17 años
“…es como descrifrar signos, sin ser sabio competente”, Violeta Parra (Volver a los 17)
1-La travesía de cinco años, los ojos de los cinco años, los rostros que ya recuerdan esos ojos.
El infierno en una palabra. El niño no conoce “felación”. Tampoco otros nombres y verbos sobre actos de su vida cotidiana.
No llegué a saber si conocía su nombre (Gonzalo). Ante la pregunta: “Me llamo Chalo”.
No ha asistido al jardín ni a kinder en el colegio. Quizás ya es tarde. Aunque ojalá no lo sea.
Adultos buenos, tratan. Otros, dejaron de tratar. No preguntan por él. No lo buscan.
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2-Dos niñas, con cara de niñas. Trece años los cuerpos, las señas de la pubertad.
Ninguna conoce la palabra “proxeneta”. Una conoce la palabra “cuidado”. La otra niña no. No en su real sentido.
-¿No puedes arrancarte?
– Él es el único que me “cuida”, me da comida; a nadie más le importa.
– Pero no puede obligarte a hacer esas cosas. ¿Supiste del Sida? Te puedes morir de eso.
– Me da lo mismo.
– ¿Pero no usas condones, al menos?
– Ni sabría dónde conseguirlos.
-¿y una bolsa de plástico?… se me ocurre. Pero no muy gruesa. Para que no te duela tanto.
Escuché este diálogo, más de una década atrás, en un refugio nocturno para niños de calle.
Las niñas conversan en la antesala del baño-vaso de leche-camarote: la secuencia solemne de un amparo que sólo llega a ser esporádico. No alcanza a dejar huella.
La niña que viene de mejor vida comenta algo sobre el miedo que sentía su madre “cuando chica” frente a las vitrinas de las carnicerías. La otra guarda silencio.
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3-“No voy a denunciar, ¿de qué serviría?”. La pupila se rinde. Los prismas. Toda la luz
Los 16 años, su alquimia inexacta y confusa: riesgos versus recompensas. La candidez arrolladora de ese punto ciego donde el peligro que más nos elude, es el prójimo.
Era su novio.
Un vaso como cualquier otro, un líquido.
El cuerpo en el sacrificio.
Agonizar en un segundo festivo, o amoroso, o insensato. Despertar, y encontrarse con el horror. No recuerda casi nada de las horas robadas. No sabe cómo llegaron unas partes del cuerpo a sentirse separadas, en duelo unas por las otras.
“¿Quién me va a creer?” El final de la inocencia según términos ajenos: “ya sabía a qué se exponía”. Esa frase. Esa letra avergonzada. El diccionario de las lesiones.
A ser humanos, aprendemos. A dejar de serlo también.
En la manada, algunos juzgan.
El cuerpo humano en altares de piedra y mesas de disección; animales prometidos para el sacrificio y colgando de la maquinaria de los mataderos. Las imágenes que rondan. Ser ciega no haría la diferencia.
Detrás de la vida vivida, otra vida: la mano invisible del amor sobre mi hombro. Ser más vieja. Dar gracias por ello. Pedir perdón por la lentitud, el ensayo en la traducción, el error. La experiencia que conozco. Los muslos blancos del alma y el lápiz que más que decir, reza.
¿Cómo escribir a la velocidad debida? Cómo dar cuenta del tormento, sin culpa por reconocer el gozo. Ser consciente del humano combate interior donde a pesar de uno misma, la vida se venera. La intimidad con ella.
“Volver a los 17” cantaba la gran Violeta Parra. El número enemigo alrededor del cual damos vueltas en estos días, en esta nación. “Pero si tenían 17”… el argumento de algunos para excusar la humillación, los cuerpos vejados. El espectáculo noticioso y la complicidad indolente suma a cientos, quizás miles. Y es menos, pero intensa y determinada, la compasión: disenso y victoria en las entrelíneas del desdén y el olvido. La bondad de algunos.
¿Recordamos los 17 años? ¿nuestra capacidad de deliberar?, ¿cuál era nuestra sapiencia saliendo del colegio, cuáles nuestras certezas? ¿Qué historias traíamos con nosotros? ¿Qué siente la tristeza en el privilegio, o en la miseria? No es igual.
Después de. Nadie que no lo haya vivido, entendería ese después-de. Lo que queda del grito mudo, las palabras mudas, el silencio que no es siquiera sobre lo innombrable; que no lleva otras voces. Sólo es silencio y nada. Lágrima y cuerpos profanados. Parecen muertos, pero no lo están. Aunque deseen.
