Antes de las palabras (El Cuidado Ético)
El mundo sin palabras, cómo sería. Si no pudiésemos hablar, nosotros, de qué forma dejaríamos saber a un otro, otra, que nos duele el corazón, que corremos peligro, que sufrimos.
En The Piano, la protagonista, muda, llevaba una pequeña libreta colgando del cuello para escribir y comunicarse con quienes no conocían el lenguaje de señas. Cómo sería…si sólo contáramos con nuestros ojos y gestos para pedir auxilio, por ejemplo, en una situación de detención arbitraria o de secuestro. Ni imaginar lo que puede ser para alguien encontrarse en estado de coma, o atrapado en su cuerpo, consciente, pero incapaz de articular sonidos.
Son situaciones extremas pero pueden servir para intentar acercarse a la experiencia de los niños pequeños que aún no desarrollan el habla, y necesitan “contarnos” algo de lo que viven. A veces algo excitante, y hemos visto a menores de un año casi perder la respiración en una risa o grito feliz. O bien algo grave, como una situación de maltrato físico o abuso sexual. ¿Cómo, sin palabras, pueden dejarnos saber que necesitan nuestra protección?
Volver a nuestras raíz, en el cuerpo. Lo que compartimos con otras especies.
De tiempo en tiempo, nos maravillamos con noticias sobre mamíferos adoptando cachorros de una especie distinta a la suya: quizás recuerdan de una mamá gata y sus hijas ardillas (aprendieron a ronronear, ver) o la mamá tigre con sus chanchitos (ver). Rara vez sabemos (no recuerdo una sola) de situaciones de maltrato deliberado y perdurable con cachorros, o de emboscadas y asaltos sexuales de mamíferos adultos no-humanos a sus crías pequeñas.
En el reino animal (todos, menos nosotros), la ausencia de violencias sistemáticas y deliberadas contra los cachorros, y la relación entre los cuerpos mamíferos adultos y el de las crías, permite una ventana valiosa a una parte de nuestra propia naturaleza donde también “sabemos” del cuidado, en el cuerpo, tanto o más que a nivel cognitivo. Combinadas ambas sabidurías, podríamos imaginarnos inmensos, abundantes en recursos para proteger sin riesgo de traicionar ese imperativo del cual depende la vida de los pequeños, y de todos.
Observar los cuerpos de nuestros hijos al nacer, los meses y años que siguen. El cuerpo humano es frágil. Los cuerpos de los niños más, mucho más (pese a sus maravillosas resiliencias). Y todo niño, niña, es vulnerable, especialmente ante los adultos: una característica ineludible del ser niñ@, del habitar un cuerpo de niñ@. Repetirlo mil veces. Cerrar los ojos y volver a ese tiempo.
Saber que aun en la mejor y más idílica de las infancias debe haber habido un momento de fragilidad absoluta, de sentir que las palabras faltaban, o de sentirse a merced de fuerzas mayores, cuerpos mayores, presencias que podían elegir cuidar y nutrir, o descuidar, dañar.
Poder tocar, si tuviera, la piel del amor, o de la memoria. También del horror, ¿sería áspera, húmeda, lacerada, llena de cueritos sangrados? La memoria del tacto bien podría ser más perdurable; mucho más que las decenas y cientos de imágenes que ya hemos visto, seguimos viendo, sin que nos expulsen del letargo. La memoria del oído, el ejercicio de ese sentido en todo su esplendor y superficie, también nos hace falta.
Mucho antes de las palabras y las lenguas, los seres humanos cuidaron. No existía el nombre “vida”, “derechos”, “protección”, pero ya los recién nacidos eran atendidos, amamantados, cuidados por otros, y no sólo sus madres.
También, antes de las palabras, en la vida de cada ser humano que llega al mundo, habrá llanto, gorjeos, risas, fiebre. Otro universo de sonidos y señales desde el nacimiento y hasta las primeras sílabas de cada niño y niña. Luego vendrá el habla, y todavía más tiempo antes de poder articular una emoción, un duelo, en términos propios, con nombres, frases.
