El poder de las palabras, o las palabras al poder

To think that we have at our disposal the biggest thing in the universe, and that it is language. What one can do with language is …infinite.  (Helene Cisoux)

Las palabras. Siempre a nuestra disposición. Una herramienta mayor.

Nos pertenecen a todxs y cada unx, todo el tiempo, toda la vida: para cambiar trayectorias, para consolar, protestar, imaginar, proponer, declarar nuestros amores. Para insistir y horadar dedicada y delicadamente la roca más dura, con menos corazón. No las descuidemos. No cedamos a la tentación de renunciar a su poder.

Desde el primer día, los nombres, las voces. Todos los mundos y seres que pueden ser dados a luz. Un número infinito de mensajes y proposiciones distintas, desobedientes, espléndidas.

Historias para confortarse, para no dormir o para dormir. Cuántas veces, de niños, escribimos en el aire, en silencio, sin que nadie se enterara jamás de nuestras formas de conjurar destinos, consagrar horizontes. Las fundas de las almohadas eran piedra blanda para cincelar, o lámparas de Aladino para pedir deseos y prometernos cumplir sueños el día de mañana.

Algunos nos enamoramos de las palabras siendo chicos (yo les debo la vida), cuando nadie nos contaba aún cuán poderosas podían ser -responsables de guerras, paz, de   transformaciones inimaginables-, mientras crecíamos verbalizando nuestros infinitos y hacendosos “para qué”.

Pero sin saber cuánto “sabíamos”, fuimos haciendo registro de sus efectos. Un conocimiento guardado en el cuerpo: las palabras que fueron nuestro territorio en la niñez; las que aprendimos y nos maravillaron, y las que hubiésemos preferido jamás conocer.

Llevamos en el organismo, distinciones exactas entre las sensaciones y emociones que nos provocaron las palabras, en distintas edades: aquellas usadas en expresiones de cariño, en alabanzas, o bien en críticas demoledoras, insultos, y tantas palabras cualesquiera –podrían haber sido “sacapuntas”, “cuchara”, “escoba”- que dichas con violencia, o con indiferencia, dejaron un eco confuso. Tal vez, ese eco se volvería brújula más adelante: así, cada vez que lo escuchamos, algo reclama dentro de nosotros y acusa un vacío, una dificultad para confiar, creer. O pide a gritos, coherencia. Salud. Cuidado.

Solemos olvidar cuánto de la supervivencia, de la fascinación o desazón ante la vida, puede jugarse en las palabras que un organismo pequeño recibe y procesa –aun sin hablar-, dependiendo de su signo positivo o negativo.

Quienes compartimos un idioma, aprendemos las mismas palabras. Pero no son las mismas. Nuestros niños también las aprenderán e irán reconociendo, cada uno, cuán únicas son para ellos: los nombres suenan distinto según cada experiencia, cada historia de vida. Siempre significan mucho más de lo que dice el diccionario de una lengua madre.

Conforme pasan los años cada niño y niña sumará cientos de palabras, y no obstante siempre habrá algunas preferidas, más amadas. Otras, también, llegarán a ser evitadas, y hasta temidas. Porque duelen o agitan el corazón en sus partes más suaves y vulnerables.

Gracias a las ciencias, hoy accedemos a informaciones tan interesantes como el que por cada palabra negativa que decimos a un niño, necesitará de otras diez a veinte que sean positivas, para revertir el efecto (en alguna parte leí que eran exactamente diecisiete).

De alguna manera lo sabíamos, siempre supimos. Y lo constatamos, ahora, cada vez de mirar los rostros de los más pequeños, sus cuerpos: cómo cambian ante un reto, una mala nota, o bien ante apodos tiernos, un cumplido, un “te quiero”, un “gracias por…”. Cambian también nuestros rostros, nuestros cuerpos adultos y no por ello menos sensibles al influjo de tantas voces. Idiomas personales o colectivos.

