Más de alguna familia, en este momento, está contemplando adquirir un equipo de telefonía móvil para sus hijos niños o adolescentes. Quizás se trata de un regalo de cumpleaños muy esperado, o una necesidad de salud como puede darse en el caso de niños con diabetes, o convalecientes de un accidente. También puede haber parejas divorciadas donde ambos progenitores quieren mantener comunicación ininterrumpida con sus hijos en momentos en que se encuentran en uno u otro hogar. Otras familias tal vez habrán cedido a la presión de pedidos de sus hijos –con muy buenos argumentos algunos- o de sus propios sentimientos de culpa cuando ven que no contar con este equipo genera dificultades en la relación social de sus hijos con sus pares. , ya sea porque se van sintiendo aislados o separados de la dinámica que se comparte vía teléfono –y ya existen grupos de whatsapp a los 8 años- o bien, en casos extremos, porque no tener teléfono puede ser en algunos colegios, un motivo más de bullying. Hay tantos motivos.
Sin embargo, e independientemente de las razones que fundamenten una decisión final, me atrevo a decir que una mayoría de los padres y madres se plantea con afecto y preocupación la pregunta sobre el cuándo y el para qué de contar con un equipo celular durante la niñez. La Academia Americana de Pediatría (EEUU) y la Soc. Canadiense de Pediatría, han recomendado que niños menores de 12 años no usen celulares y menos sin control adulto –sí, “control” es la palabra, ni siquiera supervisión- y que las decisiones al respecto siempre deben involucrar criterios de cuidado y prevención de riesgos y abusos, en general, y consideraciones sobre el desarrollo, características, capacidades y trayectorias de cada niño y niña, en particular.
Las advertencias sobre el uso infantil de celulares van siendo mayores cada año en relación a las siguientes consecuencias:posibles alteraciones del desarrollo cerebral con serias repercusiones para el aprendizaje, la capacidad de atención, el control de impulsos, la regulación emocional y el rendimiento escolar; trastornos de salud mental tan serios como la depresión y la psicosis, y conductas de adicción (tan complejas de rehabilitar como en el consumo de drogas); tendencia al sedentarismo y obesidad que se relaciona con problemas vasculares, cardíacos y diabetes; mengua en los vínculos, habilidades sociales y convivencia, entre otras pérdidas.
Hay países donde se establecen restricciones muy claras para el uso de celulares en la escuela, o simplemente se prohíben como en Francia. En Chile, el tema no se ha abordado mayormente, no hasta ahora, desde la política pública. Algunas campañas indirectamente se vinculan con el tema de acceso de los niños a diversas tecnologías, vía prevención de grooming, abusos, acosos, cyberbullyng. Pero no profundizan en la pregunta medular sobre qué cuida más, cuándo y cómo, en relación al uso de celulares y otras TIC en la infancia.
En nuestro país, la preocupación –en muchos temas de infancia, no sólo en éste- es generalmente reactiva, la reflexión más bien escasa o es lo que podemos inferir cuando en espacios públicos, y de manera transversal, es común ver a guagüitas en coche “entreteniéndose” o “jugando” con un teléfono móvil que algún adulto ha puesto en sus manos.
Salas de espera, centros comerciales, en la micro o el metro, en el asiento trasero del auto, y en cualquier lugar, es una imagen de cada día: niños pequeños con el cuello doblado y los ojos fijos en la pantalla del celular por largos períodos, ya sea viendo videos, explorando alguna aplicación, o interactuando en la web con totales desconocidos en juegos como Roblox, Fortnite y otros. Sé de grupos de whatsapp donde mamás y papás ven mensajes enviados por niños y adolescentes a cualquier hora de la madrugada -3, 4 am- en días de colegio; y es mayor la circulación en noches de fin de semana.
En Chile existen más de 28 millones de celulares –diez millones más que la cantidad de habitantes del país-, el uso de internet móvil ha aumentado en 500% entre 2014-2018,el promedio de conexión diaria es de cinco horas sobre todo por consumo de videos con un 60% del tráfico, y lideramos el uso de redes sociales en Latimoamérica (datos INE, Telefónica). Del uso en niños y adolescentes, no sabemos mucho, y debería ser una ocupación primordial.
Las empresas de telecomunicaciones –o el retail- no entregan mayores orientaciones o sugerencias al momento de comprar un equipo o contratar servicios que incluyen plan de datos. Nadie pregunta nada: si el destinatario será un niño o adolescente menor de edad, poco importa. Podríamos esperar alguna atención o cuidado mínimo –tan sencillo como la entrega de información impresa para los padres, junto a los contratos- pensando en la nueva generación. ¿Pero por qué deberíamos? me dijo un ejecutivo alguna vez, “si para eso está la familia”. No hay que generalizar, pero cansa la actitud indolente de muchas empresas en nuestro país, en relación a la gente, el medioambiente, y los niños también. No pierdo esperanza en algunas que podrían sumarse al cuidado –junto a las de telefonía celular- y por ejemplo sería indispensable el metro, las micros, el transporte en general-, pero quien no puede faltar y hace mucho debió ejercer un rol protagónico en esto, es la autoridad en educación y la autoridad de salud.
Nuestro sistema educacional no cuenta con normativas en este sentido, iguales para todos los establecimientos (públicos y privados). Sin ir más lejos, en los últimos años se han entregado computadores a granel en las escuelas sin antes haber capacitado a todos los docentes, o a las familias de los niños que serán los usuarios principales de esos equipos. Durante 2017 perdí la cuenta de cuántas madres, padres y abuelas/os, especialmente en regiones, expresaban su impotencia porque frente a un computador no sabían ni encenderlo, y menos guiar o supervisar a sus niños navegando la web. Muchos sentimos esa limitación y aunque hiciéramos nuestro mejor esfuerzo para estar completamente al día en lo que a TIC se refiere, siempre nuestros hijos irán más rápido. Pero de lo que sí sabemos, y lo que no cambia en el tiempo, es del cuidado.
Algunos colegios están capacitando a su staff y a las familias, y a los estudiantes en materia de derechos digitales y autocuidado online. Otros establecimientos están cambiando sus protocolos, y optando por la prohibición total de celulares y tablets hasta la secundaria. En otras escuelas se acota este uso al espacio del aula para actividades educativas, o bien se prohíben en clases pero se permiten en el recreo algo que, en mi opinión, es lo más nefasto. Si ya las jornadas son excesivas y las pausas muy magras entre bloques de clases, el reducido tiempo para interactuar con los compañeros, termina siendo dedicado a las pantallas.
He sabido de establecimientos que este año están revisando su posición, o realizando consultas al cuerpo docente y los apoderados para resolver el tema y elaborar nuevos reglamentos. YA hay colegios donde se ha prohibido el uso al menos hasta los 12 años. Tambièn podrìan firmar contratos con los padres al momento de la matrícula, y aunque los niños sean muy pequeños, que ya sea de conocimiento general que no se permitirán celulares hasta entrada la adolescencia o hasta equis curso, o bien nunca.
Muchos padres/madres realizan también enormes sacrificios por proveer a sus hijos de oportunidades, y es sabido que el acceso a tecnologías -mayor o menor- es un factor más que agudiza brechas y la desigualdad en educación. Tal vez por eso vemos transversalmente a niños, niñas y adolescentes a la salida de sus escuelas, privadas o públicas, en distintos barrios, con equipos móviles en la mano. Algunos serán ultra sofisticados y otros menos, pero el hecho es que hoy por hoy el acceso se evidencia masivo y por eso más urgente se vuelve abordar el tema de forma de poder orientar y proteger a la mayor cantidad de estudiantes.
Puede haber distintas modalidades para abordar la problemática, pero lo fundamental es eso: abordarla. Ser indiferentes y dejar a los niños a la deriva, o bien descansar en criterios sólo individuales o por familia, o de la escuela únicamente, no es lo que más cuida.Lo que cuida es la coordinación y los acuerdos adultos que permitan, como comunidad, familias y escuelas, estar todos presentes en una trayectoria que requiere preparación, aprendizajes continuos, progresiones, ensayos, fortalecimiento de conductas de autocuidado, etc. La autonomía , el autocuidado, el pensamiento critico requieren tiempo para desarrollarse, ensayos, errores. La privacidad y la construcción de mundos íntimos y sociales, también. No se trata de ahogar esos desarrollos en nuestros hijos, sino de contribuir a fortalecerlos, y en mi experiencia, esa voluntad prístina nuestra -de los adultos- los niños y adolescentes pueden leerla y acogerla sin mayor problema, y hacerse partícipes, en la medida de sus capacidades y edad, de ese cuidado, confiando, aportándonos información y ayudándonos también a aprender de ellos, junto a ellos.
Hoy por hoy, son una minoría los niños y niñas que no tienen acceso a celular a ciertas edades, y se hace complejo sostener esa posición cuando tu hija o hijo te dice “somos apenas cuatro, o sólo yo” quienes terminan siendo marginados de ciertas actividades debido a una decisión de cuidado de sus padres/madres. Y los niños pueden comprender la buena intención de sus familias, pero asimismo se dan cuenta de la inefectividad de ciertas medidas. Más de una niña me ha comentado que su mamá le dice que nadie puede tomarle fotos, pero en el recreo hay compañeras que hacen videos en tiktok “y nos filman en el patio, con uniforme, insignia, y luego suben todo a internet”. Los niños están observando pensando, conversemos con ellos, y entre padres, madres, familias, tratemos de apoyarnos también.
Con la mejor intención, una profesora muy joven me comentó hace un par de años que había recibido “tantos likes y comentarios, hasta de bailarines de otros países”, por un video de mi hija bailandoque había posteado en redes. Se imaginan mi cara de infarto, pero nadie en el colegio le advirtió que es preciso pedir autorización o notificar a los apoderados si se debe fotografiar o filmar alguna actividad donde participen sus hijos. Tampoco contó con alguna inducción o capacitación sobre temas de protección digital y cuidado online en el contexto escolar. Y hay responsabilidades personales, por cierto, pero sobre todo es un deber institucional el orientar a profesores como a familias en estas temáticas. La enmienda fue inmediata (bajar el video) y ambas sacamos buenas lecciones de la situación. Pero a mí me dejó pensando una vez más en la soledad que nos ronda, y en la dificultad de conciertos que no deberían ser complejos ni terminar en tensiones o conflictos, sino en compromisos. Quizás ninguna solución será cien por ciento representativa de las preferencias de cada uno, pero sí coherentes con un objetivo mayor de cuidado de los hijos de todos.
Sabemos que gigantes de la era digital –como Bill Gates, Steve Jobs y otros- no han permitido a sus propios hijos contar con un teléfono celular sino hasta los 15 años. Sus razones se han inclinado a favor del desarrollo de habilidades creativas, y a la protección del tiempo e integridad de niños y adolescentes. Como para tomar seria nota.
La conversación no está zanjada y periódicamente conocemos de estudios que nos dejan más tranquilos o angustiados con las diversas decisiones que hemos ido tomando al respecto de este tema. En cualquier edad, en cualquier contexto, si podemos proponer algo desde la ética del cuidado es justamente la pregunta de qué cuida más.
Creo que un celular en manos pequeñas, tanto como un martillo o una sierra, no es seguro. Y creo que las recomendaciones de quienes más saben, son un criterio del que podemos valernos. Pero en la deliberación familiar, si el resultado será a favor del celular, a lo menos deben ser definidos criterios anticipadamente y algunos términos de uso que puedan guiar a los niños y adolescentes menores de edad cuyo bienestar y protección nos comprometen.
La responsabilidad es nuestra: con nuestros hijos, y también con el equipo que ninguna compañía vendería a un niño de 5, 8 o 12 años, aunque llegara con todo el dinero en las manos. El contrato es entre adultos, y la responsabilidad final sobre lo que pase con niños menores de edad, también. Si se ven expuestos a contenidos de pornografía o violencia que no pueden comprender ni asimilar adecuadamente por su edad, si son víctimas de cyberbullying, si pese a toda recomendación cometen un error de juicio y envían fotos o mensajes comprometedores de su integridad que luego terminan siendo viralizados, en toda situación las consecuencias deberemos afrontarlas nosotros junto a nuestros niños y adolescentes. Por favor tratemos de prepararnos mejor. Podemos enseñar de autocuidado, pero sería negligente (y hasta vulnerador) restarnos de nuestro rol de guía y acompañamiento. Sigue siendo un imperativo adulto cuidar, y por más que nuestros hijos vayan creciendo y progresando en el ejercicio de autonomías, son hasta los 18 menores de edad, y personas cuya maduración no se ha completado (hasta los 25, en términos neurobiológicos).
Decía antes que es muy recomendable el definir un acuerdo familiar y términos o límites de uso del teléfono móvil. Antes de entregarlo a nuestros hijos, o al momento de hacerlo, aprovechemos de inmediato la ocasión para conversar en torno a pactos de cuidado. Inclusive. si ya tienen un equipo, nunca es tarde ni extemporáneo conversar del cuidado y de formas de reforzarlo en el mundo digital. La sola idea de elaboración de un contrato, o el diálogo en torno a cada punto posible, puede ser una instancia entretenida, didáctica, y que movilice reflexiones necesarias. Lo recomiendo con entusiasmo y con la confianza de años de ver el impacto positivo de estas acciones.
Aquí va una proposición de carta escrita con mucho cariño, y un contrato que puede ser útil para colegios o familias, como excusa para conversar, o como estímulo para redactar sus propios acuerdos de cuidado junto a la nueva generación. Gracias por concurrir, una vez más.
Concedo a la emoción y la libertad que habilitan las palabras y la voz, la mayor importancia. Para mí han sido un puente a la vida, a la sanación, al encuentro con otros para construir juntos, mundos posibles, más acogedores y propicios para la vida de los niños y niñas.
Cuando desde tantos ángulos observamos fracasos del cuidado –en la relación con la niñez, con nuestro planeta, en la existencia, todavía, de la pobreza, o en la negación de derechos humanos esenciales como salud y educación aun en este milenio-, lo que más se necesita es disposición a hacer en comunidad. El diálogo es ya un hacer inmenso. La actividad del cuidado que se fortalece a partir de ese diálogo. Y el amor por el vivir que re-descubrimos y se renueva en esa actividad imprescindible durante la infancia.
La escritora norteamericana Joyce Carol Oates dijo en el amor todo es cuerpos y palabras. Desde el primer día, el de nuestro nacimiento, es así. Y la forma de tratar los cuerpos de los niños, la delicadeza y la ternura de nuestros gestos y nuestras palabras, nuestro respeto profundo e incondicional, ya comienzan a escribir la historia presente y futura de ese ser humano niño o niña que aprenderá a cuidar de sí, de otros, de su mundo, en gran medida, a partir de la forma en que fue tratado y cuidado a lo largo de años determinantes de su infancia y adolescencia.
No quiero que las ausencias que encarnan en abandonos, violencias, abusos contra los niños, no puedan ser desactadas para luego devenir en historias de vida resilientes y hermosas. Pero el camino será tanto más difícil, tanto más doloroso, y muchas veces se gastará años preciosos de existencia, en reparar daños y aflicciones. Años que podrían haber sido dedicado a otros afanes e imaginaciones; a otros descubrimientos conmovedores en esta travesía de vivir, de experimentar el mundo íntimo y el mundo social desde los cuales cada ser humano se construye -y podría florecer- como lugares más espaciosos y amables. No amenazantes ni destructivos.
Evitar sufrimientos evitables es una premisa del cuidado como ética. El abuso es un sufrimiento evitable, completamente. Ajeno a lo que debería ser la vida de todo niño que viene al mundo. No podremos evitar desastres naturales, pero la violencia infantil si es algo que está a nuestro alcance prevenir.
Desde nuestros oficios en la educación, en la salud infantil, en la justicia, en todo rol donde reconozcamos el cuidadohumano como una necesiadad, como una prioridad ojalá, estamos cada día resistiendo naufragios y construyendo –más lento de lo que quisiéramos, pero sin perder tenacidad- el mundo que añoramos y creemos merecen los cachorros humanos, y todos nosotros, en realidad.
Los niños y niñas son en tiempo presente, pero en la relación ética y amorosa con ellos, estamos ya ayudando a escribir no sólo la historia de hoy, sino de diez, veinte, cincuenta años hacia adelante. El potencial de cada nueva generación es inmenso. Dicen que los millenial son malcriados, remilgosos, o hasta arrogantes. Pero resulta que son la generación más filantrópica y dedicada al voluntariado que ha existido. De los que siguen, la generación zeta, se han estimado proyecciones de no recuerdo qué porcentaje alarmantemente bajo de empatía y disociación y hoy por hoy son la generación más consciente de sus “trastornos” y limitaciones en la esfera de la salud mental. Y ya vemos: de esta generación surge el movimiento más franco y provocativo –#fridaysforfuture– en defensa de la tierra y sus dolores actuales.
