Doble homenaje
Fue un embarazo imprevisto, precoz. Para ella, como futura abuela involuntaria, difícil desde la tradición, sus expectativas para el hijo menor y favorito, la nuera que hubiese preferido (no de izquierda, no hippie, no agnóstica), las explicaciones que tendría que dar en su círculo. Todo sumamente inconveniente.
Las familias tensionadas, los futuros padres adolescentes muy asustados, un matrimonio organizado a presión y todas las predicciones nefastas en el aire. Su expresión de suegra desencantada en las fotografías de la ceremonia civil, no fue tan distinta de la cara de su nuera que sólo accedió al compromiso por el argumento del “hijo ilegítimo”. La hija, sería. La nieta.
No fue al hospital, no escribió tarjetas, no envió ajuares. Con su hijo, padre de la pequeña, apenas se hablaban. Con su nuera, nada. Persona non grata. La niña crece, la mamá piensa que las mujeres de su árbol no pueden faltar y un buen día decide llamar. Miente (quizás la mentira más blanca y justificada de toda su vida). Inventa una cita al médico en el mismo barrio en que vive su suegra.
Sé que no hemos hablado desde hace mucho pero ¿cree usted que podría cuidarla hoy una media hora, o una hora? Y la aprovecha de conocer. No tengo con quién más dejarla.
Va con su guagua a la universidad, a todos lados, la suegra sabe, le han contado. Pero no pregunta más y accede. “Sí claro, una hora puedo”. La mamá deja a su niña, y querría sentirse menos insegura de lo que hace, pero con la intuición que la mueve por ahora tiene que bastar. Se queda esperando a media cuadra, sentada en una banca de la calle. Deja pasar algo más de una hora y regresa. La suegra la recibe muy seria pero con un brillo hermoso que la traiciona. Miran a la niña, las dos, con igual ternura. “Puedes traerla de nuevo, si necesitas. Cualquier día menos los jueves que voy a la peluquería (sagradamente)”. Una semana después del reencuentro, una abuela, con voluntad y esmero de abuela, llama a la nuera y le da las gracias por haber cruzado los muros que ella no habría podido vencer.
Fue el comienzo de un vínculo férreo, de afectos muy leales, y cuidado. La misma niña, indivisible el amor, los esfuerzos de abuela y madre, sus complicidades y confabulaciones también. ¿Qué querrá para el cumpleaños, o navidad? ¿Cómo la ayudamos con las tablas de multiplicar? ¿Qué consejos o consuelos pueden ayudar en este primer amor?
La nieta tenía un año cuando sus padres se separaron. La única que escuchó a su mamá y le creyó, fue la suegra, o ex. El divorcio fue de la pareja, no de los abuelos. Los lazos siguen intactos en años de cuidado de la niña, y más adelante, en visitas, llamados, cartas de uno a otro lado del Ecuador, videos, grabaciones, dibujos. La madre le cuenta a la hija historias de principios de siglo, de cada década, acompaña a las generaciones y ayuda a explicar posturas de la abuela cuando su nieta podría reprochar algo, o no entender (otras personas, siempre interrumpiendo con sus juicios). Esa relación se cuida, sin pausa, sin distancias, cada día. No habrá lecciones de tejido ni cocina, pero sí cientos de conversaciones de poesía, de literatura, de humanidad.
Poco a poco será su propio esmero, autónomo: la nieta es ya una adolescente, una mujer joven. Los años pasan tibios y llenos de sorpresas. Mi abuela es poeta, mi abuela quería estudiar leyes -y estudia sola y sabe mucho, aunque nadie tenga idea-, no la dejaron “en esos tiempos”. Mi abuela habla de pasiones, de amor, de deseo, de misterios no resueltos, de su cuerpo que baila, que quiere reír, tocar, atreverse. No me gusta su postura política pero jamás ha justificado una atrocidad ni una guerra. Ella me anima a pensar en voz alta, con ustedes no fue así, en dictadura tenía miedo, yo la entiendo. Pero a mí me apoya en mis sueños, mis activismos, mis historias y penas de amor. “Yo la apoyo a ella también, en todo lo que pueda. Somos mujeres las dos”.
Desde un lugar más distante, atestiguo el albedrío, el lazo inviolable. Un amor que podría disipar toda niebla resentida, toda palabra aterrada u odiosa en este mundo. Menos una. Alzheimer.
Cuando el diagnóstico fue definitivo, no hubo cómo forzar la esperanza. En el tiempo que siguió no aparecería la cura mágica o capaz de revertir lo ya doblegado en la memoria. La abuela pide a la nieta no ausentarse, ayudarla a recordar todo lo que pueda. La nieta no falta. No habrá duelos más suaves que otros, ni impotencia menos bestial, pero se afirma de su dulzura y de decenas de fotografías, escritos, todo lo que pueda servirle para robar días al olvido.
