Bitácora Improvisada (STGO, NY)
Partir
A los veintitantos por primera vez. El lugar no era importante, aunque terminó siéndolo. Eran los noventa. Necesitaba salir, salir volando, corriendo, a como diera lugar. No iba a estudiar; no era artista; tampoco funcionaria de alguna organización que obligara a la permanente travesía. Era una mujer y mamá que buscaba donde anidar. Que siempre busca.
Check list
No sé cuánto dure este viaje. Es decir, sé, pero todo cambia. Siempre puede cambiar.
Tiempos de guerra, fuera: no hay recurso que pueda ser desestimado, desagradecido. Corre lo mismo para el campo de batalla interior, el conflicto de una identidad que con casi medio siglo ya sé que no termina de construirse, de entender/desentender sus contradicciones, la multitud de sí, cuerpo, espíritu, cada órgano y su historia, cada recuerdo y sus libro de fábulas.
Tantas voces y ese afán –supongo será hasta vieja- de articularlas en un sólo coro donde ninguna deba silenciarse, y donde ninguna desafine demasiado. Querer atender al bien, no dejarse distraer, y saber que la crueldad, el mal, son también una posibilidad: humana, mía. Mientras no lo olvide, habrá algún amparo.
Saber, también, qué se espera de uno, tomar eso en cuenta o no, definir términos propios para trabajar. Un valor también. El trabajo tiene valor, aunque la codicia y el lucro no dejen de intimidarme, y así también la carencia, la precariedad. Qué entender por abundancia, por prosperidad, por lo justo y necesario, por desapego, desprendimiento, la capacidad de compartir. Francamente. Con pureza. Sin reservas ni talonarios secretos.
Preservar un perímetro de integridad, coherencia, equilibrios en el dar y recibir: voluntad cotidiana de autocuidado. Aun así, en alguna parte -con esfuerzo, créditos, ahorros de la vida, en fin, lo que se apuesta en un sueño (más allá de toda beca, asignaciones, per diem, regalos)- sé que este viaje, estos recursos, podrían salvar la casa de alguien, la cuenta de hospital, la indefensión de otros lejanos. La sensatez de poder juzgar -ojalá calibrar- la propia conducta. Responsabilidad en, a pesar de todo (dilemas y egoísmos incluidos), asumirla como propia. Elegida.
Melodía
#Tribu, mis colegas jóvenes y viejos, amigos y amigas de muchos y pocos años, discípulos, familias y niños con quienes hemos caminado juntos, personas a quienes sólo conozco desde las letras (no en vivo, no todavía), el señor del almacén, los conserjes del edificio, apoderados, vecinos, afectos en distintas escalas, músicas queridas. Secuencias, cuentas de madera o marfil imaginarias, una plegaria o buen deseo en cada una.
Dejar atrás mis porcelanas diminutas con los personajes de El Principito (caben en un puño cerrado, así de pequeñas son), una caja de cartón con las fotografías más antiguas, decenas de libros entrañables. Igual algo duele.
Pienso en estas pequeñas cosas que logran suavizar los eventos mayores. La orfandad definitiva de la madre, aún viva. Decir adiós (ahora sí, saber que no se puede) a la mujer, a ese cuerpo que habité y no logró, en casi cincuenta años, encariñarse con el mío.
Mi hija mayor nos deja en el aeropuerto, nos seguirá en octubre. El tiempo es eterno, puede ser. Hay coraje en partir, en dar un beso de despedida así.
Repaso: libros de consulta, mi viejo tarot, una maleta de juguetes para Emilia y su ropa. Míos, 3 pares de zapatos (y el doble de calcetines), 3 jeans, 2 polleras, 2 chaquetas (una para menos y otra para mucho frío) y varias poleras de mangas cortas, medianas y largas, casi todas negras. Es como una suerte de uniforme al que he adherido casi sin darme cuenta (como los aros, permanentes, o el corte de pelo, y los mismos bolsos a modo de cartera o estuche del computador).
Me aburre vestirme (no es que quiera andar desvestida, es sólo no querer elegir, gastar tiempo en buscar o pensar qué) y es una suerte (o un regalo del ballet) no cambiar de talla a lo largo de décadas. No es el cuerpo detenido, aunque a veces me lo pregunto. Tampoco olvidado, haciendo lo que mejor le parezca. Cariño le tengo, sincero, ganado por tramos, capas de piel, grupos de células, cada idioma orgánico, nativo, vital con insistencia. Confianza le tengo.
