¿Y si mis hijas fueran homosexuales?

Esta pregunta es una que deberíamos plantearnos todos los padres y madres hoy, todos los días, cualquíer día. Especialmente antes de dudar, objetar, o responder con indiferencia a iniciativas legislativas sobre no-discriminación en base a la orientación sexual.

En Chile, un joven fue brutalmente agredido por ser homosexual. Un joven de rostro y sonrisa inolvidables. Hoy, Daniel Zamudio agoniza. Es muy posible que muera pronto, acaso mientras escribo estas letras. No tenía que partir, tiene apenas 24 años, la edad de mi hija mayor. Una vida por delante, que no será. Banderas blancas y negras: todas a medio izar.

Pienso en mis niñas, en los padres de Daniel, en mis hijas otra vez.

Cuando nos convertimos en padres y madres, nada está garantizado. No sabemos por cuánto vienen a la vida nuestros hij@s, con qué salud gozarán, qué talentos o elecciones irán desplegando a lo largo de su desarrollo. Tampoco sabemos a quiénes amarán (o qué identidad sexual será la suya), en qué latitudes vivirán, cuál será su oficio. Uno solo desea lo mejor para ellos, los protege, los guía y acompaña, y de la forma que sea  -con o sin credos y dioses-, reza silenciosamente, casi inconscientemente, cada día, porque estén bien. Porque vuelvan a casa íntegros y contentos. Sin rasmilladuras, ni de rodillas y codos, ni de su corazón o autoestima.

Mi hija pequeña apenas junta letras. Con la mayor ya he recorrido un buen camino. Durante su prepubertad, me preguntaba cómo despertaría su cuerpo, cómo sería su universo emocional, sexual, amoroso, conforme madurara. Me llegue a plantear, también, si podría llegar a ser gay. ¿Cómo saber nada uno sobre ciertos caminos? Además, para ella habría sido algo sin fricciones, natural. Tenía profesores gay, padres de amigos, luego amigos y amigas. En Estados Unidos, aun en un estado sumamente conservador, era parte del paisaje cotidiano y de nuestra vida hogareña, el compartir con personas de inmensa diversidad, incluida la diversidad de identidad sexual.

Yo también lo hice, de niña. Tiempo atrás, en otra columna, contaba como a mis 10,11 y 12 años vi en mi academia de danza, en espera de que me vinieran a buscar, un beso de despedida muy amoroso entre dos bailarinas. Primera imagen de amor posible entre mujeres, distinta de la que conocía, la única: entre un hombre y una mujer. Luego vería otras muestras de cariño, entre hombres.

Mi madre y mi abuela, mujeres católicas y bastante tradicionales, tuvieron la nobleza de explicarme que el amor no era privativo de nadie: que podían amarse hombres y mujeres, o entre mujeres, o entre hombres solamente. Mi abuela agregó la opción bisexual, que confieso me resultó algo menos nítida, eso sí, al igual que el transgénero.

Nadie me habló de anormalidades o patologías, ni mi abuela ni mi madre. Hablaron de respeto, de compasión (y me adviertieron que eran vidas más difíciles, marginadas al silencio), de no juzgar ni prejuzgar a nadie: las éticas solo dependían de un buen corazón, nada más. Hasta hoy agradezco su benevolencia y lucidez para orientarme y animarme, sin decir mucho, a la aceptación del otro más allá de credos, ideologías, etnias, patrias. O de quiénes fueran sus parejas.

Esas lecciones de juventud, y la voluntad de no callar las vidas de otros prójimos, me acompañaron cuando yo fui madre por primera vez. Quizás por eso no me asustó la pregunta sobre si mi hija pudiera hacer una elección diferente de la convencional. Si así hubiera sido, nada habría cambiado: ni en mi adoración ni en mis guías para el camino.

Le habría dicho las mismas cosas, le habría dado los mismos consejos, y como mucho le habría advertido, todavía más, sobre los peligros de la intolerancia, el desdén, y la violencia y abuso de otros, como las fuerzas más destructivas (y paradojalmente, más débiles) sobre nuestra tierra. No era ciega y me daba cuenta que en cualquier país del mundo, siempre habría personas que no dejan vivir serenamente a otros, que están ahí para juzgar, perseguir, discriminar o atentar contra inocentes. Si mi hija elegía ser gay, corría peligro; no podía dejar de verlo. Pero todo el peligro del mundo no me habría movido a disuadirla ni dejar de acompañarla. Porque aún en medio de ciertos horrores -como la intolerancia- todavía ella debía conservar su derecho a amar, a ser feliz, a diseñar su vida.

Si mi hija mayor hubiese sido gay, y/o si la más chiquita lo fuera, yo habría esperado y/o esperaría, al igual que siendo heterosexuales, que encontraran una pareja (en este caso una mujer) que las respetara y amara incondicionalmente; que las hiciera irradiar y querer ser mejores personas.

Si mis hijas fueran homosexuales, querría para ellas una pareja buena, leal en el vínculo, dulce en el trato, noble en su ética; que no temiera a trabajar duro, soñar, ponerle el hombro a tiempos adversos, y también poner canto, buen humor y caricias al doméstico día a día. En la decisión de hacer hogar, que esa pareja y mis hijas fueran capaces de levantarlo -para amarse y cuidarse-  a partir de los ritos y pactos que más sentido les hicieran: con votos matrimoniales, ritos a la orilla del mar, en una oficina del registro civil o en un templo, o en la profunda intimidad de un espacio de dos con su música y poemas elegidos. Lo que ellas eligieran. Asimismo, la maternidad: que fueran mis hijas y sus parejas un buen regazo, tierno y robusto, para mis nietos, y que asimismo recordaran a los hijos de los demás en su ser ciudadanas, solidarias, agentes de pequeños o grandes cambios dondequiera que se necesiten.

Lo mismo que espero hoy de mi “yerno” (la pareja de mi hija mayor) habría esperado de una mujer, si esa hubiese sido su elección. Y lo mismo que espero que Diamela sea capaz de prodigarle a un compañero de camino, esperaría que ella fuese capaz de entregarle a una pareja mujer, si fuera el caso. Nada cambia, y me entristece pensar que esto que digo pudiera ofender a alguien, pero no puedo mentir: éste es el mundo que sueño, que vivo cada día, y en el que quiero que vivan mis niñas. Mis niñas que podrían ser astronautas, pasteleras, científicas, guías en las montañas, trapecistas, ejecutivas, artistas: lo que ellas quieran, sin jamás ser discriminadas por sus elecciones hechas a consciencia, con amor.

En el umbral de un tiempo de partidas, concedo que a veces la oscuridad es lo único que nos hace añorar la luz de tal forma, que nos juremos sin falta llamarla, exigirla de nuestro lado. Si Daniel Zamudio y su familia nos ayudan a preguntarnos cómo querríamos un país para nuestros hijos, sean estos heterosexuales u homosexuales, y luego levantamos ese mundo, sin capitulaciones, con firmeza y afecto, entonces la oscuridad en que Daniel ha habitado este tiempo, mientras parte, no habrá sido completamente en vano. No puede ser. De nosotros depende.

(Por favor no dejen de ver este video http://www.youtube.com/watch?v=dRety8nI3c4&feature=youtu.be)


Fotografía del título: IMG_2164