.

Hace unos tres años, terminé eliminando un posteo en mi blog ante el encono con que reaccionaron algunos de sus fans. No importó que fueran más los comentarios positivos: un puñado (4) en tono violento, me hizo volver a un miedo imposible de nombrar, pero era una energía reconocible, y fue superior. Un par de académicos de psicología de univ. Latinoamericanas me escribieron para que repusiera o compartiera mi escrito al menos con ellos. Ya lo había eliminado hasta del recycle bin.

En ese post, fui clara en precisar “según lo informado en tal y cual medio” (incluyendo cada enlace), y en delinear lo subjetivo de mis opiniones “yo creo, siento, a mí me pasa que…”. Desde el momento en que supe de la relación de Woody Allen con su hijastra Soon Yi -o como algunos quieren establecer para tranquilidad de consciencia “la hija adoptiva de su pareja”, casi como si se tratara de un accidente cósmico- establecí una distancia, y un auto decreto de no ver más sus películas. Puede ser una medida exagerada, pero no es negociable.

Para mí, el cuestionamiento era desde el cuidado, no la moralina; desde las preguntas, no las respuestas definitivas. No podía no-ver que la localización de W. Allen –al momento de casarse con Mia Farrow- era de cuidador, alguna versión de figura paterna, o a lo menos un adulto en un vínculo con un grupo de hijos donde adoptivos o biológicos no era una distinción que los niños establecieran. Ellos eran “hermanos”, familia, y esa familia quedó rota. No sólo porque el esposo de la madre se separara de ella para casarse con una de sus hijas, así se insista en lo de “adoptiva” (y claro, en estricto rigor no puede definirse como incesto sin vínculo sanguíneo), sino porque a lo anterior se sumó que la hija menor, con 7 años –hija biológica, y ahí sí el incesto no es eludible- develó abusos, e insiste en su verdad sin importar cuántos años hayan pasado. Le creo.

Escribí ese posteo cuando el cineasta recibió el Oscar por Blue Jasmine. Quizás no fue el mejor momento para sus fans, pero me dejó pensando: si un mísero blog generaba reacciones agresivas en algunos, cómo sería la magnitud de las violencias enfrentadas por Dylan y Ronan Farrow –junto a su madre- por la osadía de haber intentado y perseverar en establecer la responsabilidad de W. Allen como perpetrador de abusos.

Mia Farrow era “una loca”, Dylan mentía o había sido inducida, y Ronan era un exagerado, hijo malagradecido, etc. El descrédito a sus anchas. Pero nunca se rindieron. Ronan, abogado y periodista, ha sostenido lealmente la defensa de su hermana (aquí su columna: Mi padre y el peligro de las preguntas omitidas) y desafiado a todo poder en este cometido que no es sólo familiar sino por las víctimas de abuso y el silencio al que son forzadas (ver esta nota, inglés, donde él habla del daño colectivo). Su voz se vuelve más necesaria desde que Ellijah Wood –del Señor de los Anillos- denunciara los abusos y capacidad de encubrimiento e impunidad de un grupo de pedófilos en Hollywood (vía El País).

Adicionalmente, la actriz Susan Sarandon, en pleno festival de Cannes 2016, con homenajes a W. Allen en curso (por su obra y sus ochenta años de edad), tuvo un gesto que se agradece: declaró que no tenía nada positivo que decir en relación al cineasta pues ella creía (y enfatizo el “creía”) que había abusado sexualmente de una menor. Recordé las loas de Diane Keaton y de Cate Blanchett durante los Oscar 2014, embelesadas con la genialidad de Allen. También recordé la total indiferencia de ambas actrices en tiempos en que el respetadísimo escritor y activista Nick Kristoff había puesto a disposición su tribuna en el New York Times para acoger a Dylan Farrow y ayudarla a publicar una carta con su testimonio de incesto, sin censura.

Ronan Farrow compartió que otro medio, el Times, había accedido también a la publicación limitando su extensión a un número de caracteres risible y con la condición de adjuntar, en una columna paralela, la trayectoria de la acusación de abuso sexual fracasada. Lo fue, pero no porque hubiese sido establecida la inocencia del padre, o porque se descartara completamente la verosimilitud del testimonio de la hija, sino porque el abuso no pudo ser demostrado (leí alguna vez el expediente que se hizo público y vale revisarlo para formar opinión cada uno sobre la naturaleza de los interrogatorios a los que fue sometida la niña).

Si el mismo proceso hubiese tomado lugar en estos días probablemente, otro sería el resultado (éste es un interesante artículo al respecto) y Dylan Farrow, que no tendrá justicia (por prescripción), podría recobrar la confianza en que aun sin respaldo colectivo, tiene derecho, como mínimo, al “beneficio de la duda”.