Los padres y madres necesitamos todos los oídos posibles para oír las distintas voces de nuestros niños. Tenemos más que dos: están en todo nuestro cuerpo, dentro y fuera, en la piel, el hueso más diminuto, nuestras células.
Contamos con los oídos del cuerpo, el idioma de las sensaciones, la intuición, nuestro ser mamíferos, el registro de una suerte de “música” que acompaña la vida de cada momento, cada día de los niños.
Los cuerpos de los adultos son determinantes en el tipo de vibración que emiten, según las emociones que los habitan más constantemente: los niños sintonizan, se acomodan a esa melodía, o se desajustan conforme ella falta, desafina, o duele.
La capacidad de sentir y leernos de los más pequeños se hace más clara ya cuando hablan. Quién no ha escuchado a niños decir “la mamá sonríe pero está triste”, o “¿por qué te ríes papá si me estás retando?” (y claro, más de una vez es divertida la situación en que debemos ejercer la autoridad y el cuidado).
Sin acceso al habla todavía, nuestros hijos pequeños nos miran, y si nos alejamos, nos buscan con sus ojos, se orientan en dirección a nosotros -con todo su cuerpo en el afán- buscando respuestas, gestos, para anticipar, saber qué hacer, disponerse a una acción: nuestras expresiones y movimientos aportan a nuestros hijos una seguridad que ellos requieren para desplegarse, o para esperar, replegarse también.
No sé de auras, pero sí sé de cuerpos que se vuelven faros en el cuidado de nuestr@s hij@s, campos lumínicos que los pequeños perciben. Nosotros también, en ellos.
Niños sin palabras, y un universo de estímulos: observamos sus cambios, su energía inquieta (a veces, semidormidos, sentimos cómo cambian de posición en sus cunas o camas), su decaimiento. Hay señas sutiles, otras, nítidas. Carentes de lenguaje o símbolos para expresarse, los niños usarán cada sistema de su organismo, cada recurso de sus cuerpos, en el esmero de “decir”, de hacernos saber.
En los niños pequeños, el cuerpo, lo sensorial, la intuición, tiene un valor central para la supervivencia, para ir descubriendo, reconociendo y diferenciando espacios y personas que cuidan y aseguran la vida, y otras que no, o mucho menos. Para poder expresar su bienestar, malestar, temor ante peligros.
Ante lo que “no está bien”, o los hace sufrir, los más pequeños pueden expresarse a traves de gestos, formas de moverse, y por favor pongamos cautela en palabras como “maña” porque una vez dichas, abren paso a omisiones que no son triviales, y donde puede comprometerse la integridad física o psicológica de los niños.
Detengámonos a observar: si algo se altera, es distinto en nuestros hijos y no sólo frente a otros adultos (durante o después de la interacción con esas determinadas personas) sino también frente a un lugar, una cierta hora del día, la relación con un amiguito de la plaza. No arriesguemos omisiones, no forcemos así sea desde la buena intención de “estimular” o “ayudar”. No prolonguemos situaciones. Quizás daños que podrían ser evitables, terminarán siendo mayores.
Hagamos caso, al menos pongamos pausa y escuchemos, si sentimos una “corazonada”, una inquietud vaga, un presentimiento que aguijonea (y duele). Insistamos, quedémonos ahí, en el desasosiego aunque sea difícil precisar qué es exactamente lo que sentimos frente a aquello que no podemos dilucidar o traducir de nuestros hijos. Ensayemos alternativas, no dejemos de responder.
Mientras escribo, recuerdo mi hija menor, con dos meses de edad, que lloraba y lloraba. Luego del examen más minucioso (mientras seguía llorando y mi angustia llegaba al techo), encontré un hilito del pilucho que incluía guantes (para no rasguñarse), entre dos de sus dedos. No había un nudo, era una línea de tela mínima, suave, blanda, menos de 5 milímetros. ¿Puede ser esto? Lo removí y dejó de llorar. Le molestaba entre los dedos y no podía, ella sola, sacarlo de ahí. Me costó creerlo y llevó a nuevas alturas mi gratitud por el llanto, qué bueno que exista, qué sabia la naturaleza con este sistema de llamado (en tanto llegan las palabras).
