Divorcio y vacaciones (II)
Las historias de separación y divorcios son una probabilidad en las vidas de los adultos. Los niños, los hijos, no contemplan “probabilidades”. Algunos preguntarán, tal vez, ¿ustedes nunca van a separarse cierto?, o ¿si están peleando mucho, eso significa que se van a separar? Pero en general, a cualquier edad, la separación de sus padres/madres (sus cuidadores, ni más ni menos), se vive como una gran pérdida.
Si a nosotros nos duele, contando con muchos más recursos para comprender, elaborar, reconciliarnos con nuestra verdad, o al menos verbalizar justamente “me duele”, imaginemos lo que puede ser para nuestros hijos.
El divorcio o separación señala el término de una pareja, solamente. No de la relación padres-hijos, pero aunque el vínculo continúe, el duelo es inevitable, inclusive en situaciones que podrían generar “alivio” –como la separación en contextos de violencia, alcoholismo, abuso. No por liberadora dejará de moler el alma la estampida de un final.
Que cambie el hogar, el hábitat exterior, ya no es fácil. Pero el cambio mayor es el que se siente dentro, aunque muchos niños no lleguen a poner nombre a lo que siente el corazón nostálgico de una vida compartida que era fuente de contento, y si no, al menos de seguridad (desde el “territorio conocido”). No es que esa seguridad deje de existir, pero mientras la forma antigua de ser familia transmuta en una nueva, es sólo humano añorar, en más de una ocasión, lo que “era antes”. Lo que dejó de ser (ese “sonido de lo desaparecido” que no es olvidable). Ahora mismo, época de vacaciones: cuánto cambian después de un divorcio. Para una mayoría de hijos, serán primero con un padre, luego el otro. El “todos juntos”, es menos frecuente.
El tránsito de una creación a un quiebre y de éste a una nueva creación, requiere tiempo y mucho más del que quisiéramos aceptar. Pensemos en las etapas de formación y consolidación de una pareja, primero, y luego de una familia. La energía invertida es digna de ciudadelas de gusanos de seda trabajando en turnos continuos. En el lado contrario, desurdir lo tejido, exige también inmensa dedicación, amorosa y exacta. No tendría por qué ser menos.
Los hijos de padres separados no son distintos de los hijos de padres que están juntos, en sus necesidades de sostén y protección. No podemos adjudicar a unos ni otros hijos, resiliencias, autonomías o capacidades de adaptación mayores de aquellas que se están apenas formando durante la niñez o adolescencia.
Francoise Dolto (psicoanalista francesa, 1908-1988) insistía en que todo niño necesita a sus dos progenitores para construirse, y una continuidad del espacio afectivo, a tal punto, que ella no veía como recomendables ni siquiera las mudanzas de la casa natal durante los primeros siete años de vida.
Dolto va aún más lejos en su defensa de la cohesión física y emocional del niño: en caso de separación, recomendaba que éste permaneciera en su hogar y que los adultos tomaran turnos y se movilizaran para cumplir con sus responsabilidades parentales. En el caso de que los padres volvieran a tener pareja, la sugerencia era habilitar 3 espacios, ojalá en un mismo edificio –un departamento para el niño, acompañado por uno y otro progenitor, alternadamente, y otros dos pisos para los padres/madres y sus nuevas familias.
Puede sonar descabellado y hasta arrogante proponer “soluciones” que para una mayoría están fuera de alcance. Sin embargo, desde la sensatez ética del cuidado, podemos entender muy bien el propósito de Dolto: depositar sobre nosotros los adultos la responsabilidad sobre las consecuencias de nuestras decisiones, y el deber absoluto -aun a costa de nuestra incomodidad o renuncias- de preservar la estabilidad de los hijxs, garantizando la continuidad del vínculo con ambos padres. Esa continuidad asimismo puede ser una brújula si por distintos motivos, los padres/madres terminaran viviendo en ciudades o países distantes, y con parejas que pueden ser buenísimas personas (madrastras y padrastros amorosos y geniales), pero jamás reemplazantes ni sustitutos de mamás y papás que están vivos y comprometidos hasta el último hueso con sus hijos.