Mucho se habla de que los lenguajes construyen realidades pero nos detenemos muy poco a ponderar cuánto inciden en el bienestar o malestar de personas y poblaciones completas; cuánto, en la salud y enfermedad de cuerpos y psiquis. En seres humanos pequeños, sobre todo.

Cada palabra lleva en ella la posibilidad de hacer nacer, de tratar bien, de sanar, de despertar voluntades, amores y tornar la vida en agasajo, pese a todos los desafíos y adversidades que puedan venir en su itinerario.

En la infancia, las palabras deberían ser incluidas en los grupos básicos de alimentos, hablo muy en serio. En la misma tabla donde se describe lo esencial para sobrevivir, vivir y crecer saludablemente. Ellas nutren la confianza, la resiliencia, la salud. Pueden ser agentes favorables, determinantes en el desarrollo y crecimiento de los niños. O bien, pueden tener un efecto nocivo.

Se ha estudiado –cada año con mayor precisión- cómo las palabras negativas aumentan la respuesta cerebral de estrés y afectan al sistema inmunológico, en tanto las palabras positivas inciden en la menor aparición de enfermedades, el fortalecimiento de resiliencias, el desarrollo de talentos y habilidades, y de un sentido integral de bienestar (físico y emocional).

Lo desafiante es que para el cerebro humano las palabras positivas no se perciben como amenaza a la supervivencia. Pero sí las negativas.

Desde que nacen, los niños dependen del cuidado de otros para sobrevivir: si esos otros desisten de cuidar, o lo hacen con exasperación, con violencia, la posibilidad de la vida se compromete. Es orgánico, profundo; puede no ser consciente. Pero la amenaza se experimenta con todo el ser.

Las palabras negativas o dichas en ese tono –junto a la gestualidad y expresión corporal que acompaña- no son menos que riesgo vital para un niño. Así las procesa su cerebro y su organismo entero.

En este milenio, para un niño, el enojo o rechazo de un cuidador (en palabras y/o acciones) activa una “alarma” de peligro del mismo modo, básicamente, que hace miles de años atrás cuando ese rechazo habría implicado ser “dejado atrás” por la manada, condenado posiblemente a morir.

Nuestras dependencias adultas no son comparables a las de un niño en relación a sus padres y madres y otros cuidadores, pero la vulnerabilidad es inseparable de nuestra condición humana, sin importar la edad. En relaciones de pareja o trabajo, las palabras pueden convertir nuestros puentes firmes en cuerda floja, en un instante.

Divorcio, separación, desamor, cesantía, son palabras que calan hondo; no nos dejan indemnes. Del mismo modo nos afecta –a algunos menos, a otros muchísimo más- el tono descalificador y agresivo de conversaciones, aunque ni participemos de ellas (sólo detengámonos un momento en el efecto de desgaste que tiene escuchar lo que dicen y cómo lo dicen, líderes políticos, religiosos). Ni hablar de las malas noticias.

Las malas noticias –nacionales, o internacionales- concitan nuestra atención rápidamente, aunque tratemos de ignorarlas. Nuestros cerebros, programados para “preocuparse” y cuidarnos, son los que prestan mayor atención: listos para ayudarnos a responder frente a amenazas a nuestra supervivencia.

Guerras, inestabilidad económica, crisis ecológicas, gobiernos corruptos, autoridades ineptas y mentirosas, delincuencia, malestar social, son todas invocaciones de alerta ante peligros donde el cerebro responde, independientemente de la magnitud del posible riesgo, o si éste es cercano o lejano, o siquiera realista.

En estudios vía resonancia magnética, se ha observado al cerebro “disparando” ante la sola enunciación de palabras como “pobreza”, “enfermedad”, “muerte”. Aunque las personas no tengan relación con esas experiencias, el cerebro procesa la amenaza como presente, inmediata.