Be not afraid of my body. I am a dance, recitó Whitman, y reparo en el cruce con The Killers. Según yo, siempre escuché “are we human or are we dancer?” aunque algunas traducciones dicen “denser”. Pero uno canta como quiere, según se emociona
(…punto aparte, después de su muerte, gracias a la autopsia, se supo que Whitman sufría de tuberculosis. Nunca dijo nada, pero él debe haberlo sabido, sufrido. Qué tremendo, mucho más, se hace su cuerpo en ese verso).
No es tan importante, pero me pregunto si alcanzará con lo que llevo para 3 estaciones y sin certeza de lavadora cercana (los laundromat a dos cuadras me provocan una flojera insorportable). Sí me causa ansiedad haber olvidado mis alas de mariposa azul. Halloween, ver a Diamela de niña en un chispazo y jurarme que algo deberá ocurrírseme antes de Octubre. Emilia ya sueña con ese día.
Chile
La patria, el país, la nación. Sin adjetivos, no tiemblo, no siento. Pero si abro el cuaderno de años recientes y agrego a nación…. “buena, bondadosa, respetuosa, visionaria, alegre, etc., sobre todo con sus más pequeños”, entonces ahí sí: algo reza, se mueve, respira.
Quizás los apegos que debieron ser a los 2, 4, 10 años y no fueron, pudieran encontrarme en un nuevo regreso. Hasta aquí una cosa es el pasaporte y otra la intimidad del sentimiento.
Sigo con los ojos la línea de billboards, edificios altísimos y autopistas con luces azules como las cercanas al aeropuerto. Un progreso que no significa mucho. Alcanza a pocos, y más se desdibuja cuando el pasado nos sale al paso casi a diario (ahí está con su sombra y herencias, en la televisión, la radio, las calles, las palabras, la música todavía, los vínculos).
La historia no se olvida, no debemos olvidarla: sus voces, sus hombres, mujeres y niños ausentes, sus cantatas tristes y esperanzadas. Pero somos ya varias generaciones intentando encontrar la ley de sus propios cuerpos, imaginaciones, futuros.
Quizás exagero pero entre partidas y regresos hay una sensación viscosa, de brea en el alma, que no me abandona. Sentirse, en algún lugar, siendo parte de un grupo de pajaritos rescatados de un derrame de petróleo en alta mar, alteradas las alas, la textura de las plumas, y lo más preocupante: la sensación de ligereza perdida. Peso extra. Brea en el alma, como decía.
Reconciliar. No sé si me convence ese verbo, igual uno termina tomando distancia de él, haciéndose impermeable a sus sentidos. Ya ni sé bien qué significa. No me anima ir al diccionario. Pero sí sé que jamás lo imaginé como amnistía, amnesia, puntos finales.
Si iba a ser posible susurrar siquiera la palabra (reconciliar) sería –pensé en mis veinte- desde una conmiseración sobre lo humano, la condición común (nuestra impiedad de la mano de nuestra gracia, si nos quedaba alguna). Un gesto valiente, soberano, para poder seguir viviendo: sin borrón y cuenta nueva; sin absolución. Lo inexpiable.
Sí era necesaria, y es todavía una añoranza, la disposición a seguir caminando, no por inercia, no arrastrados por las décadas. Caminar bien, ni siquiera por nosotros sino por responsabilidad con las nuevas generaciones. Con nuestros hijos en mente, haber revisado escombros y dar con hilos, lana, cordel, lo que sirviera para volver a tejer algo colectivamente. Y si la herida de algunos jamás ha de sanar, entonces que otros menos, o jamás lesionados, tomáramos dobles turnos para poder seguir tejiendo.
Poner la guerra a un lado: no fuera de nuestra memoria, pero sí de nuestra mesa, nuestra cama, nuestros días vivos, nuestros nidos, lejos nuestros recién nacidos. Dejarla morir, llorar cada ceniza y osamenta, no hacer con ella lo que ella hizo con tantos y darle sepultura. Darle y darnos ausencia de su ánima en pena, condenada a seguirnos inmortal y exhausta.