Terminando el año, desde la lealtad y también la angustia del cuidado, un papá –ha habido otros antes, ojalá no deba haberlos más- no podía precisar qué pasaba con su niño, pero “sabía” que algo le pasaba: no podía expresarlo con palabras, pero sí de otras formas.
El padre decidió conectar una cámara de video para conocer, en realidad, cómo interactuaba con su hijo, la ex-cuidadoraAbigail Godoy. La intuición era sombría y no se equivocó, lamentablemente.
La magnitud del abuso físico y psicológico que ha sido conocido no alcanza para decir más; la historia ha sido compartida y sabemos que la perpetradora del abuso fue arrestada y luego dejada en libertad con medidas cautelares entre las que se incluye asistir a una terapia para “mejorar el control de impulsos” (¿?!). Mi hija mayor intentaba explicarme el fundamento jurídico de estas resoluciones, sabiendo que sus palabras caían en un pozo sin fondo. Cuando las medidas no resuelven nada, cuando son inútiles, me vuelvo sorda.
Pensaba en el niño de dos años y cinco meses, en sus padres, y luego en otros padres, madres que conocieron las imágenes en noticieros o las redes sociales. Y en niños y niñas de mayor edad que pueden haber quedado en silencio, porque no sabían de golpes, o porque llevan ya su registro, al igual que muchos adultos… infancias con el pulso agitado: el antes de; el después.
La memoria corporal, sobresalto interminable. Ese ovillarse en piloto automático cuando alguien levanta la voz, o agita una mano, o cuando la puerta se cierra de súbito. Antes de que el cerebro haya reconocido la voz enfática, la gestualidad histriónica, o la brisa, ya se han activado otros procesos. Como si fuera ayer, el miedo. Pero es hoy. Este año, además. Hasta cuándo.
Termina 2014 y continuamos sin Ley de Protección Integral de la Infancia. La ley de violencia intrafamiliar no es suficiente para casos como el que atestiguamos el último día del año –pues Abigail Godoy no tiene vínculo sanguíneo con el niño de quien abusó- y el código penal no contempla las necesarias distinciones para agresiones físicas a los más pequeños (por favor leer este artículo muy claro en explicar estos puntos, de Marcela Labraña, Directora de Sename). Ante hechos como los conocidos, más negligente parece nuestra demora, e incomprensible nuestra paciencia, nuestra tolerancia como ciudadanos, especialmente quienes somos madres o padres.
Como muchos, no entiendo cómo frente a un delito flagrante, la respuesta sea tan desproporcionadamente menor, o cómo es tan escasa la precaución para otros niños que quizás luego de meses -cuando todo se olvida como suele olvidarse en nuestro país- pudieran terminar a cargo de “cuidadoras/es” ya denunciados y procesados por malos tratos. Quizás debería existir un medio de inhabilitación y consulta comparable al de los ofensores sexuales, para el maltrato infantil físico y psicológico. No lo sé.
Los legisladores deben, ojalá respondan con la debida premura. Pero también nosotros, desde nuestra responsabilidad, podemos engranar en otros afanes como ciudadanos (escribir a diputados y senadores de nuestros distritos) y también como padres, madres, educadores, adultos que se vinculan con pequeños que no cuentan con suficientes palabras todavía. ¿Cuál es la mejor forma para recibir, traducir su voz? ¿Cómo los escuchamos? ¿De qué nos afirmamos?
A veces, ni siquiera habrá señas de nada. Mi hija mayor me contó recién a los 10, 11 años, sobre una nana en casa de su abuela materna quien le había dado un tremendo pellizco, una sola vez. La señora era de temperamento amable, bastante mayor y reposada, con sentido del humor. Estamos convencidas de que en aquella ocasión tuvo un mal día, pero el pellizco fue tan fuerte, impactante, tan fuera de lo conocido o esperable para mi hija -de 5 años entonces-, que no pudo verbalizarlo sino años después. No sé cuál habría sido mi respuesta de saberlo entonces, pero sé que la confianza se habría lesionado, y es probable que la relación hubiese llegado a término, más temprano que tarde.
