Sin oxígeno (grounding)
El colibri lloró, detrás del sol, por su adorada flor
Pero habitaba dentro
de su corazoncito
…Y no la podía ver
(Guardabarranco)
Hay días que nos dejan sin aire. De sólo tratar de decir ciertas palabras, el pecho se recoge, no podemos respirar y, antes de intentarlo una segunda vez, nos damos por vencidos. Es que a veces no hay cómo traducir la lengua interior. Ella tiene su propio diccionario; un sistema de códigos tan diminutos que llegan a ser invisibles; tan enraizados en nuestro fondo abisal, que se hacen inaudibles. Si hubiera que capturarlos, esos agujeritos cuadrados de la gasa serían demasiada red. Todo pasaría de largo: el susurro sagrado, el ruido de nuestro tráfico íntimo (con sus acertijos y revelaciones), la canción justa en la memoria (La Distracción, de Silvio Rodríguez), con esos versos que nos ahorran años de vida y de sangre, tratando de decir algo que es indecible.
No hay palabras para el hambre, para el luto, para tanto niño vencido en el mundo, tanta soledad, y esos lobos que no importa cuántas cartas firme y haga firmar a todos mis amigos, están condenados a desaparecer antes de que llegue a conocerlos, como he soñado desde niña. Tampoco hay palabras para descifrar el eco que todo lo anterior, provoca en mi alma.
Me aquieto mirando muy fijo a mi hija más chiquita, el gato blanco que nos acompaña, unas piedras del jardín que, no sé cómo, ambos hicieron llegar rodando al comedor. Saco un pequeño espejo de la cartera y observo, como siempre, pecas y pequeñas arrugas. La nueva piel que se revela luego de una muda importante; ciertas pérdidas que honro y despido, con mucho más perdón, luego de comprender que no debo comenzar todo de nuevo; solamente comenzar ALGO nuevo.
Maybe, I miss home. Si tuviera un dedo luminoso y rojo, como el de E.T., estaría apuntando al norte. Pero estoy en el sur y no debería importar tanto; es apenas un tiempo. Y el tiempo nos gana, casi sin darnos cuenta de su transcurso. Se supone, además, que yo sea mi propio hogar; que lo lleve conmigo, lo habite siempre. Sin embargo esta certeza no se sostiene, no hoy. Frágil como me siento, luego de un par de meses en estas latitudes.
Extraño un verde específico, ciertos ciervos, uno en particular. Sobre todo, extraño caminar por calles donde jamás me asalta la memoria. Para las veredas de Atlanta yo apenas comienzo a los 28 años, ni una hora antes. Los años previos, los más antiguos, le pertenecen a Chile, a Santiago, y durante los veranos a Viña del Mar, entre mis 7 y 20.
Hoy visité Viña del Mar. Crucé la plaza, me encontré con mi estatua favorita: una niña de mármol preciosa con una sonrisa mejor que la de la Mona Lisa (los críticos de arte todavía no se dieron cuenta), réplica de otra escultura que vi en el MET de Nva. York, años atrás, provocándome la misma emoción; la misma añoranza de sonreír de esa forma, con esa inocencia, a esa edad.
Quizás las noticias, la columna del Post, la indiferencia de la justicia civil –o de un juez, nada más- frente al abuso infantil en Chile, expresada en un fallo muy reciente que favorece a un sacerdote (sólo por omisión)… o esa escultura, esa escultura, tan evocadora, su belleza inasible en mi nombre. No sé bien qué exactamente, pero algo abre ese pasillo misterioso donde se cruzan los tiempos y sus huéspedes fantasmas.
El Patito Feo derrota en un segundo la ilusión de cisne macerada en años de bracear contra decretos hechos de acero puro, de volar en caída libre. Por un instante, valgo menos que nada, me hago invisible y no entiendo cómo me duele todo el cuerpo, un cuerpo que ha dejado de ser, si no es mío, si está en manos (es el recuerdo, pero lo siento) de los amigos del padre, pero él no está con ellos: me han llevado a sus casas, y no conozco a nadie ahí. Tampoco conozco a la niña que sale de ahí, menos… todo es menos después de perderme en manos enemigas.
Ésta es la clase de momentos en que habría lavarse los ojos con limón o sentarse sobre un cactus para volver a ser parte del paisaje, reconocerse en la vitrina de la panadería, tropezar con un extraño y reír confundidos y torpes, recordar mis 42 años, mis dos hijas, el hombre que me ama, mis mejores amigas, mis cosas favoritas (como la canción de Julie Andrews en La novicia rebelde).
Suena la sirena de bomberos, y debería ser dentro de mí, pero es en la avenida principal. Puedo ver el humo sobre la Quinta Vergara, y pareciera ser en el sector de Forestal, donde vive un querido amigo poeta (todavía, a pesar del tiempo). Caigo en la cuenta del verano que arrecia, el pavimento en que se aquietan mis pasos,grounding (la técnica que me socorre), grounding, la mano dentro de mi cartera acariciando un brazalete de plástico rosa en forma de canguro que mi chiquita me regaló, días atrás. La puedo oler, tocar. Puedo oír la voz de mi hija mayor, también. Y en el teléfono celular, un abrazo de amor, porque sí, me llega de regalo. Es aquí, y es difícil, pero es ahora. AHORA. Es todo lo que necesito saber para volver a respirar.
(Gracias Carolina, tú sabes)
Fotografía del título: Raindrops keep falling in my head