La elegante intimidad

“Escucha como tu corazón late dentro de mí”. (Wistawa Szymborska)

“My heart. I know that Beauty must ail and die, and will be born again”. (Edna St. Vincent Millay)

El diccionario define elegante como “dotado de gracia, nobleza, sencillez”. La elegancia se describe, a su vez, como una “forma bella de expresar los pensamientos” y tal vez estaremos de acuerdo en que puede ser una forma bella de expresar, así, en general. Una cualidad que acaso también reconocemos en formas de combinar prendas, abalorios, muebles, formas de arte, ambientes, paisajes o jardines. De todo esto, poco sé. Pero de la elegancia que se expresa en formas cercanas y humanizantes de ser, un poquito más. Todxs sabemos.

Constantemente, me siento agradecida de elegancias que llegan en palabras y gestos que son sensibles y sencillos sin aspavientos, exactos en forma y en fondo. Una joven que atravesó por una experiencia muy difícil, hablaba sobre su aspiración de realizar algo sublime, mientras yo miraba una fotografía suya, juego de luces sobre un patio con juegos de niños, pensando en que ya había logrado su sueño. Mi hija mayor no quería que viera Black Swan (Cisne Negro) porque sentía que podía llevarme a visitar lugares en “un rinconcito por ahí” donde quedan destellos de una niñez que nunca se extingue completamente. La amiga o el amigo que no nos juzga y nos pregunta si queremos su consejo antes de decir nada, y que acepta cariñosamente nuestra negativa a escuchar por ahora; los que no “cobran sentimientos” ni dejan espacio para culpas ni deudas, recibiéndonos de brazos abiertos, aun si nos hemos ausentado por un tiempo. La pareja que nos deja una una taza de café y tostadas con margarina en el escritorio, para acompañar la preparación nocturna de un documento de trabajo; que se adelanta en el lavado de los platos y las ollas; que en el día más duro nos dice que tenemos un “algo” especial que nos hace ver hermosas o guapísimos.

Hay una dimensión de la intimidad que alude generalmente al encuentro sexual entre personas -“intiman”, “tuvieron intimidad”, escucho-, más allá del real sentido de conexión o profundidad de dicho encuentro. Para mí no da igual y no existe ninguna campanita interna reconociendo la intimidad, si ese encuentro, en el antes, durante y después, no deja con la inequívoca sensación de cercanía, complicidad, aceptación y conexión con el cuerpo y el TODO del otro: que sea posible mirarse a los ojos de pronto y decir tantas cosas intraducibles en palabras, o poder reirse, ayudarse, susurrar preguntas -algunas hermosas, otras casi divertidas- sobre dónde, cómo, más o menos, qué va siendo lo justo y más exquisito para acompasarse, acompañarse, a veces aguardar -con buena voluntad- hasta que ojalá, en total confianza, sea posible levitar, abandonarse, sin dejar de compartir. Sin soltar ni que nos suelten, porque hay una deriva en el placer, un casi salirse del cuerpo, del tiempo y la tierra, que necesita ver horizonte de regreso. Y ahí uno quiere encontrar, como al volver de cualquier viaje, la presencia tan querida y contenedora del compañero o compañera porque sólo con él o ella podemos conversar sobre lo vivido. De su majestuosidad o de la esperanza puesta en próximas travesías, si alguna no resultó según lo esperado. Lo íntimo permite ese estar en la sexualidad de una forma familiar, con poca carga y poca angustia, o ningunas; en dulce y despreocupado contento, como en la amistad pero más, mucho más.

Es curioso que hoy en día la intimidad se utilice hasta en la jerga de negocios. Se habla de customer intimacy, que ignoro cómo traducir exactamente: ¿intimidad de/con los clientes, clientes íntimos? No sé, pero entiendo que profundiza el concepto de lealtad y fidelización, llevándolo a niveles muy precisos e intencionados de conexión y satisfacción de necesidades de las personas. Yo prefiero quedarme en el ámbito de las relaciones humanas donde se abre espacio para el aprecio, la aceptación, o el perdón (se dice es un elemento clave de la intimidad), en cercanía con el otro. Una cercanía que a veces es prolongada, o de por vida, y que en otras ocasiones, la sentimos sólo por instantes, y no por ello es menos conmovedora.

La señora del metro que cede su asiento a una niña pequeña porque “ellos (los niños) se cansan más que nosotros”, le comenta al padre que asiente con la cabeza, agradecidamente. El lustrabotas que, en invierno, en plena plaza del palacio de Gobierno, acomoda el chaleco de un mendigo dormido sobre una banca, para cubrir la piel expuesta de su espalda (quizás me repito en este ejemplo, pero esa visión me ha acompañado siglos). La madre de una adolescente que, siendo más alta, extravertida o despampanante, por unos años cuida con modestia su espacio en favor de dar más de éste a su hija para desplegarse. La persona que nos mira desde un punto del auditorio haciéndonos sentir que sabe lo que nos cuesta hablar en público, que nos escucha, que  está ahí para cuando queramos volver a mirar en busca de apoyo moral. La anciana de pañuelo sedoso y carterita antigua que cruza mirada y sonrisa con una mientras camina, con suavidad casi de ballerina, pese a la poca hospitalidad urbana para moverse a paso lento y cauto. Los que disienten con respeto, sin echar por la borda la posibilidad de encuentro más tarde, y ponderan el riesgo de usar ciertas palabras que podrían herir en vano a más de alguien. Todos quienes todavía dan las gracias, dicen por favor, miran a los ojos y saludan al que encuentran.

Son innumerables las muestras cotidianas de elegante intimidad; ese acercarse al prójimo de forma bien dispuesta y acogedora, sin prejuicios ni violencia, sin desdén y sin envidias,  genuina y honorablemente, compartiendo lo que se guarda en muchas personas como la más preciosa de las gemas. Una que se comparte y salta a la luz en momentos anónimos o situaciones inmensas, refulgiendo por igual.

Los portadores de este don no saldrán en las noticias ni iniciarán gestas sociales de proporciones, o quizás sí, pero para mí son ángeles, héroes y magas caminando entre nosotros, cerca de nuestros mundos, dispuestos a residir en ellos. Si los dejamos.

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Gracias archivo elpost2011

Fotografia: Edna St Vincent Millay, Un pasillo de NYU, VJ