Víctimas de abuso sexual, de violación. A los 16, 17 años. Más de alguien preguntó sobre ellas “¿y dónde andaban, a qué horas, con quiénes, qué ropas vestían, qué hacían?”. La pregunta no es por su herida, o su cicatriz.
Se desoye a niños pequeños, se dice que fabulan, se confunden, hasta “mienten”. Se cuestiona su sanidad, a veces hasta su moralidad. Su credibilidad. Con víctimas adolescentes de abusos sexuales, mayor es la inmisericordia: “él/ella tenía edad de consentimiento, se fue a meter a la boca del lobo, no sabemos si en realidad se lo buscó”.
Se dicen las cosas más crueles. También, contra mujeres adultas víctimas de violación, o jóvenes que fueron sodomizados por sacerdotes (“¿pero cómo se dejó?: si era grande, pudo oponer resistencia, quizás lo disfrutó”).
No querer escuchar ni sollozar. Imaginar un mundo antes de nosotros, entender el horror en su prenatalidad. Haber sido capaces de desviarlo de curso… ¿sin él, cómo habrían sido los siglos, habríamos aprendido más de amor?
En mi país, la semana que termina vio el regreso a la comunidad de un hombre (el nombre no es importante) que cumplió una condena de 12 años de cárcel (rebajados a 10 en consideración a su “conducta sobresaliente” dentro de la prisión). Sus delitos fueron estupro (de cinco adolescentes), producción de pornografía infantil y explotación sexual de menores de edad (aunque muchos hablen aún de “prostitución”, “clientes”, “prostitutos de 17 años”).
No era alguien impedido de discernir. No es alguien de quien conozcamos en qué condiciones sale en libertad o cuál es la probabilidad de reincidencia que estiman los profesionales que lo han evaluado/atendido. Pero si existiera alguna certeza tranquilizadora para la comunidad, no es difícil suponer que ésta ya habría sido compartida con nosotros. Debería ser exigible. No basta saber que cumplió condena alguien que abusó de menores de edad (plural); alguien que podría volver a abusar.
Los medios cubren diversos ángulos, pero olvidan a los jóvenes de quienes ese hombre abusó; sus víctimas (y todas las víctimas). Se ha dicho de ellos que “no eran ningunos muchachitos inocentes, recibieron dinero, no fue ese hombre ni el primero ni el último ‘cliente’”. Se les ha degradado, de la misma forma en que lo hicieron sus proxenetas y los adultos que los explotaron sexualmente. Pero en esta oportunidad, no son perversos, desviados ni criminales los responsables de su victimización: es la propia comunidad, o parte de ella, la que condena y desposee.
Las cifras de explotación sexual comercial infantil son casi siempre inciertas, pero Sename informó de la atención en Chile -durante el año 2012- de 1198 niños, niñas y adolescentes explotados sexualmente, quienes, y es lo más triste, no suelen reconocerse como abusados y explotados por el hecho de haber recibido “algo a cambio” (dinero, comida, hasta un par de zapatos). Volver a mirar, leer, sentir: 1198 menores de edad. De ellos sabemos que existen, que han sobrevivido el infierno -no hay otra palabra para describir el que unos seres humanos, indefensos, sean mercancía de otros seres humanos-. De ellos, sabemos…
Cinco, doce, diecisiete años de edad. La biografía desmembrada en la calle y en las redes de explotación sexual (no puedo imaginar peor forma de esclavitud ni mayor fragilidad). Cualquiera sea la edad no hace la diferencia, ni un decimal, en la inocencia de estos niños y jóvenes. Si hay culpa es nuestra, como sociedad, como nación: no es de la infancia vulnerada. Pretender poner sobre sus espaldas una parte o todo el peso de nuestro fracaso en cuidarlos, es inhumano. Y una nueva victimización.
La culpa no transfigura. Sobre la llaga, otra marca. Vergüenza sobre horror, crueldad sobre crueldad, cuerpos vivos apilados unos sobre otros, y cada uno, fosa de sí mismo.
Carol Gilligan, Judith Herman. Sus voces de décadas advirtiéndonos del tremendo poder de la comunidad en restituir intimidades, dignidades, éticas del respeto, el latido inequívoco de la seguridad ante quienes cuidan, y quienes no. Cuerpos, espíritus quebrantados, trauma: recobrarse junto a los otros, todos quienes somos, nuestras víctimas. Aquí, fracaso.
Yo también fallé, en alguna medida. No los conozco, no hemos cruzado camino, pero quedo en deuda con esos jóvenes. No lo digo por exceso de severidad, ni exceso de trauma como algunas personas han querido suponer con el mayor desconocimiento.