No es sencillo tomar ciertas decisiones como padres y madres. Primero, está el cuidado de nuestros hijos, y luego las personas con quienes podemos compartir esa responsabilidad. En el examen de ese equilibrio, quizás casos de maltrato como el que conocimos (y muchos otros) puedan alentarnos en escuchar nuestra voz interna, cómo ella nos habla sobre lo que “sabemos” cada vez que nuestros cuerpos indican un malestar, por tenue que éste sea: un malestar o preocupación que merece oídos porque trae sabiduría y utilidad. Nos sirve para tomar decisiones, por ejemplo, terminar con una relación -o prepararse para ello, sabiendo que es el único camino compatible con autocuidarse, o cuidar de otro.
Cuánto tiempo antes de una renuncia (e inclusive de un despido), ya sabíamos que no era ése, nuestro lugar para trabajar. Cuántas parejas han “sentido, sabido” mucho antes de una despedida, que había un@ de ell@s que había partido ya, o se había enamorado de alguien más, o sido desleal. Cuántos seres humanos sentimos hoy, y hace rato, esa sensación indefinible de angustia/urgencia/ganas de gozar el tiempo/buscar refugio/prepararse para lo que venga/querer ver y no ver, todo lo que viene con una era donde el clima refleja los daños de la tierra, guerras suman y suman en territorios lejanos… prefiero no seguir.
Como en otras esferas de nuestras vidas, existen perturbaciones que nos dejan saber que algo ha cambiado en una relación y se ha desplazado –así sea milímetros- de un lugar inequívocamente seguro. Si ese lugar se desdibuja en relación a una persona, o una institución (por ejemplo, un jardín o una escuela), necesitamos detenernos y examinar. Si nuestra sensación de inquietud viene además con una parte de temor, de sospecha sobre algún daño posible para nuestros niños –golpes y otras violencias: niños a quienes los han encerrado en armarios, o les gritan continuamente, o son mirados con desdén o rabia por sus cuidadores- quizásno necesitamos esperar a constatar eventos, sino darnos permiso de inmediato y acreditar nuestra fisura, nuestro ruido interno, nuestra incomodidad, la sensación de que algo no está bien. Actuar sobre ella.
Me atrevería a decir que una mayoría de nosotros peferirá quedarse con la duda de haber cometido un error (por ejemplo, al terminar la relación con una cuidadora, o una salacuna, desde una “intuición” o sensación de malestar), que con la certidumbre de no haber actuado, protegido o respondido a tiempo a nuestros hijos.
Conocí a una doctora cuya hija durante años se negaba a ir de visita donde unos tíos. De pequeña y adolescente su resistencia fue la misma, aunque ella misma admitía no tener fundamento: “no sé por qué, me tratan muy bien, lo paso excelente… pero no quiero ir ahí, prefiero que mis primos vengan a nuestra casa”. Cuando ella tenía 15, su prima de 17 develó el incesto y abuso sexual que había vivido durante años (el padre era responsable).
Aunque su hija no vivió jamás ni siquiera un tacto inapropiado de parte de ese tío, su madre (la doctora), no podía dejar de reprocharse por haber insistido siempre en las visitas (incluso en cumpleaños-pijama party), ante la ausencia de “razones válidas, de peso” para no ir. Pero esa mamá, asimismo, desde pequeña le dijo a su hija que hiciera caso al cuerpo, a sus intuiciones, a su “guata”. Su hija le creyó, hizo suyo ese aprendizaje, e insistió en expresar su disonancia, todo el tiempo que la sintió.
Existen decenas de historias sobre intuiciones que evitaron un viaje no accidentado, sino solamente ingrato, poco feliz, o bien situaciones realmente trágicas (como no subir a un bus que luego tuvo un accidente). Asimismo, todos tenemos historias donde el corazón nos llevó a conocer a las mejores amigas y amigos, al amor de la vida. Y eso que en muchas de nuestras generaciones, nadie nos habló del cuerpo, ni de intuiciones, y tampoco de buenos o malos tratos, esa distinción que no es tan obvia como podríamos creer y que jamás es prescindible. Muchos hemos debido aprender de adultos (y con no poco dolor) a distinguir entre cariños buenos y dañinos; a mirar el cielo del lenguaje, o sus infiernos, más allá de lo que expresan los nombres y verbos con que nos hablan.
