Denuncia y actos de cuidado

denuncia ASI

Hay semanas vergonzantes. Otras además se sienten inhumanas. El 14 de marzo se conocieron los resultados del informe Jenafam, 2015  en el cual se indica que 79% de las denuncias por delitos sexuales que recibe la PDI, corresponde a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Son 4890, y no son los datos completos.

Para hacernos una idea, ha habido años con un total de trece mil, catorce mil denuncias. Esto no ha generado mayor reacción, y es durísimo admitirlo. Más bestial es la pregunta de cuántos niños tendrían que vivir qué clase de vejámenes para decidirnos a actuar, sin dejar pasar un día más. Fiscalía entregó estimaciones (como en 2014) de un abuso sexual infantil en Chile cada treinta y algo minutos, y no sé cómo se miran las manecillas de cualquier reloj después de saberlo, o cómo acunamos a nuestras hijas e hijos sin ver en ellos a todos los niños (sabemos que el abuso es transversal).

Un 8,7% de las niñas y niños que viven en Chile ha sufrido abusos sexuales –desde abuso impropio hasta violaciones- antes de sus 14 años (Unicef, 2012).  Según un estudio de Carabineros del 2012, por cada niña/o que denuncia, otros 6 no llegarán a hacerlo. En Chile, sólo  el 2% de los delitos sexuales –total país, adultos y niños- se reporta a la policía (PNUD, 2013). No da ni para pizca de iceberg.

Es efectivo que una mayoría de víctimas de abuso sexual infantil no devela; muchas compartirán su historia en la adultez y otras, nunca. Un número considerable de denuncias surge de situaciones muy extremas, o desde relatos que niños pequeños comparten de manera casi accidental(sin saber bien lo que viven o están contando en realidad). En muchos casos, el pedido de ayuda nace de la desesperación de niñas o niños abusados que quieren proteger a otros niños (herman@s, primos, compañeros).

Hablamos de develación, de denuncia, y nos detenemos muy poco a meditar sobre el significado de estas experiencias. Siendo adultos podemos sentir vergüenza (aunque no corresponda) al dejar constancia de la agresión de una pareja, y no hay cómo describir los sentimientos que acompañan una denuncia por asalto sexual o violación. Para los niños, el abuso sexual vivido excede todo: su estatura, madurez, vocabulario, capacidades. Cómo asimilar que personas queridas que debían cuidar, atormenten (sabemos que en su mayoría, los abusadores son de la familia o muy cercanos).

Es tremendamente complejo el proceso de denuncia, las fuerzas que jalan en direcciones opuestas, contar o no, y cómo, a quién, qué vendrá después. Imaginemos los niños al centro, y a su alrededor, todos los universos que ellos habitan y cuyas energías –de apoyo, contención, indiferencia o abandono- están percibiendo, sean o no conscientes de su influjo. Imaginemos al mundo adulto, desde diversos ámbitos, debiendo crear las condiciones que permitan a los niños que han vivido abusos, saber que pedir ayuda es un derecho, y que nosotros haremos algo con ese pedido.

El cuidado debería ayudarnos a evitar, colectivamente, daños evitables. Si fracasamos en eso, y aun con la consciencia de esa derrota, a lo menos el cuidado debería servirnos para acoger la voz y verdad de los niños, y sostener la denuncia y lo que se abre con ella, viendo una oportunidad de reparar y no de sumar más heridas. No es así, no todavía.

En el caso de muchas víctimas, sus familias no advirtieron el abuso, o bien, aun sospechando “algo”, optaron por “esperar”, por desconocer, y cuando la evidencia fue inapelable, aun así eludieron la denuncia y trataron de minimizar los hechos, o pidieron a las víctimas “paciencia” u “olvido” (como si fuera posible), para “no meter a todos en problemas”. Quizás los adultos reaccionan distinto cuando se trata de un extraño que de un abusador conocido, y se sentirá distinta, en uno u otro caso, la angustia frente a costos morales y materiales  de un posible proceso judicial. Pero cualquiera sea el caso, los niños son leales con quienes aman y lo que piden, lo que sienten. No querrán ver a sus familias sufrir. Y si no perciben una voluntad clara e incondicional de apoyo, lo más probable es que callen.

Si faltara la familia, uno piensa de inmediato en otras personas de la comunidad que deberían notar que algo “anda mal”. Lamentablemente, la evidencia indica que las intercesiones ante el abuso sexual no son igualmente categóricas que cuando se trata de violencia física. Los vecinos prefieren no inmiscuirse, no “equivocarse”, ser precavidos y no “alarmar” con una denuncia (y podemos empatizar, pero si está en riesgo la integridad de un niño, ¿entonces qué?). El hecho de que ésta pueda ser realizada anónimamente no hace la diferencia, y en ciudades pequeñas o pueblos donde casi todos se conocen, la resistencia a ser “denunciante” es todavía mayor. También la soledad de las víctimas.

En la escuela, al menos, la denuncia es obligatoria –por sospecha o ante la evidencia de abuso sexual, física y/o mediante un relato del niño- y sin embargo, en demasiadas ocasiones se calificará de “problemáticos” a niñas y niños sin llegar a contemplar que en realidad, podrían estar siendo abusados.