Es cierto, no soy neutral. No hablo desde lejos de la cicatriz. Y el abuso sexual es una cicatriz que no se borra, que por épocas duele más, ajena a nuestra voluntad y mejores esfuerzos (entretejida a la memoria del cuerpo, las alquimias, el telar neuronal, la vida). Pero la cicatriz es piel cerrada, y en un cuerpo que envejece, además (como mi alma). No es importante. Otros esmeros sí lo son, y otros seres humanos, más jóvenes en la tribu.
Hubo un programa de televisión, destacado, contribuyente –como ha sido- en conversaciones sociales inmensas: por ejemplo, acerca del embarazo infantil. Es una tribuna donde podría hablarse, confié, de l@s niñ@s y jóvenes que sufren de explotación sexual, de su protección y restitución; del ejercicio no-imposible (y moriré viéndolo así) de la justicia dentro de coordenadas de cuidado.
Los crímenes contra niños y adolescentes piden otra mirada, y asimismo otras respuestas. No se trata de asaltos a bancos. Son cuerpos vivos, indefensos, vidas apenas escribiéndose. Las leyes deberían revisarse, modificarse o derogarse -aquellas que no sirvan al propósito de proteger-, y nadie propone anarquías ni incivilidades. El pedido es actualizar (nuestra ley de menores es del siglo pasado, no incluye consideraciones sobre víctimas, reparación desde un marco de derechos, restitución en la comunidad), aprender, entender que la justicia no es enemiga, sino hermana del cuidado; que la vida de un niño es mucho más importante (en todo sentido, y como “bien jurídico” también).
Lamentablemente, la insistencia no ha sido sobre los derechos de las víctimas, sino del victimario, su libertad, su “deuda saldada”, el “beneficio de la duda” (algo que no existe para sus víctimas sojuzgadas). Algo se incumple. O todo.
Aunque prefiero mil veces escribir en soledad, o cuando mucho, conversar en la radio (le tengo terror –físico, psíquico- a las cámaras), acepté ir al programa mencionado. Con dos especificaciones: la primera, hablar desde el cuidado de la infancia y de las víctimas de abuso, y no desde la polémica sobre un abusador en particular y las disgresiones (que podían llegar a ser interminables, inútiles) acerca de gradaciones de pedofilia o perversión que por demás, son dominio de un experto en psiquiatría forense. Yo no lo soy (ni querría. Tampoco podría).
La segunda recomendación fue contar ojalá con un abogado (recomendamos a dos destacados en el trabajo por la infancia), pues el debate no podía prescindir y necesitaba para sostenerse, de un experto en derecho penal que pudiera iluminar, adicionalmente, la relación entre justicia y el cuidado a las víctimas y la comunidad.
De más está decir que ambas coordenadas propuestas, se diluyeron entre día y noche: el momento de aceptar concurrir, y la hora decisiva del diálogo en cámara. Me cuesta perdonarme no haber declinado, o haberme retirado junto al primer augurio del tenor de lo que venía, inclemente con las víctimas. Los acuerdos se honran. Los límites han sido una gesta. Merecen respeto.
Durante ese día, antes de llegar al programa y en las horas que siguieron, las voces de pacientes o sobrevivientes a quienes conozco, y el impacto que tuvo sobre ellas el juicio a los jóvenes víctimas del abusador liberado. Algunas con crisis de angustia. Otras, pánico. Retroceso. Lo que se leía u oía decir a algunos comunicadores, personas influyentes, tuiteros en las redes sociales, o personas comentando en el metro o las oficinas, fue demasiado. También lo fue el diálogo por televisión, sus puntos de fuga.
El daño indivisible. No son tan distantes, aunque algunos así lo crean, la realidad de un adolescente que sobrevive en la calle (quizás desde muy niño) y que es sometido a la explotación sexual acaso diaria (o muchas veces en un mismo día), y la realidad de un hombre o mujer que desde otra vida, igualmente atravesó la experiencia del abuso sexual durante su juventud, o su infancia temprana, o la mujer anciana víctima de violación o de torturas. No son realidades imposibles de hermanar.
El daño, ese daño, puede intersectar a much@s y no solamente, como algunos acusan, desde el “están tod@s traumad@s”, sino desde el duelo compartido; la solidaridad más íntima imaginable. Pueden ser 80 años, 50, 20, o los que sean: respiramos juntos (#tribu) y a veces más intensa y fieramente (los más viejos) cuando se trata de los más jóvenes. Víctimas que tienen menos años y más futuro, más vida por delante.