A mí me disgustan quienes hablan mal de los niños y los más jóvenes, sobre todo porque no he encontrado todavía en los adultos –no como una mayoría aplastante- más conexión con la cordura, el no-juicio, y la ética del buen vivir de la que he encontrado junto a niñas y niños, y adolescentes, en mis casi 30 años de trabajo en clínica y el aula, y en mis 31 años de mamá de dos hijas de quienes aprendo cada día algo nuevo –y no es un decir, sino un parámetro exacto.
Erich Fromm dijo al término de la segunda guerra mundial, preocupado por las nuevas generaciones y los valores humanitarios que harían falta para nunca más repetir atrocidades como el holocausto, que los niños necesitarían durante la infancia, de la presencia y guía de adultos contagiosos del amor de vivir. Me pregunto cada día si somos esos adultos: en nuestros actos, en nuestro auto examen, en nuestras formas no sólo de vincularnos con niños y niñas, sino con otras personas de cualquier edad, y con todo ser vivo. Observo detenidamente qué vitalidad, qué fuerza, qué afectos, qué verdad irradian nuestros cuerpos. Qué dicen y qué construyen o no nuestras palabras elegidas, el tono de nuestras voces, nuestras formas de dialogar, pedir, de expresar indignación o de expresar nuestros deseos más entrañables. Es distinto hablar firme y alto, que vociferar. Es distinto compartir opiniones o preferencias, que creernos dueños de la verdad por noble que nos parezca. Es distinta la indignación ética, el reproche a las violencias, que aquellas declamaciones donde se olvida el punto de quiebre, la falibilidad humana, que todos llevamos con nosotros.
Pocas cosas me asustan más, pensando en los niños que crecen, que perpetuar la estructura narrativa de esos cuentos donde las personas son sólo buenas, o sólo villanas. O en el mundo adulto, sólo impecables, o sólo perversos, despreciables. La construcción personal en una vida es mucho más compleja que eso, y más hermosa, más ardua, más confusa, más desafiante, más emocionante también cuando descubrimos sentidos, deseos, creatividades y propósitos que nos son significativos y entrañables a cada uno, o como colectivo.
Las posibilidades de crecimiento, o de educación integral, e inclusive de reparación del trauma, se amplifican o se constriñen, creo, dependiendo de qué versiones posibles de vidas preferidas, y también, de prójimos, o de humanidad, o de vulnerabilidad, compartamos con la nueva generación.
En los cuerpos y las palabras, vuelvo a la ética del cuidado. Espero contar con la oportunidad más temprano que tarde, de poder encontrarnos y conversar sobre sus proposiciones y herramientas de trabajo. Al decir “ética” estoy diciendo lente, fuente, sistema para ayudarnos a deliberar y tomar decisiones, para ejercer autocuidado, consentimiento, para poder responder ante dilemas de la propia vida, o en la relación con niños y niñas, y con otros seres humanos y con el mundo que nos acoge y nos da un hogar. No digo ética como moralina, no hay dogmas ni imposiciones aquí, nada más lejano.
La ética del cuidado es una pasión, un camino, un lugar, para mí, donde he encontrado más respuestas y soluciones que en ningún otro, y por eso se queda tanto, y la atesoro, y siento el cariño y confianza que siento, ganados en años de ver cómo deja huella y apoya procesos de crianza, de educación, de prevención del abuso, de renacimiento después del trauma, de diseño de políticas públicas, de construcción democrática, de cambios impresionantes en la ley como por ejemplo ha sido derecho al tiempo (la ley por la imprescripptibilidad del ASI). Han sido años, también, de constatar su huella en mi propia trayectoria de reparación y de elección de una vida en mis términos.
Gracias por las vocaciones y amores que se dan cita hoy. Gracias por estar en este encuentro que como cada uno, es una semilla, un sumarse a transformaciones que no son menos que radicales en estos tiempos. En un sistema, una era, donde los abusos de poder y la inclemencia han llegado a límites tóxicos, lo que hacemos es revolucionario: hacer comunidad, compartir experiencias y conocimientos, todo en aras de proteger y acompañar de la mejor forma a cada nueva generación, evitando como podamos las violencias que pueden asolarlas.
Si hay una revolución en la que vale apostarse de la forma más transversal y madura, más generosa y apasionada, es en una revolución del cuidado. Lo he dicho antes, y lo repetiré, intuyo, hasta muy vieja. No imagino una rebelión más llena de amor y sensatez que ésta.
Gracias Aseinco, Gloria, todos, por la inspiración de este día y de vuestro trabajo. Y gracias por estos minutos de poder estar ahí, aunque sólo sea por ahora en el cuerpo de estas palabras. VJ
#revoluciondelcuidado
(*) CARTA Para el equipo de Aseinco, en la ciudad de Coquimbo, Chile:
Existe una flor cuyos pétalos son tan sensibles que cuando llueve o entran en contacto con el agua se vuelven transparentes (video). Su nombre es Diphylleia grayi, pero es más conocida como “flor de cristal” o “flor esqueleto”, y crece en las montañas boscosas y húmedas de las regiones más frías de Japón y China, y en mis amadas Apalaches en Georgia. No sé si en contacto con lágrimas humanas se volvería cristalina, pero me rondó esa idea todo el día de ayer, un día de flores, muchas flores que se regalan por el día de la madre. Pienso en un niño en particular. En otras flores a su lado.
En marzo recién pasado, murió una querida amiga. Ayer en casa la recordamos mis hijas y yo, más que por ella, por su niño que enfrentaría un primer día de la madre sin tenerla cerca. En su colegio no realizaron mayores actividades ni escribieron tarjetas, menos mal. Sin embargo, no sólo por él, o por otros hijos e hijas que han perdido a sus madres, es necesaria la reflexión sobre el rol de todos, y especialmente de la escuela en días como éste (o como el día del padre, y quizás otras fechas también).
Encontramos un gesto de cuidado en la consideración de las diversas historias y sentimientos que pueden estar viviendo niños y adolescentes, y que podrían sustentar la decisión –desde el mundo adulto, en familias o escuelas u otras instituciones- de no intencionar ni forzar ceremonias o agasajos que para algunos podrían resultar especialmente complejos o dolorosos. La memoria de la niñez podría ser boreal, llena de rocíos, o muy oscura y sofocante. También para algunos adultos puede ser difícil un día de la madre. Escucho a pacientes sobrevivientes de abuso sexual intrafamiliar recordar de su niñez tantas tarjetas escritas entre lágrimas y furias para el día del padre, y de la madre también (una presencia que para muchas mujeres es un duelo en vida).
En tiempo presente, niños y niñas en Sename, o separados de sus familias en medio de procesos de migración o consecución de la residencia en un país que será el nuevo hogar. Niños viviendo batallas campales entre sus padres y madres que se separan, o tratando de entender una enfermedad terminal que no saben a ciencia cierta, pero intuyen, podría dejarlos huérfanos. Cada año, además, un grupo de mamás y papás comparten su angustia y la de sus hijos e hijas por negarse a pintar, en el colegio, un saludo para el progenitor/a que los abusó o maltrató gravemente. Recuerdo mi propia época escolar, con rabia y pena en clases de arte, siendo muy chica, y luego un poco más grande, con un sentimiento rebelde y culpable, a medias convencida de destinar mi alcancía a algún regalo que mi abuela nos llevaba a comprar en días previos a celebraciones de la semana del niño, o los cumpleaños de mis padres. La tensión del amor, no amor, puede ser difícil de sortear para un adulto. Para un niño es invivible.
No pienso en los casos de abuso solamente, ni en los silenciamientos que hacen tan difícil para un niño o niña declinar su participación en las típicas actividades de artes manuales o desayunos y actos especiales que se realizan en estas fechas, ya sea en jardines infantiles o escuelas, o en espacios laborales. Hay tantas historias: hijos cuyas relaciones con sus madres o padres, sin ser abusivas ni vulneradoras, son confusas o tristes, o tensas, o tan llenas de soledad. O simplemente contemplar estaciones afectivas donde el cuerpo siente más alas y cauces, y otras en las que hay más cansancio, o todo anda un poco trémulo, o agrisado, sin saber bien por qué, o sabiéndolo muy bien y de ahí que necesitemos cuidar nuestros límites. Darles cobijo, también. El autocuidado se cultiva desde pequeños, pero necesita poder practicar en el tiempo.
Hay días mejores, días más ásperos. ¿Se puede de todos modos presionar al cariño, su voz, o gobernar la gratitud según términos ajenos? Podría haber motivos, me lo pregunto, quiero contemplarlos; ir a ese lugar para entender de posibilidades que ignoro todavía. Quizás situaciones extremas, fuera de lo ordinario; momentos de fragilidad en los que concedemos lo inimaginable, pero porque elegimos conceder. En la deliberación está toda la diferencia. Nuestro ser: acto de decidir. En la infancia no está a nuestro alcance.
Vuelvo a los niños, al respeto incondicional, el margen tanto más diminuto de elección del que podrían disponer y ahí cobra sentido poner energía en al menos pensar cómo hacerlo de tal forma que el mensaje ojalá nunca llegue a ser “no tienes espacio ni el derecho a la emoción, al sentimiento que te nace”, del mismo modo que tanto hemos invocado el derecho a no forzar la expresión del cuerpo y a honrar sus límites, sus preferencias, por ejemplo, en cómo saludar, cómo vincularse desde ese hogar primario, con el hogar-cuerpo de los otros, su integridad, el paisaje que puede llevar consigo cada ser humano. Nuestra delicadeza. Si los niños fueran como la flor de la que hablaba, tal vez entenderíamos. Veríamos mejor.
En algunos países como Canada y EEUU se ha discutido la cancelación de toda actividad escolar de día de la madre o del padre por respeto a la esfera de los afectos y preferencias personales de los estudiantes -y ésta es una razón esencial-, y por respeto a sus familias, a las historias, a la experiencia que vive cada ser humano niño o niña, muchas de las cuales no serán del todo conocidas por sus maestros. Las muertes son casi siempre un desgarro conocido. Ese motivo podría ser suficiente. Pero hay otras cicatrices, que sin ser la muerte, llevan el potencial de abrirse y volver a sangrar, a doler, hasta que se complete una vez más la tarea de cerrar (aunque nunca definitivamente).
He leído argumentos en columnas de medios extranjeros sobre todo, escritas generalmente por educadores y profesionales de salud mental, en favor de separar totalmente la celebración del día de la madre de la escuela, y también en defensa de conservar la actividad artística pero sin apelar al deber de saludar o agradecer y expresar afecto, e inclusive omitiendo mencionar el “día de”, para dejar que el azar y la libre inclinación sigan su curso: quizás algunos estudiantes, como iniciativa personal, usarán su creación como saludo o regalo, y otros, sencillamente la abordarán como un ejercicio más, en el aula. Alternativas que cuiden, puede haber muchas más. Cada tiempo, cada ser.
Estoy muy consciente (y lo he disfrutado por 31 años) de que en la experiencia personal de cada mujer y cada hombre, de cada persona que ha estado comprometida con el maternaje, se recibe con amor y alegría todo regalo y gesto de cariño de parte de los niños, desde una mirada o palabra al pasar, hasta las obras realizadas con sus propias manos. En nuestros hogares, lugares de trabajo, en nuestras agendas, mochilas o carteras, recordamos esas ofrendas: cajitas hechas de palos de helado, muñecos de pompones, los dibujos (tantos dibujos), las fotos en marcos de goma eva o papel de aluminio, los porta-lápices de greda.
Regalos adorables, amados, que en realidad ni siquiera necesitan de un día especial porque pueden llegar en cualquier momento por un impulso, o un deseo de los niños de manifestar su afecto de una manera preferida (algunos a través de las artes plásticas, otros cantando o invitado a sus papás o mamás a caminar, o a leer un cuento por enésima vez). Pero creo que, en relación al espacio del jardín o la escuela, ahí donde se encuentran los hijos e hijas de todos, hay una oportunidad para la reflexión o la creatividad en la forma de plantearnos estas fechas. Hace años viene siendo un pedido, al menos en asesorías a colegios y encuentros con docentes y familias –y con el propio ministerio de educación en años anteriores- lo he compartido.
Sé de lugares donde ha surgido la misma necesidad de revisión, pero recién este año me ha llamado la atención, con significativa mayor frecuencia, el relato de las propias familias sobre jardines y colegios donde no se celebró el día de la madre, o en los cuales se realizó alguna celebración por “la familia” en toda su maravillosa diversidad. Se me llenó el cuerpo de alegría imaginando estas ceremonias de homenaje a la actividad del cuidado, comunitarias, inclusivas. Hermosas.
Todavía no he sabido en Chile, de instancias en las cuales también se comparta o recuerde el origen del día de la madre (ver historia aquí) en el activismo de mujeres del siglo pasado, comprometidas con el pacifismo, el fin de las guerras, y el cuidado de los hijos de todas y todos (incluidos estados enemigos en tiempos de guerra), o que abran la conversación acerca de la actividad del cuidado de las nuevas generaciones, del maternaje (en la noción de Sara Ruddick, que no distingue entre géneros para cuidar) y su portentosa y emocionante responsabilidad colectiva. Pero hay signos ya de otro tiempo. Y la esperanza tiene porfía e imaginación de sobra.
Cualquier día, en distintos lugares de cada ciudad, cruzamos camino con niños y niñas que están sufriendo abusos, y también con adultos que los vivieron en su infancia. Trauma. Heridas que gracias al progreso de las ciencias hoy sabemos que pueden dejar huella, y como, y cuán imperativo es tratar de evitarlas a las nuevas generaciones.
¿Cómo hacerlo bien si los propios adultos no venimos intactos? Podríamos pensar que ciertas experiencias traumáticas nos vuelven más sensibles, más agudos, más dispuestos a concurrir por los más pequeños. En otros casos, quizás la inclinación fue hacia la sobre exigencia, el frío, ¿por qué no podrían otros sobrellevar o sobrevivir lo que es toca, si yo fui capaz de soportar eso y más? O podría el trauma haber dejado un punto ciego, de defensa dura para no ver ni entrar en contacto con aquello que nos agita la memoria, el cuerpo; y rompe costras a medio secar.
Hay tantas formas de convivir con la propia historia. Pero si hay un pedido que podríamos hacernos todos los adultos de forma similar, es que antes de juzgar, antes del diagnóstico o la conclusión, de la desesperación frente a “un niño problemático” como solemos escuchar, tratemos de detenernos en algunas preguntas. Preguntas del cuidado. ¿Qué pudo haberle pasado a este niño, esta niña? ¿Qué experiencias habitan su cuerpo, su memoria, su corazón? ¿Qué está viviendo que no puede verbalizar con palabras, pero se manifiesta de otras formas? ¿Puedo escuchar, ayudarlo, interceder de alguna forma?
Si nos ponemos en el lugar de un niño, “en cuclillas”, desde un principio de confirmación, podremos acoger su conducta, su respuesta –la que sea- como la mejor posible, o la única que puede dar en una determinada circunstancia: en función de su estado general en ese momento –qué siente, cómo está su salud, qué ha comido inclusive, o si durmió o no la noche anterior-, de su historia de vida, de las experiencias que ya ha atravesado o las que vive en el presente, en un determinado contexto material y cultural donde crece (con qué posibilidades o precariedades, con cuáles creencias, relaciones, características o problemáticas de su comunidad, etc.). El niño o niña, responde desde su cuerpo, su sistema completo, sus vivencias, y sus traumas también.
Se habla de trauma y de la grave crisis de salud mental o de salud y punto, que atraviesa nuestro país. La alarma comenzaba a subir su volumen el 2012. No fue suficiente. El 2016 la propia OMS hizo un llamado urgente al Estado chileno para que definiera una política de salud mental. Es 2019 y la emergencia se sostiene, el presupuesto sigue siendo irrisorio, y una ley se tramita en el congreso. Mientras, un niño, niña o adolescente se suicida en Chile cada tres días aproximadamente, y al 2020 será una muerte diaria. Corea del Sur y Chile son los únicos países OCDE donde el suicidio infantil, en vez de disminuir, aumenta cada año. Entre las formas de violencia infantil –por sí solas o combinadas- la suicidalidad más alta se encuentra en el abuso sexual infantil. Otra crisis de salud pública que apenas si comienza a ser atendida.