Estamos conscientes de que muchas decisiones o arreglos no dependerán sólo de nosotros, no individualmente. Pero en cualquier aspecto, por modesto que sea, donde sí tengamos dominio para decidir, ojalá veamos en ello un ejercicio del albedrío en favor del cuidado.
La empatía por ejemplo, es una elección personal de cada padre y madre. Intentar conectarse con el sentimiento de pérdida, “en cuclillas”, pensando en cómo lo vive un ser humano niñx (que depende completamente de nosotros) y no para dilatar resoluciones, forzarnos a vivir en el autoengaño, o bien capitular y volver a una relación lesiva –yendo en contra de la dirección de nuestro ser completo- con tal de evitar sufrimientos a nuestros hijos. Pero sí empatizamos para fortalecer nuestra paciencia y comprensión. No equivale a ser complacientes, permisivos o condescendientes, sino dúctiles, y muy sensibles a los ritmos infantiles (por ejemplo para adaptarse a nuevas viviendas, días de visitas, o una nueva pareja de cada padre y esto da para un posteo aparte).
Otra elección es en la forma de llevar a cabo la separación, o de compartir los tiempos de los hijos. He conocido tanto en EEUU como en Chile diversos “regímenes” (no es la palabra más poética, pero en fin): los más convencionales -semana entera con la mamá, fines de semana con el papá, o custodias compartidas 50-50% (semana por medio), o por ciclo de desarrollo (generalmente con un cambio al llegar la pubertad). Diferentes formas de amor/organización, con tal de evitar a los hijos el impacto, así fuera mínimo, de conflictos de lealtad, litigios, o extorsiones donde las mayores víctimas terminan siendo los niños.
En la escritura de una nueva etapa, los pedidos de templanza, de desprendimiento serán constantes. El interés superior de un niño, una niña, es una coordenada ineludible. Hablamos de abusos, negligencias, en general pensando en terceros, pero nosotros también, como padres/madres, estamos en una posición aventajada al respecto de nuestros hijos, y podríamos tropezar o hacer mal uso de ella
“Ellos primero”, su estabilidad, su bienestar, sus vulnerabilidades. Proteger ese interés conlleva atención, acciones no improvisadas, y hasta sacrificios para los adultos. Si no podemos hacer algo, es distinto a sí poder y elegir no hacerlo. En cualquier caso, un punto de partida es al menos la disposición a preguntarse cómo podríamos hacerlo mejor. Cómo hablarlo, también.
Por supuesto, podemos admitir, y siempre considerando la edad del niño, que algo “es personal” o que todavía no nos sentimos preparados para hablar de ello. Pero podemos responder a preguntas que no serán sólo sobre el quiebre, sino sobre la vida que continúa ¿Cómo va a saber el viejo pascuero dónde encontrarme? ¿podemos hacer algo juntos en vacaciones, aunque sea un solo día?, ¿me ayudas a hacer una tarjeta de día del padre/madre? ¿mi mamá/papá es lindo, bueno, inteligente, cierto? Y humanx también.
Si somos hijos de padres separados, sabemos qué se sentía cuando otros hablaban mal o guardaban silencios incómodos y hoscos frente a la mención del nombre del padre/madre ausente. Es un buen momento para recordar también el poder de las acciones y palabras de quienes nos rodean (abuelos, ex suegros, amistades, profesores, otros apoderados, etc): cuánto pueden nutrirnos, y a nuestros hijos. O cuánto dañan. Si es así, tenemos derecho a hacerlo explícito, pedir otra actitud, o poner límites y distancia.
Ser conscientes de que nuestros dichos y actos en relación al padre/madre que ya no vive con nosotros, de alguna forma, son dichos y actos que tocan el cuerpo y alma de nuestros hijos. Recuerdo una vez de desahogarme por teléfono con mi mejor amiga, jurando yo que mi hija mayor –entonces de 3 años- estaba dormida. De repente escucho un susurro desde la puerta de la cocina: “mami, si soy hija del papá ¿también soy “tal por cual”?, ¿qué es “tal por cual”?