Aunque la amenaza sea irreal, el temor y el estrés son muy reales. De sobra conocido es el efecto del estrés en nuestro sistema inmunológico. Tendemos a recordarlo en tiempo presente, adulto, pero escasamente establecemos la relación entre las infancias que vivimos y las enfermedades que podemos enfrentar actualmente.

Menos parecemos, como sociedad, recordar que el trato, las relaciones seguras y el amor -todas esferas donde las palabras tienen presencia- que fueron recibidos especialmente en tiempos de la infancia temprana, son un campo de sembradío para la salud o enfermedad de nuestros hijos, proyectados hacia su juventud, adultez y ancianidad.

Profesionales de la salud y connotados científicos (quienes han realizado tremendos aportes desde la neurociencia y biología celular por ejemplo), insisten en que enfermedades que vivimos de adultos, como el cáncer, tienen relación con el entorno, la experiencia y la programación de los primeros seis, siete años de vida. Malos tratos y traumas (como el abuso sexual infantil) dejan consecuencias de por vida, no sólo psicológicas, sino también en daños estructurales al cerebro, y la mayor prevalencia de ciertas enfermedades (y tipos específicos de cáncer).

El cuerpo, con sus trillones de células, guarda una memoria -en cada una, en la sangre, en su sistema nervioso, en lo que informa cada sentido, en la piel, en todo- que puede ser pilar de resiliencia a lo largo de la vida. Esa memoria es ingrediente clave en una química favorable a la vida, la buena salud, la defensa y posibilidad de responder mejor ante la irrupción de enfermedades. O no.

Generaciones anteriores no contaban con esta información, pero sí nosotros, y es un saber que, además de invitarnos a vivir nuestra responsabilidad de una forma distinta, puede cambiar, concretamente, mucho del presente y del FUTURO en la salud de los cachorros humanos.

No sólo alimentos, vitaminas, o hasta aceites de bacalao (como nuestras abuelas o bisabuelas recomendaban para “fortalecer” a los más chicos), nutren en la niñez: también gestos y palabras armonizadas con el amor, el respeto, la gratitud por la vida. Que los cuerpos asimilen ese registro y puedan reconocer y responder el resto de la vida a esas claves es un tremendo factor protector para la salud. Un cuerpo que ha registrado en cambio soledad, miedos, tensión constante, o que ha vivido mucho de su niñez en entornos abandonadores o maltratadores ¿con qué va a resonar; a qué dolencias puede quedar expuesto en etapas sucesivas?

La proposición que comparte el cuidado ético y este tiempo de mayores conocimientos, es la de permitirnos contemplar nuestra vulnerabilidad -tan humana, tan parte del ciclo de la vida- y nuestras oportunidades de alentar resiliencias y bienestares desde la niñez, por ejemplo, en ejercicios tan cotidianos como los que entraña el lenguaje y la comunicación.

Palabras siempre tenemos, siempre las estamos usando. ¿Y si las revitalizamos, si reconocemos su infinito poder, potencia, o como queramos llamarlo? …¿y si descubrimos el nuestro, junto a ellas?

Las palabras y la vida, desde el día uno. Su luz primero, y también su dimensión de daño: necesitamos conocer ambos lados de la moneda.

Las palabras que ahondan lo negativo, que insisten en el temor, la anticipación de consecuencias desastrosas, el pesimismo (todos, formas de “amenaza” para nuestro cerebro), si son recurrentes no sólo van dejando huella en niños y adultos directamente expuestos a esos mensajes. Cada uno también puede afectar a quienes nos rodean o con quienes interactuamos frecuentemente.

Lo hemos vivido, seguramente, más de una vez: en cercanía de personas negativas u hostiles (aunque no tengan conflicto directo con nosotros), muchos de nuestros desempeños se vean dificultados o muy disminuidos. Si esto es válido para los adultos, pensemos en cómo se amplifica para los niños.