Es evidente que como sociedad no dimensionamos la magnitud de la catástrofe, no todavía. Y puede despertarnos angustia, o hasta rabia, pero nada cambia si elegimos quedarnos de brazos cruzados, deseligiendo hacernos responsables, en espera de que se implementen las acciones exigibles al Estado. Una responsabilidad que debe ser asumida, por cierto, pero en el intertanto nuestra quietud, nuestra pasividad sólo nos desprotegen. ¿Y si nos hacemos parte? Podríamos cada uno y todos resistirnos a que sigan muriendo niños así, sufriendo así.
¿Qué está a nuestro alcance hacer como familias, como adultos? Una contribución concreta es informarnos y compartir con otras personas –y comunidades y redes cercanas- lo que vayamos comprendiendo y atestiguando en relación al impacto del buen trato versus los malos tratos y violencias en la niñez; lo que sabemos desde las ciencias o porque lo vivimos en carne propia, sobre la marca del trauma y la necesidad de reparar. De empecinarnos en prevenir, sobre todo.
¿Qué es el trauma?
¿De qué hablamos cuando hablamos de trauma? En general, puede definirse como la respuesta de un ser humano a un evento, o serie de eventos o circunstancias perturbadoras o estresantes que se experimentan como amenazantes o dañinas para la integridad y supervivencia, y que tienen efectos perdurables o permanentes en el funcionamiento mental, físico, social, emocional de la persona traumatizada.
El trauma podría producirse frente a situaciones como una enfermedad o accidente, el abandono o la muerte de alguien querido, un divorcio, un desastre natural, un asalto. En su versión más extrema puede incluir experiencias profundamente devastadoras como la tortura, la violación, la guerra. El espectro es tristemente amplio y las definiciones son una guía más que un criterio absoluto pues cada ser humano procesa los eventos traumáticos de forma subjetiva, en función de sus experiencias previas, su historia, sus características únicas, sus apoyos (o ausencia de ellos).
Algunas definiciones que vale recordar:
Trauma complejo: involucra daño directo a una persona, ocurre reiteradamente, en un determinado marco de tiempo, contexto material y/o relaciones específicas. Sus efectos son acumulativos
Estrés post traumático (PTSD post-traumatic stress disorder): el trastorno que puede producirse luego de que una persona ha sido expuesta a un evento aterrador o circunstancias reiteradas de amenaza o daño intensivo a la integridad. Quienes sufren PTSD tienen pensamientos y recuerdos persistentes y aterradores sobre esa experiencia. Se estima que un evento o condición que mantenga al sistema nervioso activado por más de 4-6 semanas puede ser definido como estrés post-traumático.
Tratorno traumático del desarrollo (DTD, Developmental Trauma Disorder): Un trastorno que se produce en los primeros 3 años de vida como resultado de abusos, negligencia y/o abandono. Altera la capacidad de establecer el apego con el adulto cuidador, e interfiere con el desarrollo neurológico, cognitivo y psicológico del niño.
Para entender el trauma, es importante recordar que en tiempos de estrés el cerebro debe activar las respuestas de lucha, escape o congelamiento (fight, flight, freeze) para sortear la amenaza que enfrenta. El instinto empuja a proteger o salvar la propia vida, pero mientras se despliegan las respuestas al estrés, otras áreas del cerebro vinculadas a funciones esenciales del aprendizaje –atención, memoria, autorregulación, por ejemplo-reducen su actividad.
Sabemos que es distinto responder a eventos estresantes esporádicos que tener que hacerlo reiterada, sostenidamente. El cortisol secretado una y otra vez como respuesta al peligro, tiene un efecto dañino en el cerebro en desarrollo y en el sistema inmune, y en los más pequeños este daño puede comenzar muy temprano, por ejemplo, en situaciones en las que se deja llorar a las guaguas “hasta que se cansen”, “para que no se malacostumbren”, “para que aprendan a esperar”, “para que no manipulen”. Este tipo de recomendaciones que incluso vienen de profesionales de la salud –“mal no les va a hacer”, “usted aplique criterio”-, están siendo hace mucho cuestionadas desde la neurobiología. Los bebés no “manipulan”, y esperar respuesta de parte de sus cuidadores no es “mal hábito”. Su llanto es una forma de comunicarse, de llamar, de expresar hambre o sed, malestar, miedo, pedidos de protección o apoyo a su supervivencia. Dejar llorar a un niño sin concurrir, además de insensible y perturbador para el indispensable vínculo de apego, es siempre perjudicial a nivel biológico.
En la dependencia inexorable de los niños, la repetición de sus esfuerzos de autoprotección fallidos tiene graves repercusiones, alterando la forma de funcionar del cerebro infantil en el intento de adaptarse a las peores condiciones (adversidad, abusos), pero además, en esta trayectoria, niños que han experimentado ciertos tipos de trauma desarrollan un sistema defectuoso de alarma donde eventos menores gatillan respuestas de terror, agresión o huida que una vez activadas, cuesta mucho detener.
Las infancias con pulso agitado: el antes de; el después. La memoria corporal, sobresalto interminable. Hipervigilia, falta de sueño, pesadillas, evocaciones involuntarias y dolorosas, quebrarse en llanto sin motivo aparente, sentir terror ante un olor, una luz del día, un color. Antes de que el cerebro haya diferenciado estímulos -la voz enfática (no iracunda), el abrazo de alguien querido versus el tacto que asusta y perturba-, ya se han activado otros procesos. La percepción del mundo, del prójimo, mediada por la adversidad; su lente resquebrajado. En presente y hacia el futuro (como adultos), el gasto de energía involucrado puede ser descomunal –y extenuante- en las tareas más sencillas y ordinarias de la vida cotidiana, y deteriorar seriamente la calidad de vida y la salud.
Otras experiencias que en la niñez producen estrés tóxico y trauma (adversidades de infancia o ACEs según definición de histórico estudio del CDC, EEUU,1998, ver artículo) son la violencia doméstica, la drogadicción, la prisión de un miembro de la familia, el abandono o muerte de un cuidador, la enfermedad mental de alguien cercano al niño, los abusos infantiles (físico, sexual, negligencia, abandono). La pobreza, la exclusión social, la desigualdad, inherentemente estresantes. Violentas.
En casos donde los niños han vivido cuatro o más ACEs, el impacto puede ser perdurable (o bien permanente) y reflejarse en una mayor prevalencia de trastornos de salud mental, enfermedades crónicas incluido el cáncer, y una menor esperanza de vida de hasta dos décadas (datos CDC). El dolor emocional es dolor físico, las mermas no distinguen territorio y para el cerebro, el cuerpo herido no es distinto del corazón roto (ver estudio de Naomi Eisenger). La vida es una sola.
Se estima que sobre un 35% de los niños que llegan a la escuela han experimentado dos o más ACEs (en Chile son más de cuatro millones de niños y adolescentes, saquemos la cuenta). Pequeños de sólo 5 años que ya han vivido experiencias perturbadoras –incluso en condiciones aventajadas en lo social y económico- reflejan dificultades en sus relaciones, en tareas del desarrollo, en rendimientos muy bajo el promedio en sus evaluaciones escolares. Se puede duplicar y hasta triplicar la probabilidad de que presenten problemas de atención y conductas agresivas, y es más que esperable: ¿cómo podría “rendir satisfactoriamente”, “comportarse adecuadamente”, un niño que está viviendo en adversidad?
Nunca podemos olvidar que aquello que los adultos podemos interpretar como problemas de conducta o de aprendizaje, pueden ser en realidad síntomas de trauma. Falta de motivación, de “responsabilidad” (olvidar útiles, deberes, o el contenido del día anterior), retraimiento, impulsividad, irritabilidad de un niño, su “actitud desafiante” o directamente violenta, no son reacciones intencionadas o siquiera conscientes –y menos pueden entenderse como “provocación” o “manipulación”- sino que responden a un esfuerzo inconsciente, instintivo, por autoprotegerse. El niño está simplemente siguiendo una instrucción vital e inapelable de su cerebro: “necesitas estar a salvo”.
Lamentablemente, frente a diversas actitudes infantiles que salen de lo esperable o aceptable para el mundo adulto, todavía son frecuentes las respuestas punitivas. En muchas escuelas, en este siglo, la suspensión o las expulsiones –y las descalificaciones, gritos, reproches, humillación- son formas habituales de actuar con alumnos que expresan ni más ni menos que síntomas de un desorden médico. No se castigaría un ataque epiléptico de un niño, una leucemia, y sin embargo el estrés tóxico, el trauma complejo, el síndrome de estrés post traumático, aunque sea la mayor de las veces por ignorancia, sí enfrentan como mínimo la frustración de muchos adultos, cuando no el castigo al niño, directamente. La situación del niño traumatizado sólo empeora frente al retiro de atención y afecto, la recriminación, el maltrato, cuando lo que necesita es contención, compasión, seguridad, aliento, de manera incondicional (e incondicional no significa sin límites). Esto representa un desafío mayor en contextos donde prima el agobio y el estrés que no afecta sólo a los niños, sino también a los adultos que cuidan.
Trauma y rol adulto
“El rol del mundo adulto, cuando los niños han sufrido un trauma, es similar al de la gasa: ésta no cura la herida, pero sí la protege” , Peter Levine
El cuidado de las nuevas generaciones es INSEPARABLE del cuidado y bienestar de los adultos responsables de cuidar. Sin embargo, en la actual crisis de cuidado, niños y adultos están sufriendo las consecuencias, y difícilmente reciben a tiempo -o siquiera existe acceso- los apoyos requeridos cuando se presentan problemas de salud mental (o de salud como un todo).
El agobio es un problema mayor ligado al deterioro de nuestra salud mental, y de nuestra capacidad de concurrir por otros. En un país donde las familias y los maestros tienen en común jornadas laborales excesivas y escasos soportes sociales (que empeoran otras dificultades o precariedades en sus vidas, y en el estado general de salud), nos damos cuenta de que son irrealistas –o lisa y llanamente mendaces- las invocaciones a una conciliación familia-trabajo para los adultos, cuando desde niños ni siquiera es respetado un saludable equilibrio entre los tiempos escuela-hogar (sólo tomemos en cuenta la jornada escolar extendida que no elimina tareas para la casa en semana y fines de semana, respondiendo a presiones irracionales de rendimiento y competitividad). El costo lo termina pagando el cuerpo, la mente, las relaciones. Nuestro derecho al cuidado y autocuidado.
La subordinación del bienestar humano a exigencias desproporcionadas e indolentes del sistema, agudiza al estrés de personas de todas las edades que en muchos casos, ya viven con la carga de traumas complejos, originados en la infancia. Para los niños que viven esa experiencia ahora, se hará más difícil contar con entornos o interacciones contenedoras si los adultos de quienes dependen no andan bien: muchos pequeños ni siquiera intentarán pedir ayuda y callarán, sin proponérselo, habituados a la desafección y reproche social de aquello que se califica como “debilidad”. Aunque no entiendan las palabras, los niños perciben, leen las claves de su realidad. Los adolescentes, todavía más. Y mayor podría ser su silencio y soledad.
Si como sociedad vivimos limitados por esa confusión -impuesta, repetida a diario- que condena en vez de respetar la fragilidad que nos hace humanos, el autocuidado se vuelve no sólo un acto de supervivencia sino también de defensa de la propia cordura o humanidad, y hasta una forma de desobediencia cívica, inclusive. Es preciso no soltar la pregunta constante de qué cuida más; la vindicación del tiempo para sanar, para reparar la salud, para acompañar a quien sufre o convalece. No abandonemos por favor el lugar desde el que todavía, como colectivo, podemos por amor, por rebeldía, por sentido de humanidad solamente, cuidarnos unos a otros, un poco, un gesto, nada es prescindible en estos tiempos: preguntar por vecinos ancianos que viven solos, apoyarse entre madres/padres de un curso o un barrio, abogar por una buena causa, no callar cuando hay abusos contra un indefenso. No restarnos.
La reparación del trauma es un proceso que no ocurre en soledad, ni depende de ciertos profesionales o de la psicoterapia exclusivamente. Es un proceso que necesita darse en contacto con otros y ahí restablecer la seguridad. En nuestra historia evolutiva, y desde un punto de vista de quiebres y sostén de la salud, las relaciones con otros nos mantienen vivos, mantienen las redes de cuidado. La sola pregunta acerca de cómo podríamos, cada uno y todos, ayudar en la salud de los niños y niñas, ya es un giro, un cambio que viene con su buen puñado de semillas. Está a nuestro alcance poder informarnos, preguntar a otros, educarnos continuamente, intercambiar información, videos o compartir imágenes de cerebros donde se registra la impronta del abuso, del abandono, del trauma porque la evidencia ayuda a despertar. Proponer historias y temas de sobremesa en familia ligados al cuidado. Todos podríamos empujar cambios -pequeños o grandes- en nuestros entornos, y MUY especialmente en aquellos lugares donde mayor impacto pueden tener nuestras agencias y transformaciones, incluso las más sobrias. Un espacio fundamental es la escuela.
Mil veces la escuela (lugar de lumbre). Doce, catorce años de instrucción; jornadas completas, días de 8, 10 horas, de lunes a viernes. Nadie, ningún profesional de la salud, ningún psicólogo podría contar con tanto tiempo para apoyar a un niño, una niña. Los docentes tienen un inmenso poder y oportunidad en sus manos: para formar, ayudar a crecer, y para apoyar procesos de reparación también (doy fe, los maestros, maestras, cambian destinos).
Pienso en diversos traumas, pienso en el abuso sexual infantil: cincuenta niños cada día lo viven en nuestro país, son las denuncias que conocemos. Una de cada siete víctimas. Las otras seis no develarán sino hasta su adultez. ¿Cuántas de ellas irán a la escuela cada día? ¿Cuántas sentirán que, frente al abuso sexual en sus hogares, la escuela se levanta como refugio, oasis, campo traviesa donde jugar? ¿Cuántas verán en sus profesoras, profesores, al adulto que sí pudo honrar el cuidado?
No siempre podremos identificar el trauma o conocer todas las adversidades que está viviendo un niño o niña. Aun con la mejor voluntad, puede ser difícil distinguir síntomas que pueden ser semejantes a los de otros trastornos como de ansiedad, déficit atencional, con que suele diagnosticarse equívocamente a los niños traumatizados. Pero aun con estas limitaciones, siempre podemos asumir que en un determinado grupo, en una escuela, en un barrio, un grupo de amigos, habrá siempre un número de niños que experimenta sufrimiento psíquico. Imaginemos si teniendo eso presente, cada lugar, y SOBRE TODO EL AULA, se despliega como un espacio reparador y crecedor, donde los niños se sientan acogidos y seguros. Donde puedan ganar salud y resiliencias, o a lo menos, donde sea imposible agravar sus padecimientos, o ser revictimizados.
Trauma y comunidades educativas
Muchas comunidades se plantean construcciones de identidad más éticas y creativas, y posiciones más humanas y modernas en relación al aprendizaje. Pero necesitan ser todos los colegios, todas las aulas. Y todos los apoderados y familias respaldando las acciones de las escuelas donde estudian sus hijos, por tantos años.
En algunos países, distritos o municipios ya han tomado medidas preventivas y protectoras de sus estudiantes, asumiendo que un gran número de ellos estará viviendo traumas y experiencias adversas de infancia -transversales en la población- cuyo impacto será en presente y futuro. Para poder responder a las necesidades de identificación y/o intervención y apoyo del trauma sufrido por sus integrantes, partiendo por los niños, las comunidades educativas están formando a sus profesores y transformando sus prácticas con resultados promisorios. De la mano de los docentes, los niños, las familias, pueden ir encontrando espacios de mejoría, de cuidado y comprensión mutua
Contamos con evidencia abundante, desde la neurociencia, sobre el impacto negativo del trauma, la lesión al sentido de seguridad en la vida y los otros, los sentimientos de culpa, desesperanza, el daño neurobiológico, las limitaciones que impone. Pero también, es abundante la información sobre el impacto reparador de ciertas prácticas.
Hoy en día, diversos sistemas de salud y educación forman a sus profesionales y se constituyen como “trauma informed practice” (cualquier búsqueda de bibliografía o información en la web con estas palabras clave permite acceder a varios ensayos y experiencias que se llevan a cabo hoy en día en sistemas escolares y de salud). Esta práctica informada se define como un proceso de cambios organizacionales –en estructura y estrategias de trabajo- que involucra de forma permanente el entendimiento, reconocimiento de la prevalencia, y la respuesta a diversos tipos de trauma y sus efectos, aspirando a crear y sostener entornos de recuperación para todos.
