De las materias que poco me entusiasmaron durante mis años de estudio en la carrera de psicología, recuerdo la inteligencia y sus “mediciones”. El concepto no daba con la universalidad necesaria (¿cómo medir igual a un pequeño nacido en la tranquilidad y la ventaja, versus uno que fue prematuro o enfermizo, no se alimentó bien durante la niñez, o vivía en el hacinamiento y la pobreza?). Además de restringido, resultaban intimidantes sus mediciones para cualquier niño (o adulto) que debiera enfrentarlas. Simplemente el uso de cronómetro activaba las mayores resistencias y jamás apliqué una prueba de aquellas, dejando saber el tiempo límite. Lo marcaba, por cierto (según protocolo) pero en silencio, para mí. Al niño o niña enfrente lo dejaba terminar cada subtest en el tiempo que requiriera, porque era importante saber que podía lograr la tarea. Y más importante aún, que era capaz de perseverar, aunque no llegara a lograrla. En estos casos, la hacíamos de nuevo revelando el “misterio”.
En una familia nuclear con un padre brillante (en su modo de pensar, no así de vivir), y luego en una facultad particularmente “pensante” y reflexiva como la mía (Ciencias Sociales), siempre tuve la sensación de estar un poco fuera de lugar, o de más; sin derecho a estar ahí, no con tan poquita luz. De niña amaba leer y aprender, es cierto; pero más amaba el ballet. De adolescente, otras consciencias me ganaron el tiempo, pero recuerdo haber pasado horas interminables perdida en caminatas sin rumbo, mirando lo escasamente altos, pero empeñosos, que eran los árboles de Santiago. En la universidad, amaba aprender mi futuro oficio, pero tal cual no era buena para recordar nombres de compañeros, peor era con autores cuyas citas, en cualquier conversación, emergían como indicadores de dominio intelectual. Tampoco fui de retóricas destacadas ni “eurekas” significativos. Pero por encima de todo, no traía conmigo un sentido de valía y aprecio por mis talentos –escasos o abundantes, cualquiera fuera el caso- macerado desde siempre, confiable. En la infancia temprana, tiempo de levantar el aprecio por sí mismos, yo estuve más bien dedicada a afanes que solo muchas décadas después, me parecerían valiosos y generosos a su manera. Porque me enseñaron sobre recursos “inteligentes” o ingeniosos para la supervivencia y luego, para el goce de vivir. Pero eso pude verlo recién, como decía, muchas décadas después.
He conocido a otras personas como yo, que aun habiendo cumplido con metas académicas -la formación universitaria, una parte de ella, u otros entrenamientos-, no se han sentido jamás demasiado inteligentes o relevantes. Muchas de ellas armaron familias, se dedicaron a cuidar hijos e hijas, y a trabajar a ras de nido, cercanas a sus hogares, sus rutinas y entrañables nimiedades. Serena y modestamente, se desempeñaban en oficios que no eran los soñados originalmente y tampoco, ni remotamente, glamorosos (una amiga publicista derivó en la venta de seguros; otra amiga filósofa, en agente bancaria; una pintora, en administradora de un colegio, y así, tantos ejemplos). No obstante, estas personas se veían contentas. Un contento que otros juzgaban como reflejo de un déficit intelectual o aspiracional, amenazantemente inclinado hacia la “mediocridad” o la “felicidad de los tontos” como he oído decir, liviana y arrogantemente. Quizás algunos pueden hablar así pues desconocen que sentirse estimable en cualquier paisaje, no es un esfuerzo menor y requiere extrema lucidez y constancia.
Es una gran capacidad la que permite situarse en el momento presente y la que aprecia –sin culpa, sin autoengaño, solo con delicada precisión- nuestra intersección con el anonimato, la no-historia o la no-épica, el vacío de laureles y reconocimientos, la noción de las mejores horas y humedades para tender ropa o para regar el pasto, el malabarismo entre tender la cama, hervir la sopa y escribir una pequeña nota de amor para la pareja o algún hijo o hija. En esta trama de amaneceres y crepúsculos rotativos (aunque jamás uniformes), de afectos y consuelos sin asueto, de quehaceres desconocidos y muchas veces invisibles para el mundo, hay logros igualmente. Tener los ojos grandes y sensibles para verlos, es señal de luz, o inteligencia. Que nadie lo olvide.