La pregunta esencial de una vida, desde el cuidado, la resolvieron ambas mujeres con simpleza, sin complicaciones. Nunca hubo un cambio en la dignidad, en el respeto a los derechos, la integridad de una mujer que cuando iba olvidando quiénes eran todos, todavía podía decir “no” o “prefiero” en relación a algunas cotidianeidades que la nieta defendió como si en ello se jugara la supervivencia del planeta. Derecho a cuidar, a ser cuidada. Derecho a ser en paz, hasta la última vez de atarse los zapatos, la última de pedir los aros azules. El último aliento.
“No sabe quién soy, pero cuando me toca el huesito de la nariz igual al suyo, sabe que soy alguien familiar, al menos”, cuenta la nieta con amor, con regocijo que sí, es posible, en medio de la inclemencia del olvido. Mientras la peina, la ayuda a vestirse (así fuera con una camisa de dormir, solamente), sigue contándole mil veces y cada vez que puede la historia de quién es ella, Eliana, cómo era de niña, de joven, qué países visitó, cómo se enamoró del abuelo, cómo se convirtió ella en abuela, o “Catita”, qué travesuras hicieron sus hijos que luego replicaron sus nietos y bisnietos. La película famosa sobre el tema, de la pareja que le cuenta su vida a su señora enferma, se me hace hasta pequeña viendo a estas dos mujeres.
Cuando ya no podía controlar esfínteres, ni alimentarse, ni hablar más que con un puñado de palabras muy cortas, la nieta consiguió libros de poesía y todavía, al leer ella en voz alta, algo podía sentirse a salvo frente a un mundo evaporado, en lo más profundo de la abuela. Un libro que la hacía reaccionar especialmente –una frescura en los ojos, un amago de sonrisa, las cejas más altas- fue la antología de Cecilia Casanova (QEPD) de Adriana Valdés (qué ganas de agradecerles a ambas). Podrían haber gozado ese libro una eternidad.
Pero se va apagando el tiempo, y con él las opciones, los colores, los santos (por si acaso) a quienes suplicar. La pérdida se instala, titubea, pero no deja de expropiar conforme a un itinerario decretado por los médicos desde el inicio. Nadie imaginó, pese a todas las advertencias, cuán doloroso sería cada dos, tres meses, escuchar “ahora sí hay que prepararse para decir adiós”, “es lo mejor para ella”. Proponen muchas veces delegar su cuidado, llevarla a “un lugar especializado”. El abuelo y la nieta insisten en el propio hogar, la vida todavía en su espacio conocido. Todo se va vendiendo y destinando al cuidado de la abuela. ¿Cómo lo hacen otras familias? Al sistema no le importa. Ni el enfermo, ni su humanidad, ni sus seres queridos. Nada. (Me rondan los “méritos”, lo que cada uno merecería, meritocracia, ¿en serio?, váyanse a la mierda y perdón por el francés).
Algo se quema en todos lados: una hoja seca, arboledas completas, las casas y vecinos, toda la ciudad. El corazón de la nieta pasa por estas brasas muchas más veces, creo, de las que puede resistir en buena salud un cuerpo humano por joven que sea. My darling, hija mía, cómo aliviar este pulmón a la vista que eres; tu ahogo día por medio, la agonía de tu abuela. Qué daría por evitarte todo esto, y por otro lado, cuánto agradezco y te admiro y respeto, mi pleno respeto, porque no hagas nada para eximirte. El duelo se vive, el adiós, con todo amor, ni una pizca menos. Y qué amor, el tuyo. La mujer que eres y refulge (no sólo en la última noche, de acompañar la partida).
Siempre dijo tu abuela que fuiste la hija que no pudo tener. Seguirás siendo.
Trato de pensar en estos días, recordar otras palabras para la muerte, tu consuelo mi niña, la inmortalidad del afecto. Las metáforas todas en algún escondrijo; la música y sus silencios, sus llaves soleadas. No quieren arriesgarse, auxiliarnos. Serán de carne y hueso, quizás; o saben que hay lágrimas que luego no será fácil detener. No puedo culparlas. Pero me faltan voces, algún idioma. Ninguno de los que conozco me ayuda a expresar mis condolencias, mi luto, la mezcla de reverencia y angustia que siento cuando veo cómo dos mujeres crecidas hasta donde el horizonte no alcanza, casi cien años ella, y treinta contigo, enfrentan este tiempo indefenso, desvanecido ahora sí, casi en todo, pero jamás en su amor. Ni en el mío por ustedes. En esta vida y todas.
Para Eliana (QEPD) y para Diamela, y para todas las nietas, nietos, hijas e hijos que han vivido estas despedidas.