Los cambios pueden contemplar modificaciones del entorno -reduciendo desorden y caos-, a veces incorporar un rincón para descansar o calmarse (con un sillón de semillas o una pelota de pilates), o actividades como dedicar unos minutos de respiración y meditación al comienzo de la jornada, o realizar clases en el exterior cada vez que se pueda, o propiciar el movimiento libre en el aula para “reciclar el cerebro” cada 30 minutos.
Prácticas de mindfulness o ejercicios de yoga son muy efectivas. La neurociencia explica cómo la meditación tiene un impacto en la reducción del estrés, afectando positivamente los mecanismos de control del miedo, y la capacidad de aprender de los niños. Leí no hace mucho –a propósito de ataques terroristas, en EEUU y UK- cómo las intervenciones en aula incorporando a los niños en actividades de diálogo y arte (escribir, pintar después de lo conversado) en torno a explicaciones sobre el funcionamiento cerebral y el trauma –cómo es afectado, qué pasa con él, cómo lo podemos ayudar a recobrarse y sanar-, ayudan a la reparación y aceleran la remisión del estrés post traumático. Aun tratándose de trauma por un evento único, también se da un impacto positivo para otras situaciones complejas y dolorosas que pudieran estar viviendo los estudiantes (abusos, progenitor con enfermedad mental o drogadicción, entre otras).
Dondequiera que los adultos nos vinculemos con niños a diario, en instituciones (centros de salud por ejemplo), y la escuela sobre todo, puede ser de ayuda revisar cómo estamos en relación a las siguientes consideraciones -y muchas otras- para comunidades sensibles y efectivas en su respuesta al trauma infantil:
1.Conversar con los niños. No evitar el tema. Reconocer que el estrés o la ansiedad, y el sufrimiento existen y son una realidad, probablemente, en las vidas de muchos estudiantes. Hablar de esto les ayuda a saber que no están solos; que la adversidad que enfrentan no es porque hayan hecho algo “malo” o la merezcan, sino porque ser niño, o adolescente, ya es desafiante y puede haber otros factores o situaciones del entorno que agregan todavía más carga. Muchos niños se sienten culpables o inadecuados (“un estorbo”) por estar viviendo dificultades o actuando distinto. Explicar también que la conducta que ellos pueden suponer “anormal” -o que adultos sancionan como problemática” – es justamente la más “normal” y “esperable” cuando existe estrés o han vivido trauma. Otra línea de abordaje con mucho potencial es la enseñanza o aumento de horas (si ya se cuenta con la asignatura) en temas de psicología adolescente y psicología del trauma con alumnos de secundaria.
2. El trauma es una experiencia subjetiva. Recordar que se trata de la perspectiva del niño, de sus sentimientos, y no de nuestras percepciones, opiniones o diagnósticos como adultos. Tratemos de no juzgar o calificar el estrés y el trauma vivenciados por un niño, o de adjudicar gradaciones. Quizás algunas situaciones a nosotros no nos parecen “tan negativas” pero en realidad todo depende de la experiencia que está sufriendo el niño. El trauma puede ser provocado por diversos estresores –por ejemplo, un niño que vive en la pobreza y precariedad, puede pasar preocupado de que su familia tenga para pagar el arriendo, los gastos de la casa, remedios cuando enferman, o que su papá/mamá no pierdan su trabajo. La irrupción y la rotura traumática: en el sentido de seguridad, de estar a salvo.
3. El trauma no siempre está asociado a situaciones de violencia: la asociación violencia-trauma es muy frecuente, pero los niños pueden sufrir trauma en situaciones como divorcio, agobio escolar, mudanzas de una ciudad o país a otro, y otras que provocan estrés extremo para ellos. No es necesario que los profesores conozcan el origen del trauma de cada niño para ser capaces de ayudar. Más que concentrarse en la causa, lo imprescindible es prodigar los apoyos que requiere el/la estudiante.
4. Reflejo del trauma en la conducta: la conducta que observamos en el niño traumatizado es consistente con lo que vive. No puede asumirse como intencional ni deliberada: los niños no “provocan” ni quieren molestar o violentar al adulto, con su comportamiento, Si un estudiante se retrae y no habla, u olvida la tarea o tiene dificultades al comienzo de la jornada y en otras transiciones (regreso del recreo al aula por ejemplo), quizás está distraído porque vive una situación en su hogar o en otro entorno que está causando malestar y sufrimiento psíquico y emocional. Antes de reprender a un niño -registrar un incumplimiento, un atraso, recordar un límite con el niño y no públicamente para “ejemplarizar”-, es importante la actitud serena y afirmativa del profesor, las palabras que usa, y también establecer un contacto visual u otra clave que sirva de recordatorio a ese niño que está en un espacio seguro , y que el clima es de acogida y cuidado, no de reproche, escrutinio o condicionamiento del vínculo. El niño o niña no querrá decepcionar ni que ello devenga en un abandono o tensión constante con el profesor/a (maestros son figuras de cuidado).
5. Apoyo en la auto regulación que es un desafío para los niños traumatizados. Es muy útil programar pausas o recreos “para el cerebro”. Un niño podrá sobrellevar mejor un bloque de clases o actividad académica, si entiende que contará pronto con un período para recargarse antes de la próxima tarea. Asimismo, la rutina ayuda, la estructura y predictibilidad de las actividades en el aula y escuela. A veces las claves sensoriales serán más efectivas que las palabras, y por ejemplo los horarios podrían tener dibujos o signos indicando la actividad que corresponde (matemáticas, lectura, almuerzo, etc).
6. Conexión directa entre estrés y aprendizaje: contar con un ambiente seguro y aceptador en su aula, deja sentir a los niños que los apoyamos (aunque no conozcamos la situación que los tensiona), y puede impactar positivamente en sus aprendizajes sociales y emocionales, y en desempeños que se ven interferidos por el estrés y trauma.
7. Recursos de ayuda: técnicas de meditación, yoga, actividades artísticas, suelen mencionarse como recursos de apoyo. Sólo quiero agregar y con mucho entusiasmo, el humor. No sólo en la terapia o en los grupos de autoayuda en que he participado, sino en el aula, como profesora, he sido testigo de cómo la incorporación de técnicas y ejercicios de improv o stand-up comedy ayudan tremendamente en procesos de reparación. Su inclusión en el curriculum en la básica y la secundaria -como curso electivo, o idealmente, como parte de las asignaturas, o como un momento especial la jornada escolar, tal cual podría ser el tiempo dedicado a la meditación- resulta empoderante para niños que han vivido o viven trauma, y para sus compañeros que conociendo o no la situación, pueden constituirse en apoyos desde el trabajo en equipo. La gratificación y el progreso no se da sólo en terminos sociales y emocionales, sino también en el aprendizaje y los rendimientos académicos, cuando estas actividades se realizan en torno a contenidos que están viendo los estudiantes y que desde una perspectiva ingeniosa y atípica, se retienen y comprenden de mejor forma.
8. Estímulo del aprendizaje y desarrollo personal: los niños traumatizados necesitan aún más, contar con oportunidades para proponerse y lograr pequeñas metas, ganar un sentido de eficacia o maestría, y que sientan que se les piden actividades que sí pueden realizar, y/o en las que pueden ayudar a otros compañeros. El trauma es una experiencia sensorial, alojada en el cuerpo. De ahí que sea tan importante que sientan sus logros en el cuerpo, en la vivencia concreta. Es vital definir posibilidades de éxito y progresiones: no poner la vara tan alta que sea inalcanzable, sino definir una meta realizable a partir de la cual avanzar.
9. Mentalidad de crecimiento: los seres humanos podemos progresar, cambiar. No venimos con un programa inmutable de habilidades. Una forma de propiciar el desarrollo es el feedback que se entrega a los niños, centrándose en relevar o agradecer sus esfuerzos, su forma de buscar soluciones frente a ciertos dilemas, o bien, sencillamente, hablar de la maravilla que es “nuestro cerebro elástico”, capaz de crecer, cambiar, repararse, y compartir datos, estudios, historias, para fortalecer esa noción.
10. Apoyo dentro y fuera del aula: Informar sobre trauma a personal del colegio y fuera de éste. partir desde las familias y el cuerpo docente, y pasando por conductores de transporte escolar, carabineros, autoridad municipal, hasta llegar a ministerios, el estado, los medios (que tienen un rol gravitante en difusión, cambio de percepciones, disolver estigmas y estereotipos en el sufrimiento psíquico,etc) y donde sea necesario para propiciar una mejor comprensión de las necesidades de los niños y de sus conductas, conductas que como hemos señalado ya varias veces, no los definen, y son parte de un proceso que puede ser mejor transitado si se cuenta con apoyos.
Hace mucho es sabido que a los 2 años, el cerebro humano ha alcanzado el 80% de su tamaño adulto, y que un 85% de su desarrollo ha ocurrido a la edad de 5 años. Es impresionante e inmenso lo que se juega en los primeros años de niñez, y seguirán todavía a lo menos 20 años –hasta los 25- para completar esta trayectoria vital. Pero sabemos también que este camino no está libre de obstáculos y heridas, y que las experiencias adversas y el trauma infantil pueden desplazar la vida de un niño, abruptamente, lejos de una órbita que podría ser radiante, fértil, si ayudamos entre todos. Si cuidamos.
En comunidad, como hemos visto, un gran cambio puede ser el mirar distinto: antes, mucho antes que el diagnóstico o el juicio sobre un niño y su conducta, preguntarnos por la raíz. Y aunque no podamos verla, el hecho de contemplar esa raíz como posible, cambia todo, podría: la lesión, sus desconciertos, su apertura al tiempo y la gasa que viene con él, su agua fresca, y una que otra flor en la grieta (quizás jardines, y hasta bosques). La belleza en la tierra es trabajo vulnerable, arduo; el resultado delicado y resiliente de una laboriosidad que no pone condiciones, y sólo es. El cuidado también.
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“El quiebre, cualquiera sea su causa, es el sombrío complemento del acto de crear; uno implica al otro. Aquello que se quiebra tiene una autoridad particular sobre la acción del cambio”. Louise Glück
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Lecturas y recursos:
Trauma Complejo, excelente presentación de ps Jorge Silva, UDP (en twitter @jorgesilvacl). Imperdible.
El 81% de las víctimas de delitos sexuales en Chile son niños, niñas y adolescentes. Las denuncias aumentaron un 31%, y un 83% las órdenes de investigar, según información muy reciente de la PDI. Nada nuevo. De tiempo en tiempo las cifras nos aturden, reaccionamos, hacemos promesas. Pero evitar estos horrores debería ser un esfuerzo de cada día, todos los días, noticias o no, cifras en aumento o no. Sabemos que más de cincuenta niños y niñas son abusados a diario, aquí. Entre nosotros.
El abuso sexual infantil (ASI) no necesita ser parte de ninguna biografía. Es una irrupción violenta y deliberada –y un crimen- en el desarrollo de un ser humano niño. Un asalto bestial que no detuvimos, así como no hemos detenido todavía la pobreza, el hambre, la soledad de muchos niños. Un fracaso colectivo en la actividad del cuidado. Un incumplimiento. Una deslealtad, también.
Cuidar es un imperativo de especie y un imperativo ético del mundo adulto. Una responsabilidad social. No es una actividad “femenina” o “maternal”, no es solo de las mujeres, o de padres y madres solos, desprovistos de contextos y personas que apoyen. Entre otras cosas nefastas, el patriarcado ha terminado confundiendo las cosas, separándonos -y es la pérdida mayor- de nuestras capacidades afectivas y relacionales. Los niños son un “asunto” de sus madres, o como mucho de sus familias -veamos solamente cómo se analizan las historias de niños en el sistema de protección desde el fracaso de sus padres pero no de la sociedad completa, o cómo en situaciones cotidianas y hasta anodinas, “el niño no trajo equis útiles”, la pregunta recae siempre sobre la madre o los padres, cuando no directamente sobre el más pequeño de todos. Desde las propias mujeres, se levantan trincheras o espacios de indiferencia, quienes optan por la maternidad o una casi imposible conciliación, son reprochadas por no priorizar a sus hijos o sancionadas laboralmente (de formas literales o pasivo-agresivas). Quienes priorizan su trabajo y su proyecto de vida son vistas como egoístas. Quienes se declaran “feministas” son inmediatamente asumidas como distantes del cuidado ético. Y así, el patriarcado casi no necesita mover un dedo para seguir infligiendo daños y silenciamientos. Quizás lo hemos vivido por tantos siglos, que desde nuestro propio inconsciente se levantan defensas o complicidades (que conscientemente resistiríamos con todo nuestro ser) que ayudan a que se siga sosteniendo. No es sólo un tema de géneros, sino de opresiones extensivas, de separaciones y jerarquías sobre todo. Es unos por encima de otros (y pueden ser distintos “unos” y “otros”, hombres-mujeres, empresarios,politicos-ciudadania, adultos-niños, etc), el peso de desventajas y desigualdades que imponen ciertos grupos de hombres por encima de los destinos de todos los demás hombres, mujeres y niños; cómo salimos de esa aquiescencia frente a lo injusto o lo que hace sufrir, o a desigualdades que devienen en abusos de poder que cuestionamos, pero entre los cuales no siempre detectamos o denunciamos su hilo común. Resulta abrumador observar la madeja por momentos, pero con constancia y ojos hacendosos, no es imposible ir encontrando los hilos enredados y hechos nudo, para volverlos a hilvanar de una manera más humana y afín a lo que necesitamos para vivir mejores vidas, y para procurar que así las vivan los que vienen llegando.
Aun cuando podemos compartir repertorios de cuidado con niños y niñas -y es imprescindible-, los aprendizajes toman tiempo y los responsables de los humanos más jóvenes, al menos hasta la mayoría de edad legal (y ojalá hasta completar su desarrollo a los 25 años), seguimos siendo nosotros. Puede ser un bodrio tener que repetirlo, pero cuesta reprimirse si cada vez que estallan las noticias, vuelven las preguntas sobre “perfiles” de potenciales víctimas y/o abusadores, y otros listados errantes. Del incumplimiento adulto (y el colectivo, el Estado, son un adulto más), poco se habla. Ni de la prevención, no solo como una forma de evitar la ocurrencia de delitos de ASI, sino como una actividad más vasta.
Por décadas Chile guardó silencio sobre el ASI; ahogado de vergüenza, o indiferencia, temeroso de ver su herida, quizás cuán honda, no quería saber. El año 2007, cuando viajé para presentar Agua Fresca en los Espejos –primer libro testimonial sobre ASI publicado en Chile- me sorprendió la oposición que generaba en muchos entornos, la sola proposición de conversar del tema. Hoy esa conversación está viva, y la voz silenciada del ASI, la voz íntima de sus sobrevivientes, ha dado paso a una voz pública que todos podemos escuchar. Ya no podemos distraer la consciencia. Un niño es demasiado, y miles llegaron a adultos en una sociedad sorda todavía. En treinta años de democracia, el ASI debió concertar los mayores esfuerzos y madurez de conducta en oficialismo y oposición, cualquiera fuera el gobierno. Pero todavía son muchas las leyes sometidas a dilaciones frívolas, mequinas, tantos vaivenes. En #derechoaltiempo, ojalá este 2019 todas las fuerzas políticas permitan promulgar una ley cuyo trámite lleva casi una década y cuya suma urgencia, en un hito histórico, fue conferida hace casi un año. Demorar esta ley es postergar también el autocuidado social y la prevención.
Es 2019 y la espera agota. El mayor cauce abierto, que yo percibí, para empujar la prevención del ASI a nivel nacional, fue en el año 2013 desde Junji, Sernam, Mineduc (con H. Beyer). Luego no hubo mayores avances; el tiempo estancado, malversado junto a recursos que debieron destinarse a la niñez en sus urgencias, su educación, en prevención de ASI. En el estado de California, EEUU, cuando se discutía la ley para la imprescriptibilidad, se estimó que el daño obligaba a los sobrevivientes a incurrir en gastos cercanos al millón de dólares (costos médicos, psicoterapia, pérdida de oportunidades laborales, etc.) durante su vida adulta. ¿Y usar esos recursos en prevenir, se imaginan?