Los adultos podemos, afortunadamente, responder de formas que nos ayudan a evitar que pensamientos negativos se “graben” en nuestro cerebro. Por ejemplo, podemos detenernos y examinar mensajes y amenazas, y su grado de realidad. Asimismo, podemos modular el volumen de lo que escuchamos o leemos (y podemos hacer “mute”); regular distancias para protegernos; poner perspectiva o resguardo en diversas conversaciones. Estamos mejor capacitados para “seleccionar” palabras, y decidir cómo nos relacionamos con los “idiomas” de los demás.  No así los niños.

Como adultos podemos elegir conscientemente aquello a lo que nos exponemos y dejamos o no entrar en nuestro registro (de ahí que considere una medida de salud, por ejemplo, el bloqueo en redes sociales de personas que se valen de la ofensa, el sarcasmo o provocación para presentar sus posiciones). Pero estas elecciones no están al alcance de los niños quienes necesitan de tiempo, y de nuestro cuidado y guía en tanto ellos van construyéndose personas y reconociendo los límites de su consentimiento -también en relación a los lenguajes- , así como desarrollando sus propias formas de autocuidado.

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Además de cuidar, y de prevenir que la negatividad, pesadumbre y estrés se instalen como tono persistente en las infancias de la nueva generación, como adultos podemos hacer mucho compartiendo conocimientos con los niños acerca del poder y las consecuencias de las palabras y los pensamientos y memorias que éstas determinan.

Un estándar de autocuidado que vale recordar es el que describen expertos en psicología positiva: se necesitan a lo menos 3 pensamientos positivos o expresiones de sentimientos y mensajes en positivo, para reducir o neutralizar el efecto de un pensamiento negativo.

Cada vez que tratamos de “pensar y hablar en positivo”, aunque los mensajes sean irracionales y nos suenen falsos –en el plano consciente-, más que una acción de “autoayuda” solamente, estamos desplegando una forma de reparación, y mejor aún, de sostén para la salud. Todavía más indispensable cuando pensamos en los niñxs.

En el aula, con estudiantes de distintas edades, y con mis propias hijas, he podido constatar como las conversaciones en torno al cerebro, la salud de cuerpo-mente, y el autocuidado despiertan no sólo fascinación sino que asimismo empoderan a los más pequeños y a los adolescentes.

Es importante, además de prestar extrema atención a los lenguajes que utilizamos, el detenermos cada vez que escuchamos a un niñx decir “no puedo, no sirvo, no soy inteligente”, y cada vez que compartimos que estas declaraciones pueden tener un efecto, y que éste se puede moderar o neutralizar.

Muchas veces esto se presta para bromas y ejercicios del humor “ok, soy inteligenteinteligenteinteligente” dirán los niños. Maravilla, que se vuelva juego, y un juego valiosísimo. Poco a poco dejarán huella estas prácticas sencillas de “3 pensamientos positivos por cada uno negativa” o “diez, veinte palabras amables”. El registro se volverá perdurable si el ejercicio se repite en el cotidiano de una semana, muchos años, centenares de días en un ciclo educativo. Cuánto poder.

El poder de las palabras es enorme no solamente si se trata de cuidar y nutrir la autoestima, sino que también promoviendo equilibrios, capacidades de reflexión y de decisión fundamentales para la vida. Recursos que comienzan a formarse desde el día uno.

Las palabras negativas, peor cuando son dichas con rabia, no sólo informan peligros: además interfieren con los centros de decisión del cerebro (en el lóbulo frontal), aumentando en los niños –y en nosotros también- la sensación de tumulto emocional, y dificultando la acción. Si esas palabras se convierten en parte del vocabulario y diálogos internos de un niñx, mayor riesgo de dañar diversas estructuras cerebrales relacionadas con el sueño, el apetito, la capacidad de gozo, la memoria, los sentimientos, y la capacidad integral de responder y actuar.

En cambio, las palabras positivas –y hasta mensajes neutrales y cotidianos, dichos con cortesía y calidez, o bien, mensajes en torno a temas difíciles, expresados con firme humanidad y respeto-, estimulan al cerebro y promueven confianzas y resolución para la acción.