Quizás los ejemplos suenan fuera de lugar, pero recuerdo los escritos de un jefe cherokee (el último, en Georgia) y la música de Nina Simone. La progresión, en ambos, de una energía que busca, rasguña piedras, insiste (contra toda evidencia por períodos) en reconocer la humanidad de enemigos, opresores, y de sí mismos.
Tuve la bendición de estar en uno de los últimos conciertos de Nina Simone en Atlanta, antes de su muerte. En records municipales, policiales, de asistentes sociales, organismos de derechos civiles, seguía (y sigue) contándose una historia difícil –después de un siglo y más desde la abolición de la esclavitud- para los afroamericanos del sur de EEUU. Pero ella, madre un poco de todos, con tibieza firme -y sin dejar de explicitar la deuda ética- agradece en ese concierto todo lo logrado por el movimiento de DD civiles, e invita a no descansar, restituir, reconocer dignidades sin sacrificar la fraternidad, el cuidado mutuo.
Llevo conmigo a Nina Simone, como siempre, y de estos últimos años unas canciones de los Bunkers más un tostador y unas cajas de fósforos copihue que me regalaron en el café de mi barrio. Ahí me han visto preparar libros, repartir cuelgapuertas, reír, llorar a veces. Nunca me han preguntado motivos. Nunca miraron distinto a las personas más diversas con quienes nos reunimos ahí (todas las avenidas sociales y políticas, religiones, edades, orientaciones sexuales). Tampoco faltó una sola vez la sonrisa buena y llana.
Raíces
Uno puede vivir en otros países, ciudades, casas grandes, casas pequeñas que se llueven, departamentos modernos, piezas modestas (en casas de otros, a veces de refugiada), tener más o perderlo todo, volver a comenzar con una silla rescatada de la calle, recobrar un pulso afortunado y respirar un poco menos insegura (sólo un poco menos: el desasosiego de la tierra no da para garantías, a nadie). Todas las versiones posibles de habitación. La única imperdible: conmigo. Habitarme. Amar. Soy una raíz para dos hijas. Ellas son mi raíz también.
Aeroplano
Mi avión no tiene alas de cóndor, sino de colibrí (uno de mis animales totémicos, así me dijeron años atrás). El año 97 visité el lugar donde en Carolina del Norte, los hermanos Wright gestaron el primer vuelo exitoso (éxito, recordar del diccionario “resultados felices”). Qué sentirían hoy en día, qué dirían a los niños que preguntan ¿Por qué no podemos volar, no tenemos alas, qué faltó para lograrlo? No sé qué responderle a Emilia. Más difícil, ¿por qué nuestros ojos pueden mirar todo menos a ellos mismos? las preguntas ascienden, se llenan de algo que es más que vida, más que poesía, más que volar. Sobra cielo con los niños. Madres y padres lo sabemos. Sobran los aviones.
Abrazos
No alcancé a despedirme en persona de todos y todas. Me faltaron abrazos, y el cuerpo se desacomoda en esa ausencia.
Trabajé hasta el día antes de partir, las maletas las hice el mismo día (olvidé mil cosas) y no quería empacar sino escribir, ordenar la cosecha que llevo en el alma, caos de arándanos, golosinas, servilletas con apuntes de la ciudad, cuadrados de lana (para hacer frazadas), piezas de lego por doquier, jirafas que llegan a las estrellas, esa desnudez y no otra, las palabras de Patti smith, de Rukeyser, de Cisoux, lo que yo no puedo decir, las rabias y renuncias (por la cresta que hay gente mezquina y violenta), el deseo y la vida. Clavitos y tuercas de un reloj que se confundió con los tiempos, y una cesta de mimbre blando, inmensa, ahí donde debía recoger todo lo vivido en este tiempo, me mira vacía.
Le prometo tiempo para cuando lleguemos a destino. Llevarla en el arco de mis brazos. En un abrazo.
Tres años
De 1996 a 2007 la diáspora, Georgia on my mind.
Del 2007 al 2011, más en el norte que en el Sur todavía.
El 2011, tres hombres buenos (Hamilton, Cruz, Murillo) son el argumento determinante del regreso. Y mi familia.