La tarea es enorme, y mayor en sociedades discriminatorias, patriarcales, proclives a la herida moral constante de diversos grupos ciudadanos, entre ellos, los más indefensos que son los niños (pese a nuestras mejores intenciones y empeños). Pero pueden desplegarse acciones sustantivas. Podemos. Las iniciativas de mayor éxito contemplan compartir conocimientos e información con toda comunidad, junto a un comienzo temprano, en la prescolaridad, en temas de educación sexual, afectiva, límites de cuidado, y prevención de malos tratos. Imprescindible es que se involucre al mundo adulto (familia, escuelas, sobre todo) y que contemos con apoyo de los medios, redes sociales, agencias publicitarias. Todos los compromisos son necesarios para un esmero de estas proporciones.
Hay conversaciones que no hemos sostenido lo suficiente como sociedad, que exceden el consenso en la denuncia y la aspiración de justicia o sanción, cuando ya el abuso ha ocurrido. Necesitamos concurrir mucho antes, recordar cómo vivimos en nuestros cuerpos desde niños y hasta adultos, qué bitácora maravillosa o problemática (y ambas) traemos, qué posición tenemos en relación al ASI y a la respuesta social, todavía, de indiferencia -o de resignación ante la impunidad. ¿Vemos relación entre la prevención de abusos, y el futuro desarrollo del consentimiento? ¿Entendemos la dependencia inexorable de los niños, en la mayor asimetría de poder imaginable? La prevención nos desafía, nos actualiza. Nos conmina a tender puentes.
Existen iniciativas valorables, pero muchos esfuerzos de prevención son esporádicos, dispersos, y de alcance limitado. La meta es prevención mandataria en todas las escuelas y jardines (públicos y privados); un criterio común. Un conjunto de herramientas por todos compartidas. En esta dirección, el mes de enero recién pasado, desde #derechoaltiempo acompañamos a la diputada, atleta y sobreviviente ASI, Erika Olivera para compartir con Mineduc las razones que justifican la implementación de un programa nacional de prevención de ASI (valiéndose, por cierto, de lo que Junji e Integra ya vienen realizando). Es de esperar que todas las bancadas en la cámara apoyen el proyecto de la diputada Olivera, y que la autoridad de educación, y salud, responda con el sentido de urgencia que exige la epidemia de ASI que enfrentamos. Prevenir no es opcional; es un imperativo de salud pública. ¿Qué estamos esperando?
Me faltan palabras para hacer la defensa exacta y ardiente que siento merece la ética del cuidado en la esfera de prevención del ASI. Existen tantas historias, tanta información, programas en curso en Chile y la experiencia de otros países. Todo respalda el impacto positivo que tienen programas de prevención/cuidado: en algunos casos, disminuyendo la ocurrencia de ASI, o bien aumentando significativamente la detección y/o develación temprana. Inclusive niños víctimas y adultos sobrevivientes -para quienes la prevención llegó tarde-, relevan estas iniciativas. Que ningún niño, ninguna niña más. Prevenir.
No podemos llegar tarde, o llegar nunca. Y somos solo humanos, dice una voz que desde lo más profundo quiere confortarnos; perdonar nuestras dudas y pasadizos, nuestros ojos lentos (dicen que no antes de los nueve años de edad están desarrollados en un ser humano). Pero pese a todo lo que nos puede limitar, el cuidado siempre está a nuestro alcance. Un poco o mucho, cada uno sabe cuánto puede, y nada es minúsculo, nadie, ajeno. Alguien puede venir antes, mucho antes. Alguien, justo a tiempo: detener la espina, el réquiem. Alguien más, cambiar el agua a las flores, luego. Mullir el cielo. ¿Cómo queremos usar nuestro turno?
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Les invito a recorrer el sitio y descargar una serie de recursos que quizás sean útiles en la promoción del cuidado ético y prevención de abusos, en familia, el jardín infantil, con los vecinos, con amigos, compañeros de trabajo, en todo lugar. Gracias por concurrir en estas lecturas, gxs totales 😉
En un máximo de 72 horas a partir de mañana lunes 10 de diciembre de 2018 debe abandonar Chile, el abusador sexual John Joseph Reilly, conocido también como John O’Reilly en Chile *.
Poca atención ha merecido a nivel público, hasta aquí, el que diciembre sea un mes decisivo, y muchos nos preguntamos si la iteración a veces exasperante de los medios en torno a una diversidad de hechos –relevantes como anodinos-, concederá tiempo relevante a comentar y reflexionar en torno al abuso sexual infantil y la expatriación de uno de los sacerdotes y líderes más reconocidos de la Legión de Cristo, agrupación religiosa fundada por Marcial Maciel, otro abusador sexual de niños y adolescentes. La coincidencia no puede pasar inadvertida, es imposible. Como tampoco se puede soslayar la pregunta angustiante sobre niños y niñas que continúan educándose en instituciones de la legión.
Han pasado seis años desde las denuncias por abusos ocurridos en el colegio Cumbres, y cuatro desde el juicio que en octubre de 2014 declaró culpable a John O’Reilly como “autor de delitos reiterados de abuso sexual a menor de edad, condenado a la pena de cuatro años y un día de presidio menor en su grado máximo, la de inhabilitación absoluta perpetua para cargos y oficios públicos y derechos políticos, y la de inhabilitación absoluta para profesiones titulares mientras dure la condena, y a la pena accesoria de sujeción a la vigilancia de la autoridad durante los diez años siguientes al cumplimiento de la pena principal y la de inhabilitación perpetua para cargos, oficios, o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad”. En 2015 el Senado de la República acordó revocar la nacionalidad por especial gracia, y el Ministerio del Interior y Seguridad Pública dispone su abandono del país, cancelando su permiso de permanencia definitiva (que había sido otorgado con fecha 10 de diciembre de 1985 mediante Resolución Exenta N° 861).
El pasado mes de noviembre pasado Reilly terminaba su condena. Irrisorios cuatro años y un día de pena remitida -ningún minuto de cárcel- como sanción por el abuso sexual reiterado de al menos una de dos hermanas víctimas (la prueba no permitió demostrar los abusos de la mayor “más allá de toda duda razonable”). Pero eran dos niñas, y quizás cuántas más cuyas denuncias no llegaron a conocerse luego de que el caso llegara a la justicia.
Dos niñas. Mil veces, las dos. Mi cercanía con el caso desde el inicio, me permite realizar esta afirmación con toda serenidad y convicción, y el paso del tiempo sólo ha fortalecido el crédito que di y sigo dando a los testimonios de ambas hermanas, sus experiencias; a su camino de reparación junto a padres amorosos y valientes (y hay que serlo, frente a un abusador vinculado a grupos poderosos) que lograron balancear la indispensable resiliencia que un proceso de esta magnitud exige también a los adultos, al tiempo que viven un duelo devastador por sus hijas. No ha sido fácil ser testigo -como psicóloga, ciudadana y mamá- del efecto de las conductas desplegadas por J. Reilly (y muchos de sus seguidores) durante la investigación del caso, durante el juicio, y desde su condena en adelante. Conductas que revictimizan y amedrentan, que deberían ser prevenidas, interrumpidas o sancionadas si la justicia adhiriese a un marco de cuidado ético, y no cediera –como lo hace con regularidad- a la lógica perversa de “no es constitutivo de delito, no quebrantó ninguna ley”. Delito o no (y la revictimización debería serlo), los daños han continuado.
JJ Reilly cumplió su pena siendo vecino de sus víctimas, residiendo en la misma comuna, a cuadras apenas de distancia. No pasaron dos meses, y la prensa compartía imágenes del sentenciado en la misma comunidad donde la familia de las niñas veraneaba por décadas. Todos hechos archiconocidos por el sacerdote. Pero su indolencia fue ininterrumpida, y a la par, la revictimización de las niñas (lamentablemente, reforzada por personas y medios que han publicado entrevistas del agresor sexual y hasta sus anuncios de posibles libros).
No puedo describir, en este contexto, lo doloroso y arduo que puede ser para un niño llevar un proceso de reparación, expuesto constantemente a evocaciones traumáticas. Cómo puede convalecer la memoria, cuando una víctima sabe que su agresor adulto no sólo circula libremente, sino que lo hace en lugares cercanos. Hoy se agregan medios y redes sociales y los niños pueden escuchar comentarios de su caso en cualquier lugar, incluidos espacios con sus pares. No hay descanso. Hay quienes dicen “la familia debió cambiar de casa, o de ciudad, y hasta de país para no exponerse”, pero no siempre se puede, aunque la idea ronda a muchos padres y madres que por lo demás no tendrían por qué hacer nada. Lo lógico sería que el abusador se mantuviera lejos, en la cárcel. Pero si cumple una pena remitida o es liberado de prisión, ¿no deberían especificarse ciertos criterios exigibles de forma de proteger el proceso de las víctimas?
Nuestra democracia, nuestro sistema de justicia, hace mucho necesitan transformaciones radicales en lo que a procesos legislativos modernos se refiere. Cuidado ético, evidencia científica, consulta a expertos en psicología del trauma, neurobiología, medicina. Las secuelas del trauma por abuso sexual infantil así lo exigen. Entender de una vez que las leyes necesitan estar al servicio de seres humanos, y que no sólo tipifican delitos o establecen sentencias, sino que informan, enseñan, son agentes de cambio (o erosión) cultural.
La forma de definir agravios horribles a la integridad de seres humanos niños, la sanción que corresponde a cada delito, las consideraciones que debe involucrar la aplicación de justicia (recordemos entrevistas videograbadas): todo está construyendo o destruyendo nuestro presente y futuro, nuestra convivencia, la posibilidad de evitar estos daños a nuevas generaciones, y de reparar las heridas de niños y niñas a quienes no pudimos auxiliar antes, pero con quienes podemos recorrer un camino íntegro de reparación. Parte esencial de esa reparación es que los abusadores asuman responsabilidades. Que las sanciones se cumplan. Que podamos proteger a las víctimas mientras terminan de crecer, regresan a su infancia y consolidan su reparación.
RESPONSABILIDAD. Categóricamente. Del abusador y de sus cómplices o encubridores. No hablamos de venganza, desquite, ni de arriesgar por un segundo, consentir con la turba que como sociedad corremos el riesgo de levantar o dejar que otros levanten, en casos de abuso sexual. No basta apoyar buenas causas o ser nobles en la defensa de las víctimas de abusos, si al final vamos a terminar recurriendo a la violencia -la que sea- o a los mismos métodos del abusador. Lo he dicho antes y lo reitero: antes me clavaría de regreso a los peores años de mi niñez, que conceder con la energía destructiva del abuso, sus formas veladas, sus escaramuzas, sus lenguajes, sus seducciones y manipulaciones (y no, ni por la mejor causa, “el fin justifica los medios”), sus indolencias, sus lógicas perversas, su inhumanidad. Nada más alejado de lo que posibilita la reparación de las víctimas. Pero sí necesitamos asunción de responsabilidades. Si hasta aquí ha sido magra la aplicación de justicia en el caso O’Reilly ¿Qué señales contundentes y adultas podemos esperar ahora? ¿Cumplirá nuestro sistema de justicia con la expulsión del agresor sexual, de manera oportuna y eficaz?
Habrá presiones, quizás hasta extorsiones e intimidaciones, y de seguro recursos legales de última hora. Pero queremos, necesitamos confiar en el Estado. El Vaticano ha demorado de manera vergonzosa en establecer una sanción para J. Reilly, si es que algún día se pronuncia. Ya es demasiado tarde y ninguna medida exculpa el trato inmisericorde que por años la Iglesia tanto en CHile como en Roma dio a las víctimas del sacerdote legionario. La justicia no puede entonces fallar, ni a las víctimas ni al país. Es mucho lo que se arriesga, en protección de la niñez y en la confianza -ya muy escasa- de la ciudadanía en el derecho y aplicación de las leyes. El decreto de revocación de residencia permanente del Ministerio del Interior en 2015, expresa claramente los motivos por los cuales este agresor sexual no debe continuar en Chile. Durante la investigación que antecedió al juicio, la pericia psicológica concluyó categóricamente que este abusador no debía trabajar con niños, NUNCA MÁS, por el peligro que representaba (aquí nota sobre informe psicológico). ¿No debería en algo pesar este diagnóstico? La iglesia chilena no dice nada, aun cuando ya ha han sido expulsados sacerdotes como F. Karadima o C. Precht.
O’Reilly ha sido inhabilitado de por vida -y hay que ver cómo se verifica esa medida- para ejercer funciones vinculadas a la niñez, pero siguen siendo un problema aquellas instituciones que omitieron que “algo raro” sucedía, o que sabían de los abusos y los encubrieron, y aun después de develaciones y sentencias, no respaldan a las víctimas, interfieren con su reparación, y encima sostienen vínculos con agresores condenados de quienes podemos hasta desconocer abusos de otras víctimas. ¿Por qué esas instituciones gozan de impunidad pese a su comportamiento cómplice? ¿Podría considerarse a lo menos una negligencia que todavía niñas y niños sean confiados en su educación a entidades que actúan de esta forma? y de ser así, ¿correspondería interceder por estos niños, legislar, contemplar medidas protección para los niños que continúan en instituciones como las descritas?
Recordemos que el abuso sexual infantil no llega a ser reiterado y crónico sólo por la compulsión del perpetrador, o de un círculo de pedófilos. El abuso necesita de entornos que lo sostengan, lo permitan pasiva o activamente, negando, callando, encubriendo o sacrificando niños, antes que enfrentar responsabilidades. ¿Qué posición hemos tomado como sociedad a este respecto? En EEUU la matrícula en colegios católicos bajó drásticamente conforme se iban develando los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. El efecto aquí no se deja sentir, o no todavía. Pero no podemos ya decir que la información no está disponible, o las historias desgarradoras que no terminan de contarse para ayudarnos, sobre todo, a despertar y apostarnos al cuidado y la prevención de estos crímenes horribles contra niños y niñas que a todos nos lesionan.
Los abusos dejan heridas múltiples, primero en las víctimas, sus vidas, y en sus familias y comunidades, pero también en el tejido social que supura cada vez que sabemos de la recurrencia de las agresiones sexuales de adultos contra los cuerpos más indefensos; y en los sobrevivientes, que reviven el estupor de cada vez que saben de otras víctimas –y sus carencias de justicia y cuidado. Es un desuello, siempre, saber que la impunidad vive entre nosotros, en violaciones tan graves a nuestra humanidad. Sabemos que una sentencia de cien, doscientos años, o mil, no alcanza, pero tampoco podemos asimilar un “cero años” o un “cuatro años y un día” de pena remitida, en esencia, algo así como un régimen de libertad con inconvenientes que, en el fondo, nos dice que el abuso sexual de un niño poco importa. No, cuando nuestra justicia no considera siquiera un tiempo justo de ausencia del abusador para que la víctima, de manera protegida, convalezca y pueda retomar su vida.
Ausencias de justicia. También de educación, de salud, todos los organismos que desde el Estado deberían concurrir completamente en el cuidado de la infancia, el apoyo y reparación de las víctimas, la PREVENCIÓN como una tarea urgente. Es una epidemia de abuso sexual infantil la que enfrentamos.
No es menos que una urgencia sanitaria si cincuenta niños son abusados a diario, y esos son los casos que llegan a ser denunciados. Entre 2012 y 2017, veinticuatro mil denuncias de delitos sexuales, casi dos informes Valech y permanecemos impertérritos. Más de 70% de esas denuncias corresponden a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Del total de embarazos por violación, 66% corresponde a niñas y adolescentes menores de 18, el 12% son menores de 14 años y el 7%, menores de 12. Un 90% de estas víctimas son violadas por familiares o conocidos, y en el 44% de los casos, repetidamente (A. Huneeus, Epidemiología del Embarazo por Violación, 2016).
¿Por qué esto no ha sido una prioridad para nuestro Congreso Nacional, autoridades, los propios presidentes y presidenta que hemos tenido? Contamos con un Instituto de DDHH, una subsecretaría de DDHH, y hasta el ministerio de justicia pasó a ser de “justicia y derechos humanos”. Han sido progresos valorables, pero no olvidemos que en la defensa de esos derechos, los últimos suelen ser los niños.
La intención de cambio declarada en “los niños primero” tiene una potencia conmovedora y energizante para una democracia, pero no puede arriesgar quedar como un pálido slogan. Con precisión, con visión, y con amor, eso siempre, la expatriación del abusador sexual John O’Reilly es una oportunidad también, de reforzar esa intención, y ser consistentes, cueste lo que cueste, con el compromiso de protección de la infancia en Chile. Esperamos así sea.