Fuente de vida, y de convivencia: las palabras refuerzan o debilitan nuestra vitalidad, nuestra ética de responsabilidad, nuestra capacidad de aprecio y cuidado por la vulnerabilidad propia y del colectivo.

Recuerdo a una querida profesora de colegio que continuamente nos hacía trazar líneas entre sustantivos y adjetivos preciosos, llenos de fuerza. Hasta el día de hoy tengo el tic de recurrir a mi diccionario viejo de sinónimos y antónimos (el mismo del colegio, todo viejito) para buscar palabras inspiradoras, como un juego, una forma de solaz y de desacato también. Mi hija menor juega conmigo a “inventar paraísos”, y no, no la aleja un ápice de la realidad que le toca, pero la llena de una energía y potencia que serán todavía más necesarias y vitales conforme crezca.

Qué contribución realizamos solamente al pensar antes de decir; al elegir las palabras que usaremos al hablar, al escribir, al proponer o al exigir, inclusive, algo que es o sentimos justo.

Palabras que nutran, que den espacio para imaginar y sentir fe (recordar solamente “I have a dream” de MLK, cuatro palabras y la revolución que entrañaron, o décadas después el “yes, we can” de Obama); que permitan rebeldías transformadoras; que no anulen espíritus o nos dejen la esperanza en fuga, que no nos roben motivaciones ni amores. Todo lo contrario: que nos inviten a sentir, a ser parte, y a no abandonar preguntas importantes.

¿Qué mundos quiero alimentar, cómo quiero tratar y que me traten? Con qué palabras se dirigen a nosotros nuestras autoridades, cuáles escuchamos cada día de desconocidos y conocidos, compañeros de trabajo, vecinos, personas amadas? ¿Cuáles nombres configuran el “idioma” propio de nuestra familia, nuestro ser pareja, los diálogos de mamás y papás con nuestros hijos e hijas?

También podría ser esencial la pregunta acerca de cuál es nuestra voz y vocabularios más íntimos. Cómo conversamos con nuestro corazón, ahí donde sólo nosotros nos escuchamos. Qué palabras nos pertenecen y habitan. Cuáles elegimos para contar nuestras biografías; sus cúspides y duelos. Cómo agradecemos, o expresamos una pasión. Cómo decimos adiós en dignidad y sin vuelta atrás, .

Desde dónde nos “escribimos”, con cuáles verbos sagrados. Qué palabras no nos animamos a usar tan seguido como quisiéramos, y qué pedidos se nos quedan a medio enunciar.

Si bordeamos la tristeza, la precariedad, cómo prodigar, a pesar de todo, cobijo a nuestra voz, o alas prestadas, una flota de aviones microscópicos si es necesario: uno para cada palabra que no hemos dicho aún, porque no sabemos cómo, o porque no podemos o no queremos.

A veces es preciso honrar, o aceptar, a lo menos, que puede haber un porqué para lo inconfesable, lo intraducible. Puede haber elecciones en nuestros silencios (algunas hermosas, en honor a nuestra intimidad. Otras, terribles. Inenarrables) y éstos merecen todo nuestro respeto. También los silencios del prójimo.

Imaginar si en hogares, aulas, el transporte, en todo entorno, recordáramos algunas veces cada día, o en una semana, que nuestras palabras sirven como espejo y fuente para los más pequeños…aw

Si en cada momento, recordáramos que son también nuestro propio espejo y fuente. Nuestras manos y pies y nuestros cuerpos completos. Si las palabras nos ayudan a levantar hogares, a decidir tránsitos, a “descubrirnos” más de una vez, cómo no desear que cuando crezcan, nuestros hijos e hijas puedan usarlas, con pleno poder, para crear sus vidas. Para cuidarse y cuidar.