A lo largo de los años he visto vidas transformadas de forma ingeniosa y cálida: un joven que no tenía como seguir estudiando ingeniería, su sueño primordial, se dedicó a importar aceite de maravilla a un país de oriente y, de esta forma, pudo ayudar a su familia y a sí mismo, cumpliendo más tarde su proyecto académico. Una muchacha embarazada y sola, que pintaba para científica destacada, se dedicó a fabricar carteras de papel reciclado desde su casa, con éxito, y sin alejarse de su cría (que heredó la creatividad de su mamá). Una señora adulta mayor, cesante y sin mayores ahorros, decidió volver a la universidad –en un programa gratuito para la “tercera edad”- y comenzó a sumar trabajos part-time como asistente legal. Un físico, disidente, de un país árabe, terminó siendo jardinero y padre de 6 hijos para quienes proveía con la mayor alegría y cariño. Un campesino migró a la ciudad porque sus padres no lo trataban bien, y de vender café en estaciones de trenes terminó levantando una flota de taxis. El camino me ha presentado, a lo largo de mis años, a distintos “personajes” dignos de novela; heroicos de modos no convencionales. Muchos de ellos eran y seguirán siendo casi imperceptibles. Yo, disfruto imaginándolos como un ejército de duendes y hadas invisibles capaces de sostener en sus espaldas el peso del planeta completo y la incesante constancia de su transcurso y sus millones de habitantes, 24 horas al infinito.
Lejos, el encuentro más significativo de esta era de crecimientos -en mi país del Norte- ocurrió frente a la Estatua de la Libertad. Luego de mirarla desde todos los ángulos posibles en lo que fue una primera visita, me siento en una banca a fumar y disfrutar de la vista de Manhattan (en tiempos en que las Torres Gemelas se alzaban como faros para navegantes de otro planeta). Pronto me doy cuenta de que mi cigarro se ha extinguido. Me levanto, camino y deposito su colilla en un basurero pero es justo ahí que escucho una voz muy severa, gritándome a todo pulmón: ¿Qué crees que estás haciendo? Sorprendida, doy la vuelta y me encuentro, frente a frente, con un señor afroamericano, robusto y muy alto, aunque con la espalda algo vencida. Viste un uniforme de aseador y tiene escobillón y pala en una de sus manos. “Botaba un cigarro, pero bien apagado, lo juro”, le digo, pensando en que quizás la amonestación apunta a la prevención de incendios. Nooo, me dice él, si no es ése el problema. “El problema es que si solo ocupa el tarro de basura, mi trabajo deja de tener sentido y, en el fondo, usted contribuye a que yo quede cesante”.
Me dejó en silencio, evocando al Principito limpiar sus volcanes extintos, cubrir su rosa, la devoción sin pretensiones del que cuida, hace su trabajo bien, responde (raíz de la palabra responsabilidad). Antes de continuar la conversación, fui al basurero y saqué mi colilla, apenas en la superficie, y me la llevé de vuelta conmigo a la banca y ahí, con algo de culpa, la puse en el suelo. Él sonrió, empujó la colilla con su escoba y de pie los dos, nos quedamos conversando un buen rato.
Era un hombre notable, que había estudiado hasta la secundaria, ido a la guerra de Vietnam, cuidado hijos y ahora solo a su esposa, frágil de salud. Le brillaban los ojos todo el tiempo, de entusiasmo con el relato de su vida, y con lo poco y nada que alcancé a contarle de la mía; de mi país diminuto y lejano. Compartíamos visiones semejantes sobre el valor del esfuerzo, el trabajo, la construcción atenta de sí mismo, la ética personal, familiar y de convivencia con los otros. Hablamos mucho de amor, también, no tanto de los grandes amores, sino de aquellos que aparecen como cabecitas de alfileres en el gran mapa del corazón; los que surgen en lo que olemos, vemos al pasar, oímos en la conversación de otras personas…. espontaneidad del tiempo cualquiera, de un día cualquiera. Nada hay que esperar, nada que sea en vano. Bañarse cantando, armar bolsitas de colación para los hijos, barrer las cercanías de la estatua de la Libertad, soñar con algún día escribir un poemario (que puede caber en 3 servilletas), no para publicar, sino para leerlo al hombre o la mujer amada. Esos gestos, esas impresiones, por sutiles o efímeras que parezcan, quedan como huellas amorosas. Corriendo, cuesta darnos cuenta de que van registrándose en nosotros, pero ahí están: son nuestro patrimonio, si queremos atesorarlo.