Los últimos 3 años, cada encuentro, cada gesta, cada derrota también. En el bolso de mano 3 libros que querrían cambiar el mundo, mis libros una vez, pero dos ya no lo son (el tercero está a medio empollar y me necesita todavía). Tienen su propia vida, los re-escriben cada hombre, mujer, o cada niño y niña que los hace suyos.
La última sesión compartida con muchos fue con los PRM de Sename. Hablamos de tres desplazamientos, danzas: de proteger a CUIDAR, de reparar a EMPODERAR, de la voz sin silencio y con él, de no apresurarnos a condenar al silencio por culpa de su arsenal en el abuso cuando hay silencios que son sagrados, propios, espacio de imaginar y sanar también para los niños.
La sesión fue tan profunda (con la presencia adempas de una formadora de la U Playa Ancha) y tan llena de esperanza. Nunca en tres años (ni siquiera en programas difíciles como Tolerancia Cero el 2012 y El Informante de 2013, a punto…) me quebré en público. De pura gratitud se me cayeron las lágrimas en el seminario del último lunes antes de partir. Presenté, como símbolo de esos desplazamientos que señalaba, un pequeño adelanto del libro que viene para diciembre (espero), “Tod@s Junt@s”. Niños y niñas extraordinarios de quienes no habríamos llegado a saber (ni ellos, de sí mismos) si no hubiese sido porque al menos un adulto, sólo uno o una, creyó en ellos y sus sueños. Nos emocionamos todos. Ala de colibrí, en son de Silvio
(Tres años en Chile. Construir lazos, dejarse domesticar un poco. O mucho. No soy una persona muy sociable, contrariamente a lo que pueda creerse. Me gusta estar en mi casa, salgo poco, escribo más de lo que hablo y me sigue resultando raro escuchar mi voz (como cuando en el colegio nos pedían grabarnos para tareas de música o inglés), o ser sorprendida con el comercial de un programa de televisión donde estoy yo pero nunca me vi, nunca quise. Otros ojos bastan. No se hace fácil. En las charlas públicas cada persona vale el doble. No son cien o trescientas personas. Son trescientos pares de ojos, es decir seiscientos. Para alguien que dedicó décadas al deseo de ser invisible, es demasiado).
Las letras siguen siendo el cuerpo, mi sonido, las historias escritas, así salgo al encuentro con otros.
Del 2011 al 2014 fue distinto. Nunca viví algo tan similar a esa mesa larga que fue símbolo por años de una conocida marca de té. Todos juntos (como el libro de los niños). Todos y todas. Así lo he sentido. La acción de gracias podría ser interminable y habría que detener el tiempo, todas las guerras, el calor y el frío.
Poder ver cada cara, sonreír, guiñar, asentir, todas esas mímicas silenciosas que dejan saber al otro que tenemos un lazo, o un recuerdo compartido. Amable. Gentil.
Honor
Trabajar en la esfera de la reparación del ASI le da a uno oportunidad de conocer a niños y niñas y a sus padres, hombres y mujeres que realizan procesos heroicos, inimaginables. Cerrar la puerta cada vez de despedirlos y repasar resiliencias, amores, regresos a la vida. En conjunto, maestros, familia extendida, equipos de profesionales apostados a no dejar pasar oportunidad de hacer las cosas bien por los hijos e hijas de todos. Maravilla y audacia, también son parte de la ética de cuidar, de restituir cuidados.
Vecinos, comunidades, académicos de distintas universidades (más antiguas o nuevas), artistas (sobre todo amigos escritores), algunos líderes políticos –de todas las avenidas posibles, eso lo destaco- capaces de gran ternura, siempre (no según la ocasión) y de acción decidida. He visto a las personas más diversas, concurrir. Mil mil mil mil gracias.
Mirar a la infancia y escuchar, “en cuclillas”. La inocencia no se pierde. Se recuerda, recicla, renace en compañía de otros. Juntos.