Es horrible agregar a lo vivido, la incredulidad ante al relato de una experiencia como el incesto o la violación. Más horrible es constatar que sea preferible, para una sociedad, difumindar la línea entre víctimas y victimarios.

Las “malas de la película” no son las niñas, jóvenes o mujeres violadas, ni los niños, jóvenes y hombres que son víctimas también de violencia sexual. Los enemigos no son quienes ejercen, finalmente, el único derecho –muchas veces sabiendo que jamás habrá justicia- de vocalizar el abuso, así pasen ochenta años (como la conserje de mi edificio de infancia).

Es posible el autocuidado, el cuidado, honrar el lenguaje, compás sagrado. Pero hoy fallan mis márgenes y siento rabia y me doy cuenta de que estoy harta, realmente cansada, de llevar años hablando de lo mismo y defendiendo la credibilidad del testimonio de niños y niñas chicos, de adolescentes, mujeres y hombres adultos sobrevivientes, que merecen otra respuesta de parte de sus sociedades: una respuesta humana, acompañante en el duelo. Pero si las respuestas no van a estar a la altura, al menos es exigible una presunción de inocencia (misma que se garantiza a los imputados por cualquier delito), antes de sojuzgar y desechar las verdades de las víctimas. “Los niños mienten, fantasean, se confunden”, “las adolescentes exageran, no asumen responsabilidad, se expusieron”, “las mujeres son vengativas”, “los adultos están ‘fregados del mate’, quizás hasta inventan, se están vengando por algo”. ¿HASTA CUÁNDO?

En la memoria reciente, las jóvenes argentinas asesinadas en Montañita, Ecuador. Años atrás Nirbhaya, “la hija de la india”, y todos los días, en todo el mundo, hasta sentirnos incapaces de asimilar otro recuento de atrocidades. “Víctimas propiciatorias”, se dijo de ellas en innumerables oportunidades.

Hemos escuchado lo mismo, con una redacción ligeramente distinta, en relación a niñas o niños pequeñísimos que “quizás buscaron afecto” (pero no una relación sexual adulta) y “por eso se expusieron”, o en relación a mujeres víctimas de violencia intrafamiliar, y ha tomado años entender que no es por “débiles de carácter” que permanecieron en relaciones dañinas, sin buscar ayuda (ni ver salida) u otorgaron enésimas oportunidades a sus agresores, arriesgándose a nuevos ataques, más ensañados, o letales.

De las víctimas de violación, los “contextos” o vestimentas son la excusa (y siempre, tengámoslo claro, serán excusas en pos del violador). Las víctimas “no debieron aceptar alcohol”, “eligieron el encuentro” pero una cita o una fiesta nada, NADA, tiene que ver con haber consentido a una violación.

Lo compartí hace poco en un post sobre abuso sexual en universidades: no puede ser que víctimas de violación deban dudar de su propia experiencia en función del descrédito social que las victimiza, y que más terrible aún, terminan asimilando como propio. La crueldad mayor: poner en sus manos un arsenal para seguir hiriéndose. ¿Qué país es el nuestro? ¿Cuánta más disociación del cuidado?

Recientemente se ha hablado mucho de violencia, de salud mental y su estado crítico en Chile. La enfermedad es también que tantas jóvenes se recriminen a sí mismas o duden reconocer que fueron violadas –cuando sí lo han sido- porque primero dijeron que sí –a un cortejo, un beso, o una relación sexual- pero luego no estaban seguras, o se negaron y entre medio algo disminuyó sus capacidades de deliberar y consentir, y alguien decidió actuar de todos modos (básicamente con un cuerpo como podría ser uno en estado de coma), o bien, porque aun habiendo dicho NO desde un comienzo, fue su propio pololo o novio o amigo del alma el que las sedó o embriagó para luego violarlas (también hay jóvenes varones violados en estas condiciones, por hombres o mujeres, y recuerdo el caso de un muchacho gay vulnerado con una boca de botella de vidrio, por una compañera que le hacía bullying).

El sí es sí cuando es rotundo, inequívoco, en pleno uso de facultades y -no puedo creer que debamos enfatizar lo siguiente- 100% consciente. Todo lo demás es no: el no declarado, junto a otros “no” quizás dubitativos, a medias murmurados, o expresados sin voz pero sí con el cuerpo. Son más. El sí es sólo uno y es nítido. Y si eso no es una claridad en nuestro país, posible de aprender desde niños en hogares y en escuelas (y no es sólo la educación sexual, es TODA) entonces tenemos una tremenda ausencia que reparar.