Las palabras son una herramienta más –y muy portentosa- en la crianza, la educación, la formación de ciudadanos para el mundo. Un arsenal (aquí sí, en un sentido magnífico) de los padres, madres, docentes y adultos en general, destinado a cuidar las vidas de los niños, y las nuestras.

Lo mejor: estos recursos son nuestros, nadie nos los puede arrebatar; no si no lo permitimos. Puede el eco de los alrededores ser violento, vulgar, inútil, engañoso, demoledor, y sin negar realidades, podemos rebelarnos en que éstas se tomen todo de nosotros (una parte, tal vez, pero no todo, NO todo).

Desde las palabras siempre será posible sentirse dando una buena batalla, negándonos al “contagio”, al desperdicio de espacios de construcción y resistencia (regresar a la poesía, su arsenal esplendoroso y feroz para la defensa de todo lo que creamos que vale la pena y la dicha defender). Pueden desposeernos de tanto, pero no de nuestra voz.

Desde la ética del cuidado, que nuestros idiomas, vocabularios, cada nombre, podamos verlos desde la luz del respeto, el amparo, el buen trato. Ojalá el amor.

Que nuestros lenguajes no sirvan al propósito de dañar o destruir, sino de dignificar, y ello no arriesga falta de sinceridad o asertividad. Se puede ser perfectamente franco y asertivo, salvaguardando la integridad del otro, y la propia. Y de los entornos donde convivimos.

La atención que ponemos en la protección del medioambiente, también haría bien a la democracia. Las palabras pueden volverla un lugar muy frágil e inhóspito, infértil. Violento. Susceptible de pérdidas y extinciones.

Una paciente me dijo alguna vez que un punto clave del proceso terapeútico fue cuando me dijo que estaba repasando muchas vivencias del abuso y se sentía desestructurada, deshaciéndose. Algo le dije yo poniendo el énfasis en “desglosar” la línea del tiempo. Esa palabra, “desglosar” se convirtió en un mantra y una declaración de resistencia y autorescate para ella. No era una gran palabra. Pero en su poder, su voz, se volvió inmensa.

Hace unos días, encuentro a dos niñas de unos once años, cantando a viva voz al son de “Fight song” -una canción pop, muy de gusto adolescente-  en un rincón de la escalera, entre el segundo y el primer piso del edificio. Una de ellas estaba triste, algo había pasado con el niñito que le gustaba.

No habría querido interrumpirlas, pero no quepo con mi maleta. Pido disculpas, y una de ellas entabla conversación. Me detengo.

Me encanta no escuchar ni una sola palabra en contra del niño relacionado con la pena (o en contra de todos los niños, o todos los hombres,): ninguna palabra que avale generalizaciones odiosas, o invalide al otro, o la propia experiencia. Agradezco la seriedad con que comparte su moraleja final, la niña que consuela a su amiga: “una sólo tiene que hacerse cargo de su corazón. Cantar a viva voz sirve mucho, no desanimarse, “no way“,¿cierto?”.

Una vez en el auto, busco la canción que ya tenía en el mp3 a petición de mi hija menor. Con nueva atención, encuentro este verso (engl, trad): “una sola palabra puede abrir un corazón, y aunque cuento con un solo fósforo, puedo generar una explosión”. Las palabras y su poder. El regalo de dos niñas, y un fósforo que es miles.

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Algun@s autores/lecturas sugeridas:

Ética del Cuidado: Carol Gilligan (“Joining the resistance”). Psicología positiva: M. Losada y B. Fredrickson, John Gottman. Biología: Antonio Damasio (“The feeling of what happens”), Bruce Lipton (“The biology of belief”; disponible en español: “La biología de la creencia”). Memoria y trauma: Bessel Van der Kolk (“The body keeps the score”). Otros, entrañables: “El silencio en la palabra” (Max Colodro) y “The life of poetry” (Muriel Rukeyser).

Fotografía: Ilustración de Marianela Frank, artista chilena