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* Es la fecha con la que contaba Gendarmeria, pero hoy lunes 10 se ha informado que la defensa del abusador esperaría la audiencia judicial de cumplimiento de condena para ver sus opciones legales. No es una práctica habitual y suena redundante necesitar que se convoque formalmente una audiencia más -luego de haber concluido una pena- para que te digan básicamente “sí, usted cumplió su condena”, pero no es ilegal y nuevamente la justicia excluye lo ético y sacrifica el cuidado de las víctimas y su proceso de reparación. Como decimos en Chile, esto se trata sólo de “estirar el chicle”, de “ganar tiempo” , ese tiempo que debería estar del lado de las víctimas, y no amparando a abusadores. Hoy, a uno que inclusive celebra y recibe agasajos por su cumpleaños. Qué desconsuelo nuestro país. No sé ya qué decir
“La condición más importante para el desarrollo del amor por la vida en un niño, es estar con gente que ama la vida”. Erich Fromm
Hubo que llegar a develaciones masivas, desgarradoras, en los últimos años, y este 2018, en particular, para finalmente entender lo que significa la indefensión de los niños y niñas en un mundo adulto que no ha impedido, no como deberíamos, que se cometan abusos sexuales sistemáticos, al amparo de instituciones, por figuras de autoridad respetadas incluso en sus comunidades, o por los propios padres, madres y familiares de niños y niñas víctimas.
Se habla de “nuevas medidas”, protocolos, reglamentos. La exactitud nos parece cobrar dimensiones descabelladas cuando hace muy poco, la Iglesia chilena señala en una guía -ya retirada- que no se debe tocar los glúteos de los niños ni dormir con ellos. ¿No estaba eso claro? Pues no. Y no es sólo la iglesia chilena, o del mundo, o los adultos en instituciones. Recordemos que el ASI sigue teniendo su mayor prevalencia en el ámbito intrafamiliar.
¿Qué ha pasado, qué está pasando con nosotros como humanidad que todavía los índices de abuso son los que son? Las únicas disminuciones en las cifras de ASI –algunas muy significativas, otras más lentas- se observan en países donde en paralelo a procesos legislativos (que por sí solos no cambian conductas ni actitudes), se han implementado programas de educación y prevención con involucramiento amplio del mundo adulto en el cuidado de niños y niñas.
La conclusión se repite en una y otra medición: la posibilidad de éxito está en la claridad de los estándares de cuidado como suelo para el desarrollo del consentimiento (que requiere años, como todo aprendizaje) y en la acción colectiva: desde la política pública, los cambios en instituciones, la participación de toda la comunidad (familia nuclear y extendida, escuelas, medios, barrios, centros de apoderados, magisterio, asociaciones profesionales, universidades y centros de educación superior, fundaciones, etc.). De otro modo, vamos siempre cojos. Si el ASI es un gran fracaso colectivo en el cuidado, es sólo sensato que de esa manera debamos enfrentarlo. Los adultos. Los niños no pueden por sí solos cambiar ninguna circunstancia de sus vidas. No en el marco de indefensión, disparidad y dependencia inexorable que tienen en relación a nosotros. Mundo adulto que ejerce su poder en el contexto más asimétrico imaginable.
Pocas relaciones podríamos imaginar más desiguales -en tamaño, resiliencias, capacidad de provisión y de respuesta a necesidades vitales-, que aquella entre adultos y niños. En las mejores condiciones, inclusive, con la mayor contención y abundancia de recursos morales y materiales, esa relación sigue siendo inefablemente desigual. Esa desigualdad, pensaríamos, podría bastar para impulsarnos a cautelar el estándar más alto de relación humana, de relación ética con la infancia.
Es sabido que el origen de la palabra infancia, infante, se relaciona con la ausencia de voz: “quien no habla”, no tiene voz. Los adultos en cambio contamos con voz, voto, consentimiento, podemos cambiar situaciones, o al menos vocalizar nuestra exigencia, o indignación, y en la realidad más adversa u opresiva, si no podemos hablar alto, todavía podríamos manifestar nuestro reproche y escucharlo en nuestro fuero íntimo. Frente a carencias y padecimientos ¿qué podría decir o implorar un niño o niña de unos meses de vida? ¿Cómo se hacen escuchar? ¿Cómo se defienden? ¿Cómo pueden cambiar lo que viven si así lo quisieran? No pueden.
La vulnerabilidad es una condición humana que todos compartimos, pero es mucho mayor en la niñez. Entendemos en general las necesidades, fragilidades e indefensiones que hacen indispensable nuestro cuidado durante el tiempo de crianza y formación de cada nueva generación. Sin embargo, dedicamos todavía muy poco tiempo al examen sobre las coordenadas que definen el espacio donde adultos y niños nos vinculamos. Ese espacio donde existe, siempre, la posibilidad de incurrir en vulneraciones que malamente podremos reconocer como tales -o que comprenderemos demasiado tarde- si antes no hemos dedicado tiempo a definir, de la forma más completa que nos sea posible, como individuos, familias y sociedades, los límites y estándares que necesitan estar presentes en esa relación nuestra, inevitablemente asimétrica, con la niñez. No sólo para prevenir abusos y daños, sino para acompañar de la mejor manera, el desarrollo de cada niño y niña, mientras crecen y hasta que puedan cuidar de sí y de sus vidas un día.
En la infancia temprana, es nítida la relación entre cuidar y enseñar, entre ser cuidado y aprender. Las primeras tareas imprescindibles para el desarrollo infantil transcurren en compañía de uno o más adultos cuidadores y educadores, dispuestos a compartir las vidas de los niños mientras ellos dan sus primeros pasos conociendo el mundo, y a sí mismos. Sin embargo, conforme avanzan las etapas, edades, los ciclos escolares, el vínculo entre formación y cuidado parece desdibujarse.
Por ejemplo, de las y los educadores de párvulos se espera indefectiblemente que cuiden. No así, o no del mismo modo, de docentes en séptimo, o tercero medio, y menos todavía de académicos en centros de educación superior. En espacios como la escuela, la universidad, las iglesias, aun hoy en día ante denuncias de estudiantes jóvenes por abusos sexuales, acoso, conducta impropia, etc., la responsabilidad no suele sancionarse categóricamente como adulta y tiende a percibirse como algo a lo menos compartido, así se trate de adolescentes menores de edades (porque “se expusieron”, “exageran”, “algo habrán hecho”, etc.), amparados por la ley en el imperativo de protección. Dicha protección es integral y no sólo abarca necesidades de provisión, derechos, y el resguardo de la integridad física o sexual. ¿Dónde queda la manipulación emocional, de consciencia, las presiones diversas que puede ejercer alguien adulto y mayor de edad y en posición de ventaja en relación a alguien que todavía depende de una serie de soportes, familiares, escolares, materiales, etc., mientras termina de crecer o lograr una autonomía todavía parcial, todavía en progreso?
Todavía son muchas las confusiones que nos rondan. Desde el forzar a los niños a saludar de beso –quieran o no- hasta confianzas gratuitas conferidas a adultos de nuestras familias o de colegios, pastorales, scouts, grupos deportivos, etc. Es humano y hace bien esperar lo mejor de las personas, pero cuando se trata del cuidado de los niños, las preguntas, la información sobre normas y leyes, los acuerdos de buen trato y los límites, así como los cursos de acción a seguir en distintas situaciones, son cuestiones acerca de las cuales necesitamos conversar y estar claros desde un primer momento, para luego realizar todas las precisiones y actualizaciones que vayan siendo necesarias.
¿En qué situaciones se da el acceso corporal, la interacción física adultos-niños? ¿Importa precisar cómo se expresan afectos, consuelos, amonestaciones, cómo se despliega la ayuda en el baño para los más chiquitos, o el auxilio en caso de accidentes, o el apoyo post traumático?, ¿Qué es esperable en espacios como camarines, o campamentos, paseos, u otras instancias donde duermen cerca o en el mismo espacio cuidadores y niños, docentes y estudiantes? ¿Se desvisten juntos, no, por qué, hay excepciones y cuáles son? ¿Qué normativas o recomendaciones, a lo menos, existen en colegios acerca de interacciones sociales entre docentes y estudiantes fuera del espacio escolar, o en lo referido, por ejemplo, a relaciones como “pololeos” entre profesores y alumnos? Algunas preguntas parecen obvias, otras deberían ya en este siglo resultar ajenas, extemporáneas. Pero toda pregunta, por incómoda o extraña que nos resulte, si es pertinente al cuidado y la relación ética, sin abusos de poder, entre adultos y niños, sigue siendo imprescindible.
Recuerdo que de niña, los “coqueteos” o “pololeos” profesor-alumna o profesora-alumno (esos eran menos conocidos) o bien pasaban desapercibidos, o eran observados en tono celebratorio: por otros adolescentes, como algo misterioso y hasta envidiable, y por adultos, especialmente entre hombres, como un “logro” si se trataba del hijo o nieto que había “conquistado” a una mujer mayor. Esas iniciaciones sexuales, en quienes las vivieron –y se repiten esos testimonios en la terapia-, dejaron huellas. Profesor de teatro de 30 años, con una niña de 13. Profesora de filosofía de 35 con niño de 15. Hoy cambian las asignaturas o disciplinas, pero todavía conocemos de estos casos sin que parezcan preocupar ni ocupar mayormente a nuestras sociedades. Seña de ello es que cuando asumió el Presidente Macron en Francia, eran innumerables las columnas (en medios inteligentes y no tanto) sobre la “hermosa historia de amor” con su esposa. Había comenzado siendo él un menor de edad, y ella su profesora. Otros adjetivos y nombres me rondaban, la total omisión y trasgresión de límites del consentimiento cuyo ejercicio es muy distinto –en su ejercicio, comprensión, capacidad de lidiar con consecuencias, etc.- en un adolescente de 15, versus una mujer adulta-madura de cuarenta años, y en posición de autoridad y ventaja. Asimetría de poder. Y abuso de éste.
Continuarán los abusos sexuales en instituciones religiosas como la Iglesia Católica, los sistemas de protección de los Estados, diversas disciplinas deportivas (recordemos a Larry Nassar y el abuso de niñas gimnastas olímpicas, durantes años), colegios y jardines infantiles, y la mayoría, en los propios hogares y entornos familiares, mientras no abordemos el abuso desde el reconocimiento explícito, el autoexamen, las acciones concretas que visibilicen y permitan ser conscientes y responsables en un contexto de asimetría de poder. Un poder que conlleva responsabilidades –exigibles desde lo mamífero, lo humano, lo ético, lo legal- que recaen en quien detenta dicho poder. Entre adultos y niños, en cualquier relación, esa asimetría está presente. Y en relaciones con otras figuras de autoridad, como los docentes, a cualquier edad, inclusive durante la educación superior. No porque exista una diferencia de edad mínima con los alumnos –y aun si éstos fueran mayores que sus académicos-, o mayores grados de autonomía y de consentimiento, desaparece la disparidad de poder.
Las realidades que hemos conocido han prevalecido por largo tiempo, entre muchas otras razones, debido a nuestro desconocimiento, desapego o indiferencia, excesos de confianza, o de aquiescencia, o por dificultades e inseguridades en nuestra propia historia y vínculo con los poderes. Muchos papás y mamás, todavía, en la consulta, llegan con inseguridades y miedos –muy reales, porque conocen las consecuencias- sobre preguntar lo más elemental en jardines y escuelas donde matriculan a sus hijos. Las familias o cuidadores que “preguntan demasiado” suelen ser vistos como problemáticos, complicados, sobreprotectores, obsesivos, y un largo etcétera donde entre tanto juicio, cuesta hacer lugar a la mirada del cuidado. Habría que felicitar a quienes “preguntan mucho”, no silenciarlos. Habría que agradecer su contribución a una cultura de cuidados.
En el trabajo con abusadores algo que ellos mismos señalan es que el disuasivo más fuerte es la presencia atenta de adultos cuidadores en torno a un niño, niña, o grupo de niños; que las mamás y papás que conversan y preguntan mucho son una “advertencia de peligro”, de “con ese niño/a, mejor no”. Que también son frenos las escuelas llenas de protocolos, actividades, hasta letreros de prevención por doquier, recordando a los niños que ningún maltrato ni abuso es “secreto” (tampoco el bullying entre pares) y que nos tenemos que cuidar entre todos, y esperar de los adultos cuidado (definido en conductas y términos muy precisos). En definitiva, el límite, la mayor protección, somos nosotros: el círculo de cuidado alrededor de niños y niñas.
Si todas las voces hasta aquí no han bastado –sobrevivientes, profesionales, sistemas de justicia, etc.- y son las propias personas responsables de abusar quienes comparten esta información clave ¿no sería tiempo de tomarla en cuenta de una buena vez? ¿Actuar desde el cuidado de una buena vez? La invocación más terrible la lei alguna vez en “Conversaciones con un pederasta”, donde el agresor sexual de más de mil víctimas –Alan, en el libro- arroja luces sobre las formas de actuar y abusar (suyas y de otros pederastas), admite que prefiere la desolación de la cárcel, en cadena perpetua, a la lucha con sus demonios (la que viviría en libertad), y conmina a los adultos a realmente hacerse responsables del cuidado de los niños y adolescentes porque en las fisuras de su soledad y abandono, el abuso encuentra por donde apropiarse de una vida, y quedarse en ella hasta destruirla.
Por eso, es indispensable que todos nos informemos y eduquemos en temas específicos del cuidado infantil como son la prevención, intervención y reparación en situaciones de violencia y abusos que hayan sufrido niños o jóvenes (entre los más prevalentes, maltrato físico y abuso sexual). No es suficiente el desarrollo de “protocolos” para enfrentar abusos de poder contra los niños si no somos -cada uno y como sociedad- capaces de atención, respeto, sensibilidad y ductilidad en nuestras respuestas frente a una diversidad de malestares y duelos en la vida cotidiana, dentro y/o fuera del aula, y en otros entornos donde viven sus infancias las nuevas generaciones. Ojalá con nosotros disponibles para transformar las crisis de cuidado que vivimos como sociedad, en oportunidades de agencia cultural, de promoción del cuidado como una ética y una herramienta útil y generosa, para abordar desafíos de la crianza, el desarrollo infantil, la educación, la salud. Toda esfera.
¿Y la conversaciòn sobre dignidad humana, sobre derechos, sobre el poder? Es necesario sostenerla entre nosotros y con los niños, también. Sería inolvidable aprendizaje, y una enorme plataforma para el desarrollo del autocuidado (y el consentimiento, la autonomía, la responsabilidad que irán ganando progresivamente, conforme crecen) si nosotros mismos decimos a los niños que no podemos abusar de ellos, y aunque seamos más grandes-viejos-competentes-responsables, etc., eso no nos autoriza a golpearlos, humillarlos, forzar acceso corporal, etc.
Las ausencias del mundo adulto nos enfrentan a la pregunta de cuánto podemos suplir, contener, o saciar, dentro de los límites de nuestro rol y de nuestro propio autocuidado, y de las consideraciones de bienestar e interés superior de los niños niñas y adolescentes. Existen límites impuestos por la desigualdad, la pobreza, la injusticia social, y aunque podamos exigirnos a niveles sobrehumanos –es decir, que exceden la capacidad particular de cada uno y una-, sabemos que existen situaciones donde ninguna entrega nuestra podrá mitigar o erradicar carencias de modo definitivo, en las vidas de muchos niños. Pero cada uno, en diversos mundos, podemos desplegar una “actitud amante de la vida, del vivir” (palabras de Fromm) y de aprecio y cuidado incondicional hacia los niños y jóvenes que se exprese, de partida, en la forma de relacionarnos con ellos.
En EEUU, Alemania, Holanda, España. Chile también. Difícilmente pasa una semana sin que conozcamos nuevos testimonios de víctimas, denuncias contra abusadores y encubridores (personas e instituciones), y procesos de justicia vinculados al abuso sexual infantil (ASI). Por encima de todo, crece cada día un movimiento internacional por el derecho a la justicia y reparación de miles de sobrevivientes que necesitan poder develar lo vivido, sin límites de tiempo, con respeto por su tiempo.
El ASI en cambio no sabe de tiempos. Sigue siendo una realidad feroz e inmensa hoy, ahora, en este milenio. En nuestro país se estima que a diario 50 niños y niñas son abusados sexualmente (y perdón que lo repita tanto) y que seis de cada siete no podrán develar estas vivencias hasta la adultez. ¿Por qué? Por como irrumpe este trauma en el desarrollo infantil, por las limitaciones que enfrentan víctimas indefensas y en dependencia inexorable en su relación con el mundo adulto (toda la niñez y adolescencia), por los procesos de silenciamiento, terror y parálisis, y por un largo y doloroso etcétera al que se suma la prescripción. No falta quien pregunta todavía, aunque cada vez son menos, ¿por qué no hablaron antes, para qué demoraron tanto? Algunas víctimas jamás pueden hacerlo. Nadie elige demorar y nadie debería someterse a preguntas revictimizantes (por ignorancia, o crueldad deliberada). Ningún niño, niña ni adolescente (ningún ser humano) debería ser violado.