En tanto los niños no cuenten con palabras, sólo podremos guiarnos por ese otro idioma del cuerpo, esa “música” compartida que, al igual que el llanto de los recién nacidos que cada mamá puede identificar (y es fascinante esa exactitud), conocemos y reconocemos en lo profundo, en etapas sucesivas y las más diversas circunstancias, cuando se trata de nuestros hijos. Confiemos en nuestra escucha. Enseñemos, también, a nuestros hijos que esa escucha es importante, que nos vean en su ejercicio. Así también un día no dejarán de atender a la voz de su cuerpo, su alma, las voces de sus prójimos.
Una última reflexión va en el sentido del trabajo: que no haga falta una bronquitis, neumonía o accidente escolar -o tragedias como un cáncer- para que autoricen nuestra ausencia por razones de cuidado de nuestros hijos (el tema de la conciliación es determinante pensando en situaciones donde necesitamos estar presentes quizás, más de una vez, durante el día, en horarios poco convencionales).
No sólo necesitamos ahondar en legislaciones humanas, compatibles con la protección de los niños y firmes en la prevención de abusos o su sanción. También necesitamos legislaciones responsables para quienes cuidan y de quienes dependen los niños: sus familias.
Que no sea un slogan fofo “el interés superior del niño”, mientras el Estado demora y se distrae (y hasta victimiza), o las empresas miran con recelo a madres o padres. Pre y post natal no deben ser un motivo de aprensión para las familias, y algún día será inncesario y absurdo detenerse a dar doscientas explicaciones y disculpas por tener un hijo que nos necesita cuidándolo, y no angustiados en un edificio antiguo o moderno, contando los segundos para poder ir a su lado.
Necesitamos ser una red, un telar mucho más grande. Poner de lado esa ilusión de autonomía, independencia o autosuficiencia que pareciera invocarse como vacuna contra la “debilidad” o vulnerabilidad humana. No somos omnipotentes ni invulnerables.
Nuestra dignidad no es menor ni menos robusta, porque debamos inter-depender los unos de los otros. La vida existe y continúa sólo gracias a esa mutualidad; y nosotros existimos en relaciones, amamos desde vínculos, no desde la cima de una montaña perdida en un planeta far, far away (quizás sólo maestros espirituales y arrieros son capaces de otra existencia, pero también nacieron y fueron cuidados alguna vez, o lo serán antes de morir).
Es muy poco lo que puede sostener en soledad: el cuidado nunca.
Nadie puede estar con un niño las 24 horas del día, todos los días de un año, y dependemos de otros. El hogar concentra horas, el jardín, la escuela, pero si debemos trabajar padres y madres y estar muchas horas lejos, entonces ojalá el cerco del cuidado pudiese ser más que cada uno y su pareja o los abuelos (si se tiene esa fortuna) o la cuidadora/cuidador o empleada de casa particular (que es otro oficio, no equivalente a baby sitter o cuidador).
Siempre puede haber alguien más, huestes paralelas de una o más personas a quienes podemos pedir ayuda (y prodigarla también), para que llamen, o pasen por nuestro hogar brevemente dejando sentir una presencia más vasta. Dejando saber que somos más de dos o diez, quienes ponemos atención por más niños que sólo el nuestro; y quienes creemos que juntos, en verdad, tenemos una mucha mejor oportunidad de protegerlos a todos.
(Lecturas recomendadas: Antonio Damasio “The feeling of what happens”, Bessel Van der Kolk “The body keeps the score”, Boris Cyrulnik “De cuerpo y alma, neuronas y afectos en la conquista del bienestar”, Max Colodro “Silencio en la palabra: aproximaciones a lo innombrable”, Peter Levine “Trauma through the Child’s eyes”, entre otras)