Muchos profesores no cuentan con formación esencial –ni durante sus estudios de pregrado ni en sus lugares de trabajo- relativa a detección y respuesta frente a casos de abuso sexual. Otros educadores preferirán mantenerse ajenos para no verse obligados a notificar un posible caso a la justicia. Tal vez muchos más estarían dispuestos a correr el “riesgo”, quiero creer, si supieran que un número importante de niños y adolescentes habló por primera vez del abuso con un profesor/a por quien sentía afecto y confianza. La otra preferencia mayor es con las madres (o figuras maternas), y en el caso de los adolescentes, se mencionan también los pares (un mejor amigo/a o pareja). Muy escasamente aparecen profesionales como médicos, dentistas, psicólogos, asistentes sociales, etc. Y no son pocas las víctimas que señalan errores diagnósticos de parte de estos y otros profesionales. Cuántos “trastornos” de salud, conductuales, o del aprendizaje no eran sino una “voz” que intentaba develar, sin palabras, el abuso.

Los más chiquitos pueden usar el verbo “adivinar”. Los niños más grandes, así como sobrevivientes adultos de abuso sexual infantil, expresan en uno y otro estudio, o durante la psicoterapia, el deseo de que alguien hubiese sido capaz de prestar atención y reconocer su sufrimiento para socorrerlos y detener el abuso. Muchas víctimas sienten que sus cuerpos y emociones sí “contaron la historia”. Hubo quienes además usaron palabras, y tampoco fueron escuchadas. “Exageras”, “estás confundido”, “mejor no hablar de esto”. Volver al silencio; uno que, contrario a lo esperado, no habrá sido impuesto por el abusador, sino por las omisiones de todo un colectivo.

En relación al abusador, y no puedo saltarme este punto, sus amenazas, pactos, “secretos”, pueden ser menos determinantes en la no-denuncia que otras tensiones titánicas que enfrentan las víctimas. El desconocimiento y desinformación (la falta de educación en sexualidad/afectividad y en autocuidado y prevención) son un tremendo flanco expuesto. Ningún niño pedirá ayuda si no sabe que puede hacerlo o frente a qué. Tampoco lo hará si siente que, en alguna medida, es “culpable” de lo vivido o “no merecedor” de auxilio. En este sentido, es crítico el rol que juegan los medios e internet –donde nada se olvida- para niños que sí se dan cuenta de cómo se cubren noticias sobre delitos sexuales, y cómo se estigmatiza y desacredita a las víctimas, o se las desprotege al punto de que “todo el mundo termina enterándose” de sus historias, nombres, colegios, etc. Hemos visto cómo expedientes judiciales completos han llegado a la web con todo el costo que esa violación de la privacidad tiene para las víctimas, en todos sus entornos, en el presente y hacia el futuro.

Los niños y adolescentes que han develado, en su mayoría señalan como lo más reparador el que al menos una persona les haya creído y se haya mostrado dispuesta a detener el abuso. Pocas víctimas hablan de “castigo”, “sentencias”, o “impunidad”; ni siquiera de “justicia”. Son palabras más bien distantes del vocabulario y conversaciones de la infancia. Pero hay niños que sí llegan a saber por los medios que hay abusadores que continúan libres, como si nada. ¿Para qué denunciar entonces? Y si la denuncia se constata como una fuente de nuevos daños, es comprensible que muchas víctimas se retracten. Estamos muy claros en que la trayectoria de la justicia chilena aún expone a niñas y niños a la reiterada evocación del trauma (por eso la urgencia de contar con la ley de entrevistas videograbadas), en tanto muchos imputados tienen la prerrogativa de declinar evaluaciones psicológicas, optar a penas remitidas y hasta reducir años de cárcel por “buena conducta”, sin ninguna garantía de rehabilitación y no-reincidencia.

Las realidades y cifras de abuso sexual infantil están disponibles hace mucho, y más cuesta digerir la indolencia en un país donde a duras penas existe un proyecto ley –luego de 26 años de democracia- para la protección integral de la niñez, y donde día por medio se vindican los derechos humanos, pero de los adultos, o donde escuchamos hablar de “obligatoriedad de la denuncia” para víctimas de violencia sexual con una desafección alarmante, durante el debate para el proyecto de ley #3causales (recientemente aprobado en la cámara baja).  Un 70% de las víctimas de violación en Chile son niñas: a ellas las ignoran, de ellas hablan con crueldad y sospecha, revictimizándolas. Y si fueran sus hijas.

Y si fueran las nuestras. ¿Podríamos decirles que confíen en su país?, ¿confiaríamos nosotros así como están las cosas? Cada uno con su respuesta, pero por favor pensemos en cuánta valentía y resiliencia han tenido los niños y niñas que aun con todo en contra, sacan la voz cada día, y los adultos que convierten esa voz en denuncia y apoyo para sus hijos, y en invocación, también, para nosotros.

Escribí hace unos días “Todo un pueblo”, reflexionando sobre el proverbio africano que el film Spotlight amplificó en resonancia al vincularlo al abuso sexual: “it takes a village to raise a child… and it takes a village to abuse them”. Se necesita de toda una aldea, de todos y cada uno, para criar a un niño…y para abusar de ellos también. Somos todos necesarios, asimismo, cada regazo y par de manos, para abrir paso a la verdad, ayudar a reparar. Ser un pueblo leal con sus niños. Ora na azu nwa (Igbo, Nigeria).

Publicado en Voces de La Tercera el 28/03/2016