Digo “violación” para hablar de ASI, sin aludir a partes del cuerpo específicas; o a formas de asalto que involucran penetración vaginal, anal, bucal, o todas las anteriores. Puedo obligarme a entender que desde la ley, estos marcadores –junto a la intimidación y uso de la fuerza- sean entre otros decisivos para sentenciar culpabilidades, o deliberar una sentencia o castigo. Pero en la experiencia de ASI, lo anterior no alcanza a ayudarnos. Es mayor la complejidad. La magnitud de lo vivido. Los daños heredados.
Recordaba esta tarde, mientras trabajaba en una traducción de “Mi cuerpo es un regalo”, que todo aquello lleno de vitalidad y de voces informantes de la maravilla que es vivir, aprender, sentir, todo eso que podemos desde niños experimentar en el hogar que es nuestro cuerpo, es justamente lo arrasado por el abuso sexual infantil.
No quiero decir que todas las experiencias sean iguales. Desde la psicología contamos con criterios que en algo nos orientan: edad de comienzo y término del abuso, duración de ciclos, quién fue el abusador, qué apoyos o pilares de resiliencia acompañaron esa trayectoria, qué interrumpió el ASI y cuándo (a más temprano, más favorable el pronóstico), cuánto tomó develar, hubo o no episodios de violación (según la definición de la ley), hubo intercesión desde la justicia, la terapia. Lo anterior, entre una variedad de criterios que sabemos no son definitivos porque lo más determinante, repito, lo más determinante –antes de aventurar nada, ni pronósticos, ni estrategias terapéuticas, nada- es el ser humano que debió vivirlo.
Niños y niñas abusadas y explotadas sexualmente pueden a veces tener mayores resiliencias o una mejor recuperación que una niña que atestiguó el asalto de su hermana menor sin poder entender lo que veía ni gritar para pedir ayuda, y esa culpa aniquiló el resto de su vida hasta su suicidio a los sesenta años. Decir que el impacto del trauma, o su tiempo, “es subjetivo” es una obviedad que da rabia señalar, pero las veces que sea necesario habrá que hacerlo para invocar esa mezcla de solidaridad y rebeldía colectivas que permitan no sólo cambiar leyes, sino intentar entender mejor estas experiencias, para prevenir, para cambiar, para cuidarnos, para que no violen a más niños, a nadie.
Me cuesta el verbo violar. Trasgredir, quebrar, lastimar en lo profundo, lo más íntimo. Rasgar, desgarrar. Destrozar. Romper. Expropiar etapas, interrumpir el derecho a crecer. Sabotear el desarrollo sano de agencia, voluntad, consentimiento, y de una experiencia sexual y en el vínculo con el placer –también el placer de vivir- abierta a más caminos y oportunidades que a peligros y heridas. Hiroshima, pensaba cuando niña. Y todavía. Mientras sueño para mi hija menor que pueda vivir aprendizajes, exploraciones, desencantos también, cualquier tránsito donde a la par de los brotes de su albedrío y agencia sexual sea accesible una sensación de confianza y reciprocidad. Que le pregunten si quiere, si no quiere. Que ella pueda preguntar también: a otro ser humano, a sí misma. Que su cuerpo, su ser completo, se robustezcan en esos ensayos. Plétora. En eso pienso. Eso deseo para ella. Cómodo, celeste, afirmativo, el deseo.
No suelto lo que inspira, lo que amerita desobediencia, resistencia amorosa. No me robará más de vida, una sola palabra. Quiero mirarla desafiante, serena, solemne, y desenmascararla, hasta donde me alcancen los años: la violación que ha sido, es y siempre será el abuso sexual infantil, a un ser humano en su integralidad.
El ASI no “ataca” ni rompe algo específico, no distingue criterios anatómicos o de la consciencia. No es algo que “queda en la cabeza” o sólo en la memoria como una suerte de holograma siniestro que debe completarse o ser verbalizado a duras penas, en el contexto de terapia. El ASI ocurre y puede quedarse en quien lo vivió, sin separar cuerpo y mente, consciente e inconsciente, sin eximir los cinco sentidos, los órganos, los músculos y ligamentos, las cuerdas vocales, la piel (los pelitos que la recubren), todo. Desde ahí resurge cuando algo desencadena una revivencia traumática.
Existen tratamientos, terapias unas mejores que otras. Técnicas que pueden reducir un 70% o más de flashbacks (un problema persistente). Sin embargo, la restricción en salud, tal como en la justicia, es desde el acceso. Consulté alguna vez por una terapia para desmantelar la asociación traumática cuerpo-insectos (desde el ASI, polillas, chanchitos, abejas, saltamontes, etc, son todos cucarachas y mi organismo no logra distinguir, no a tiempo). Hace tres años, eran quinientos mil pesos al mes, por al menos tres meses. Ningún sistema de salud cubre eso. Ni contempla cobertura para evaluaciones diagnósticas críticas, o terapia de reparación en niños y niñas que han sido víctimas recientes. El costo material del trauma, junto a toda la carga del daño, también es de las víctimas y de sus familias. Por eso jamás voy a considerar una insolencia ni un exceso que la imprescriptibilidad que se exige ante la justicia, sea tal. Civil, penal, todo lo que sea necesario. Es una demanda básica que se amplifica en distintas latitudes.
La semana recién pasada, en Philadelphia, CHILD USA reunió a sobrevivientes y familias de víctimas de ASI (vivas y muertas), para pedir a los legisladores que se eliminen los plazos de prescripción de ahora en adelante, y que para los casos prescritos se abran ventanas de retroactividad penal y civil, tal como recomienda el Reporte del Gran Jurado del estado de Pennsylvania (son mil niños víctimas, trescientos sacerdotes abusadores de los cuales sólo dos podrían ser llevados a la justicia “gracias” a la prescripción).
Ese día, conocí a Jessica Howard y Sarah Klein, ex gimnastas olímpicas y sobrevivientes de ASI (cometido por el médico Larry Nassar). Con dignidad, con paciencia y con incontenible emoción por momentos, relataron en detalle lo vivido no para fundamentar desde el horror, sino para apelar al imperativo ético de cuidar, y a la voluntad de sus legisladores en la urgencia de reparar y proteger. Mientras llovía en la antesala del huracán Florence –con reportes satelitales cada 5 minutos sobre su avance, mengua, puntos de impacto- la pregunta seguía siendo ¿queremos usar las evidencias y el conocimiento del que disponemos sobre ASI para cuidar mejor a las nuevas generaciones? Si la respuesta es afirmativa ¿entendemos entonces que las voces de los sobrevivientes y la concurrencia de abusadores y encubridores ante la justicia son imprescindibles para materializar esa disposición de protección social?
No son preguntas difíciles ni locas. Son muy sencillas. No requieren siquiera compasión, o gracia (como se entiende por algunos el tiempo de las víctimas, mientras no hay reparo para la prescripción), sólo sensatez, sentido común. Podemos dar respuesta, y actuar. Para bien de todos.
Vivimos en un planeta donde los seres humanos llegan al espacio. En Chile, cada vez más, sabemos de niñas, niños, y adolescentes (adultos también) destacados por sus aportes a las ciencias y tecnologías. Mismo país donde nacieron Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Maturana y Varela, y es de apurada (o perezosa) que no sigo con una lista larga y muy inspiradora.
A diario nos informan de invenciones, descubrimientos, persistencias intelectuales revolucionarias. Tiene que haber una forma de trabajar creativamente en las leyes también. Poner las inteligencias a disposición, pensar fuera de la caja. El ingenio está. Las capacidades cognitivas. Entonces todo queda en la voluntad ¿Del lado de quien vamos a estar? y no me refiero únicamente a las víctimas ASI versus el abuso, abusador o la impunidad. La primera solidaridad y adhesión es con nosotros mismos, como humanidad. Necesitamos leyes para el cuidado y bienestar de la niñez, todas las infancias, y también de respeto al tiempo de las víctimas ASI, sobre todo por amor, amor propio, a la vida, a la posibilidad de crecer, evolucionar, remediar daños, desacatar destinos horribles y en cambio entregarse, despiertos y felices (tanto como sea posible), a otros más constructivos desde que llegamos a este mundo.
Si la insistencia ha sido tanta en la justicia y las leyes, es sobre todo como puentes para la prevención y el cuidado. Y prevenir no significa invocar al peligro o al pánico social o a un deslizamiento a formas asépticas o moralinas de relación, hipócritas al final, si no consideran el respeto, la asimetría de poder adultos-niños, y la irrecusable atención en interacciones que pueden ser inequívocas en el cuidado, o confusas, o directamente abusivas. La elección es responsabilidad de cada uno, y ese albedrío podíamos ejercerlo desde la cordura de aspirar a vivir mejor, no peor ni asimilando día por medio historias de transgresión porque durante décadas y todavía, nos ha costado enfrentar el tema. Como si en la negación o la omisión, pudiera desaparecer el abuso. Sabemos que no.
En CHile, la cuenta regresiva comenzó hace mucho, diez años casi, en el empeño por la ley #derechoaltiempo. Ya está aprobada en lo general pero necesitamos precisiones que son un pedido razonable y hasta modesto, frente a la dimensión de los crímenes de los cuales hablamos. Esas precisiones dicen relación con lo que ya ha sido zanjado: la imprescriptibilidad de delitos sexuales contra niños. Si su gravedad y atrocidad han sido, entre muchos otros, argumentos para legislar el fin de la prescripción ¿qué hacemos en relación a las víctimas que se vieron privadas de justicia debido a plazos que aun hoy siguen siendo un impedimento?, ¿es acaso menos grave o menos atroz lo que vivieron, o menos violatorio de su integridad y sus derechos civiles?, ¿es que desoír sus voces disminuye el peligro o la impunidad? No. Mil veces no.
Las respuestas ya nos miran a los ojos, y miran sus relojes trizados, tantas infancias perdidas. En tanto, el abuso no se apiada, atraviesa todo, nuestra historia colectiva desde siempre, la comunidad país que somos. Pero como colectivo, también, llegamos hasta aquí. Esperemos atentos las próximas instancias en el congreso. Septiembre sigue siendo un mes que duele y agita el alma, pero no bajemos la energía en esto, por favor: el 25 es la sesión más cercana., y faltan un par más que no deberían ser largas ni difíciles (no con todos los antecedentes que ya tienen a disposición nuestros legisladores). Podríamos atrevernos a imaginarlas, y hacernos parte, con la misma emoción que seguramente sienten quienes trabajan en la NASA en el conteo justo antes de un lanzamiento al cielo, 3,2,1, pero a la inversa, 1,2,3, los primeros segundos, históricos, conmovedores, de un nuevo ciclo que podríamos, podemos, prodigarnos al fin. #derechoaltiempo #todaslasvoces
Documentos relacionados con la ley en trámite y discusión de indicaciones a partir de sept en Comisión mixta del Congreso Nacional: disponibles en www.abusosexualimprescriptible.cl
Fue un embarazo imprevisto, precoz. Para ella, como futura abuela involuntaria, difícil desde la tradición, sus expectativas para el hijo menor y favorito, la nuera que hubiese preferido (no de izquierda, no hippie, no agnóstica), las explicaciones que tendría que dar en su círculo. Todo sumamente inconveniente.
Las familias tensionadas, los futuros padres adolescentes muy asustados, un matrimonio organizado a presión y todas las predicciones nefastas en el aire. Su expresión de suegra desencantada en las fotografías de la ceremonia civil, no fue tan distinta de la cara de su nuera que sólo accedió al compromiso por el argumento del “hijo ilegítimo”. La hija, sería. La nieta.
No fue al hospital, no escribió tarjetas, no envió ajuares. Con su hijo, padre de la pequeña, apenas se hablaban. Con su nuera, nada. Persona non grata. La niña crece, la mamá piensa que las mujeres de su árbol no pueden faltar y un buen día decide llamar. Miente (quizás la mentira más blanca y justificada de toda su vida). Inventa una cita al médico en el mismo barrio en que vive su suegra.
Sé que no hemos hablado desde hace mucho pero ¿cree usted que podría cuidarla hoy una media hora, o una hora? Y la aprovecha de conocer. No tengo con quién más dejarla.
Va con su guagua a la universidad, a todos lados, la suegra sabe, le han contado. Pero no pregunta más y accede. “Sí claro, una hora puedo”. La mamá deja a su niña, y querría sentirse menos insegura de lo que hace, pero con la intuición que la mueve por ahora tiene que bastar. Se queda esperando a media cuadra, sentada en una banca de la calle. Deja pasar algo más de una hora y regresa. La suegra la recibe muy seria pero con un brillo hermoso que la traiciona. Miran a la niña, las dos, con igual ternura. “Puedes traerla de nuevo, si necesitas. Cualquier día menos los jueves que voy a la peluquería (sagradamente)”. Una semana después del reencuentro, una abuela, con voluntad y esmero de abuela, llama a la nuera y le da las gracias por haber cruzado los muros que ella no habría podido vencer.
Fue el comienzo de un vínculo férreo, de afectos muy leales, y cuidado. La misma niña, indivisible el amor, los esfuerzos de abuela y madre, sus complicidades y confabulaciones también. ¿Qué querrá para el cumpleaños, o navidad? ¿Cómo la ayudamos con las tablas de multiplicar? ¿Qué consejos o consuelos pueden ayudar en este primer amor?
La nieta tenía un año cuando sus padres se separaron. La única que escuchó a su mamá y le creyó, fue la suegra, o ex. El divorcio fue de la pareja, no de los abuelos. Los lazos siguen intactos en años de cuidado de la niña, y más adelante, en visitas, llamados, cartas de uno a otro lado del Ecuador, videos, grabaciones, dibujos. La madre le cuenta a la hija historias de principios de siglo, de cada década, acompaña a las generaciones y ayuda a explicar posturas de la abuela cuando su nieta podría reprochar algo, o no entender (otras personas, siempre interrumpiendo con sus juicios). Esa relación se cuida, sin pausa, sin distancias, cada día. No habrá lecciones de tejido ni cocina, pero sí cientos de conversaciones de poesía, de literatura, de humanidad.
Poco a poco será su propio esmero, autónomo: la nieta es ya una adolescente, una mujer joven. Los años pasan tibios y llenos de sorpresas. Mi abuela es poeta, mi abuela quería estudiar leyes -y estudia sola y sabe mucho, aunque nadie tenga idea-, no la dejaron “en esos tiempos”. Mi abuela habla de pasiones, de amor, de deseo, de misterios no resueltos, de su cuerpo que baila, que quiere reír, tocar, atreverse. No me gusta su postura política pero jamás ha justificado una atrocidad ni una guerra. Ella me anima a pensar en voz alta, con ustedes no fue así, en dictadura tenía miedo, yo la entiendo. Pero a mí me apoya en mis sueños, mis activismos, mis historias y penas de amor. “Yo la apoyo a ella también, en todo lo que pueda. Somos mujeres las dos”.
Desde un lugar más distante, atestiguo el albedrío, el lazo inviolable. Un amor que podría disipar toda niebla resentida, toda palabra aterrada u odiosa en este mundo. Menos una. Alzheimer.
Cuando el diagnóstico fue definitivo, no hubo cómo forzar la esperanza. En el tiempo que siguió no aparecería la cura mágica o capaz de revertir lo ya doblegado en la memoria. La abuela pide a la nieta no ausentarse, ayudarla a recordar todo lo que pueda. La nieta no falta. No habrá duelos más suaves que otros, ni impotencia menos bestial, pero se afirma de su dulzura y de decenas de fotografías, escritos, todo lo que pueda servirle para robar días al olvido.
La pregunta esencial de una vida, desde el cuidado, la resolvieron ambas mujeres con simpleza, sin complicaciones. Nunca hubo un cambio en la dignidad, en el respeto a los derechos, la integridad de una mujer que cuando iba olvidando quiénes eran todos, todavía podía decir “no” o “prefiero” en relación a algunas cotidianeidades que la nieta defendió como si en ello se jugara la supervivencia del planeta. Derecho a cuidar, a ser cuidada. Derecho a ser en paz, hasta la última vez de atarse los zapatos, la última de pedir los aros azules. El último aliento.