Se me recoge algo todavía, 25 años después, mientras escribo esta anécdota. Por supuesto debí explicar, modular, y de paso avisar al papá y pedirle disculpas por mi descuido –no por lo que pensaba de sus actuaciones, pero sí por no haber procurado conversar fuera de mi casa-, y comprometerme a nunca más, al menos hasta los 18 años. Él quiso comprometerse a lo mismo. Una imagen me fue muy útil (siempre la biología al rescate): si el 50% del ADN de mi hija estaba vinculado a su papá, sus celulitas debían tiritar cada vez que yo, un tercero o él mismo decía o hacía algo que lo depreciara. Me dibujé las células con cara, ojos, y expresión de pena en una viñeta visible en mi cajón de la ropa interior (para verla a diario). En realidad, permitió otra forma de vivir la experiencia, y hubo todavía errores (porque también hubo más de un desencuentro y herida en los años sucesivos), pero muchos menos de los que hubiese lamentado de no haber estado alerta.
Con 30, 40, 50 años de edad, inclusive, no necesariamente sabemos todo de quiénes somos. Menos podríamos haber predicho al momento de casarnos o asumir un compromiso vital con alguien, cómo llegaríamos a conducirnos o a reaccionar en caso de divorcio (o según los motivos de esa ruptura).
Navegamos la decisión o bien los años post separación descubriendo–a veces con orgullo y otras con espanto- mucho de nosotros mismos, y también de la ex pareja que puede haberse pulverizado en un agujero negro del espacio, y a quien tenemos que re-conocer, quizás muchas veces, para poder continuar el vínculo, sobre todo por nuestros hijos. No sólo en la niñez, sino en años sucesivos.
Puede ser todavía difícil, un cuarto de siglo después del divorcio, asistir a un cumpleaños de los nietos, y tener que compartir un breve momento con el/la ex, a veces por las heridas, o sólo por cismas categóricos, serenos, resultantes de la certeza de que la vida es corta, el tiempo es una gema y es un derecho la elección de con quién uno quiere relacionarse y con quién no.
Un quiebre nos enseña mucho, sobre todo, de la necesidad de adaptación y comprensión, consigo, con el otro, porque no existen fórmulas universales o infalibles para transitar las pérdidas, o para lograr siempre acuerdos win-win en medio de una ruptura.
Juntos, padres/madres son personas únicas, y tendrán diferencias en estilos de crianza o en sus éticas preferidas. Lo mismo será estando separados, y mayores los esfuerzos por congeniar y plegarse a nuevas organizaciones en torno a custodias, provisiones, o “las visitas” (aunque no me gusta ese nombre), etc. Es más: los hijos podrán ser jóvenes, o adultos, y todavía habrá áreas de disenso entre padres/madres, juntos, o separados. El desafío es cómo vivimos esos disensos.
Termina el verano en CHile y ser acerca el inicio oficial del año con sus quehaceres, trabajos, legislaciones (en marzo a full con ley de protección integral y #nomepreguntenmas), y el colegio. Para familias que recién han vivido una separación, o hace un tiempo, o que se encuentran resolviendo disputas importantes, ojalá sea un tiempo fértil para reflexionar, encontrar solaz o ingeniar formas de convertir los tránsitos venideros para nuestros hijos en dignos de recordar con cariño y no como una pesadilla.
Cada historia es única, cada persona, cada realidad. Sin embargo, estoy convencida de que los mejores maestros siguen siendo el amor y los niños: su sinceridad y no-juicio, su orientación a la vida buena (que los lleva a cuestionar guerras y desastres ecológicos que en su lógica no caben simplemente). En tiempos de separación, estos atributos podrían ser nuestros mayores pilares. En cualquier tiempo, en realidad.