El consentimiento es una capacidad adulta, pero su desarrollo comienza desde el nacimiento. Comenzar a conversar o guiar en la adolescencia, ya es tarde, y peor en la adultez. Pero no por eso vamos a dejar de hacernos responsables de volver a examinar nuestros SI y NO, su ejercicio lúcido, soberano. Se lo debemos a las nuevas generaciones. Que en el futuro nunca deban hacerse preguntas destructivas:

¿Fui o no violad@, tengo derecho a reconocer que lo fui? es la clase de pregunta que alimenta una sociedad hostil con las víctimas de violencia sexual, donde existen autoridades que demoran, refuerzan la sospecha contra las víctimas (“tomaron traguitos de más”, “quieren pasar gato por liebre”), y/o no responden con firmeza a las demandas de protección y justicia; de cuidado al fin.

Se absuelve o libera a violadores (en nombre de la ley) pero a las víctimas se les exigen pericias, testimonios reiterados, y “pruebas” a sabiendas de lo inmensamente difícil que es comprobar agresiones sexuales sin señas físicas que sirvan de evidencia. Y no las habrá: pasados años y/o sin oponer resistencia, es casi imposible contar con lesiones retratadas o listas para descongelar. Pero igualmente serán exigidas las pruebas (inclusive si se trata de niñas pequeñas violadas durante años por padres, padrastros u otros miembros de sus familias, o niñas embarazadas como resultado del incesto ¿qué más evidencia quieren?).

Con o sin pruebas, con o sin justicia, las voces de las víctimas de violencia sexual, cada uno y una puede elegir no ponerlas en duda, escuchar, no ahondar su temor y su soledad. Yo puedo tener un punto no ciego sino fijo e inamovible, o si alguien elige verlo así, puedo pecar de “parcialidad”, y lo respeto, aunque disienta, pero para mí esto no se trata de ser parcial o no, sino humana y punto. 

Creer a las víctimas, escuchar, tratar de entender que no debería haber espacio para tanta incredulidad si aun en las peores condiciones, con todo adverso, en una cultura como la nuestra y en un sistema judicial como el nuestro, un ser humano llega a compartir una historia traumática de abuso sexual infantil o violación. Es la indefensión total de un lado, y del otro, una ráfaga de molinos gigantes: una sociedad que duda, y abusadores que por su edad, su rol, o su peso público en muchos casos, favorecen la omisión u olvido de sus víctimas, y de paso, disuaden a cientos o miles más de intentar alguna restitución.

“Víctimas propiciatorias”, “de alguna forma consintieron”. Me pregunto si se darán cuenta quienes urden esas palabras, de lo que están haciendo, la llaga que ahondan con una cobardía que no por dejar la redacción a medias, se vuelve invisible. “Propiciaron la violación, consintieron ser violadas, horadadas, asesinadas”, podrían decirlo así (tal como lo piensan) y en realidad nada cambiaría, no para las víctimas: media frase o la frase entera, la sugerencia o la afirmación, la daga a 2/3 o 4/5 clavada, todo está hecho de lo mismo. El mismo juicio, el mismo hielo.

No arriesguemos que más niñas o mujeres se resten del derecho que tienen a vivir un proceso de develación, de escucharse y ser escuchadas, recobrar la voz, poco a poco, el curso de sus vidas, poco a poco. Nada es milagroso, ni ligero, ni rápido. Pero por difícil que sea desobedecer los silencios del vejamen, no pueden los actos de voz -rudimentarios, susurrantes al partir, luego más articulados, audibles- tomar lugar en la piedra, la espina.

El descrédito, por favor abramos los ojos, no es más que un nuevo abuso (de verdad lo es, no imaginan el dolor psíquico que provoca en las víctimas), la repetición o regreso simbólico de un verdugo que contaba con esa misma certeza conveniente que las sociedades todavía hoy permiten sentir: “¿quién va a creerte?”, “¿quién? a un niño o niña tan chicos, quién a una adolescente, quién, a una mujer. Y claro, los relatos del horror son confusos, atarantados, o en extremo asustadizos, y no comienzan con tranco firme, ni siquiera comienzan con la seguridad de que llegarán a la tercera frase. Aquí sí la voz es un lápiz que escribe chueco, a punta de lágrima y codazos internos, de borrones de grito en la memoria, muchos borrones (esto no puede ser, pero es, mil veces no, pero sí). No es extraño que la lengua se ponga torpe (¿se puede ahora decir lo indecible?), y los dientes rechinen, los huesos, y hasta la verdad que no importa cuantas veces sea pronunciada, siempre tiene un sonido que recoge el cuerpo, a veces más, otras menos, pero ese sonido, ese sonido, no hay cómo cambiar sus notas. Quizás por eso cuesta tanto que sea escuchado, me lo he planteado miles, literalmente, miles de veces. Quizás eso lo saben bien quienes abusan y a más poder, más distorsionada la escucha de quienes deberían concurrir por las víctimas. O acaso el poder termina dando lo mismo si los perpretadores dan por descontado que la indolencia es su garantía (mucho más de lo que otros seres humanos jamás seremos capaces de creer, de comprender). Todavía puede serlo, Pero no dejo de esperar ese día en que por fin se equivoquen.