Día de la madre y el cuidador de mariposas
No hace mucho, llevamos a mi hija menor a una hermosa reserva botánica en el estado de Georgia. Había allí, un conservatorio de mariposas: un invernadero gigante con plantas tropicales y flores de los colores más radiantes, y más de mil especies de mariposas –protegidas para desviar de curso su extinción- volando felices (nadie puede tocarlas o molestarlas, solo mirarlas).
Antes de ingresar al edificio de cristal, todos pasan por la vitrina de una suerte de pequeño laboratorio u oficina –que se conoce como “Estación de Transformación”- donde es posible ver cientos de crisálidas colgando de pequeñas planchas de un material que creo era plumavit. Cada cierto rato, había mariposas que emergían, sacudiendo sus alas y, me imagino algo desconcertadas (como todo recién nacido), buscando donde pararse o sostenerse.
En intervalos más o menos regulares, un señor –cuyo oficio no sabría cómo nombrar bien- abría las pequeñas compuertas de la vitrina, deslizaba sus manos hacia las mariposas recién nacidas para tomarlas con máxima delicadeza y llevarlas a una suerte de barril gigante hecho de malla blanca. Ignoro por cuánto tiempo permanecerían ahí, pero a algunas que se veían algo más grandes y menos desconcertadas en sus movimientos, las llevaban luego al invernadero gigante donde las dejaban libres.
Tuve la fortuna de quedarme suficiente rato observando estas ceremonias. La rutina era la misma todo el tiempo, y para más de alguien el oficio del señor que cuidaba a crisálidas y mariposas recién nacidas, podría haber resultado tedioso luego de cuatro o cinco veces de observarlo. Lo era, si uno lo piensa multiplicado por semanas, meses y años en lo mismo. Pero la sutileza de sus movimientos, y su actitud reverente (su sonrisa tenue en el rostro lleno de arrugas y algo severo), le quitaban peso a la repetición, dotándola de un carácter solemne, casi sagrado.
Mirando a Emilia observar el ritual maravillada, olvidé por un momento que mi niña apenas bordea los cuatro años, y habría querido compartir con ella que todos estos afanes me recordaban tanto sobre el ser mamá y ver a mis hijas crecer, y yo con ellas.
De orugas a crisálidas y mariposas, hemos transitado cada una. Fuera y dentro, en tantos colores y texturas posibles. Quizás como en el Conservatorio de mariposas, y con el señor que las cuidaba, la vulnerabilidad me queda rondando como regalo. La de mis hijas, que se plegaron a mi cuidado, y confían en mí, y refunfuñan a veces, pero siguen recibiendo lo que yo tenga para darles (por eso aquí estamos, todavía velando por sus transiciones). Y por la mía: mi propia vulnerabilidad y tantas aceptaciones que he debido trabajar y que gracias a mis niñas han sido posibles, en relación a mi condición humana general, y como mamá también.
El coraje para asumirme imperfecta, y luego la compasión con mi falibilidad y mis ignorancias y errores, o el perdón, no habrían existido de la forma en que hoy cuento con ellos, si no los hubiera aprendido al lado de dos hijas que –cada una según su edad- sin condiciones me han regalado su amor y su trato siempre encariñado. Tanto como yo he querido prodigárselos también. En ese devenir, las vulnerabilidades se han levantado como espacios posibles, necesarios para aprender, nutridores de resiliencias y fortalezas.
En nuestra cultura, la vulnerabilidad y la fragilidad son muchas veces tomadas como sinónimo de debilidad. Yo misma quise convertirlas en sus opuestos por mucho tiempo, levantando bunkers y refugios interiores, cercos y más cercos donde limitar el acceso indiferenciado de vínculos dañinos y amables, todos por igual, en la idea de prevenir lesiones. El problema es que esa precaución, era tanto asepsia para heridas e infecciones como para ternuras y regocijos de esos que solo vienen con el amor. Con mis hijas siempre fue la excepción, con ellas sí podía dejar abiertas ventanas, membranas y fronteras, pero creo que dentro de un radio todavía temeroso: de no ser suficientemente competente, capaz, “buena madre” según términos más ajenos que propios.
Poco a poco, acompañada de mis niñas, un bunker y otro cayeron, una y otra capa de piel hasta dejar el tejido más íntimo cerca del aire y las hojas, y de las pieles de mis propias hijas. Poco a poco también, en vez de refugios antinucleares, se multiplicaron el hogar y sus nidos: primero para mis crías, y luego para el mundo. Que el sentido de pertenencia fuera un pulso en cada vínculo; que al menos un poco de esa domesticación de Zorro y Principito fuera quedando en cada intercambio, cada gesto con el prójimo. Y si no era posible, que no fuera por falta de intento en la empatía y la bondad. Y aun con todos esos intentos de bien, que no fueran olvidables los límites vitales del cuidado.
Todo eso aprendí de mi hija mayor cuando, de chiquita, insistía –contra toda la tendencia de su curso- en ser amistosa e invitar a jugar al niñito que más la molestaba: “yo creo que lo pasa mal, que en su casa tampoco es muy feliz”. Pero también aprendí de ella, tiempo después, que aun teniéndole cariño no quería seguir invitándolo porque insistía en su bullying y “todo tiene un límite, mamá, y él también tiene que aprender eso”.
Un contrapunto difícil, ser abierto en la vulnerabilidad, propia y del otro, apostar al vínculo y la pertenencia, y no obstante ser claro en los límites a malos gestos o a la crueldad. Sin dejar de preguntarse o de mirar al otro en sus cismas. Sin permitir sus lesiones, intencionadas o no. Esta humanidad bien templada de mi cría mayor, la he visto ya germinar en la más pequeña. Y sigo aprendiendo, sobrecogida, extasiada. Todavía agradecida, a mis 44 años, de no sentir o peligrar en la arrogancia de creer saberlo todo, ni mucho, en mi maternidad.
Sigue siendo necesaria esa atención a frecuencia de segundos o minutos, la cadencia oficiosa y ese cuidado consagrado, único y particular dispensado a cada especie, propios del señor que velaba por crisálidas y mariposas recién nacidas, navecitas blancas (como decía Silvio Roríguez), organismos potentes con visión infrarroja, capaces de recorrer miles de millas en su corta vida, o de hibernar y resistir temperaturas paralizantes para otros organismos. Resilientes, bellas, elegantes, pequeñas gigantes y lo más cercano en el mundo vivo, a las hadas que no se manifiestan tan claramente (y con las que de todos modos, soñamos). O a veces sí, y yo conozco a dos: Diamela y Emilia.
Buen día para recordar que como en esa “Estación de Transformación” a cargo del caballero reservado y sobrio, de quien no llegué a conocer su nombre, asimismo me he sentido recibida por mis hijas, en dulzura y disposición. Y así también me atrevería a decir que he he tratado de responder al cometido de cuidarlas en cada desafío de crecer. Nos hemos dejado ser y poco a poco convertirnos en humanas todas, siendo madre yo, y ellas hijas, celebrando las mujeres que somos, estar vivas, y muchas veces dejando ir lo que otros dicen o escriben sobre qué o cómo debemos ser las mujeres-madres o los niños y niñas. Algo que a las mariposas, no de soberbias sino de inocentes y puro auténticas, tampoco les interesaría mucho, por suerte… =)