Un viejo proverbio chino dice que una conversación con alguien sensato y bien dispuesto, puede valer más que diez años de educación. Puedo dar fe. Luego de ese encuentro en Liberty Island con el señor que barría, muchas cosas cambiaron. Una nueva dignidad tal vez, me fue contagiada. La madurez ayuda, también. A sentirse más confortable admitiendo “ignorancias” y no-logros (o logros pendientes); expresando una elección vocacional o de trabajo (cualquiera que traiga pan a la mesa), sin pedir disculpas ni justificarse; valorizando la inclinación hacia lecturas sobre materias sencillas o “emocionales”, por sobre las complejas y más racionales; o respetando la visceral preferencia de pasar más horas haciendo sobremesa con la familia y jugando con los hijos, antes que dedicar tardes y sábados a completar un magister o doctorado (que muchas veces no nos nace del alma como necesidad, sino porque lo juzgamos “imprescindible” según criterios ajenos).
En aquella misma época, la ejecutiva de una corporación multinacional me dijo que consideraba que para ser tan competente, yo era curiosamente “muy poco ambiciosa”. Qué bueno que antes de ella, estuvo el gentil hombre de Liberty Island. A la ejecutiva le respondí que quizás tenía razón, en lo profesional (en cuanto a títulos y grados, no a la excelencia y compromiso con mi oficio). Pero no así en la vida. Para mi vida, por supuesto tenía las mayores ambiciones, o buenos deseos, más bien: en cuanto a mi salud y de los míos, a la posibilidad de experimentar muchas oportunidades de amor –tan versátil, tan poco mezquino-, de disfrute del hogar (desde la carencia atávica, lejos la mayor construcción de mi existencia), y del trabajo conjunto por sueños individuales y familiares a los que estábamos apostándonos.
De todos modos, el juicio de esta colega norteamericana dejó un eco. Me di cuenta que así era muchas veces de tener que explicar mis elecciones de vida, centradas en la maternidad. Convencida en algún momento de que a pesar de no tener un “cerebro mayor”, administraba bastante bien y hacendosamente los recursos que la vida me había prodigado, igual no podía evitar preguntarme si tal vez no cometí un error al no haber invertido más tiempo en el acopio de grados, o de dinero y bienes; o si quizás no padecía de una cierta inercia que me llevaba al vuelo bajito, o a esa temida mediocridad que, por cierto, no es igualmente concebida por todos. Para mí, más y más pasa por rendirse ante el miedo.
Miedo de salir de la ruta preestablecida, de no sentirse en condiciones óptimas para ser comparado o “competir” con otros; miedo de no lograr ser “exitosos” según se espera (y así deben aprenderlo los niños de hoy, en hogares y colegios, supuestamente “por su bien”, sin considerar el riesgo de limitar su envergadura de almas). Miedo, tal vez, de perder el respeto o aprecio de personas queridas. Miedo de no tener nada que contar (¿o de lo cual vanagloriarse?). Miedo, quizás, de caer presa de la envidia por lo que el prójimo sí ha logrado. Miedo, de llegar al fin de la vida y mirar hacia atrás, sin encontrar algo inmenso o importante como realización o patrimonio. Miedos prestados, en suma. Porque siendo honesta conmigo, el mayor miedo, el que verdaderamente me pertenece y me interpela, es el de no vivir según mis términos, y de no lograr sentirme la mayoría de los días, plena y agradecida (sin eso, rasamos en la muerte, o yo al menos siento que le dejo más espacio y oportunidad) cuando la mayor parte del tiempo, abundan razones para agradecer (sentidos, huesos y carne, obras, cuerpos amados, infinidad de escenas bellas en cualquier recorrido hacia la verdulería). No puedo asegurar que exista una gran inteligencia en estas definiciones, pero discernir lo que nos hace bien (y hacemos bien), lo que nos gusta y preferimos, los amores que nos mueven, no puede estar tan mal ni tan lejos de dar perfectamente en el blanco, nuestro blanco: Ese puntito minúsculo ubicado justo en el centro del cielo que llevamos dentro.
Fotografía del título: Out of place 2 – at the beauty pageant