“No sabe quién soy, pero cuando me toca el huesito de la nariz igual al suyo, sabe que soy alguien familiar, al menos”, cuenta la nieta con amor, con regocijo que sí, es posible, en medio de la inclemencia del olvido. Mientras la peina, la ayuda a vestirse (así fuera con una camisa de dormir, solamente), sigue contándole mil veces y cada vez que puede la historia de quién es ella, Eliana, cómo era de niña, de joven, qué países visitó, cómo se enamoró del abuelo, cómo se convirtió ella en abuela, o “Catita”, qué travesuras hicieron sus hijos que luego replicaron sus nietos y bisnietos. La película famosa sobre el tema, de la pareja que le cuenta su vida a su señora enferma, se me hace hasta pequeña viendo a estas dos mujeres.
Cuando ya no podía controlar esfínteres, ni alimentarse, ni hablar más que con un puñado de palabras muy cortas, la nieta consiguió libros de poesía y todavía, al leer ella en voz alta, algo podía sentirse a salvo frente a un mundo evaporado, en lo más profundo de la abuela. Un libro que la hacía reaccionar especialmente –una frescura en los ojos, un amago de sonrisa, las cejas más altas- fue la antología de Cecilia Casanova (QEPD) de Adriana Valdés (qué ganas de agradecerles a ambas). Podrían haber gozado ese libro una eternidad.
Pero se va apagando el tiempo, y con él las opciones, los colores, los santos (por si acaso) a quienes suplicar. La pérdida se instala, titubea, pero no deja de expropiar conforme a un itinerario decretado por los médicos desde el inicio. Nadie imaginó, pese a todas las advertencias, cuán doloroso sería cada dos, tres meses, escuchar “ahora sí hay que prepararse para decir adiós”, “es lo mejor para ella”. Proponen muchas veces delegar su cuidado, llevarla a “un lugar especializado”. El abuelo y la nieta insisten en el propio hogar, la vida todavía en su espacio conocido. Todo se va vendiendo y destinando al cuidado de la abuela. ¿Cómo lo hacen otras familias? Al sistema no le importa. Ni el enfermo, ni su humanidad, ni sus seres queridos. Nada. (Me rondan los “méritos”, lo que cada uno merecería, meritocracia, ¿en serio?, váyanse a la mierda y perdón por el francés).
Algo se quema en todos lados: una hoja seca, arboledas completas, las casas y vecinos, toda la ciudad. El corazón de la nieta pasa por estas brasas muchas más veces, creo, de las que puede resistir en buena salud un cuerpo humano por joven que sea. My darling, hija mía, cómo aliviar este pulmón a la vista que eres; tu ahogo día por medio, la agonía de tu abuela. Qué daría por evitarte todo esto, y por otro lado, cuánto agradezco y te admiro y respeto, mi pleno respeto, porque no hagas nada para eximirte. El duelo se vive, el adiós, con todo amor, ni una pizca menos. Y qué amor, el tuyo. La mujer que eres y refulge (no sólo en la última noche, de acompañar la partida).
Siempre dijo tu abuela que fuiste la hija que no pudo tener. Seguirás siendo.
Trato de pensar en estos días, recordar otras palabras para la muerte, tu consuelo mi niña, la inmortalidad del afecto. Las metáforas todas en algún escondrijo; la música y sus silencios, sus llaves soleadas. No quieren arriesgarse, auxiliarnos. Serán de carne y hueso, quizás; o saben que hay lágrimas que luego no será fácil detener. No puedo culparlas. Pero me faltan voces, algún idioma. Ninguno de los que conozco me ayuda a expresar mis condolencias, mi luto, la mezcla de reverencia y angustia que siento cuando veo cómo dos mujeres crecidas hasta donde el horizonte no alcanza, casi cien años ella, y treinta contigo, enfrentan este tiempo indefenso, desvanecido ahora sí, casi en todo, pero jamás en su amor. Ni en el mío por ustedes. En esta vida y todas.
Para Eliana (QEPD) y para Diamela, y para todas las nietas, nietos, hijas e hijos que han vivido estas despedidas.
Un niño es forzado a desnudarse. Le ordenan quedarse quieto sobre una cama, en posición de Cristo crucificado. Está a merced de sus abusadores que lo fotografían, y luego guardan esas imágenes, las coleccionan. Las comparten con otros. Quizás qué más habrán hecho con esos retratos. Quizás qué preguntas habrán consumido a ese niño. Al hombre en que se convirtió. Qué recuerda su cuerpo del frío y terror sobre esas sábanas (y puede haber sudarios horribles, sin sangre).
Este relato es parte del reporte más completo sobre abusos sexuales en la Iglesia Católica de EEUU, liberado muy recientemente en el estado de Pennsylvania. Son 884 páginas, seis diócesis investigadas, más de mil víctimas y 301 sacerdotes abusadores denunciados de los cuales sólo 2 pueden ser llevados a la justicia. En la mayoría de los casos, la prescripción es el impedimento y esto en un estado donde los plazos permiten a las personas iniciar acciones penales hasta los 50 años de edad, y civiles hasta los 30.
Francisco I, desde Irlanda, y podría ser cualquier lugar del mundo, pide perdón en nombre de la iglesia y habla de penitencia (mas no de justicia). No será el último acto de contrición, seguramente. Pero habría que preguntarle a cada niña y niño, sólo a ellos, si pueden perdonar. Si su frío. Su terror.
Hoy, como antes otros reportes lo fueron, el de Pennsylvania es devastador. Las medidas recomendadas, muy pocas y muy rotundas: fin de toda prescripción para crímenes sexuales contra niños y adolescentes; regla retroactiva que permita acceso a justicia a todos los sobrevivientes; aumento drástico de sanciones y penas de cárcel a quienes encubran o fallen en denunciar oportunamente. Se habla de reparación, restitución, prevención; de transformaciones radicales, y muy humanas, en la ley y la justicia. Quizás después, podamos hablar de perdón. Pero sin saltarnos pasos, ni voces.
Es una marea que ya no se detiene. Faltan miles de voces todavía, pero cada una que cuenta lo vivido, ayuda a otras a bracear y llegar a puerto. A la deriva, cada día más, el silencio. Sin saber qué hacer. Flaquea. Se va hundiendo. Habría que hacer más para asegurar su total naufragio. Y más, mucho más, para que las víctimas que todavía no pueden hablar, lleguen a hacerlo. Seguirán siendo, aun en timbre adulto, voces de niños, de niñas, y necesitamos escucharlas todas.
“Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño/ El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas/ El mar empujando las olas/ Sus olas que barajan los destinos”. Vicente Huidobro
Sabemos de cientos de miles de abusos sexuales de niños amparados y encubiertos por instituciones religiosas –de todas las denominaciones-, sus autoridades y representantes. No se eximen instituciones educativas, deportivas; los sistemas de protección de los estados. Sabemos también que la inmensa mayoría de los abusos, del orden del 90%, ocurre en el entorno familiar, pero no porque en los contextos institucionales sea “un porcentaje menor” o “apenas un dígito” –argumentos que escuchamos una y otra vez como si fuera posible atenuar horrores-, cambia en algo su gravedad, sus despojos. Nuestra ausencia, todavía, en la prevención.
Una forma de prevenir a la que no podemos y sería irresponsable renunciar es la eliminación de todo límite de tiempo para la denuncia y acceso a justicia de los sobrevivientes de abuso sexual infantil (ASI). La imprescriptibilidad es hace mucho, un imperativo. Una rectificación justa (ojalá amorosa, vital), congruente con el cuidado ético, y el autocuidado. Los plazos han sido arbitrarios y lesivos para las víctimas, y negligentes, o autodestructivos directamente, para nuestras sociedades. Desde la sanidad, el desacato.
Si realmente estamos de acuerdo en que a los niños no se los abusa ni se los viola, y en que debemos detener estas transgresiones antes de que sea demasiado tarde (en violencia infantil, el ASI se asocia a la tasa de suicidalidad más alta), no podemos seguir caminando a tientas e inmersos en la impunidad, sin saber qué personas han sido responsables de abusar de niños, y quiénes han encubierto estos abusos, obstruyendo la justicia y nuestros esfuerzos de protección, siempre incompletos si no contamos con el relato de las víctimas. Todas ellas.
En la actualidad, en Chile, cada día viven abusos 50 niños y niñas. Esas son las denuncias, pero muchos casos se sobreseen, las penas son remitidas “por irreprochable conducta anterior” (daría para otra columna comentar esto), el registro de ofensores sexuales no está actualizado, y una inmensa mayoría de abusos sexuales -seis de cada siete- serán develados en la adultez (debido a tiempos del trauma) y encontrarán ahí el muro de la prescripción. Ese círculo vicioso donde la prescripción inhabilita a los sobrevivientes, pero habilita a los abusadores, nos ha inmovilizado y fragilizado por demasiado tiempo, y debe terminar.
“Creí que ya habíamos comprendido —gracias a sobrados ejemplos— que las huellas de la humillación y del trauma no tienen fecha de vencimiento. Y que no se habla cuando se quiere: se habla cuando se puede. A veces, incluso, no se puede nunca”. Leila Guerriero
Víctimas y sobrevivientes de ASI jamás renunciaron al derecho a denunciar. Nunca hubo elección de nada. Siendo niños o adolescentes –secuestrados en la dinámica perversa del abuso sexual y la dependencia inexorable del mundo adulto- sencillamente no tenían cómo comprenderse en tanto víctimas de un crimen encima perpetrado por personas que debían cuidarlos, no vejarlos.
Para poder comprender, procesar, verbalizar lo vivido se necesita tiempo. En muchos países democráticos se ha escuchado la voz de los sobrevivientes y valorado la evidencia científica –médica, neurobiológica, psicológica- que explica lo imprescindible de ese tiempo en experiencias que quizás todavía no podemos dimensionar completamente.
El tiempo sometido, devorado por el abuso: niños y niñas de 8 años que desde los 4 han sido abusados, la mitad de sus vidas. O durante infancias y adolescencias completas, hasta poder escapar de la tutela del abusador. Otras víctimas murieron o se suicidaron luego de una violación (y decir “una, uno” es decir todo). No hay métrica, no hay calendarios exactos aquí. Sobre todo, porque la historia de abuso sexual nunca comienza con la primera vulneración, ni termina con la última. Su tiempo es difícil de definir con exactitud (y dolorosamente infinito para los niños); siempre más largo que la suma de transgresiones y/o períodos durante los cuales el daño gobierna el cotidiano de las víctimas.
El silencio, la intimidación, sociedades ausentes, la prescripción. El perpetrador siempre ha contado con tiempo. Afila su energía, la voluntad de daño. Para los niños, mucho antes, el paisaje se tiñe de una carga vulneradora, confusa. El peligro establece su presencia, se abstiene, agita, espera. Todo ese tiempo ya le pertenece al abuso que ha comenzado a robarse la vida. Sin un final exacto. Sin que las víctimas, por años, puedan dictaminar con certeza que el último evento abusivo haya sido en efecto “el último”. La última violación. Pero ningún “último” aquí, sirve.
El trauma del ASI tiene otros ciclos; el dolor no tiene vencimiento, se ha repetido hasta el cansancio. Durante meses, años, incluso décadas, mujeres y hombres sobrevivientes reportan vivir con la sensación de que no pueden “cantar victoria”; ni desprenderse de un sentimiento de sombra, temor, de asalto posible (siempre más profundo en la impunidad de sus abusadores, y hasta su permanencia en redes cercanas). Para muchas víctimas, nunca llega a existir un “a salvo”, y “a merced de” siempre serán las tres palabras más tristes del mundo.
Derecho al tiempo nunca fue, nunca será demasiado pedir. Tampoco que ese derecho sea igual para todos los sobrevivientes de ASI, sin dejar a nadie fuera. No podemos prolongar tanto sufrimiento. Y seguir negando pleno acceso a justicia es negar también la posibilidad de reparación íntegra. Revictimizar. Agravar el estupor cuando al daño del abusador, se suma el daño o el abandono desde la democracia, las leyes, los sistemas y procesos de justicia que siguen actuando en desmedro de las víctimas.
El tiempo es el tiempo. Cancelar sus límites –por justicia, por humanidad- debe ser hacia adelante y hacia atrás. Ésta ha sido la demanda de sobrevivientes de ASI, legisladores, fiscales y la sociedad civil en diversos estados de los EEUU, desde antes del reporte de Pennsylvania, y ahora, con mayor ímpetu y apoyo de autoridades y ciudadanos; con mayor impulso amoroso, sobre todo (y la indignación también viene del amor, no la turba). Al movimiento civil por la reforma del SOL (plazos de prescripción), a quienes lo han liderado en cada estado, a CHILD USA, a Marci Hamilton, todas las gracias del mundo.
El reporte de Pennsylvania ha despertado a muchos en la resolución de garantizar (siempre puede haber una forma) la justicia antes denegada a los sobrevivientes –en la prosecución de las acciones penales y/o civiles que correspondan-, sin exclusión de casos ya prescritos. Es justo y es cuerdo que abusadores asuman la responsabilidad por sus crímenes. Y es justo que los sobrevivientes no sigan llevando la carga completa y el costo de todos los daños sufridos. En lo penal, lo civil, en toda forma posible, la justicia debe abrirse y acoger a todas las víctimas. Pero además las sociedades necesitamos conocer sus denuncias y la información crítica que pueden aportar a las policías, autoridades, instituciones que trabajan con niños, la ciudadanía, para saber quiénes han sido abusadores, cómplices y encubridores. No podemos prescindir de ningún apoyo en el ejercicio del cuidado y el autocuidado social.
(Dónde preferimos vivir: el abismo o un hogar, bajo desperdicios y cenizas o en la aldea de todos).
“No gracias señores de la Onemi, no queremos saber que se avecina un terremoto ni un tsunami ni la erupción de un volcán, aunque nuestra ignorancia nos cueste la vida”. Impedir la denuncia del ASI mediante la prescripción ha sido el equivalente a un “no gracias, no queremos saber de abusos ni víctimas ni de agresores sexuales de niños que viven entre nosotros, porque en realidad no tenemos mucho interés en proteger a nadie”. Suena descabellado, pero no encuentro otra manera de traducir la disonancia. La borrasca del corazón, del instinto mamífero. De la racionalidad. Racional habría sido protegernos antes. Racional es no perder más tiempo para que leyes protectoras completen su trámite y entren en vigencia.
En Chile, vivimos un momento histórico. La ley de #derechoaltiempo, apoyada por el gobierno y aprobada en lo general y por unanimidad en el Senado de la República el pasado mes de julio, se encuentra en la fase de revisión de indicaciones durante septiembre, muy cerca de completar su paso por el congreso y ser promulgada.
La imprescriptibilidad ya fue reconocida como un valor y una urgencia. Necesita ahora expresarse de forma íntegra, sin restricciones o sujeciones perversas (como hace algunos años, en el estado de Ohio, en EEUU, donde se intentó condicionar la acción civil a los resultados de la acción penal, y el rechazo social fue unánime). Las respuestas a las preguntas y puntos pendientes deberían ser sencillas si ya se ha establecido lo fundamental. Si ya hemos tomado posición como país en favor de las víctimas y sobrevivientes, y no del abuso. En favor del cuidado de las nuevas generaciones, no de su desprotección (y una vez más, por favor: plan nacional de cuidado y prevención ASI en todas las comunidades educativas. Podemos hacerlo pero concertadamente, familias más escuelas más barrios más instituciones….y así).
¿Qué nos cuida más, qué nos descuida? Que esas distinciones lúcidas guíen las voluntades de nuestros legisladores en este tramo final para poder contar con la mejor ley de #derechoaltiempo. Otros países han demostrado que es posible (recordemos las ventanas penales y civiles de retroactividad para casos de ASI, en EEUU). Las leyes pueden respirar, crecer. Pueden transformarse para no disociar más el ejercicio de derechos humanos, del cuidado ético. O del amor, el deseo profundo por una existencia vivible, buena. Cualquiera su definición, es con esa energía que llegamos hasta aquí. Con ella, capaz de dar alas a las rocas y hacer que les brillen los ojos: los pasos que nos quedan. El tiempo de la vida. Y la vida entera.
“He ahí el mar/ El mar abierto de par en par/ He ahí el mar quebrado de repente/ Para que el ojo vea el comienzo del mundo/ He ahí el mar/De una ola a la otra hay el tiempo de la vida”. Vicente Huidobro.