Me fui a negro. Como nunca. Los ojos turquesa de una mujer admirada (senadora de la república), esos los recuerdo bien. Diáfanos y ansiosos, en el otro extremo de la mesa. Compartimos la súplica, pero las otras voces –de los interlocutores hombres- fueron acaso más fuertes, inconmovibles. No lo sé. Pero sé que no logramos llegar a destino; el prójimo se nos escapó de las manos.
He pasado por pruebas mayores, preguntas mucho más difíciles. Pero aquí no pude. La calma se corrompe, la lucidez. La imperturbabilidad es imposible ante violaciones a los derechos humanos. No me he visto jamás en televisión (ni una vez he revisado una grabación y es largo de explicar); tampoco en esta oportunidad, aunque bien sé que estuvo lejos de ser una contribución. No cuando apenas recuerdo el evento. Sólo el pulso en ascenso de una sensación cautiva, impotente. Ganas de irme a casa con los míos, mis hijas, nítidas en sus edades, protegidas de desuellos y sospechas. No como esos jóvenes a quienes fallamos en defender.
En los balances, al menos haber logrado decir que lo que importa es la protección integral de la infancia, que los menores de edad son eso, menores, y que no se puede hablar de prostitución cuando la definición correcta –no es una interpretación ni un capricho de “radicales por la infancia”, sino el término consensuado por comunidades autorizadas- es Explotación Sexual Comercial de Niños, Niñas y Adolescentes (ESCNNA). La exactitud de las palabras permite situar las preguntas sobre el rol de la justicia, las acciones de enmienda y prevención. Palabras en las cuales todavía insistiremos para detener y reparar el retroceso que significa que personas con peso en la opinión pública, omitan o banalicen daños y vulnerabilidades de los más indefensos.
Hace poco, Google, Microsoft y Terres des Hommes (Sweetie), dieron importantes pasos para proteger a niños y adolescentes de la explotación sexual, cyberbullying y otros peligros vía la web. Si un/a adolescente publica una foto que luego lamenta, no se le considera descriteriado/a o co-responsable: se le sigue cuidando, sin condiciones ni distinciones absurdas y despiadadas sobre la edad o capacidad de deliberación que pueda haber tenido. El cuidado es un imperativo ético incondicional. Incondicional.
Cuando se condiciona o niega el cuidado, no sé qué nos ocurre, de verdad, no lo entiendo. Nadie en su sano juicio podría retener un remedio para la gripe o la indigestión cuando un niño o un adolescente están enfermos, mientras se evalúa su posible “responsabilidad” (por andar descalzos, jugar en el frío, o haber comido demasiadas golosinas) o sus notas, o su conducta. Lo mismo debería ser para el sufrimiento en otras experiencias, a veces, mucho más destructivas para el cuerpo, sus vidas.
Lo que de humanidad se desdibuja en los juicios colectivos, quizás pueda ganar contorno valiéndonos del trabajo en la salud: nadie, en las urgencias de los hospitales, preguntaría al herido de un choque si fue el responsable o la víctima del accidente, para prestarle atención. En los campos de refugiados -por guerras o desastres climáticos-, no existe la pregunta sobre creencias, trayectorias, faltas o virtudes de las personas que requieren auxilio: todas son acogidas. Que en naufragios se priorice por niños y mujeres, refleja el instinto de la supervivencia que debe ser preservada, cuidada. Podría seguir, aunque quizás de todos modos no logre poner luz donde necesito. Se siente un fracaso esta semana.
Hay personas que disfrutan hablar en público. Hay personas para quienes es mucho más difícil. Diferencias que pesan al momento de querer ser efectiva en comunicar algo, cuando el medio no es el preferido o el que se siente más natural. Para mí, sólo las letras: desde que tengo memoria, ellas son la voz y el hábitat primordial. Con ellas, junto al trabajo de cada día, espero servir mejor.
Me queda poco tiempo en esta ciudad y país, la cuenta regresiva está en marcha, los adioses comienzan a reunirse todos en uno. Pero hasta el último día en julio 2014, al menos desde esta tribuna y refugio (wordpress), las palabras serán en mis términos. Sin olvido de la #tribu, ni de las nuevas generaciones que han visto su vida interrumpida por tragedias que ningún niño ni adolescente debería conocer. Seguiremos hilando la gasa que necesitamos ser, todos juntos, mientras y hasta que cada herida transmute en cicatriz. Cuidar. Cuidarnos. Sin condiciones.
Fotografía del titulo: 17