Desvelo
Pausa. Cielo. Luces cerca y lejos. Emilia duerme ovillada sobre mí en el avión. Tan linda mi niña ….. se ve. Pocas veces he podido completar la frase con “en la cuna”. Se ha llevado acompañándome por trabajo desde que nació, yendo a congresos, radios, reuniones en decanatos, durmiendo en aviones, buses, trenes, distintas casas de uno y otro lado del Ecuador. No: no es el ciclo de imperturbable estabilidad durante 7 años que Francoise Dolto recomendaba (o el sentido común) y a veces me siento la peor madre del mundo. Pero no puedo detener completamente el trayecto como hice con Diamela en su tiempo (cuando contaba con los años que vendrían después de los 40 para completar el resto de mi proyecto de vida). Ser mamá a los 40 es muy distinto y aunque la cercanía y el cuidado siguen no siendo renunciables, deberán ser distintos esta vez. Serán en movimiento: dondequiera que deba ir, iremos juntas con Emilia.
Conozco de otras historias que se han escrito hermosamente de esta forma y la nuestra, hasta aquí, va bastante bien. Además, me perdonarán los ministerios de educación del mundo, no soy una fan muy convencida de las escuelas y existen pocas de ellas (cinco dedos me sobran) que me entusiasman sin reparos y eso a partir de los 7,8 años. En todo caso, no es la idea ponerse a reflexionar sobre la educación. Sólo encontrar un punto donde sentir que esta vida, mi vida, y lo que puedo ofrendarle a mi hija menor, sigue siendo amoroso y bueno desde aprendizajes realizados de una forma distinta, “on the go”, “on the road”.
Le cuento a Emilia de Carol Gilligan, de lo que la mamá va a aprender, de lo que podría llegar a hacer, todo en términos muy simples. “Si le sirve a los niños. entonces está bien”, Emilia tiene 6, a los 16, 17, Diamela me dijó algo semejante antes del Agua Fresca en los Espejos. Infinitas ellas,
NY
Me asusta Nueva York. Mi casa, mi bosque en las Appalachian, los pasamos de largo. Veo el mapa donde muestran el recorrido del avión y me tiraría en paracaídas sobre la región de Georgia. Seguimos de largo, falta trecho. Fijo la vista en la cara amable y querida de Carol Gilligan, el semestre con ella, todo lo que me falta por aprender. Esto está bien. Esto es lo que debe ser. Luego veremos. Podría volver a Chile, podría quizás seguir hacia Atlanta y volver al colegio (extraño la pedagogía), podrían ser tantas cosas.
Día uno
Behind the past of any of us is that moment of arrival, with its song—Muriel Rukeyser
Emilia es la más feliz de todas, todavía no resuena mucho con Sinatra, pero su actitud es la más cercana al canto a viva voz de New York, New York, parada como King Kong (uno feliz) en la punta del Empire State o la Estatua de la Libertad. Como todavía no la convence Sinatra, canta en cambio “Libre Soy” de Frozen por los pasillos del aeropuerto JFK.
Por mi parte, me armé un playlist para la entrada a la ciudad que trae hasta a Ludacris y Snoop Dog, Bon Jovi of course (It’s my life, himno desde los noventa), Will.i.am (junto a plaza Sésamo), y una serie de canciones para el coraje. Cuesta admitir el miedo que me provoca esta ciudad.
He estado en NYC varias veces, siempre de turista, siempre demasiados días (si eran 5, al tercero quería irme; si eran 10, al sexto). Es una ciudad alucinante pero es demasiado: efectivamente, nunca duerme y no se logra oír a los pajaritos, o el propio susurro interno. Nunca oí el corazón de una ciudad latir como cien calderas del Titanic (imagino), todo el tiempo, incluso por las noches. Los tonos rosa y naranjo del crepúsculo, lo juro, tienen un sonido (lo he escuchado a orillas del río Chatahoochee, o Cosawatee) pero aquí no he podido escucharlos una sola vez.
Recorriendo Brooklyn veo una placa con el nombre de Walt Whitman. Sincronías que no faltan cuando más las necesito; que ponen silencio y dejan oír, hoy, justamente el sonido del crepúsculo que añoraba.
Me detengo a leer sobre la muralla de ladrillo, él estuvo ahí, trabajó como editor de un periódico siendo un joven de mucho menos de 30 años. Diamela, Diamela. Le explico a Emilia algo sobre el agua, el río, tanta gente que ha venido aquí, el cielo tan azul de este día, nuestro primer día. “Just as you feel when you look on the river and sky, so I felt…” Este verso, canto de bienvenida. So I feel…